La educación que queremos | Seres permeables en un mundo líquido

Por: Andrés García Barrios

En esta nueva entrega de «La educación que queremos», Andrés García Barrios comparte algunas reflexiones en torno al 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer.

Reflexiones en torno al 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer

Es de noche, vamos de regreso a casa. G ―mi esposa― está al volante. Contenta, me dice que me va a mostrar el atajo que descubrió en estos días. Con asombro, veo como poco a poco se adentra en lo que sospecho será un gran desvío. G. me pide paciencia y sin embargo llegamos a un punto en que cualquier rumbo que ella elija será una desviación: el camino más corto quedó atrás. Su atajo resulta ser un rodeo enorme; eso sí, por pasos a desnivel bastante despejados por los que el auto avanza ágilmente, dándome una sensación de vuelo, de libertad. “¿Ves? ―me dice― ¿Es una buena ruta, no crees?”. Yo me río. Trato de disimular y ser amable. Hemos recorrido varios kilómetros de más, con gasto de gasolina y tiempo. Sin embargo, con mi disposición tranquila, el viaje me ha parecido ligero y sin inconvenientes. Llegamos a casa sin discutir. G. también está a gusto, no hemos batallado por saber quién tiene la razón.

De hecho, siempre hay mil razones para tomar una ruta diferente a la “correcta”. Razones que no tienen nada que ver con los razonamientos habituales, razones que ponen en entredicho nuestro concepto de error; razones que prefieren caminos mentales ágiles, con sensación de vuelo, por espacios amplios e iluminados. donde caben la intimidad y el afecto, el respeto y la consideración, y que dan por añadidura una experiencia de aterrizaje cuando uno llega a una conclusión. Razonamientos que tienen más que ver con invitar al otro a compartir una experiencia. Razonamientos que me recuerdan aquella frase de Blas Pascal, el científico y místico francés: “El corazón tiene razones que la razón desconoce”.

Darío Sztajnszrajber, popular escritor argentino y divulgador de la filosofía, propone que tomemos el significado de la palabra filosofía (amor a la sabiduría) poniendo más énfasis en el amor que en el conocimiento. Es lo que hace G. Seguro que cuando anda por ahí experimentando nuevas rutas, aprende algo y ama eso que aprende.

Al decir esto, me envuelven de súbito aquellos versos de Oliverio Girondo que se refieren a las mujeres diciendo: “No les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar”. Me envuelven, sí, y sin embargo son versos que no me gustan. ¿Quién se cree Girondo ―por muy poeta que sea― para decirles a las mujeres cómo deben ser, para pedirles que llenen sus expectativas y, a fin de recibir su perdón, se echen a volar? ¿Acaso él mismo es un ave altísima, un querubín, un veloz planeador a la espera de que las mujeres lo alcancen? Yo, la verdad, me lo imagino más bien como un gordo terrenal, apoltronado en su camastro y pidiéndoles a las mujeres que vuelen para él, que se eleven y lo diviertan con su vuelo. Sin embargo, a G. le encantan esos versos; así me lo dijo hace más de veinte años cuando la conocí. Tal vez esperaba que yo fuera ese hombre que la alentara a volar, que admirara su vuelo y la incitara a elevarse. Pero yo lo que hice en aquella primera cita fue criticar a Girondo.

Lo critiqué, sí, sin fingir el menor romanticismo. Pero bueno, al menos también le expliqué a G. por qué lo hacía. Finalmente, decir todo lo que pienso es mi debilidad. Es también ―ella y yo lo admitimos― una de las cosas que nos ha mantenido juntos. La otra es el hecho de que G. fuera más bien callada, al menos en cosas que yo consideraba esenciales. Ambas “debilidades” nos han mantenido unidos porque estando juntos hemos aprendido a escucharnos. Escuchar su silencio ha sido lo más difícil para mí. Hablar y escucharme ha sido el reto para ella. Así lo veo yo. Y juntos vamos aprendiendo y creando un espacio de habla y silencio, de comunicación.

Vamos creando un espacio de comunicación para nosotros y nuestros hijos. Tenemos dos. Deseamos que ellos aprendan de ese silencio rumoroso y parlanchín que hemos creado juntos, donde las palabras pueden hablar pero siempre intentan no decir “lo definitivo”, “lo correcto”. Lo intentan aunque no siempre lo logran: a veces rebasan la raya del silencio prudente, pero por lo general logran retraerse e incluso pedir una disculpa.

