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Reducción de la jornada laboral, camino a la fábrica digital

Por Paula Giménez, Matías Caciabue

Recientemente fueron publicados los resultados de un estudio realizado por la Universidad de Cambridge y el Boston College en el que 61 empresas participaron de una prueba piloto para reducir la cantidad de días laborables a 4, sin reducir los salarios y reduciendo la cantidad de horas trabajadas semanalmente en un 20%. En la prueba, promocionada como la más grande de este tipo realizada hasta el momento, participaron empresas que sumaron un total de alrededor de 2900 empleados de diferentes sectores: venta minorista en línea,  provisión de servicios financieros, estudios de animación, gastronómicos, consultoría, vivienda, atención médica, entre otros.

De acuerdo con los resultados presentados, el 71% de los empleados revelaron niveles más bajos de agotamiento y el 39% dijo haber reducido el estrés. Las empresas registraron una baja de 65% en licencias por enfermedad y hubo una caída de 57% en la cantidad de trabajadores que dejaban las empresas. Al recibir estos resultados, el 92% de las empresas que participaron de la prueba expresaron intención de continuar con la medida y 18 anunciaron que la tomarían de manera permanente.

Al ser consultados, los dueños de las empresas valoraron positivamente el nuevo esquema. Mientras algunos adujeron que lo veían como una respuesta racional a la pandemia, otros dijeron que podría permitirles atraer talentos o que era una manera de “responder moralmente” a los empleados, quienes atravesaron por situaciones de

Esta propuesta de reducción de la jornada laboral ha sido puesta a prueba con similares resultados en lugares como Alemania, Islandia, Japón, España y ya es asumida por empresas de Irlanda, Estados Unidos y Nueva Zelanda, mientras que Emiratos Árabes se constituyó en el primer país en establecer la jornada laboral de cuatro días y medio en todas sus entidades de gobierno así como en el banco central.  En Argentina, dos empresas del sector tecnológico y una consultora ya la han implementado, arguyendo que podría ser una buena solución para evitar la alta rotación de empleados a los que se encuentran. Y es que el sector tecnológico se presenta como el más dinámico en cuanto a la demanda de trabajo calificado.

Los debates y las pruebas son impulsados a nivel mundial entre otras organizaciones por la fundación 4 days a Week, un tanque de pensamiento (think tank) encargado de difundir entre actores relevantes, gubernamentales y empresariales, este mecanismo que es presentado como una manera de mejorar la calidad de vida de empleados y empleadas, diluir las desigualdades de género, aumentar la productividad, cuidar el medio ambiente, aumentar la capacidad para captar personal hipercalificado (“talentos”), con el objetivo principal, a partir de estas pruebas de mostrar que se puede aumentar la productividad y las ganancias y reducir costos a partir de estos cambios.

En relación a la necesidad de captar trabajadores hipercalificados, en un artículo publicado por la BBC a fines de enero, el director de Work Time Reduction Center of Excellence, Joe O’Connor, afirmó que la semana laboral de cuatro días estaba despegando en sectores como el tecnológico, el de desarrollo de software, las TIC, las finanzas o los servicios profesionales como el marketing.

¿Se trata realmente de un dilema moral o un intento por hacer más humano el capitalismo? ¿Qué se esconde detrás de este discurso empresarial que aparenta preocuparse por las condiciones laborales?

En muchos países, los trabajadores impulsan la reducción de la jornada laboral como mecanismo para combatir el desempleo. En España, por ejemplo, el lema que corrió durante los debates fue “trabajemos menos, así trabajaremos todos”.

El hecho es que la condición de posibilidad para la aplicación exitosa de la reducción de la jornada laboral en algunos sectores está vinculada fundamentalmente a la aceleración en las últimas décadas de un proceso inherente al sistema económico: el aumento de la productividad del trabajo. Al digitalizarse los procesos productivos han dado un salto de escala tal que, según un informe de la consultora Adecco, lo mismo que se producía en 1970 en 8 horas, en el 2020 podía realizarse en una hora y media. No hay capitalismo benevolente.

El empresario tecnológico Bill Gates, que ha decidido invertir en el desarrollo de inteligencia artificial a través de la empresa OpenAI (co-fundada en 2015 por Elon Musk, Sam Altman, Ilya Sutskever y Greg Brockman, entre otros), expresó hace una semana su entusiasmo por el impacto que producirá en la vida de las personas la llegada de la inteligencia artificial. A su juicio, “está claro que la IA generativa es una tecnología que merece la pena seguir de cerca.

