Las madres de niños con necesidades especiales se organizan contra la soledad de los cuidados

Por: Sarah Babiker

Los cuidados de la infancia con necesidades especiales son a menudo asumidos en solitario por las madres. Ante la no implicación de los padres, y la falta de acompañamiento institucional, muchas apuestan por la organización colectiva y el apoyo mutuo.

“Lo logré después de mucho pelear” es una expresión que se repite con cierta frecuencia conversando con madres de hijas e hijos con necesidades especiales. Las circunstancias, limitaciones, desafíos y recursos de estos menores son muy diversos pero sin embargo hay algo que les une: no lo tienen nada fácil. Tampoco es fácil para quienes asumen sus cuidados: la distancia entre lo que necesitan estas niñas y niños y lo que las administraciones ofrecen, la suplen, habitualmente, los esfuerzos y la dedicación de la familia. Y más que la familia, en muchas ocasiones, la madre.

Hace unas semanas nacía en Barcelona el Sindicat de Mares en la Diversitat Funcional. María Herrero, una de sus promotoras, apostaba de esta manera por el apoyo mutuo y la politización del colectivo para visibilizar el problema e influir sobre las políticas públicas con una perspectiva feminista. Tenía como referente la experiencia del Sindicato de Inquilinos, y la convicción de que eso que le pasaba a ella —verse sola ante los cuidados de su hijo autista, por la ausencia de implicación del padre— le tenía que pasar a más gente.

Con una amiga prepararon un mail, se trataba de un ejercicio de boca a oreja para encontrar madres de hijos e hijas con diversidad funcional en la misma situación, es decir, solas con los cuidados. De ahí salió un grupo de whatsapp en el que tramar juntas: “nos atraviesan cosas que tienen que ver con el machismo y tienen que ver con la discapacidad y con los cuidados, por ejemplo, la invisibilidad, que en nuestro caso es enorme, entre que somos pocas y no tenemos tiempo por el trabajo a destajo y la sobrecarga”.

“No hay una mirada social que penalice mínimamente a los padres por desentenderse de los cuidados, no digo que les condenen ni les den latigazos, pero sí ese control social de pensar: qué bestia, ha dejado a su hijo”

Cuando el ex compañero de María desapareció unos meses dejándola sola en el cuidado de su hijo, en su centro educativo le dijeron que de todas formas, el niño estaba claramente mejor con ella, que había mejorado mucho. Ese comentario, esa mirada, no era lo que ella necesitaba: “no hay una mirada social que penalice mínimamente a los padres por desentenderse de los cuidados, no digo que les condenen ni les den latigazos, pero sí ese control social de pensar: qué bestia, ha dejado a su hijo”, en definitiva, una mirada feminista que exija lo mismo a madres y padres.

Para visibilizar y hacer políticas públicas que aborden estas situaciones quieren datos. Datos que den cuenta de la situación en familias entre las que cada vez son más las monomarentales: “para ser monoparental en Catalunya el padre debe de aportar menos de 175€ al mes. Una de las reivindicaciones a nivel más práctico es que si hay hijas o hijos discapacitados y el padre no se ocupa, la familia es monomarental, da igual lo que pague o no pague, porque el dinero es importante pero mucho más importante es tener tiempo, tener horas, tener vida”, afirma rotunda.

Extrema división sexual del trabajo

La de Ana, otra de las integrantes del Sindicato, no es una familia monoparental. “Nosotros nos concebimos como un equipo, él es el cazador que tiene que salir a cazar, y yo me quedo en casa cuidando de los niños, pero es que es así, no lo podríamos hacer de otra manera”. Los niños son dos: uno de 11 y otra de 5. Es la pequeña. Martina, quien precisa cuidados continuos desde que a los dos años le diagnosticaron diabetes infantil. “Los niños con diabetes tienen una situación super variable”, explica Ana. Hay que estar pendientes de su nivel de glucosa, de noche y de día. “De entrada, yo dejé de trabajar y de dormir”.

Cuando diagnosticaron a la pequeña estaba a punto de empezar el colegio. Sin embargo, no había noticias de que alguien iba a estar ahí, en el aula, para estar pendiente de que a Martina no le diese una subida peligrosa de azúcar: su madre se plantó un mes y medio en la puerta del colegio, subía cada hora y media para medir sus niveles de glucosa. A ella, que previamente trabajaba en un Centro de Educación Especial le dijeron en la mutua que lo de su hija no era para tanto, que casos mucho más duros habría visto en su trabajo. Mientras, Ana movía cielo y tierra para conseguir que se acompañara todo el tiempo a la niña. Lo consiguió.