Zygmunt Bauman, el pensador polaco, describe el mundo actual como una modernidad líquida en la que todo fluye y escapa a nuestras manos, desbordando todas las verdades que podrían contenerla. En este mundo no hay dirección sino dispersión. Nada queda, nada se detiene para poder mirarlo, nada frena el tiempo suficiente para tomar un poco de ello. Me sorprende que esta imagen de la dispersión líquida sea también la que representa, según los antiguos chinos taoístas, a la necedad juvenil, que fluye por todas partes sin postura alguna ni dirección, y que sin embargo, gracias a su propia terquedad, acaba llenando todo y superando los obstáculos para seguir corriendo: así se hacen los ríos, los grandes cauces que hacen que la humanidad permanezca.

Una realidad líquida tiene la virtud de que nos enseña a ser permeables. El término permeabilidad (sinónimo, para mí, de comunicación) sirve a la idea principal de este artículo, que es despejar las telarañas ideológicas que se han fraguado en torno a las diferencias entre hombres y mujeres, efectuar un ejercicio de desaprendizaje que cuestione todos esos razonamientos contundentes que nos encierran a mujeres y hombres en nichos arbitrarios, en estereotipos “impermeables” entre sí.

Mi mente se remonta entonces al origen moderno de este tipo de cuestionamientos, es decir, más o menos al siglo XVI, cuando la humanidad comenzó a deshacerse de un sistema clerical que había convertido los misterios de cielo y tierra en reglas y obediencia, reprimiendo todo tipo de pensamiento autónomo. Al sentir que con su razón podía entender la realidad, el ser humano vio en el conocimiento matemático y científico la vía para recobrar el para entonces ya muy desgastado espíritu de trascendencia. La promesa inicial fue incluir a las mujeres en ese vuelo. Los salones de algunas ricas damas se llenaron de hombres y mujeres que discutieron juntos los importantes avances de la filosofía y la ciencia. Ellas, como figuras centrales de esas tertulias, influían ―indirectamente pero de forma contundente― en las oportunidades de los varones para entrar en los círculos académicos (que a ellas, por cierto, les estaban vedados). Además, al exigir que en sus salones se hablara sin pedantería sino con un lenguaje llano y comprensible para todos, se convirtieron en las primeras divulgadoras de la ciencia.

Pero aquel incipiente protagonismo les duró poco. El nuevo espíritu de trascendencia que se había distanciado de la religión oficial y que ahora veía a la razón como la cúspide de lo humano, no se separó sin embargo de la antigua dualidad filosófica entre alma y cuerpo. Ahora la mente, el intelecto, se elevaba sobre la naturaleza, intentando reducir el mundo material a objeto de estudio y satisfactor de las necesidades físicas. Siendo estas últimas indoblegables, resultaba necesario que alguien se hiciera cargo de ellas. La mujer, a quien se creía más apegada a la naturaleza,* era la candidata ideal para las tareas de esa materialidad cotidiana, como administrar el hogar y criar a los hijos.

Ya para el siglo XVII, las “mujeres sabias” eran objeto de burla (el gran dramaturgo francés Moliere cometió el error de ridiculizarlas en al menos dos de sus comedias). Muchas acabaron por ocultar su fuerza para conservar al menos el poder que les daba parecer débiles. Otras dieron la batalla. Sin embargo, la sociedad no era aún lo suficientemente líquida (lo suficientemente confusa e inasible) como para exigir la permeabilidad que en la época actual empieza a ser requisito de supervivencia. La ciencia apenas emprendía el vuelo y tardaría todavía mucho tiempo en alcanzar su punto más alto. Después de un siglo XIX que recrudeció tanto la fe en la verdad científica como la represión sobre la mujer (cuya inferioridad intelectual ahora estaba “científicamente comprobada”), los seres humanos vimos a la diosa Razón acercarse a su punto de mayor lucidez mientras sus alas empezaban a chorrear, como las del pobre Icaro que, sin tomar en cuenta que eran de cera, se acercó al sol demasiado.