Tiene el potencial de transformar industrias y cambiar nuestra forma de vivir y trabajar, incluida la realidad virtual. Las empresas que adopten la IA generativa tendrán una ventaja significativa sobre las que no lo hagan, y es una oportunidad para que las personas mejoren sus habilidades, el acceso a la información y las oportunidades», dijo el milmillonario norteamericano. A juicio del empresario, gracias a la incorporación de IA a largo plazo, las horas de trabajo «disminuirían». «Mientras las máquinas se encargan de las tareas rutinarias, los empleados pueden concentrarse en las actividades importantes de su trabajo», expresó, como si se tratara de una realidad universal.

Por su parte, el Informe de la Comisión Mundial sobre el Futuro del Trabajo, elaborado por la Organización Internacional del Trabajo, valoró de manera positiva la reducción de la jornada laboral a partir de las mejoras de la productividad  y lo consideró un importante objetivo de política. Y, aunque ve ciertos riesgos en la posibilidad de las y los trabajadores para imponer su derecho a la desconexión, observó que las tecnologías de la información y de la comunicación también permitirían, por la flexibilidad que aportan, ampliar la soberanía de los trabajadores sobre su tiempo.

Tal y como expresa el creador de Microsoft y en coincidencia con el planteo de la OIT, de las posibilidades que tenga cada capital de tecnificarse dependerá su supervivencia. El reemplazo de ciertos puestos de trabajo por la automatización de procesos, la robotización, el internet de las cosas, la inteligencia artificial y todos los procesos asociados a la cuarta revolución tecnológica irán desplazando del mercado laboral una masa de trabajadores y trabajadoras, cuyas capacidades estarán obsoletas para reinsertarse en el proceso productivo en iguales o mejores condiciones. Así, lo que se irá engrosando, en la medida en que el proceso de tecnificación avance (y lo hará, porque es una tendencia) no será el llamado “ejército de reserva” o masa de desempleados temporales, sino -peor aún- la población sobrante, excluida definitivamente del sistema productivo.

Así como la instalación del fordismo trajo consigo el establecimiento de la jornada laboral de 8 horas, que se convirtió en un modo de organizar el tiempo en la modernidad, el cambio de fase del sistema productivo presiona y conduce hoy hacia nuevos cambios sociales, no solo en la distribución del tiempo de trabajo, sino en las formas en que se organizan las familias, el uso de los tiempos de ocio, los modos de educarse, etc.

En el desarrollo de su nueva fase y a partir de la digitalización de muchos aspectos de la vida, producimos valor, más allá de nuestras jornadas laborales desde la “comodidad del hogar”, con celulares inteligentes, tablets, computadoras, televisores, sumidos durante horas en diversas plataformas virtuales. El capital ha establecido a los dispositivos digitales como una nueva herramienta de trabajo.

Es decir, en la medida en que el aumento de la productividad a partir de la tecnificación, trae consigo la liberación de horas de trabajo, somos conducidos y conducidas mansamente hacia la fábrica digital. Incluso cuando estamos disponiendo de nuestros tiempos de ocio.

La potencia creativa, tal como lo mencionaba Marx, que antes desplegaba un trabajador en la relación con sus medios de trabajo para producir valor, hoy está puesta al servicio del learn machine, el entrenamiento de algoritmos y el perfeccionamiento del mundo digital.

Los debates sobre la digitalización de la vida trascienden el simple cambio en la forma de producir y trabajar. Y es que el desarrollo del capital tecnológico está conduciendo las fuerzas productivas hacia un nuevo tiempo y espacio de aparente libertad pero de cada vez mayor explotación. Mientras en diversos sectores económicos se libra el debate sobre la posibilidad de aplicar o no la reducción de la jornada, mientras algunos defienden sus beneficios y otros desconfían de su impacto positivo, se desdibuja una discusión urgente y real: la riqueza continúa produciéndose, acumulándose y concentrándose.

La liberación de tiempo que produce el avance de la tecnología, que permite automatizar procesos, podría resultar verdaderamente emancipador para las grandes mayorías si fuera posible disponer realmente del valor que se produce mediante esa masa de conocimiento que se genera a nivel social.

