“El capitalismo practica una guerra civil latente y larvada o abierta y declarada”

El autor italiano Maurizio Lazzarato sostiene que no hay capitalismo sin guerra. En esta entrevista también critica a la tradición filosófica francesa de la década del 70 y considera que es necesario reconstruir la acción política a fin de pensar nuevos modos de rupturas revolucionarias a nivel macro.

Maurizio Lazzarato nacido en 1955 en Italia y residente en París desde hace décadas es uno de los filósofos contemporáneos más estimulantes para pensar el lugar de la izquierda en el desconcertante panorama político actual. Militante en su juventud en el autonomismo y estudiante en la Universidad de Padua, posteriormente su exilio en Francia lo pone en relación con la tradición filosófica de mayo del 68 en la cual Lazzarato se adscribe al mismo tiempo que polemiza fuertemente con muchos de sus conceptos y de manera muy notoria en sus últimos libros: Guerras y Capital co-escrito con Éric Alliez (2016), El capital odia a todo el mundo (2019), ¿Te acuerdas de la revolución? (2022), Guerra o revolución (2022) y El imperialismo del dólar (2023). Esta serie de publicaciones encuentra una nueva estación en su flamante lanzamiento titulado ¿Hacia una nueva guerra civil mundial? (Tinta Limón) que articula teoría y política desde una rabiosa actualidad a propósito del privilegio ontológico que para una generación de pensadores (Michel Foucault, Gilles Deleuze, Félix Guattari o Antonio Negri) ha tenido la afirmación y el desplazamiento de la negación con el consecuente efecto político de esta posición que ha llevado a eliminar del pensamiento de izquierda la categoría de “guerra” y nociones sucedáneas como el conflicto o la lucha en favor de una revolución subjetiva o micropolítica que ha evitado pensar una interpelación seria sobre la revolución a gran escala. En este sentido, según Lazzarato será imperioso construir una convergencia entre las subversiones singulares y la experimentación subjetiva (modos de vida minoritarios, feminismo, género, sexualidad, etc.) con una transformación radical de la dinámica económica y social si no queremos asistir a “subjetividades revolucionarias sin revolución”. Algo que Gilles Deleuze testimoniaba pero desde una mirada crítica de las revoluciones en la historia cuando afirmaba que “la revolución impide el devenir revolucionario de las personas”.

De acuerdo al punto de vista de Lazzarato desde hace ya casi dos décadas presenciamos una continuidad de acontecimientos especialmente visibles a partir de la crisis financiera subprime de 2007 y 2008 que nos colocan frente a una realidad ineludible: no hay capitalismo sin guerra. Los conflictos entre Rusia y Ucrania e Israel y Palestina nos ponen, según su perspectiva, frente hechos incontrastables en los cuales percibimos un mundo ya completamente ajeno a la “pacificación” global luego de la caída del Muro de Berlín, el desmembramiento de la Unión Soviética y el unilateralismo liberal anunciado por Francis Fukuyama. El presente que vivimos, por el contrario, se encuentra sumido en un espiral confrontativo y violento que requiere, según el filósofo italiano, la rehabilitación de categorías olvidadas y ocultas que permitan recrear una posición de izquierda en este contexto.

En esta entrevista Lazzarato detalla sus críticas hacia la tradición de la filosofía francesa de los setentas centrada en la microfísica del poder, la micropolítica y la producción de nuevas formas de subjetividad como alternativas post-revolucionarias que pretendían sustituir el concepto de guerra civil en un contexto de desilusión del socialismo real y de desmarxistización. Desde nuestra coyuntura Lazzarato cuestiona esta deriva intelectual y, al revés, considera que es necesario reconstruir la acción política desde una ontología que recupere el “no” y la negación a fin de pensar nuevos modos de rupturas revolucionarias a nivel macro con potencia constituyente frente al avance de las nuevas derechas a nivel mundial.

¿Hacia una nueva guerra civil mundial? es su sexto libro sobre la cuestión de la guerra y particularmente sobre la noción de “guerra civil” en este caso a propósito de los conflictos en Ucrania e Israel. En relación a ello usted señala en un pasaje lo siguiente: “La guerra y la guerra civil son los signos de la repetición de la acumulación originaria, capaces de determinar la transición de un modo de producción a otro, de una forma de acumulación a otra, porque, juntas, constituyen las fuerzas destructivas del viejo orden y constitutivas de un nuevo Nomos mundial de mercado. No hay poder constituyente sin guerra y sin guerra civil, sin organización de la potencia y acumulación de fuerzas”. ¿Por qué según su mirada es fundamental recuperar la noción de “guerra” para pensar nuestro presente y especialmente para construir una política de izquierda?

El pensamiento crítico ha reprimido la cuestión de la guerra y la guerra civil y yo he intentado con todos los límites que tengo analizar la actualidad en directo, recuperar ese retraso. En un poco más de un siglo la guerra mundial se produjo cuatro veces. No se trata de un elemento contingente. Con el imperialismo y el capitalismo de los monopolios, es decir, a partir del comienzo del siglo XX la guerra y la guerra civil son acontecimientos constitutivos del capitalismo y era necesario incluirlos de manera conceptual. El capitalismo nace históricamente de un largo período de acumulación operado no por la producción o por el trabajo sino por la violencia, por las guerras de desposesión y la esclavitud. Marx llamaba a esta época la acumulación primitiva, un período durante el cual la guerra creaba las clases, porque para que la producción pueda ponerse en marcha era necesario que las clases existan y su emergencia se realizó por la violencia de la sumisión. Nosotros sabemos ahora que la acumulación primitiva no está limitada a una época histórica, de la Conquista de América a la revolución industrial, sino que se reproduce continuamente determinando el pasaje de un modo de producción a otro, de una división internacional del poder y del trabajo a otra. Incluso el pasaje del fordismo de la posguerra al neoliberalismo necesitó de su acumulación originaria, es decir, la violencia extra-económica de la guerra civil, de la guerra de conquista y de la guerra de servidumbre. Hayek, con una franqueza reaccionaria que hace falta a los progresistas y demócratas, confirma y reivindica abiertamente esta dimensión meta-económica definida sin miedo como “dictadura” cuando, durante su visita al Chile de Pinochet, mientras los ecos de la tortura, los asesinatos y la represión generalizada no estaban todavía totalmente apagados, declara el 8 de noviembre de 1977 al diario El Mercurio: “Una dictadura puede ser un sistema necesario durante un período de transición. Quizá para un país es necesario tener por un tiempo una forma de poder dictatorial”. Para Hayek, la acumulación originaria llamada “dictadura de transición” es necesaria en Chile y en toda América Latina como condición no económica del funcionamiento de la libertad de mercado y de empresa. La necesidad de ejercer, según los términos de Hayek, los “poderes absolutos” se manifestará igualmente al fin del ciclo porque el mercado, el comercio mundial y la libre empresa se transformarán en un espiral de contradicciones y de oposiciones que solo la guerra y la guerra civil pueden resolver. La dimensión extra-económica es dada por la guerra y la guerra civil en tanto definen cada vez una nueva división del trabajo internacional y una nueva división del poder, esto no es sino la apuesta de la guerra mundial “en pedazos” que estamos viviendo en el presente. La acumulación primitiva, en la cual nos encontramos actualmente sumergidos, organiza una distribución primaria de medios de producción y de la propiedad que reposa sobre la violencia del enfrentamiento armado, esta es la única manera de articular la economía política y la lucha de clases, la producción, la guerra y la guerra civil. Eso que los marxismos occidentales, todos basados sobre el valor, la producción, la circulación y el consumo, no han podido realizar exitosamente y continúan omitiendo.