Hoy, en nuestro mundo de alas licuadas y verdades líquidas, ya no tiene sentido que lo masculino y lo femenino (reales o estereotipados) permanezcan separados y empiezan por fin a permear uno hacia otro. Cada vez más juntos, hacen converger lo emocional/familiar con lo intelectual/social, cuya separación fuera herramienta clara del patriarcado racionalista que moldeó a la sociedad moderna. Aquí y allá, en rincones oscuros empieza a fraguar un nuevo mundo cuya principal característica promete ser una solidez moldeable. Al haberse perdido una valiosa oportunidad de igualdad, esa que fuera abierta en los inicios de la modernidad, una incipiente comunidad de seres permeables cuartea los moldes con una agresividad contenida por siglos: mujeres explosivas surgen para defenderse (a sí mismas y a todo su género) de hombres violentos que no quieren renunciar a tener la razón; otros hombres buscan y encuentran en la feminidad las cualidades que habían extraviado; algunos padres se quedan en casa a cuidar a sus hijos mientras las madres salen para dar a éstos un ejemplo de fuerza y feminidad. A nuestro alrededor, el aire mezcla todas las esencias, que vuelan quién sabe a dónde, sin dirección (todavía sin dirección), en busca de un hogar terrenal más promisorio. Van hacia él por atajos inciertos y desvíos de varios kilómetros (perdidos para la razón, pero recobrados para el corazón) antes de aterrizar.

***

Si bien, en la mitología bíblica, la mujer es la primera en desobedecer a Dios, comer del fruto que da “discernimiento” y ofrecérselo al hombre, es este último, Adán, el primero en conocer la deslealtad (característica que no se le puede imputar a la mujer): de inmediato la acusa con el creador: “Fue ella quien me lo dio”. Y reniega de Dios y de lo que antes le era propio: “Ella, la mujer que  me diste”.

Admiro más a Eva. Si bien esto puede ser visto como una forma de empatía personal, no deja de resultarme sumamente útil para tomar la postura que el mundo actual me muestra como la más justa: ponerme del lado de la mujer y de su lucha por la igualdad (algunas prefieren hablar de equidad).

Apoyar a las mujeres no es fácil para los hombres porque significa aceptar que hemos quedado en desventaja frente a ellas. Me explico. Al atribuirles durante siglos una superioridad afectiva y mayores cualidades para la crianza, hoy que demuestran su igualdad intelectual en todos los órdenes, quedan dueñas de aquellas primeras cualidades además de las de sus capacidades cognitivas y su inteligencia (nosotros nos quedamos sólo con nuestra fuerza y nuestro cuerpesote, y en muchos casos ni eso). El haberles hecho a un lado, reservando para ellas el mundo emocional, tuvo sus riesgos, y ahora vemos cómo crecen y amenazan con dejarnos a sus pies, en la sombra.

En todo caso, la importancia de impulsar la lucha por la equidad de las mujeres y en educar a nuestros hijos en ese sentido, radica en que son sobre todo ellas las que hoy ―al movilizar sus derechos corporales, intelectuales y espirituales― están enarbolando una bandera que pertenece a ambos géneros (ni modo, tenían que hacerlo, a veces con justa explosividad, y es que los hombres parecíamos dispuestos a seguir en el mismo estado de alienación durante mucho tiempo, marcando una serie de diferencias arbitrarias que no nos pertenecían de fondo, de ninguna forma).

Creo que una sociedad permeable acabará revelándonos que somos tan parecidos, que en realidad nuestro principal conflicto radica justamente en espejearnos siempre: querer, por ejemplo, que el otro sepa de antemano quién soy, qué quiero, qué necesito, todo sin tener que decírselo ni pedírselo. O bien en querer expresárselo a gritos sin dar tiempo a que el silencio lo muestre. Todo como si yo fuera un Yo repetido dos veces, un Yo mirándome al espejo (todo lo contrario de alguien permeable: más bien un Narciso).

* Parece que las mujeres siempre se han resistido mucho más que los hombres a perder su integridad y a renunciar a su naturaleza. Finalmente tenía razón Pierre Roussel cuando en un libro de 1775 decía ―creyendo señalar un defecto― que “la mujer no sólo es mujer por una parte, sino por todas las caras por las que puede ser contemplada”.

Fuente e Imagen: https://observatorio.tec.mx/edu-news/la-educacion-que-queremos-seres-permeables-en-un-mundo-liquido/

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La educación que queremos | Desaprendizaje

¿Cómo queremos ser educados? En esta primera entrega de la serie LA EDUCACIÓN QUE QUEREMOS, Andrés García Barrios da rienda suelta a su imaginación para contestar esta pregunta tan sencilla y trascendental a la vez.

