Marco Fidel Gómez Londoño
La profesión de maestro nunca ha sido fácil, y menos en una sociedad confundida por la violencia y obnubilada por discursos facilistas en los que las balas, más que la educación, se han considerado como medios válidos y efectivos para construir país.
Sobrecoge que algunos sigan creyendo que la mejor manera para hacer de este país un mejor vividero es dando palos y crucificando a todo aquel que lo “merezca”, a pesar de todos los muertos y de las víctimas que a lo largo y ancho del territorio ha dejado tan brutal proyecto. Sin embargo, y a pesar de los vaivenes sociopolíticos, que además de muertes, siembran pobreza a conveniencia, también hay proyectos movilizados por maestros que dan cuenta de la potencia que guarda la educación para la transformación digna de las sociedades y de las personas.
Conocí uno de esos maestros que creen en ese proyecto ambicioso vinculado a la vida, y cuya evidencia se manifiesta en su misma trayectoria existencial. Este maestro sugiere cambiar autoritarismo por democracia, vigilancia por acompañamiento y distanciamiento por afecto; sugerencias que ha intentado concretar en sus acciones educativas. A la sabiduría encarnada en su historia de vida quise abrirle paso, por eso lo invité a un curso de posgrado para que compartiera con los estudiantes sus vivencias, logros y fracasos, y lo que él considera debería ser la educación y la escuela.
Su lento hablar se conjuga con una prosa y dicción inmejorable. Una voz descansada acompasa el aguacero que cae sobre la ciudad y que los vidrios del salón parecen celebrar.
Comienza diciendo que en la escuela debe ponerse el semáforo en verde con mayor atención, ya que el rojo se pone en demasía para limitar, obstruir y censurar; hay allí, en el escenario escolar, una pretendida y pasmosa quietud que puede sosegar al más vivaz de los vivaces. El verde, insiste, es movimiento y vida, nutre de placer a unos niños ávidos de saber y de esperanza, y que la primera debe ir unida a la segunda -dice con dejo de certeza- pues una escuela sin saber no es escuela, y mucho menos sin esperanza. La esperanza, para decirlo con Ernst Bloch: “no representa la última palabra para la frustración. Y por eso lleva en sí siempre el contenido intencional: hay todavía salvación…en el horizonte”. Ese horizonte que, a mi juicio, aguardamos en nuestro país.
Las acotaciones van acompañadas de fragmentos poéticos. Son poemas de sus estudiantes a los que él les concede el valor del milagro: escritos en la adversidad, en el aturdimiento del no. Siente orgullo de lo que los jóvenes escritores han hecho de sí mismos y de lo que él ha podido aportar, y lejos de cualquier pretensión ególatra reconoce que el maestro, en tanto asume su condición, puede iluminar a sus estudiantes para que descubran sus capacidades y su misma vida. Un requisito indiscutible del oficio. Continúa hablando de los logros de sus estudiantes más que de los propios – estos últimos son de valor personal, mientras que los primeros revelan la función social de su profesión –en tanto asume que esos logros se forjaron en un fino barco a pesar del naufragio social que les tocó. El brillo en sus ojos se enlaza con el sol que anuncia la retirada del agua. Escampa.
La profesión, nos recuerda Óscar- sí, así se llama nuestro maestro- se hace concreta en el ascenso del otro, pero es desde la adversidad en la que se hace manifiesta su esencia, pues desde ese lugar incómodo se esculpe el diamante. Queremos seguir escuchando. Agrega que por quince años consecutivos se ha impreso igual número de libros en los que están contenidos las creaciones escriturales de los estudiantes y cuyos autores desobedientes. Acomoda un poco los lentes que lleva puestos; nosotros nos miramos con sospecha, pero con disimulo. Entonces nos confía con alegría que fue por un estudiante desobediente en el que su proyecto magisterial tomó mayor relevancia.
El desobediente es un paria que es despachado de la escuela pues, en su ideal aséptico, no tiene cabida. Ni su cuerpo ni su vida caben allí. No puede caber pues “una manzana podrida daña las buenas” y el paria, en esa traslación biologicista, en esa canasta de frutas, ya sabe amargo. Es con los desobedientes, reconoce el maestro, en los que la escuela se hace más escuela, en ellos se pueden encontrar las maneras pedagógicas para la transformación de los sujetos.
¿No es esa una de las tareas de la escuela? El desobediente no es una manzana podrida, sino aquel que responde de manera alternativa a diferentes situaciones, y si el maestro ve en él un sujeto y no un virus, entonces habrá mucho por descubrir y la esencia de la profesión, aquella que ya indicó es luz en medio de la oscuridad, construirá esperanza. El semáforo en verde para los desobedientes que les permita su reconocimiento en el saber, que les dé un lugar, ya no en un cesto sino en la vida, que les dé contenido y horizonte.
Luego de la charla, con la misma suavidad inicial, se levanta de su silla y se despide de cada uno de los estudiantes. Me despido también de él. Una semana después escribo a su correo electrónico para agradecer por su compañía y en una línea me responde: Seguiremos esquivando la cordura. Salud.
Esa línea del maestro trae a mi memoria un texto de William Ospina en el que casi como petición escribe: “Nunca como en esta época fue tan necesario pedir lo imposible”. Y pedir lo imposible -aquello que no es, pero que puede ser- implica, en el orden educativo y social, comenzar a construirlo de diferentes maneras para hacer del mundo un mejor lugar con mejores personas. Hay formas ya agotadas que no son viables, que excluyen, que alejan, que segregan, y de eso, en nuestra Colombia, ya hemos sido protagonistas y testigos por muchos años.
Hay maestros que en muchos lugares están haciendo lo “imposible”, que esquivan la cordura, que ponen el semáforo en verde, pero que la inercia burocrática y los modos tradicionales, anquilosados y cómodos parecen invisibilizarlos. Aun así, perseveran, pues en la escuela son ellos quienes hacen de lo imposible posible, y que transforman lo “podrido” en vida.
A la memoria de Óscar Henao Mejía, constructor de lo imposible.
Fuente: https://laorejaroja.com/esquivando-la-cordura/