Usted es un muy crítico del pensamiento francés posterior a mayo del 68, sobre todo de la última etapa de la filosofía de Michel Foucault a fines de la década de 1970 y comienzos de 1980, particularmente de su curso en el Collège de France titulado “Nacimiento de la biopolítica” sobre la cuestión del liberalismo y el neoliberalismo. ¿Cuáles son los principales elementos que usted critica de Foucault pero también de Deleuze, Guattari y de otros pensadores soixante-huitards?

Foucault es prácticamente el único intelectual de su generación en haber teorizado la guerra civil como matriz de las relaciones de poder. Pero lo ha hecho solamente entre 1971 y 1975 para luego abandonarla por los conceptos de gubernamentalidad y biopolítica. Como todos los intelectuales de su época se radicaliza en ocasión de mayo del 68 para después seguir el declive de los movimientos políticos desarrollando conceptos que tienen por objetivo la “pacificación”, por ejemplo: el cuidado de sí, la vida como obra de arte, la estética de la existencia o la producción de nuevas formas de vida, separando así la producción de subjetividad de la ruptura revolucionaria. De la misma manera opera Guattari con el “paradigma estético” que captura las relaciones sociales bajo la forma de la existencia o bien el “devenir revolucionario” sin revolución de Gilles Deleuze. Asistimos a una involución del pensamiento crítico incapaz de captar la radicalización inevitable de las relaciones de fuerzas porque hemos construido una teoría del capitalismo centrada exclusivamente en la producción (incluso el deseo es visto como productor, tal como observamos en El Anti-Edipo de Deleuze y Guattari, esto no cambia el problema) que omite la guerra y la guerra civil. Foucault opone en 1978 las “excrecencias del poder”, que considera el verdadero problema del futuro de la humanidad, a la producción contemporánea de riqueza y miseria, reenviada al pasado, como cuestión social específica del siglo XIX. Justamente, eso que Foucault niega ser el problema del presente, va a ser el centro de la estrategia capitalista: como siempre se trata de la cuestión de la propiedad privada. Foucault critica el concepto de soberanía y ve solamente la dimensión local de la organización del poder, pasando por alto completamente la centralización “soberana” de la política y la economía. De una manera similar, Toni Negri y Michael Hardt, decretan el fin del imperialismo y el nacimiento de un Imperio fantasmático supra nacional que en realidad jamás existió porque los Estados Unidos siempre quisieron imponer su hegemonía unilateral. Lo que se impone a partir de fines de los años setenta es la imposibilidad de la revolución, sustituida por los fantasmas de la ruptura micropolítica. Negri enuncia para toda la teoría crítica ese punto de vista cuando dice: “Hay que dejar de mitificarla: la revolución está viva, ella construye sin cesar los movimientos de novedad y de ruptura. Ella no se encarna en un nombre: Jesucristo, Lenin, Robespierre o Saint-Just. La revolución es el desarrollo de las fuerzas productivas, de los modos de vida en común, el desarrollo de la inteligencia colectiva”. Dejar de mitificar la revolución es hacer de ella una actividad creadora, micro, incesante, capaz de conexiones siempre nuevas entre las singularidades que escapan a la captura capitalista produciendo, de esta manera, subjetividades autónomas e independientes. “Desdramatizar” la revolución es concebirla como una praxis sin rupturas “excepcionales”, una transformación local, micropolítica, siempre capaz de relanzarse porque es ingobernable, siempre excesiva en relación a la máquina Estado-capital. En lugar de esta ilusoria producción ininterrumpida de un proceso de liberación fantasmático, asistimos desde décadas a la ofensiva de una contra-revolución que ha ceñido progresivamente toda dimensión política a la praxis del “trabajo viviente”, reduciendo a éste a niveles de sumisión y explotación jamás esperados desde la primera fase de la revolución industrial. La “inteligencia colectiva” y las fuerzas productivas sin organización central son integradas en nuestro presente en una producción impulsada por la industria armamentística, que la histeria guerrera occidental agita en ausencia de todo proyecto político, reproduciendo así su propia dominación. En lugar de un “devenir revolucionario” asistimos a un “venir fascista” del mundo. Si comparamos todas estas teorías con la situación actual podemos constatar su fracaso resonante porque se han revelado incapaces de diagnosticar el presente.

Me resulta muy interesante esta crítica que le hace a ciertos conceptos claves de la filosofía de Michel Foucault como “biopolítica” o “gubernamentalidad” ya que estos ocultarían la importancia de la noción de “guerra” al interior de la historia y del capitalismo. ¿Podría ampliar cuáles son sus principales objeciones en relación a estos instrumentos teóricos para pensar la actualidad?

Con estas categorías es imposible dar cuenta del declive del neoliberalismo que se pensaba como una alternativa al fracaso del liberalismo clásico que había conducido a las guerras mundiales y los fascismos. Ahora bien, la autoregulación del mercado nos ha conducido a la guerra y a la reedición del genocidio renovando la derrota del liberalismo clásico. La gubernamentalidad y la biopolítica describen una dinámica del poder solamente local, micro, difuso, descuidando completamente la centralización que concierne tanto a la economía como a la política. Estas categorías son muy débiles por no decir inútiles para analizar la actual fase política que era imposible de anticipar a partir de ellas mismas.

Usted sostiene que la dimensión colonial del conflicto en Gaza es la confirmación de la hipótesis de su libro Guerras y Capital (co-escrito con Éric Alliez) donde se postula que el capital funciona necesariamente a través de la guerra. ¿Podría desarrollar un poco más este planteamiento que relaciona el capital, la guerra y el Estado imperial?

La dimensión colonial del capitalismo es indispensable para su funcionamiento. Eso que el marxismo europeo y blanco ha a menudo dejado de lado. Mientras que la guerra entre los Estados europeos estaba regida por la “Jus belli” (los códigos normativos de la guerra justa), en las colonias la guerra era siempre salvaje y de una violencia inaudita. Esta era indispensable para el proceso de acumulación. La misma cosa se podría decir en relación a la sumisión y la explotación de la mujer en los circuitos de reproducción. En estos dominios igualmente no se trata únicamente de producción y de explotación sino de violencia, de guerra, de conquista y de sometimiento. Es la razón por la cual hablamos de guerras en plural (de clase, sexo, raza) y no solamente de guerra entre Estados como hace la geopolítica.

Solamente pasando a la ofensiva uno se puede oponer eficazmente a los poderes establecidos.

Luego del declive de la mundialización y la crisis de la globalización usted busca la posibilidad de rehabilitar una ruptura revolucionaria en el presente. A propósito de ello menciona ciertos acontecimientos insurreccionales como la primavera árabe, la revuelta en Irán por la muerte de Mahsa Amini en 2022, las protestas en Francia de los chalecos amarillos y contra la reforma de las jubilaciones o el estallido social chileno en octubre de 2019 para pensar la convergencia entre ciertas luchas que expresan intereses y deseos con la problemática de la clase social. ¿Cree realmente que sería posible pensar otra manera de revolución en términos macropolíticos? ¿Qué elementos nos puede ofrecer en relación a ello?