* Cacciabue es licenciado en Ciencia Política y Secretario General de la Universidad de la Defensa Nacional, UNDEF en Argentina. Giménez es Licenciada en Psicología y Magister en Seguridad y Defensa de la Nación y en Seguridad Internacional y Estudios Estratégicos. Ambos son Investigadores del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE)

Fuente: https://estrategia.la/2023/03/07/reduccion-de-la-jornada-laboral-camino-a-la-fabrica-digital/

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Reformas educativas y desprecio al conocimiento. Notas sobre la colonización neoliberal de la escuela

Por: MARTA VENCESLAO | JORGE LARROSA

Quisiéramos plantear algunas consideraciones sobre el marco ideológico de las últimas reformas educativas que, en la línea de sus predecesoras, ahondan en el menosprecio al conocimiento y suponen un vaciamiento todavía mayor del currículum de aquellas materias de estudio que durante siglos nos han invitado a pensar, haciendo de la escuela, entre otras cosas, un lugar para la emancipación. Son muchas las voces que desde la enseñanza secundaria y primaria, pero también desde la universidad, los sindicatos y colectivos de profesorado, han venido señalando que este vaciamiento responde a una operación que sitúa a la escuela, de un modo cada vez más diáfano, al servicio de los requerimientos del capital. Sería ingenuo por nuestra parte no considerar esa función histórica del sistema escolar. Sin negarla en ningún caso, lo que nos parece relevante subrayar en este espacio es que, a diferencia de otros momentos, el colaboracionismo contemporáneo entre las propuestas educativas y el proyecto neoliberal avanza de una forma tan implacable que deja cada vez menos espacio para que la escuela continúe sosteniendo su compromiso pedagógico. Un compromiso que, nos recuerda Jordi Solé a propósito del pensamiento arendtiano, consiste en poner a las nuevas generaciones en contacto con la cultura, despertar el deseo de saber e invitarlas a formar parte del mundo (Solé, 2020: 102). No olvidemos que la escuela pública fue una conquista de la clase obrera en su apuesta por democratizar el acceso a las herencias culturales. La aspiración a universalizar ese acceso ha sido una reivindicación constante de los movimientos de izquierda.

Una revisión de las directrices de instituciones como la OCDE (2016, 2015, 2013, 2010) o la Unión Europea (2012) da cuenta de que lo que hoy se intentaría democratizar no es tanto el conocimiento como la ignorancia. Sus políticas educativas se entroncan abiertamente con los imperativos de la competitividad empresarial y la producción de subjetividades eficientes. En los últimos años ha proliferado una discursividad pedagógica que sostiene la necesidad de ofrecer una formación integral que permita afrontar los desafíos del presente potenciando las competencias y capacidades del alumnado y alimentando su espíritu emprendedor. Como una letanía, insisten en remarcar que la sociedad se enfrenta –de forma aparentemente inevitable– a escenarios inciertos y cambiantes para los que será necesario estar preparado. No es difícil entrever en ese futuro de “cambios veloces y desconocidos” el circunloquio con el que referirse al horizonte de precariedad que dibuja un contexto marcado por la progresiva pérdida de derechos, la precarización de la esfera laboral y la erosión de eso que Marina Garcés ha llamado mundo común (2013).

Este proceso de producción de sujetos flexibles, adaptables y dóciles a las exigencias de la economía podría condensarse en el siguiente enunciado: Nos quieren más tontos, que es precisamente el título del libro que Pilar Carrera y Eduardo Luque dedican al modelo neoliberal de escuela. Y como nos quieren más tontos, es necesario vaciar los centros escolares de un determinado tipo de saberes, de lenguajes y de formas políticas que amenazan la escuela con convertirla en un dispositivo al servicio de la desmovilización intelectual y el atontamiento generalizado. Un atontamiento que, por cierto, llegó con fuerza también a la universidad con el Plan Bolonia (2007), esa gran operación de mercantilización de la enseñanza superior.

¿En qué aspectos podemos observar el menosprecio al conocimiento (Cañadell, Corominas y Hirtt, 2020) del sistema educativo? ¿Qué formas adopta ese vaciamiento de saberes en la escuela? Nos aventuramos a señalar dos elementos, a nuestro juicio, centrales: la pedagogía competencial y el auge de la educación emocional (sin dejar de mencionar, por supuesto, la deriva tecnológica cuyo abordaje excede las pretensiones de este artículo).