Junto a un grupo de familias, esta madre reivindica las “necesidades sanitarias”, una figura que no existe y que lo que implica es un trabajo transversal entre las áreas de salud y las de asuntos sociales (en su caso, de la Generalitat), y que englobaría casos como los de su hija, que consideran, no deberían tramitarse por discapacidad o dependencia porque se tratan de una problemática distinta. También demandan que ante diagnósticos como el de Martina exista la figura de un acompañante de la familia para agilizar los trámites y que la familia pueda centrarse en los cuidados.

“Volvemos a dedicarnos a los cuidados de nuestros hijos porque las instituciones no nos dan una respuesta que nos ayude a poder conciliar y estamos aquí aparcadas. Y como estamos tristes y calladas pues tampoco hacemos mucho ruido. Y esto al sistema le va bien, tenernos calladas, ocupadas y tristes”, reflexiona Ana. Recuerda que esta vuelta, o radicalización de la división sexual del trabajo se cobra sus víctimas. “La ruptura de la relación, para muchas mujeres que han tenido que dejar de trabajar, las situa en una situación muy precaria económica y emocionalmente”. Y conservar el trabajo o los ingresos tampoco resulta fácil: Ana es interina, en estos días se abren los exámenes para entrar en la bolsa de trabajo, la sobrecarga ha hecho que se le pasara el plazo y se puede quedar sin su plaza, y por tanto sin prestación, con lo que esto supone para la economía familiar.

“Volvemos a dedicarnos a los cuidados de nuestros hijos porque las instituciones no nos dan una respuesta que nos ayude a poder conciliar y estamos aquí aparcadas. Y como estamos tristes y calladas pues tampoco hacemos mucho ruido. Y esto al sistema le va bien”

Políticas de trazo grueso

Por un lado pelear y pelear para conseguir cualquier cosa, por otro, miradas institucionales que no se adaptan a sus necesidades. “Mira María, lo que tengo ahora es un 38 y tú necesitas un 41, te va a doler” le dijo una trabajadora de la empresa que centraliza asistencia a domicilio a Herrero. La metáfora escondía una carencia: la de personal adecuado para trabajar con niños con trastornos de conducta, como es el caso del hijo de María. “Pues no lo cojo, pero entonces me quedo sin nada”, piensa. Aún recuerda cuando una de estas trabajadoras no especializadas acabó encerrada en la terraza del piso en pleno invierno.

A María le vuelve la angustia de ser imprescindible porque no se le provee ayuda que valga para ella y su hijo. Además, ha detectado cómo, cuando se le plantea ayuda, a través por ejemplo, de la ley de dependencia, se hace de tal modo que el agotamiento los cargan otras mujeres. Ante la recomendación de buscar un asistente personal para su hijo en el marco de la ley de dependencia averiguó en un par de empresas que si bien la prestación es de algo más de mil euros, el trabajador o trabajadora, ingresaría 570. “¿Perdona? Además las familias tendremos que pagar alguna cuota más. Es el modelo público privado de mercantilización. ¿Qué poder de cuidados puedes demandarle a alguien que está cobrando 7 euros la hora?”. Desde esa mirada crítica, una de las primeras cosas que ha hecho el sindicato ha sido reunirse con representantes del Servicio de Asistencia a Domicilio.

Herrero ha reflexionado sobre todo esto, entre sus lecturas, las críticas de Amaia Pérez Orzoco a la Ley de dependencia. Ante la nada previa, la economista feminista ofrece un balance general: “Mejor con la Ley de dependencia que sin la Ley de dependencia”. Lo dice con una cierta ironía antes de proceder a listar todas las deficiencias que entonces y ahora achaca a esta ley: la reprivatización de los cuidados, que vuelven al hogar, su mercantilización, y estar basada en salarios bajos y precarias condiciones laborales para trabajos feminizados y muchas veces racializados.

Pérez Orozco intuye que el foco de la ley se ha ido mucho hacia envejecimiento y se ha desdibujado en lo relativo a diversidad funcional. Además, “ha estado muy centrado en la dependencia y muy poco en la autonomía personal”, y por último, en términos de presupuesto “ha sido un brindis al sol”. En definitiva, para esta integrante de la colectiva XXK, la ley de dependencia fue resultado de las demandas feministas de abordar la cuestión de los cuidados, pero al final, si bien “como toda gran ley contribuyó a anclar el debate, también lo acotó”, limando su potencial transformador.