Por:  Andrés García Barrios

Me llega de casualidad una vieja nota escrita por Karina Fuerte, editora en jefe de este Observatorio IFE, en la que, bajo el título ¿De qué sirve saber si no sabemos cómo vivir?, menciona el libro Escuela de Aprendices, de la filósofa y ensayista española Marina Garcés. El artículo comienza citando la pregunta clave que guía la composición del libro: ¿Cómo queremos ser educados? La idea me cautiva de inmediato. ¿Cómo queremos ser educados? Nunca había pensado en esto, en que uno puede hacerse esta pregunta.

La educación ―según siempre nos han dicho y nos hemos dicho― es una decisión de las familias, de los maestros, de quienes la otorgan… y no una elección y menos un deseo de quienes van a recibirla. Nunca lo ha sido. ¡¿De verdad nos están preguntando cómo queremos ser educados?! ¡¿Nos lo estamos preguntando?! La sorpresa me lleva de inmediato a un “¡Qué bien suena esto!”, y no tardo en dar rienda suelta a mis fantasías de cómo me gustaría que fuera la educación en mi país, en el mundo entero. En un vuelco de imaginación me remonto a mi infancia y le digo a mis padres cómo quiero que me eduquen; después voy con mis maestros y les digo lo mismo, paso a paso. Así, bruscamente me entrego a esta reinvención de toda mi historia hasta llegar al presente, en que sigo aprendiendo, dejándome llevar sólo por la pregunta ¿Cómo quiero ser educado?

Ni siquiera se trata de qué educación creo que la gente debe recibir; en mis pensamientos no entra la idea de deber ni cabe la pregunta de cuál pienso que es la mejor manera de alcanzar ciertos objetivos escolares, ciertos propósitos, de obtener determinadas habilidades… No, nada de eso. Simplemente se trata de querer, de cómo se me antoja que me eduquen.

Así pues, comienzo aquí esta carta a Santa Claus, a ver si ―siendo apenas febrero― para la próxima Navidad recibo la sorpresa de que la educación es ya, así como la quiero, como la estoy deseando y pidiendo (de verdad desearía que mi “querer” fuera tan fresco como el de un niño; no puedo dejar de recordar la maravillosa respuesta que dio mi hijo a la pregunta de qué quería ser cuando fuera grande: “Quiero ser niño”, contestó; sin embargo, mi deseo de adulto no puede ser sino una mezcla de fantasías frescas combinadas con ciertos argumentos razonados e incluso con algunas ideas intrusas, de esas que llamamos “realistas” y que no son sino desilusiones de adultos malinformados acerca de los milagros que nos pueden acaecer a los seres humanos).

Así pues, doy pie a esta serie de artículos a los que titularé LA EDUCACIÓN QUE QUEREMOS, donde espero poder expresarme con total libertad, es decir, sin entrar en consideraciones sobre si estas fantasías filosóficas que salen de mi cabeza son de verdad posibles.

Desaprendizaje

Lo primero que se me ocurre cuando me hago la pregunta que plantea Marina Garcés, es que quiero una escuela donde haya mucho amor. Como dicen Edgar Morin y sus coautores del libro Educar en la era planetaria: la educación necesita “de lo que no está indicado en ningún manual pero que Platón ya había señalado como condición indispensable de toda enseñanza: el eros, que es al mismo tiempo deseo, placer y amor, deseo y placer de transmitir, amor por el conocimiento y amor por el alumnado. Donde no hay amor, no hay más que problemas de carrera (académica), de dinero para el docente, de aburrimiento para el alumno”. Sin embargo, el lector o lectora, habrá de convenir que la palabra amor es complicada porque admite innumerables definiciones y porque, en la práctica, podríamos llegar a exclamar de ella lo que alguna vez, trágicamente, se dijo de la Libertad: “Amor, cuántos crímenes se han cometido en tu nombre”. Así pues, decido dejar el amor para más adelante y sigo pensando, o más bien, sintiendo: ¿qué educación quiero?