Siguiendo a los autores de Escuela o barbarie, puede afirmarse que la imposición progresiva del modelo educativo basado en competencias ha sido la nervadura fundamental del proyecto que sitúa la educación al servicio, exclusivamente, de las necesidades del capital (Fernández Liria et al., 2017: 23-24). Las (sacrosantas) competencias se introdujeron en el sistema educativo –importadas del mercado laboral, cabe recordarlo– con la LOE del año 2006. Las reformas posteriores, la LOMCE y la actual LOMLOE, han contribuido a afianzarlas a pesar de –o acaso por– contar con evidencias sobre el empeoramiento de los resultados académicos entre el alumnado en materias tan relevantes como las ciencias y las matemáticas[01]. Casi dos décadas más tarde, el discurso competencial continúa presentándose como una innovación que posibilita la adquisición de aprendizajes considerados más prácticos y transferibles al mercado de trabajo. Es decir, se defiende sin ningún tipo de ambages la dimensión utilitaria y economicista de la educación en el sentido apuntado por Christian Laval (2004): la escuela como una empresa. Encontramos un ejemplo ilustrativo en la llamada metodología de trabajo por proyectos. Se trata de un enfoque del aprendizaje sin duda interesante, apunta Concha Fernández Martorell (2022: 122), pero que sugiere que esa forma de trabajar será el mejor tipo de contrato (por proyectos) al que puedan aspirar los jóvenes formados en esta propuesta educativa.

Parece que lo importante es el aprendizaje no de conocimientos (tachados despectivamente de enciclopédicos[02]), sino de competencias individuales como la creatividad, la flexibilidad, la iniciativa emprendedora, la autonomía o la adaptación frente al cambio. Y, sobre todas ellas, la competencia primordial. Esa que aparece como nuevo imperativo pedagógico: aprender a aprender. La explicación que ofrece el Ministerio de Educación es esclarecedora a este respecto: “La competencia para aprender a aprender requiere conocer y controlar los propios procesos de aprendizaje para ajustarlos a los tiempos y las demandas de las tareas y actividades que conducen al aprendizaje” para lograr que este sea “más eficaz y autónomo”[03].

En otras palabras, hay que sustituir el saber por el saber hacer y orientarlo hacia la optimización de individuos, procesos y conductas. Y además hacerlo de forma autónoma, porque el maestro parece estar convocado a un papel inexorablemente irrelevante. En esta línea se pronunciaba recientemente el secretario de Estado de Educación, José Manuel Bar[04], cuando afirmaba que el profesor como “trasmisor de conocimientos puro y duro es un modelo ya obsoleto”. Y daba dos razones. En primer lugar, “los inputs que reciben los alumnos no se limitan a las clases. Están continuamente en Internet y recibiendo información de mil sitios (…). Eso, a la figura clásica de profesor la deja fuera”. Y en segundo, “el puro embutido de conocimientos no es útil para la vida, no es competencial (…). Los conocimientos tienen que tener una utilidad práctica porque si no el alumnado tampoco estará motivado”.

Queremos hacer notar aquí dos aspectos significativos. El primero se refiere al desplazamiento de una de las nociones fundamentales en el campo educativo, el interés, por el concepto de motivación. Parecería que no se trata tanto de despertar una inclinación o amor al saber, sino de motivar al alumno con la misma lógica que se motiva a trabajadores y consumidores: producir y consumir más y mejor. El segundo aspecto tiene que ver con el ahondamiento y la devaluación progresiva y permanente de un oficio tradicionalmente centrado en eso que ahora las últimas reformas desdeñan, el conocimiento.

Sabemos que no hay educación sin contenidos, esto es, sin materia de estudio. Y que esa materia de estudio en la enseñanza escolar es, como dice el pedagogo Philippe Mierieu (2016), la cultura. La cultura en sus múltiples y variopintas manifestaciones: el álgebra, la biología, el Banquete de Platón o la métrica poética de una canción de hiphop. Despojada de estos saberes, la escuela ya no es el lugar para descubrir el mundo y sus misterios o para despertar interés, sino un lugar para adquirir habilidades transferibles al mercado laboral, esto es, un lugar para hacer de los alumnos capital humano. ¿Para qué instruir en materias de estudio si la producción de sujetos empleables requiere, más bien, de un entrenamiento en habilidades técnicas y, como veremos a continuación, emocionales? La transmisión de la cultura queda así vedada y sustituida por el aprender a aprender… nada.