Yo no propongo reproducir las formas de la revolución del siglo XX, ellas hoy son imposibles. Parto de constatar que luego de cincuenta años de prácticas alternativas a las rupturas revolucionarias el resultado es lamentable. Verdaderamente, estamos a punto de perder todos los derechos sociales y políticos conquistados por las luchas revolucionarias de los siglos XIX y XX. Un dato al respecto: Marx evaluaba la fuerza de los movimientos obreros por los resultados obtenidos a raíz de la lucha sobre el horario de la jornada de trabajo. La tendencia histórica nos muestra que la disminución del horario de trabajo se ha detenido. No ha habido jamás desde el inicio de la industrialización un proletariado tan débil, tan impotente. El proletariado “sin revolución” no puede sino solamente soportar la iniciativa del enemigo. Javier Milei, su actual presidente, es un buen ejemplo de la estrategia, siempre al ataque, siempre el querer más por parte del capital y el Estado. La iniciativa parte todo el tiempo del enemigo. Nosotros nos defendemos desde nuestra incapacidad para detener el avance arrogante de la propiedad privada. La reacción es importante como ha sucedido en Argentina a propósito del intento de privatización de la universidad, pero siempre se trata de una reacción defensiva, en este caso para proteger la dimensión pública de la educación frente al ataque. Me parece evidente que solamente pasando a la ofensiva uno se puede oponer eficazmente a los poderes establecidos. Desde 2011 ha habido verdaderas insurrecciones de masas como en Egipto o en Chile; en Francia incluso, con una intensidad menor, hemos asistido a una impresionante continuidad de luchas. Estas luchas llegan a altos niveles de enfrentamientos pero terminan generalmente vencidas. Son incapaces de organizar y acumular “la fuerza” que es la sola cosa que el enemigo de clase teme. Es necesario abrir el debate sobre los fracasos reiterados. ¿Por qué continuamos perdiendo? ¿Por qué nos debilitamos sin cesar? En mi último libro se avanza en la hipótesis de que el problema no es solamente la multiplicidad sino el dualismo, la polarización radical de las relaciones de fuerza. El movimiento insurreccional chileno impuso la polarización pero luego le faltó una estrategia sobre qué hacer y cómo hacerlo.

En función de lo que dice creo que el análisis que realiza tanto en su obra en solitario como junto con Éric Alliez en torno a la necesidad de recuperar la noción de “negación” que ha sido perdida en favor de una filosofía exclusivamente de la “afirmación”, vitalista y deseante, es muy enriquecedor para repensar la estrategia de la izquierda en el presente. ¿Podría desarrollar un poco más esta posición teniendo en cuenta la articulación entre la política representativa y estatal (macropolítica) y la política de la vida cotidiana y la subjetividad (micropolítica)?

Las filosofías críticas posteriores a mayo del 68 han eliminado el concepto de negación porque lo identifican con la dialéctica hegeliana y con su política de conciliación y síntesis de contradicciones. Sin embargo, es imposible pensar la acción política sin decir “NO”, sin rechazo, sin negación de la estrategia del enemigo. Todo ha devenido afirmación, creación y creatividad. La destrucción de las relaciones de explotación y de dominación, la extinción de las clases y la necesidad de vencer al enemigo de clase (esta expresión también había desaparecido) ha sido reformulada en beneficio de una ilusoria afirmación de “producción de subjetividad” cuyo su desarrollo es compatible con el capitalismo, es decir, que no es contradictorio con su existencia. El “modo” spinozista de la “afirmación pura” se ha introducido y ha proliferado en los intelectuales atravesados por la crisis del marxismo. Ahora bien, uno puede pensar sin problemas una negación que no sea dialéctica. La guerra y la guerra civil son dos ejemplos de la acción de oposición, de negación, de destrucción no dialéctica. Desde los años setenta, el capital ha elegido una política de separación, de ruptura de toda mediación, de rechazo sistemático de todo compromiso y condujo una estrategia de negación de los derechos y de las conquistas de los oprimidos. El capitalismo practica una guerra civil latente y larvada o abierta y declarada, según las circunstancias. Se trata de una lógica de guerra civil asimétrica porque es asumida por una sola parte. No hemos todavía encontrado una contra estrategia para neutralizar aquella de la no mediación. El régimen de guerra nos impone pensar un nuevo concepto de negación. La guerra y la negación son las verdades de nuestra realidad fabricada por relaciones de poder no compatibles que la economía, el consumo, las imágenes y los discursos “ocultan” por un tiempo. Pero solamente por un tiempo. Con una regularidad sorprendente esta realidad emerge y con ella la “negatividad”. Es necesario saber verlas y sobre todo anticiparlas si no queremos ser esclavos.

Fuente de la información e imagen:  https://contrahegemoniaweb.com.ar

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“El capitalismo no deja de revolucionar constantemente sus propias bases sociales”

Sin ningún género de duda, la nostalgia y la melancolía se han convertido en dos de las emociones más características del momento en el que vivimos. Existen nostálgicos de prácticamente todos los pelajes ideológicos y, como si la posibilidad de vislumbrar un futuro estuviese necesariamente cancelada, parece que la necesidad de ‘volver a casa’ se ha vuelto hoy más intensa que en otros períodos históricos. En este contexto, la pregunta que inevitablemente surge es la de qué hacer con estos sentimientos. ¿Deberíamos permitir, acaso, que fundamenten la base de un programa político, o deberíamos, más bien, sospechar de nosotros mismos cuando nos encontramos ‘echando de menos’ una época perdida? Leyendo la obra de Proust desde una óptica marxista y psicoanalítica, la filósofa Clara Ramas San Miguel (Madrid, 1986) ha intentado responder a estas preguntas en su último libro, El tiempo perdido. Contra la Edad Dorada: una crítica del fantasma de la melancolía en política y filosofía (Arpa, 2024).

El tiempo perdido representa una continuación al proyecto intelectual que ya viene desarrollando Ramas San Miguel en sus aportaciones más teóricas sobre marxismo. La filósofa, que ha trabajado con intelectuales como Michael Heinrich desde la perspectiva de la Neue Marx-Lektüre, ha publicado acerca de la cuestión del fetiche en Marx (Fetiche y mistificación capitalistas. La crítica de la economía política de Marx, Siglo XXI de España, 2018). Ahora, se ha propuesto usar sus herramientas analíticas para abordar el sentimiento melancólico que empapa la política contemporánea. Recientemente tuve la oportunidad de charlar con Ramas San Miguel sobre su libro, y sobre cómo evitar el error de intentar suturar las heridas del presente con recetas del pasado. A lo largo de El tiempo perdido, la filósofa no se cansa de insistir en su mensaje: la nostalgia, en política, es profundamente reaccionaria.

Su libro está planteado, desde el inicio, como un diálogo con Proust y su famosa novela En busca del tiempo perdido. ¿Por qué le parece tan importante la obra de Proust para pensar nuestra relación con el pasado?

Lo primero que me llamaba la atención de la obra de Proust, en realidad, es el título. Habla de algo perdido y creo que el punto de partida para todos es esta sensación de pérdida. Pero me gustaba que Proust parecía pensar que eso que hemos perdido no es un objeto en concreto; no dice la Francia perdida, el imperio perdido, o la familia perdida. Aunque habla de todas esas cosas en el libro, dice que lo más importante de eso que hemos perdido es el tiempo. Y, de hecho, explica, si acaso hay algo que podamos recuperar es precisamente el tiempo. Así se titula el último volumen: el Tiempo recobrado, no la “gloria recobrada”, ni la “gloria francesa recobrada”. Me parecía interesante pensar qué es eso de recuperar algo que no es una cosa, sino que simplemente es el tiempo. Lo que se recupera entonces no es algo que se tuvo alguna vez, porque el tiempo perdido propiamente no lo puedes recuperar. Lo que Proust nos deja ver es que eso que se llama la infancia, o eso que se llama Francia, o eso que se llama la familia, es algo que tú vas reescribiendo y reelaborando todo el rato. En realidad, tú mismo ni siquiera existías cuando eso estaba allí, sino que esa idea de Francia o de familia la proyectas ahora con tus miedos actuales, con tus angustias actuales o con tus anhelos actuales. O sea, que toda idea de Francia es, en realidad, una construcción igual que toda idea de familia es también una construcción. Eso, políticamente, me parecía una primera intuición interesante, que contrasta con muchos de los discursos melancólicos que escuchamos hoy en día, que quieren restaurar la grandeza de la “patria perdida” o la “familia tradicional perdida” o los “valores perdidos”.