La cuidadora proveedora

Si la enfermedad de la hija de Ana es —al menos superficialmente— conocida, la de la hija de Sonia, una niña con el síndrome de Blount, es una enfermedad rara. Cuando a su hija le descubrieron esta afección, solo se conocían dos casos más en el Estado. Sus piernas no crecen bien, necesitan muchas intervenciones para ir enderezándolas, operaciones que le han hecho tener que ir en silla de ruedas, que generan dolores en espalda y cadera, que hacen complicada la vida. Un diagnóstico que a Sonia, vicepresidenta de la asociación leonesa Capacidad Positiva, le costó aceptar, y que el padre de la niña no supo asumir.

Llegó el divorcio y la monomarentalidad sobrevenida: y otra mujer dejando su trabajo y ocupándose netamente del cuidado de su hija. Del mismo modo que Ana tenía que subir cada rato a mirar el nivel de azúcar de su hija, Sonia tenía que poner a la suya al baño, y si había excursión, ahí estaba ella empujando su silla de ruedas. Ahora la niña tiene 17 años, y Sonia un trabajo donde no le ponen problemas con las horas que dedica a los cuidados. Pero no han faltado las peleas.

Uno de los pulsos más importantes fue con el instituto, a la niña le correspondía uno de educación especial: pero ella no tenía dificultades para seguir en un instituto convencional, y además el centro estaba a 25 km que debía recorrer en taxi. Para Sonia no tenía sentido, la niña podía ir a un centro educativo, cerca de su casa, donde también estudiarían sus amigas del colegio, al final consiguió que se aceptara esta opción. Otra pelea tuvo que ver con la casa, después de comprar el piso, no fue fácil convencer a la propiedad de hacer el edificio accesible para su hija. Otra batalla por dar: solo tiene una pegatina de discapacidad para poder aparcar en los espacios habilitados. Una pegatina que solo sirve para su coche. Si la lleva otra persona, ya no sirve. Si esa persona tiene que aparcar lejos de su lugar de destino y hay que andar un tramo, la chica necesitará la silla de ruedas.

Sonia también cobra una prestación de dependencia, cuenta que usa el dinero para las cosas que su hija necesita, fisioterapia, apoyo en los estudios, etc. Cuando cumpla 18 años se le acabará esa ayuda, queda poco. Respecto al certificado de discapacidad, se lo dan y se lo quitan según las operaciones que lleve. La de los papeles es otra pelea: “cualquier trámite son cuatro trámites”, ella está asesorada por su prima que es trabajadora social y se entera por la asociación, pero cada vez que va al hospital Niño Jesús ve a familias que intuye que no saben nada de estas ayudas, que no consiguen arañar ni un poco de apoyo del estado. A Sonia le sorprende que un niño con cáncer no tenga minusvalía, le preocupan los malabarismon para conciliar que puedan hacer todas esas familias.

El último apocalipsis de los cuidados

A María Herrero la idea del Sindicato o algún tipo de organización le rondaba ya desde hace un año, en la recta final del gran confinamiento, cuando todo empezaba a abrir salvo los colegios.  A la hija de Sonia el confinamiento le costó un empeoramiento general de su salud. No podía salir y caminar, sus músculos se atrofiaban, el cuerpo le dolía. En realidad, sí podía salir, contaba con un certificado médico para ello, pero el clima de control social  le disuadió de hacerlo: una adolescente por ahí, ¿qué pintaba?. Acostumbradas a ser invisibles, de pronto eran demasiado visibles.

Capacidad Positiva agrupa a familias monomarentales con hijos e hijas con diversidad funcional. Trata de visibilizar una realidad muy difícil. En este momento, de hecho, realiza un pequeño estudio sobre las redes informales que se pusieron en marcha al principio de la pandemia, cuando muchas madres se veían privadas de su principal apoyo en la crianza: sus madres y padres.

“Si tenemos que reducir nuestra jornada laboral para conciliar reducimos también nuestros ingresos, entonces… ¿Cómo afrontamos el gasto extra para pagar esas horas de cuidados en el domicilio?”