Me acuerdo entonces de cuando era un joven estudiante de la carrera de teatro y, lo mismo que todos mis compañeros, idolatraba a uno de los héroes del momento, el director polaco Jerzy Grotowski, cuyo libro Hacia un teatro pobre formaba parte de nuestro programa académico y era sumamente popular en el medio escénico independiente (al que la mayoría anhelábamos integrarnos pronto). Lo de “pobre” no hacía referencia ni a la clase social ni a la falta de recursos económicos (aunque en la Polonia de aquellos días dedicarse al teatro independiente sí era someterse a este tipo de privaciones), sino a un concepto del arte teatral donde sólo se daba valor a la expresión actoral y se prescindía de casi todo otro recurso: música, escenografía, iluminación, vestuario, maquillaje, efectos sonoros, y en general toda la parafernalia escénica. Lo que había era actores vestidos apenas con ropa de calle o alguna prenda muy modesta, haciendo uso de sus gestos, de su voz, de sus movimientos extraordinariamente expresivos (iluminados por una luz propia, podríamos decir), y de vez en cuando de algún objeto sumamente simple (una tela, un palo o algo así).

Yo y mis compañeros ―y en general la gente en México― no teníamos acceso a ver las obras de Grotowski, ni siquiera filmadas, y debíamos contentarnos con algunas fotografías incluidas en el libro, donde los actores hacían gestos impresionantes que parecían verdaderas máscaras sobre sus rostros. Sin embargo, recuerdo que lo que más me impactó de la lectura, fue uno de los conceptos que Grotowski mencionaba como la clave que estaba detrás de esta magia: durante su entrenamiento, los actores no debían “aprender” nuevas técnicas expresivas sino por el contrario debían trabajar con un rigor vital para desprenderse de todo tipo de vicios de expresión e impulsos corporales así como de tendencias mentales y culturales que, como todos nosotros, cargaban encima y les impedían dar verdadera vida a su expresión escénica. Había que deshacerse de cosas y no añadirlas. En palabras de Grotowski: “La nuestra (no es) una colección de técnicas sino la destrucción de obstáculos”.

Otra idea complementa lo anterior. En una vieja entrevista que puede verse dando clic aquí, Grotowski menciona que, en el régimen estalinista impuesto sobre Polonia, había una gran censura sobre los espectáculos pero no para los ensayos, los cuales se ejercían en total libertad. Esta privacidad fue un elemento que favoreció la esencia de su trabajo: Grotowski convirtió los ensayos en los momentos más importantes del proceso: en ellos ocurrían los encuentros humanos más importantes (de los actores con el director y de los actores entre sí) y se alcanzaban las formas más elevadas de exploración artística. Como también los espectáculos resultantes eran extraordinarios, el Teatro Laboratorio de Grotowski se convirtió en uno de los pilares del arte de su tiempo en todo el mundo.

Pues bien, la educación que yo quiero comparte esos dos elementos que he descrito. Desde chico, acarrea uno tantas ideas preconcebidas, necesidades impuestas, obligaciones sin sentido, confusiones conscientes e inconscientes, etiquetas y estigmas sociales, posturas físicas y hasta enfermedades y trastornos adoptados, que lo mejor que nos puede ocurrir es toparnos con una maestra, un medio o una escuela donde nos ayuden a quitarnos todo eso y nos alienten a pensar por y para nosotros mismos, a sentir con autenticidad, a expresar con frescura y a volver a los impulsos del propio cuerpo y no tanto a las fórmulas de comportamiento social. Una escuela así sería un verdadero laboratorio donde uno aprendería a quitarse resistencias y a identificar con libertad aquello que más nos conviene. Claro que «quitarse resistencias” se dice fácil ―como si fuera cosa de voluntad―, y sin embargo eso que hemos ido acumulando en nuestro interior desafortunadamente no ha dejado una huella clara de su paso, haciendo difícil andar atrás el camino para reencontrarnos con un estado menos afectado de nosotros mismos, menos cargado de lineamientos e información. Pero es aquí donde entra el segundo aspecto del teatro de Grotowski, el que se refiere a la importancia del proceso más que del resultado.

Un ambiente en donde uno no tiene que “cumplir” con nada, donde no tiene que producir algo para otros y donde no será evaluado de inmediato por sus resultados, es un ambiente mucho más propicio para encontrarse consigo mismo, con sus deseos y necesidades auténticas. Se trata de un ambiente basado en la confianza y sin la persecución y el juicio de una mirada exterior (idealmente en el salón de clases debería imperar aquello de que “lo que ocurre en el aula se queda en el aula”, lema más propio de los espacios terapéuticos; por eso, otro gran director de escena, Peter Brook ―quien escribe el prólogo de Hacia un teatro pobre― se abstiene de narrarnos lo que vio durante unas sesiones de entrenamiento dirigidas por Grotowski, por discreción hacia la delicada búsqueda personal que los participantes llevaban ahí a cabo).