En la obra de Proust, está claro que quien va en busca del tiempo perdido es el narrador. Desde su punto de vista, ¿quiénes van hoy en día en busca del tiempo perdido?

Toca construir colectivamente relatos que den sentido al momento en el que estamos

Creo que todos deberíamos ser esos narradores proustianos que van a la busca del tiempo perdido. En mi opinión, todo libro interesante tiene que poner tareas a los lectores. Proust nos invita a ver que la tarea de dar sentido a nuestra vida no está terminada, y que tenemos que ser autores del relato que explique nuestro momento. Los relatos heredados sobre dónde estamos han entrado en una crisis profunda. Creo que toca construir colectivamente relatos que den sentido al momento en el que estamos, que se caracteriza por una sensación de pérdida. Lo que estoy diciendo en el libro es que esos relatos no pueden consistir en reivindicar la vuelta a modelos anteriores de sociedad o a modelos de bienestar pasados. La salida a esa sensación de incertidumbre no puede ser repetir un pasado que ya ocurrió.

Muchas de las identidades políticas de quienes reivindican el regreso a una Edad Dorada parecen ser contradictorias, y hasta tienen concepciones diferentes sobre cuál es esa edad dorada. ¿Cómo se explica esto?

Es muy difícil clasificar a estos nuevos sujetos políticos porque son muy híbridos. En el libro me refiero a ellos como “centauros”, porque, en cierto sentido, tienen piernas de un sitio y cabezas de otro. Digamos que el capitalismo no deja de revolucionar constantemente sus propias bases sociales y la respuesta a ese capitalismo, que es una respuesta defensiva como argumentaba Polanyi, consiste en puzles a veces muy diferentes. Pero creo que, aunque puedan tener una tonalidad más de derechas o de izquierdas en el sentido tradicional, en estos sujetos melancólicos hay siempre una idea común: la idea de la vuelta a la edad dorada, la idea de que eso que nos falta ahora, en realidad, lo poseímos alguna vez del todo. Y esta idea, además de ser falsa, es impotente políticamente. Los retos del capitalismo actual –de crisis climática, económica y social– no pueden solucionarse con recetas de bienestar tardofranquista de los años sesenta, de casa, matrimonio y termomix. Eso pudo servir para un momento dado, pero ahora hay retos y descontentos nuevos que no pueden ser suturados replicando modelos del pasado.

En su libro, considera importante tratar la cuestión de los incel. ¿Por qué cree que vale la pena estudiar a este tipo de personajes?

Creo que los incel son algo así como la última guardia pretoriana de la fortaleza más sagrada de la identidad melancólica, porque creo que de alguna forma la construcción tradicional binaria de género y la heteronormatividad que la acompaña son algo así como la última fortaleza que ningún melancólico está dispuesto a moldear. La relación de los melancólicos con el capitalismo, con el nacionalismo o con la clase es más variable discursivamente; hay melancólicos más o menos anticapitalistas, más o menos obreristas, más o menos nacionalistas, o más o menos patriotas, pero no hay ninguno que no quiera mantener alguna forma tradicional de binarismo de género. ¿En qué sentido digo que creo que el género es la última frontera de la identidad? Esto hace referencia a una crítica que hacen algunos conservadores cuando dicen: “Esta moda de lo trans está generando muchos malestares, por ejemplo en adolescentes, que antes se canalizaban con tribus urbanas o con decisiones estéticas; ahora se canalizan como problemas de identidad y eso está dañando a los niños”. Aquí es cuando yo pienso que más bien habría que plantearlo al revés. Muchas de esas decisiones estéticas y de tribus urbanas anteriormente también tenían ya en su base malestares de género o desencajes con la norma binaria; ahora simplemente eso se ha explicitado. ¿Acaso es que alguien va a pensar que la estética gótica o que la androginia que ha habido en prácticamente todos los ídolos pop, rock o disco, no tiene que ver con romper las fronteras de género? Lo único que ocurre ahora es que eso se ha hecho explícito. Lo que sí es interesante de lo incel es que ahí se mezcla también un sentimiento de malestar que es legítimo. El neoliberalismo ha destruido muchas formas de organización social más estable –formas de familia, de matrimonio, de comunidad– que ahora están en crisis. Eso, sumado a la precariedad económica, a muchas personas las deja en situaciones de vulnerabilidad o de aislamiento. Una parte del malestar incel tiene que ver con esto, y eso es el núcleo de verdad que hay que rescatar. El problema es que creo que la manera que usan para defenderse de ese daño es absolutamente destructiva, porque al final ellos no quieren cambiar las reglas que les hacen sufrir. En realidad, ellos querrían ser ganadores en ese sistema. O sea, lo que anhelan no es acabar con el patriarcado, con la idea rígida de identidad de género y de masculinidad tradicional, o con el capitalismo. En realidad, ellos adoran homoeróticamente a estos hombres ganadores y querrían ser ellos, pero no quieren destruir la fuente de ese daño. Y ahí es donde me parece que es una respuesta no solo melancólica de un modelo de género que ya no funciona, sino una que encima es profundamente misógina y reactiva.

Cuando dice que ya no funciona, ¿sugiere que funcionó en algún momento?

Sugiero que quizás antes había consensos o había sistemas de valores con los que ya no contamos. Si tú tienes un trasfondo, por ejemplo, religioso, es más fácil mantener un determinado orden que también es de género; pero esas jerarquías y esos sistemas de valores ya no funcionan. Y luego hay transformaciones materiales que impiden que funcionen. El rol de las mujeres en el sistema productivo es un hecho tozudo, material que ningún incel puede despreciar. Si tú lees sus cuentas en Twitter, lo que dicen es: “Busca una mujer que no tenga estudios y que no quiera trabajar para que se quede en casa”. O sea, literalmente, quieren revertir la modernidad, pero es que eso no va a ocurrir: no va a haber un movimiento de masas para que las mujeres renuncien a su modernidad como ciudadanas, aunque ellos lo intenten y sostengan argumentos muy demagógicos, diciendo que muchas mujeres han descubierto que el feminismo es un timo y que lo que las hace felices es estar en casa, siendo madres y horneando pasteles. Claro, lo que hay que decirles es: no es el feminismo, sino que es el capitalismo lo que es un timo para las mujeres, y les obliga a tener jornadas laborales como las de todo el mundo y además a seguir siendo la mujer sumisa que hace pasteles para el marido. O sea, que lo que es incompatible es todo el trabajo de cuidados y todo el trabajo productivo que hacen fuera de casa. Pero eso no es un problema del feminismo; es un problema del capitalismo, que sigue, de manera oculta, explotando a las mujeres tanto en su puesto de trabajo como en casa.