Pero el confinamiento fue solo una especie de momento de intensificación descarnada de lo que viene siendo una rutina, no poder descansar. Desde el Sindicat, María Herrero refiere a un estudio del ayuntamiento de Barcelona que apuntaba que las cuidadoras eran el colectivo con el peor estado de salud. En la entidad leonesa valoran: “los cuidados que precisa [un hijo o hija] en el domicilio no se los puede prestar un auxiliar con formación general sino que necesitan cuidados especiales y esos cuidados hay que pagarlos; el precio por hora se puede llegar a duplicar. Si tenemos que reducir nuestra jornada laboral para conciliar reducimos también nuestros ingresos, entonces… ¿Cómo afrontamos el gasto extra para pagar esas horas de cuidados en el domicilio?”. Una incógnita que arrasa con la energía y el tiempo de muchas familias, sobre todo, de las que solo cuentan con un sueldo.

Fuente e imagen: https://www.elsaltodiario.com

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El feminicidio de Mariana que evidenció el racismo del sector salud

Por: Brigada De Salud Comunitaria 43

La práctica médica solo es efectiva si responde al contexto en el cual se desenvuelve, con un entendimiento serio de los llamados “determinantes sociales de la salud” – la marginación económica, el racismo, el machismo y otras violencias sistémicas. La violencia de género provoca impactos graves en la calidad de vida de las mujeres, en México es una emergencia de salud pública que se debe atender de manera prioritaria en la salud institucionalizada y comunitaria. No podemos ser cuidadores sanitarios y esperar que otras y otros resuelvan las problemáticas sociales que en gran medida definen las enfermedades y la salud de quienes cuidamos.

Es fundamental señalar cómo varios profesionales de la salud han abordado el feminicidio de Mariana Sánchez Dávalos, joven médica pasante. El 29 de enero, “Federaciones, Asociaciones y Colegios Médicos de México”, emitieron un comunicado respecto al tema, pero en ningún momento exigen justicia y esclarecimiento del asesinato y omisiones cometidas en el caso, tampoco proponen acciones para atender la violencia de género. La exigencia recalcada en el documento es; “de manera inmediata, la cancelación de la rotación de médicos pasantes por las regiones donde el Gobierno del Estado de Chiapas no pueda garantizar la integridad y seguridad de los médicos pasantes” y hacer “extensiva esta misma exigencia para hacerla valer en todo el país”.

En paralelo con las declaraciones de los grupos médicos, en redes sociales y foros públicos se han circulado un número importante de publicaciones racistas y clasistas de profesionales de la salud en contra de la población rural, señalan: “En los pueblos que mantienen sus usos y costumbres, que se curen con sus usos y costumbres”, “Creen que a uno le encanta ir a sus pinches ranchos olvidados hasta por Dios”.

Las preguntas que no plantean son: ¿Quién mató a Mariana? ¿Quién ejerció la violencia sexual en su contra? ¿Fueron las autoridades escolares y sanitarias y la fiscalía quienes ignoraron su solicitud urgente de auxilio o fue “la población rural”?

El feminicidio y la violencia sexual no son problemas exclusivos de las comunidades rurales. Al contrario, en el 2018, la mayor prevalencia de delitos sexuales contra mujeres adultas fue en municipios de 100 mil habitantes o más1. Entre el 2011 y 2016, las tasas más elevadas de homicidios contra las mujeres se concentraron en 10 municipios de distintas latitudes del país2, todos pertenecientes a zonas urbanas.

Culpar a la “población rural” de las agresiones en contra de Mariana se vuelve intrigante considerando los detalles hasta ahora sabidos del caso. De acuerdo a una queja escrita por Mariana, más los testimonios de su madre y compañeros estudiantes, la persona responsable durante meses por el acoso en su contra fue el médico del centro de salud donde ella realizaba su servicio social. Mariana acudió a reportar lo que sufría con la directora de la clínica y con las autoridades universitarias, nadie tomó acción para asegurar la integridad física, mental y emocional de la médica.

No obstante, los medios de comunicación y un sinfín de profesionales de la salud aseguraron que las agresiones sexuales se cometieron por parte de “pobladores de la comunidad”. Esas aseveraciones erróneas sirvieron para desviar la exigencia de justicia por el abuso sexual y el feminicidio a un reclamo de destitución del servicio social a “zonas rurales”.

Ahora que salió a la luz la responsabilidad del médico, quien además tenía denuncias previas de acoso sexual, hasta el momento, no ha habido una rectificación de quienes rápidamente condenaron a la población rural. ¿Por qué no cuestionan el machismo en los espacios de la comunidad médica? ¿Por qué el silencio de parte de las federaciones, asociaciones y colegios médicos sobre la complicidad de autoridades educativas y sanitarias? Y, una pregunta todavía más importante, ¿Cuál es el compromiso real del sector salud con la erradicación de la violencia de género y con el bienestar de sus alumnas y alumnos?