Se me dirá, con cierta razón, que aprender a construir puentes, a realizar una cirugía a corazón abierto o a programar computadoras no es cuestión de “quitarse resistencias” sino de aprender habilidades nuevas. Por supuesto, la escuela también es un sitio donde añadiremos cierto tipo de conocimiento. Grotowski mismo no confía sólo en el impulso natural del cuerpo como expresión artística; es decir, para él tampoco se trata sólo de quitarnos resistencias y ya. Sabe que ese impulso debe ser modelado si se quiere “crear” una obra de arte. Sin embargo, ese “modelaje” debe sustentarse (en su acepción de sustento, de nutrición) en algo esencial, en una parte nuestra verdaderamente personal, para evitar caer en clichés, en estereotipos sociales (David Mamet, otro gran director y escritor de teatro y cine, sugiere que ese tipo de conocimiento arbitrario  que suelen brindar las escuelas, es de plano inútil, “…tan inútil como enseñar a un piloto a aletear con los brazos en la cabina para hacer que el avión se eleve”).

En la escuela que yo quiero, el conocimiento que adquirimos se nutre de nuestra verdadera personalidad, es decir de una visión fresca de nosotros mismos, lo menos prejuiciada posible (lo menos maquillada, vestida, iluminada… en una palabra, lo menos producida posible), convirtiéndose en un verdadero sostén para la vida. Con esta frescura fue como el actor Riszard Cieslak creo al personaje protagonista de El Príncipe Constante, obra del español Pedro Calderón de la Barca dirigida en Polonia por Grotowski. La obra trata de un hombre que por lealtad a sí mismo y a su fe, muere en prisión después de años de miseria y tortura. Para recrearlo en escena, sin embargo, el director propuso a Cieslak sustentar todo su trabajo en un recuerdo de adolescencia en el que el actor había vivido instantes de la más profunda sensualidad y alegría.  Este luminoso recuerdo funcionó “como una balsa en un río” sobre la cual navegó la tragedia del constante príncipe.

Lo que aprendemos debe ayudarnos a florecer en cualquier circunstancia. Sólo así tendrá verdadero valor. Como docentes, debemos pensar que los estudiantes vienen ya equipados con las cualidades y capacidades para aquello a lo que quieren dedicarse, y es sobre esa base que debemos ayudarles a construir su futuro. El futuro nunca debe sustituir a lo que existe en el presente. La evaluación de lo aprendido nunca debe ser más importante que el momento maravilloso de aprender algo, sobre todo cuando nos ayuda a quitarnos falsas ideas de la realidad o creencias equivocadas de nosotros mismos.

Quizás el aprendizaje no sea más que un estado de tránsito hacia un sitio en que nos reunimos con lo más auténtico que tenemos. Como escribí en la juventud, en un momento de exaltación poética:

Una mente indigestada de ideologías debe pensar detonaciones, estruendos que la obliguen a escuchar: filosofía. Démosle un poco de este pensamiento que la destrabe y por dieta de enfermo alguna geometría de gran belleza.  Pero una vez que se eche a andar, la mente deberá guarecerse prontamente en el bosque caótico, donde las voces vienen de todas partes y ninguna quiere imponer su acento. Allí, bajo la enramada de ruidos, despertarán sus instintos y un pensar propio de gran fuerza le abrirá las compuertas del cuerpo. Pues toda mente busca el cuerpo, donde no hay diferencia entre el pensar y el silencio.

Para terminar, me permito recomendar al lector un libro del psicólogo y cogno-científico inglés Guy Claxton, que es una especie de tratado sobre el desaprendizaje, sobre todo en materia de hábitos de pensamiento. Su nombre es intrigante y divertido (Cerebro de liebre, mente de tortuga), pero su subtítulo es un verdadero explosivo para nuestras creencias más arraigadas y una invitación a quitarnos algunos de nuestros más grandes obstáculos: Por qué aumenta nuestra inteligencia cuando pensamos menos. Esta simple frase se ha convertido para mí en un recordatorio constante de que necesito mucho menos de lo que cargo encima.

Fuente de la información e imagen: https://observatorio.tec.mx

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