Basándose en la obra de autoras como Kristeva, da al lenguaje un papel importante en su libro. ¿Por qué cree que es tan necesario tratar la cuestión del lenguaje para abordar la nostalgia y la melancolía que caracterizan nuestro presente?

No es el feminismo, sino que es el capitalismo lo que es un timo para las mujeres

Somos animales muy particulares. La definición más típica de ser humano, la que planteó alguien como Aristóteles, por ejemplo, es la de animal que tiene logos, es decir, que habla. Sin embargo, es importante entender que venimos al mundo sin saber hablar y en un estado de absoluta vulnerabilidad. El proceso por el que se aprende hablar, en realidad, es un proceso en el que se toma distancia, un proceso en el que se aprende a poner algo entre tú y el mundo para poder reflejarlo, y, en ese proceso, alejarte de él. A diferencia del ser humano, los animales están inmersos en su medio ambiente; lo reciben, digamos, por los ojos, y lo metabolizan, pero no lo cosifican de vuelta. En el momento en que tú tienes lenguaje, puedes referirte al mundo desde la distancia y desde la cosificación. Pero como no hacemos eso desde siempre, queda siempre una tentación de volver a ese estado más inocente, más originario, en el que éramos cachorrillos protegidos por nuestros papás, jugando en el parque con otros cachorrillos. La tentación de asistir a tu propio nacimiento, cuando tú todavía no eras tú, es una tentación de retorno inevitable como seres de palabra. Lo que dice Kristeva es que ese retorno se puede hacer con el mismo medio que causó la herida, que es el propio lenguaje. El lenguaje, explica, sirve para contar cómo echamos de menos volver a casa, pero no sirve para erigir un sistema político en el que estemos en casa como en nuestro suelo natal. El intento de hacer un sistema político en el que te sientas tan en casa como en un seno materno de suelo y de sangre se llama nacionalsocialismo, básicamente. La herida de perder el origen la podemos contar y narrar literariamente, pero no podemos hacer un sistema político que nos devuelva a la sangre y a la tierra de nuestros ancestros.

Desde el Génesis hasta nuestros días, pasando por la obra de Kant, Hegel o Marx, explica que la idea de que estamos viviendo una “caída”, y por tanto la idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor, ha sido una constante en la tradición occidental. ¿Hay algo particularmente diferente que separe las pulsiones melancólicas de la modernidad capitalista neoliberal de aquellas que siempre han caracterizado la cultura occidental?

Creo que hay una línea de continuidad, pero que el capitalismo y su dinámica de disolución y aceleración ha exacerbado esto, forzando las propias costuras antropológicas hasta un límite que antes no se había alcanzado. Creo que el grado de capitalismo turbo-neoliberal en el que estamos lleva los cuerpos al límite, lleva los recursos naturales al límite, o lleva al propio planeta al límite, es inédito en la historia de la humanidad. Nunca se ha llevado al límite la posibilidad de la supervivencia física del planeta al nivel en el que está, o la propia posibilidad de aguante físico y psíquico de los cuerpos que trabajan y producen. Esa capacidad descomunal de daño es nueva, por lo que creo que también son nuevas la angustia y la desorientación que generan. Claro que somos animales sin origen (“Dios ha muerto y no tiene sepulcro”, eso es así desde el Génesis), pero nunca había llegado el daño antropológico y biofísico al nivel en el que estamos ahora. Esa es la amenaza a la que nos enfrentamos y que ha generado unas tentaciones de retorno inéditas en la historia de la humanidad. En este contexto, la izquierda tiene la tarea de ofrecer una salida diferente a esa respuesta melancólica.

Siguiendo a Zizek, argumenta que, lejos de ser una posición antiestablishment, la melancolía es, en realidad, la forma definitiva de narcisismo y corrección política. Incluso llega a decir que los melancólicos son los “posmodernos” definitivos. ¿Podría desarrollar esta idea?

La sensación que yo tengo es que cuando los melancólicos no dejan de gritar cuánto les importa lo que ha pasado con España, o cuánto les importa lo que ha pasado con la familia, o cuánto les importa lo que ha pasado con Dios, más bien lo que les importa es cómo se sienten ellos, su propio agravio y su propia sensación de que ya no son ellos los únicos en potestad de definir qué es eso de la familia, qué es eso de la patria o qué es eso de Dios. Entonces, más que una preocupación por el objeto, más que una defensa del objeto, es más bien una herida narcisista de sentir que ellos han perdido su lugar de centralidad. Cabe decir que existe cierta izquierda que se ha volcado en posiciones absolutamente reaccionarias, simplemente porque esas personas ya no tienen el monopolio para definir ciertas cuestiones políticas, como por ejemplo qué es el feminismo, qué es España o cuál es la relación con Cataluña. Esta centralidad del yo quejica, que en realidad está en una posición de privilegio, me parece algo profundamente “posmoderno” y hasta “políticamente correcto”: que todo el mundo escuche mi agravio, porque es más importante que lo que le pase a las mujeres, a España o a Cataluña.

Entiendo la estrategia retórica de usar “posmoderno” en ese sentido, pero ¿no cree que perdemos algo entregando la etiqueta “posmoderno”, aceptando que realmente es algo negativo a lo que hay que renunciar?

La fidelidad divina, la fidelidad a los dioses, consiste en reinventarlos y matarlos siempre

Sin duda es una estrategia retórica. Sin duda creo que hay un sentido rescatable de posmodernidad, en la medida en que seamos conscientes del poder creador del lenguaje. Me interesa un sentido de posmodernidad que juega a reinventar la tradición. Por ejemplo, lo que hace Beyoncé en el último disco con toda la tradición country. A pesar de que ella viene de Texas, al ser una persona negra, cada vez que ha intentado acercarse a ese género se ha considerado que eso era patrimonio de los hombres blancos del sur. Y ella ha dicho: ¿sí?, pues voy a hacer un disco entero, siendo yo una persona afroamericana, mezclando el country con la ópera y con la música electrónica, y además invitando a Willy Nelson, a Dolly Parton y a los grandes jerarcas del género, y mostrando que el country es el pastiche que ella misma hace con el country. Esto me parece posmoderno, y esto es rendir, además, tributo a la tradición. Como explico en el libro, tradición significa transmitir al otro y, en ese proceso, traicionar el origen continuamente. El mejor homenaje a Willy Nelson o a Dolly Parton que se puede hacer es mezclarlos con música electrónicaLa manera de que los chavales de hoy, a lo mejor, se pregunten quién es ese señor, es actualizarlo con un lenguaje musical contemporáneo. Creo que este pastiche, buscado conscientemente, es una manera de mantener viva la tradición, es el verdadero respeto a la tradición. La fidelidad divina, la fidelidad a los dioses, consiste en reinventarlos y matarlos siempre. Cuando Víctor Lenore escribía de música bien y no se dedicaba a hacer locuras como ahora, era el primero que decía esto.

Si, tal y como explica en el libro, “los verdaderos paraísos son los que se han perdido”, ¿cómo debemos entender el pasado, presente y futuro de tradición revolucionaria, que en cierto sentido ha aspirado a traer el paraíso a la tierra?