Es sabido y documentado que la violencia en contra de las mujeres en el ámbito médico prevalece a lo largo de su formación y la ejercen hombres que tienen poder sobre ellas por las estructuras jerárquicas que predominan en esos ámbitos académicos y laborales. Aun cuando son reportados, los agresores en pocas ocasiones son sancionados. Ejemplo es el caso del médico que acosó a Mariana, fue reportado por otra víctima en el 2014 pero no fue destituido, y tras la queja de Mariana en el 2020, la única acción que se realizó fue cambiar al doctor de turno.

Limitar las actividades de las médicas a las “zonas urbanas” no reduce su exposición a la violencia, por lo contrario las revictimiza porque invisibiliza la responsabilidad de los agresores y se atribuye el motivo de la violencia que sufren a las actividades relacionadas a su formación profesional. Una preocupación real de la comunidad médica por el bienestar de las mujeres debería incluir acciones concretas para garantizar que todos sus espacios sean libres de violencia y que ellas puedan contar con mecanismos justos y eficientes en caso de ser violentadas. Ese compromiso, además, debe ir más allá de intereses gremiales, independientemente de quienes sean las mujeres violentadas y en dónde sufren esa violencia.

Las mujeres, independientemente de su lugar de residencia o profesión, sufren violencia física, sexual, emocional, y psicológica, una de cada cinco mujeres reporta haber sufrido violencia sexual en algún momento de su vida, en promedio se mata a diez mujeres al día. Es decir, hay miles de agresores en el país. ¿Quién cuestiona eso?

Demandar el fin del servicio social médico en regiones rurales a raíz de un feminicidio, solo habla de un clasismo existente en la comunidad médica, y su miopía sobre el tema de los feminicidios. Esa demanda representa otro atropello en contra del derecho a la salud de las comunidades más vulneradas del país en donde, como consecuencia del racismo del sistema sanitario desde el periodo colonial, sufren de un rezago enorme en materia de salud, evidenciado por los indicadores de morbilidad y mortalidad. Una política draconiana que limita aún más el acceso a servicios de salud en esas comunidades nos parece peligroso ya que esos indicadores afirman que el racismo del sector salud no solo lesiona, también mata.

La estructura y organización del servicio social médico y la provisión de servicios de salud en regiones rurales requiere de cambios importantes. Creemos fundamental empezar esa evaluación con preguntas serias que van a la raíz del problema. ¿Cómo llegaron a deteriorarse tanto las condiciones del servicio social médico? Más allá de una simple anulación, ¿Qué acciones mejorarían las condiciones de aprendizaje, trabajo y seguridad para las y los médicos en formación, así como la calidad y dignidad en los servicios de salud ofrecidos en comunidades rurales, sin aumentar aún más la distancia entre quienes se dedican al cuidado de la salud y quienes son violentados por la falta de acceso a ello? ¿Cómo evitar que las siguientes generaciones de médicos en México normalicen el racismo que hoy muchos expresan con tanta facilidad? ¿Cómo entender que los problemas como el feminicidio son consecuencia de la estructura machista, perpetuada por todos los sectores de la sociedad? ¿Cómo formar practicantes de la medicina que entiendan que la salud es un derecho fundamental y que lo defiendan como tal?

El llamado a la justicia para Mariana Sánchez debe ser coherente, claro y enfocado, se trata de un caso de agresión sexual y feminicidio en un contexto de impunidad.

Como grupo que se dedica a la salud comunitaria en México, nos sumamos a la denuncia enérgica del feminicidio de Mariana. Exigimos justicia, esclarecimiento total de los hechos y las sanciones correspondientes a todos los responsables, incluyendo a las autoridades educativas y sanitarias. Llamamos a poner fin al racismo y clasismo del sector salud en contra de las comunidades rurales, campesinas e Indígenas de este país.

1 Mujeres y hombres en México 2019. En: cedoc.inmujeres.gob.mx/documentos_download/MHM_2019.pdf

2 La violencia feminicida en México, aproximaciones y tendencias 1985-2016. En: violenciaFeminicidaMx_07dic_web.pdf (www.gob.mx)

Fuente e imagen: https://desinformemonos.org/el-feminicidio-de-mariana-que-evidencio-el-racismo-del-sector-salud/

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