Creo que lo interesante es precisamente eso, entender el paraíso en tanto que promesa de futuro que no ha ocurrido nunca y que no sabemos si ocurrirá, pero que, aun así, tiene la capacidad de movilizarnos. Tal y como explica Mark Fisher, la actual sociedad de consumo nos ha sumido a todos en un estado entre depresivo y anhedónico, que dificulta nuestra capacidad de desear. En este contexto, puede ser que la idea de paraíso quizás ya no movilice más que a los cuatro superricos verdaderamente utópicos, como Elon Musk y compañía. Me parece interesante todo lo que tenga que ver con descoyuntar el tiempo y encontrar promesas de paraísos pasados que no ocurrieron nunca, o promesas de paraísos futuros que quién sabe si ocurrirán. Me interesa toda promesa revolucionaria que descoyunte el tiempo y lo haga asomar entre las grietas del presente. Dicho de otra manera: no considero que deba aspirarse a volver a lo que fue la URSS o a realizar el plan quinquenal del que escribió no sé quién en el manuscrito de no sé dónde, sino ver cómo esa promesa sin realizar nos inspira en el presente para, por ejemplo, reconstituir la repartición del trabajo de cuidados. La respuesta a cómo llevar algo así a cabo no está en ningún plan quinquenal; hay que inventarla.

Fuente de la información:  https://ctxt.es

Fotografía: CTXT. Clara Ramas San Miguel. / José Ignacio Sánchez Domínguez

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Construyendo, también, sindicalismo decolonial

Por: Unai Oñederra  

Un total de 37 días de huelga. Una subcontrata de la multinacional Michelin que a su vez es otra multinacional, Ferrovial. Trabajadores migrantes. Una lucha de David contra Goliat ganada en la llanada alavesa que ha pasado totalmente desapercibida.

Un total de 37 días de huelga. Una subcontrata de la multinacional Michelin que a su vez es otra multinacional, Ferrovial. Trabajadores migrantes (Marruecos, Mauritania, Ghana, Benin, Nigeria, Mali, Senegal, Togo), precariedad absoluta. David contra contra Goliat y Goliat en la llanada alavesa; más concretamente, en Araia. Un sindicato: ELA. 37 días de huelga, y victoria (incrementos salariales de más de 3.600 euros en cinco años, conversión de todos los contratos parciales a tiempo completo, 14 horas anuales de libre disposición remuneradas, mejoras en los pluses, abono al 100% de las bajas laborales, etc).

No sé a ti, pero me parece una pasada. La victoria en un conflicto como este, con estos protagonistas y en las condiciones que estaban, es un ejemplo que en los tiempos del “esto es lo que hay”, del miedo y de contratos de unas horas por salarios de centavos, debería correr como la pólvora por toda Euskal Herria, por todo el estado y por todo el mundo. Pero nadie se ha enterado.

Seguramente, una vez resuelto este, la persona y el equipo que ha llevado el conflicto estará metido en otro, respondiendo al día a día, haciendo. Y ¿lo de comunicar lo que se hace? Pues se le habrá pasado, seguramente, tampoco le dará tanta importancia a eso…

Los trabajadores en huelga han conseguido incrementos salariales de más de 3.600 euros en cinco años, conversión de todos los contratos parciales a tiempo completo, 14 horas anuales de libre disposición remuneradas, mejoras en los pluses y abono al 100% de las bajas laborales

Un error, sí. Pero prefiero este error al contrario. Me gustan más los que hacen y no dicen, que los que dicen y no hacen. Eso no quita que sea fundamental comunicar las luchas y las victorias, porque esto que se ha conseguido en Araia, se puede replicar en cualquier otro centro de trabajo infectado de precariedad.

Esta lucha ganada por los trabajadores de Ferrovial, con gran cantidad de personas racializadas, me ha recordado la de las camareras de piso de los hoteles NH y Barceló-Nervión de Bilbao (47 días de huelga y victoria), la lucha de Navarpluma en Iruñea (41 días de huelga y victoria), la de los trabajadores de las obras del puerto de Bilbao y los de las obras de remodelación del estadio de Anoeta en Donostia (victorias sin huelga pero con afiliación y organización), todas ellas protagonizadas por trabajadores y trabajadoras migradas. Y me pregunto: ¿Cómo se construye un sindicalismo decolonial? Con teoría y debate, sí. Con ideología y formación, sí. Con discurso y alianzas, también. Pero no es suficiente.

Lo más importante para construir un sindicalismo decolonial es la praxis. Se construye sindicalismo decolonial, haciendo sindicalismo decolonial: afiliando, construyendo colectivo, organizando, luchando, haciendo huelgas en los centros de trabajo más precarizados, más racializados. El sindicalismo decolonial se construye de la misma manera que se construye el sindicalismo feminista: desde la práctica.

Se hace camino al andar, aunque nunca se llegue a la meta; lo importante es el proceso. El caso de la sindicalización de sectores feminizados es más conocido, sobre todo, por la famosa huelga de las residencias de Bizkaia (378 días de huelga y vitoria). Pero también por las victorias sindicales contra la brecha salarial en limpieza de comisarías y juzgados de Gipuzkoa (9 meses de huelga y victoria), en limpieza del ayuntamiento de Elorrio (5 meses de huelga y victoria), en limpieza del ayuntamiento de Zarautz (esta vez victoria sin huelga, gracias a una huelga exitosa anterior), y la victoria en plena pandemia de las trabajadoras de Lidl. Tampoco hay que olvidar las tres huelgas de cuidados que hemos realizado desde otoño en Hego Euskal Herria, las huelgas de las trabajadoras de residencias de Gipuzkoa (247 días ya), Araba y Nafarroa, las huelgas de las trabajadoras de servicio de ayuda a domicilio…

El capitalismo, el patriarcado y el racismo nos atraviesan tan profundamente que siempre los llevaremos dentro; nuestro sindicalismo siempre se quedará corto, siempre tendrá fallos, seguirá siendo sobre todo blanco y varón; nos costará decir algún día, “ya está, ya tenemos el sindicalismo feminista decolonial”. Como decía Galeano, cuando creamos alcanzar el horizonte se nos escapará, la utopía sirve para avanzar, paso a paso, desde la praxis, lucha a lucha, victoria a victoria, por pequeña que sea. Así se avanza, poniéndole al conflicto de clase, también, rostro de mujer o de persona racializada. Y una buena noticia: las buenas prácticas y los buenos resultados se contagian.

Es complicado, ya sé. La situación es difícil, tantas son las necesidades de los y las trabajadoras que vienen de países empobrecidos en busca de una vida mejor, y ¡tantos son los empresarios ávidos de aprovecharlas para sacar tajada! Por eso es tan importante comunicar cada lucha, cada victoria. Desde la humildad, sí; desde lo minúsculo de lo conseguido, sí; pero que se sepa, que se vea. Que alumbre. Que se reproduzca.

Fuente e imagen: https://www.elsaltodiario.com/opinion/sindicato-ela-construyendo-tambien-sindicalismo-decolonial

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La corrupción supone un sobrecoste y aumento de la deuda pública ¿Cómo pueden existir los paraísos fiscales si tenemos al FMI, G7 y la OCDE vigilando?

Por: Santiago González Vallejo

 

El volumen que manejan las guaridas fiscales es según la OCDE de 240.000 millones de dólares anuales. Durante muchos años. Ese volumen hace que las arcas públicas de todos los estados se debiliten y disminuya la progresividad fiscal.

En esta publicación no hay que argumentar el rechazo de lo que el propio capitalismo y sus rectores han creado y consolidado. Los paraísos o cuevas o guaridas fiscales (para señalar de forma más adecuada la ruindad de su objeto), están definidos por su opacidad –en lo que respecta a la ocultación de las personas físicas o jurídicas dueñas de los fondos depositados, y/o su origen, frecuentemente ligados a delitos-, y no pagar impuestos.

Los impuestos son una retracción de los ingresos de las personas para satisfacer los bienes y servicios públicos. El bienestar social, la educación, la sanidad, la previsión social, pero también la mutualización de limitar o hacer frente a riesgos sociales, ambientales o de seguridad, etc., se financian con impuestos. Hay una correlación entre impuestos y estado de bienestar. Porque si bien, los salarios, la negociación colectiva, son los ingresos directos de los trabajadores, los ciudadanos tienen otros ingresos ‘en especie’, los indirectos, que conforman todo un entramado de calidad de vida. Si no hay dinero, impuestos, se deterioran los servicios públicos, se privatizan –pasando al mercado y su distribución depende de la renta individual- o dejan de existir. Además, los impuestos facilitan una inversión colectiva que debe propiciar un desarrollo al país que favorece a todos y a su futuro.

La elusión fiscal de las multinacionales, cumplir la ley pero transferir los beneficios a territorios libres de impuestos, hace que éstas compitan deslealmente desde el plano fiscal con las pymes. Si McDonald’s no paga impuestos, estará en mejor posición para expandirse que una pyme de restauración. Y eso nuestros rectores lo han apoyado. Pero las patronales, dirigidas por esas multinacionales, reclaman menor presión fiscal, pero obvian esa asimetría fiscal y no reclaman que las multinacionales paguen lo mismo que las pymes y así la ciudadanía más cercana, sus clientes, tengan un mayor nivel adquisitivo (salario directo e indirecto).

Hay otras derivadas económicas. El flujo financiero que pasa por la opacidad de los paraísos fiscales, por delitos y elusión fiscal de las multinacionales, vuelve a los circuitos financieros e industriales, por medio de fondos de inversión que practican el capitalismo especulador y de corto plazo que retuercen las relaciones laborales y fomentan la deslocalización.

El volumen que manejan las guaridas fiscales es según la OCDE de 240.000 millones de dólares anuales. Durante muchos años. Ese volumen hace que las arcas públicas de todos los estados se debiliten y disminuya la progresividad fiscal. Por eso, y por la guerra a la baja en los tipos fiscales al capital, cuando no a acuerdos específicos con multinacionales, como se ha visto en el país y periodo del actual presidente de la Comisión europea, Jean Claude Juncker.

La corrupción supone un sobrecoste y aumento de la deuda pública, alrededor de 120.000 millones de euros en la Unión Europea al año en detrimento del bienestar general. Ese hurto está amparado por la impunidad de las guaridas fiscales. Lo mismo se puede decir de otros delitos y negocios ilegales, tráfico de armas y personas, narcotráfico y delitos financieros.

Pero hay un gran volumen que transita por las guaridas financieras generados por empresas de gran prestigio, sean Google, Amazon, Microsoft, Apple, o empresas extractoras en los países en desarrollo o todas las meritorias primeras empresas españolas que cotizan en Bolsa que cuentan con 891 filiales en esas guaridas. No sólo es que haya evasión fiscal delictiva, es que los rectores económicos del FMI, el G7 y la OCDE y los gobiernos que las conforman han mirado a otro lado ante las prácticas de la elusión fiscal de las multinacionales y fraude de sus potentados con la necesaria complicidad del sector financiero. Y hay billones de dólares que no han sido declarados y han dejado de contribuir al bien común durante todos estos años.

Nuestros rectores económicos y legislativos han hecho leyes que facilitan crear empresas opacas impunes y salvaguardan la falta de transparencia financiera, siendo infructuosos los últimos intentos diseñados por la propia OCDE, quizá porque entre sus miembros, los países más ricos del mundo, cuentan con una importante entramado de centros que realizan ingeniería fiscal. Que el Primer ministro británico, ‘pillado’ en los papeles de Panamá, intente distraernos de su responsabilidad con una conferencia internacional contra la corrupción y, al mismo tiempo, no contemple eliminar la opacidad de 17 centros considerados guaridas fiscales, todos de soberanía británica (Jersey, Caimán,…) ni la forma de actuar de la propia City londinense dice casi todo del cinismo de los líderes. El presidente estadounidense Obama, a través del G7 mostró su preocupación por ese ‘fenómeno’, pero no puede mostrarse escandalizado por los papeles de Panamá cuando Estados Unidos rechaza compartir información bancaria, fiscal y financiera; la legislación financiera de Panamá esta plagiada de la del estado de Delaware, que le gana en domiciliación empresarial opaca -en un solo edificio de una planta figuran domiciliadas 285.000 sociedades; y este estado, junto con Dakota del Sur, Nevada y Wyoming son más opacos que los suizos y se disponen a ser anfitriones de las sociedades y potentados asustados de la brecha informativa de Panamá.

Todo esto hace que sea perentorio que la agenda política, sindical o de desarrollo contenga la lucha contra las guaridas fiscales. Desvelar el comportamiento de dirigentes empresariales, financieros, legisladores y gobernantes es fundamental. Movilizar a las Pymes contra sus desleales competidores. Compaginar la acción local, modificando la elección de los fabricantes de los productos que consumimos y cambiando nuestras cuentas bancarias a operadores financieros que no trabajen en guaridas fiscales; variar las condiciones en los concursos públicos locales para rechazar a empresas que tengan filiales o trabajen con guaridas fiscales, como lo acaba de hacer el Ayuntamiento de Barcelona o la región de Aragón, en el Estado español y en la propia negociación colectiva interesándonos por las actuaciones de las empresas donde trabajamos y plantear en nuestras organizaciones la lucha en ámbitos internacionales, reclamando el concurso de las Naciones Unidas.

Lo más rápido y fácil sería no dar personalidad jurídica a las empresas domiciliadas en los territorios de las guaridas, o gravar sustancialmente cualquier movimiento de fondos hacia o desde esos territorios.

Hay fórmulas para eliminarlos y mejorar la base imponible de todos los países. Falta voluntad política y para ello la ciudadanía debe exigir menos distracciones y ser más exigente con empresas, legisladores y políticos.

Fuente: http://www.mundoobrero.es/pl.php?id=5929

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Para leer en 2050: Una reflexión sobre la utopía

Por: Boaventura de Sousa Santos

Operaban tres poderes al mismo tiempo, ninguno democrático: el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado; servidos por varios subpoderes, religiosos, mediáticos, generacionales, étnico-culturales, regionales. Curiosamente, no siendo ninguno democrático, eran el pilar de la democracia realmente existente. Eran tan fuertes que era difícil hablar de cualquiera de ellos sin incurrir en la ira de la censura, la demonización de la heterodoxia, el estigma de la diferencia.»

Algún día, cuando se pueda caracterizar la época en que vivimos, la principal sorpresa será que todo se vivió sin antes ni después, sustituyendo la causalidad por la simultaneidad, la historia por la noticia, la memoria por el silencio, el futuro por el pasado, el problema por la solución. Así, las atrocidades bien pudieron atribuirse a las víctimas; los agresores fueron condecorados por su valentía en la lucha contra las agresiones; los ladrones fueron jueces; los grandes responsables políticos pudieron tener una cualidad moral minúscula en comparación con la magnitud de las consecuencias de sus decisiones. Fue una época de excesos vividos como carencias; la velocidad fue siempre menor de lo que debía ser; la destrucción siempre justificada por la urgencia de construir. El oro fue la base de todo, pero estaba asentado en una nube. Todos fueron emprendedores hasta demostrar lo contrario, pero la prueba de lo contrario fue prohibida por las pruebas a favor. Hubo inadaptados, aunque la inadaptación apenas se distinguía de la adaptación: tantos eran los campos de concentración de la heterodoxia dispersos por la ciudad, por los bares, por las discotecas, por la droga, por Facebook.

La opinión pública pasó a ser igual a la privada de quien tenía poder para publicitarla. El insulto se convirtió en el medio más eficaz del ignorante para ser intelectualmente igual al sabio.

Se desarrolló el modo a través del cual los envases inventaron sus propios productos y de no haber productos fuera de ellos. Por eso, los paisajes se convirtieron en paquetes turísticos y las fuentes y manantiales tomaron la forma de botella. Cambió el nombre de las cosas para que estas se olvidaran de lo que eran. La desigualdad pasó a llamarse mérito; la miseria, austeridad; la hipocresía, derechos humanos; la guerra civil sin control, intervención humanitaria; la guerra civil mitigada, democracia. La propia guerra pasó a llamarse paz para poder ser infinita. También el Guernica pasó a ser un mero cuadro de Picasso para no estorbar el futuro del eterno presente. Fue una época que comenzó con una catástrofe, pero que pronto logró convertir catástrofes en entretenimiento. Cuando una gran catástrofe sobrevenía, parecía ser sólo una nueva serie.

Todas las épocas viven con tensiones, pero esta pasó a funcionar en permanente desequilibrio, tanto en el ámbito colectivo como en el individual. Las virtudes fueron cultivadas como vicios y los vicios como virtudes. El enaltecimiento de las virtudes o de la cualidad moral de alguien dejó de residir en cualquier criterio de mérito propio para convertirse en el simple reflejo del envilecimiento, de la degradación o negación de las cualidades o virtudes ajenas. Se creía que la oscuridad iluminaba la luz, y no al revés.

Operaban tres poderes al mismo tiempo, ninguno democrático: el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado; servidos por varios subpoderes, religiosos, mediáticos, generacionales, étnico-culturales, regionales. Curiosamente, no siendo ninguno democrático, eran el pilar de la democracia realmente existente. Eran tan fuertes que era difícil hablar de cualquiera de ellos sin incurrir en la ira de la censura, la demonización de la heterodoxia, el estigma de la diferencia.

El capitalismo, que se basaba en los intercambios desiguales entre seres humanos supuestamente iguales, se disfrazaba tan bien de realidad que el propio nombre cayó en desuso. Los derechos de los trabajadores eran considerados poco más que pretextos para no trabajar. El colonialismo, basado en la discriminación contra seres humanos que sólo eran iguales de manera diferente, tenía que ser aceptado como algo tan natural como la preferencia estética. Las presuntas víctimas de racismo y xenofobia, antes que víctimas, eran siempre sujetos de provocación. A su vez, el patriarcado, que se basaba en la dominación de las mujeres y la estigmatización de las orientaciones no heterosexuales, tenía que ser aceptado como algo tan natural como una preferencia moral compartida por casi todos. A las mujeres, homosexuales y transexuales había que imponerles límites si no sabían mantenerse dentro de sus propios límites.

Nunca las leyes generales y universales fueron tan impunemente violadas y selectivamente aplicadas, con tanto respeto aparente por la legalidad. El primado del derecho convivía amenamente con el primado de la ilegalidad. Era normal desconstitucionalizar las Constituciones en su nombre.

El extremismo más radical fueron el inmovilismo y el estancamiento. La voracidad de las imágenes y de los sonidos creaba remolinos estáticos. Vivieron obsesionados por el tiempo y por la falta de tiempo. Fue una época que conoció la esperanza, pero en cierto momento la halló muy exigente y cansadora. Prefirió, en general, la resignación. Los inconformes con tal renuncia tuvieron que emigrar. Sus destinos fueron tres: ir afuera, donde la remuneración económica de la resignación era mejor y por eso se confundía con la esperanza; ir adentro, donde la esperanza vivía en las calles de la indignación o moría en la violencia doméstica, en el crimen común, en la rabia silenciada de las casas, de la espera en las salas de urgencia de hospitales, de las prisiones, y de los ansiolíticos y antidepresivos, y el tercer grupo quedaba entre dentro y fuera, en espera, donde la esperanza y la falta de ella alternaban como las luces de los semáforos.

Todo pareció estar al borde de la explosión, pero nunca explotó porque fue explotando, y quien sufría con las explosiones o estaba muerto o era pobre, subdesarrollado, viejo, atrasado, ignorante, prejuicioso, inútil, loco; en cualquier caso, descartable. Era la gran mayoría, pero una insidiosa ilusión óptica la tornaba invisible. Fue tan grande el miedo de la esperanza que la esperanza acabó por tener miedo de sí misma y entregó a sus adeptos a la confusión.

Con el tiempo, el pueblo se transformó en el mayor problema, por el simple hecho de haber tanta gente de más. La gran cuestión pasó a ser qué hacer con tanta gente que en nada contribuía al bienestar de quienes lo merecían. La racionalidad se tomó tan en serio que se preparó meticulosamente una solución final para los que producían menos, por ejemplo, los viejos. Para no violar los códigos ambientales, cuando no fuese posible eliminarlos, fueron biodegradados. El éxito de esta solución hizo que después fuese aplicada a otras poblaciones descartables, como los inmigrantes, jóvenes de las periferias, tóxicodependientes, etcétera.

La simultaneidad de los dioses con los humanos fue una de las conquistas más fáciles de la época. Bastó para ello con comercializarlos y venderlos en los tres mercados celestiales existentes: el del futuro más allá de la muerte, el de la caridad y el de la guerra. Surgieron muchas religiones, cada una parecida con los defectos atribuidos a las religiones rivales, pero todas coincidían en ser lo que más decían no ser: mercado de emociones. Las religiones eran mercados y los mercados eran religiones.

Es extraño que una época que comenzó solo teniendo futuro (todas las catástrofes y atrocidades anteriores eran la prueba de la posibilidad de un nuevo futuro sin catástrofes ni atrocidades) haya terminado solo teniendo pasado. Cuando comenzó a ser excesivamente doloroso pensar el futuro, el único tiempo disponible fue el pasado. Como ningún gran acontecimiento histórico nunca fue previsto, también esta época terminó tomando a todos por sorpresa. A pesar de ser generalmente aceptado que el bien común no podía dejar de asentarse en el lujoso bienestar de pocos y el miserable malestar de las grandes mayorías, había quien no estuviese de acuerdo con tal normalidad y se rebeló. Los inconformes se dividían en procurar tres estrategias: mejorar lo que había, romper con lo que había, no depender de lo que había.

Visto hoy, a tanta distancia, era obvio que las tres estrategias debían ser utilizadas articuladamente, a modo de división de tareas en cualquier trabajo complejo, una especie de división del trabajo del inconformismo y de la rebeldía. Pero en esa época ello no fue posible porque los rebeldes no veían que, siendo producto de la sociedad contra la cual luchaban, tendrían que comenzar por rebelarse contra sí mismos, transformándose primero ellos antes de querer transformar la sociedad. Su ceguera los hizo dividirse sobre lo que debía unir y unirse respecto a lo que los debía dividir. Por eso ocurrió lo que ocurrió. Y cuán terrible fue está bien inscrito en el modo como vamos intentando curar las heridas de la carne y del espíritu al mismo tiempo que reinventamos una y otro.

¿Por qué persistimos, después de todo? Porque estamos reaprendiendo a alimentarnos de la hierba dañina que la época pasada más radicalmente intentó erradicar, recurriendo para eso a los más potentes y destructivos herbicidas mentales: la utopía.

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