El segundo aspecto que da cuenta de la devaluación del conocimiento lo encontramos en la ofensiva de la educación emocional. Hemos visto en los últimos años cómo este enfoque privilegia lo emocional sobre lo intelectual y desplaza los contenidos culturales anteponiendo un trabajo sobre la interioridad de los alumnos, y replegándose en ella. Conceptos como necesidades y competencias emocionales, motivación, autoestima, resiliencia o proactividad han pasado a convertirse en contenidos pedagógicos de primer orden, conformando así una nueva cultura escolar más interesada en las competencias emocionales y las habilidades de gestión personal que en la adquisición de conocimientos.

La transmisión de la cultura queda así vedada y sustituida por el aprender a aprender… nada

Antes de continuar, tal vez sea necesario aclarar que no estamos negando en ningún caso la importancia de atender el mundo interior de las infancias y adolescencias. Más bien tratamos de cuestionar la centralidad de las emociones en la escuela y la posición ideológica desde la cual se las aborda. O, por utilizar la jerigonza hegemónica, se las gestiona. Y es que la llamada gestión emocional aparece hoy como otro de los nuevos imperativos educativos.

El enfoque más extendido en la educación emocional es el que pertenece a la psicología positiva, definida por Edgar Cabanas y Eva Illouz (2019: 18) como el brazo académico de la ideología neoliberal y el capitalismo de consumo. Sus principales objetivos son el crecimiento personal y la felicidad, postulando que el bienestar no depende de los condicionantes externos, sino de nuestra percepción de la realidad y que, además, es posible cambiarla a base de voluntad. Este discurso, inscrito en lo que algunos autores han denominado ethos terapéutico (Ecclesteon y Hayes, 2009; Illouz, 2007 y 2010), plantea un uso productivo de las emociones en virtud del cual conocer y manejar las propias emociones permite alcanzar no solo el bienestar emocional, sino también el éxito. En esta línea se ubica el documento de la OCDE “Habilidades para el progreso social. El poder de las habilidades sociales y emocionales” (2016: 26) que enfatiza el papel de la educación para “contribuir a aumentar el número de ciudadanos motivados (sic), comprometidos y responsables mediante el fortalecimiento de las habilidades que importan”, y señala que “al controlar las emociones y adaptarse al cambio”, los individuos “pueden estar más preparados para capear las tormentas de la vida, como la pérdida del empleo, la desintegración familiar”, etc. Sin ningún tipo de perífrasis, plantean la educación emocional como una suerte de disciplinamiento social que borra toda dimensión estructural para responsabilizar, cuando no culpabilizar, al sujeto de su situación. Esta invisibilización de las cuestiones estructurales es particularmente inquietante en situaciones de desigualdad social, en las que la desposesión material se afronta ofreciendo competencias emocionales individuales que, en nombre del optimismo y la resiliencia, conminan al alumnado a sostener comportamientos meramente adaptativos.

Con relación a este último aspecto, vale la pena volver a insistir en el modo en que la educación emocional se ha sumado a la estrategia de conformación de subjetividades neoliberales (Laval y Dardot, 2013), atravesadas por nuevas formas de individualización y despolitización. La propuesta emocional no solo supone un repliegue al mundo interior, sino también un entrenamiento para que los alumnos cambien sus percepciones antes que sus condiciones de vida. Se trata de generar nuevas formas de conformismo social. La premisa de partida es sencilla: no existen problemas estructurales, sino deficiencias psicológicas individuales. El nuevo antídoto ante la desposesión cultural y material es la papilla emocional.

Ilustremos esta lógica con el programa de inteligencia emocional “Educación responsable”, analizado por Ani Pérez (2022: 36-37). Impulsado por la Fundación Botín –vinculada al Banco Santander, el principal inversor mundial en el filantrocapitalismo educativo–, dice tener como propósito el crecimiento emocional, social y creativo de niños y jóvenes, y la mejora de la convivencia en los centros escolares a partir del trabajo con docentes, alumnado y familias. El programa se ha implementado en unas 230 escuelas, algunas de ellas ubicadas en barrios depauperados, en los que el alumnado realizó dibujos que representaban el miedo a ser desalojados de sus casas. Si consideramos que el Banco Santander es responsable de decenas de miles de desahucios, de los cuales más de un 80% los sufren familias con al menos un menor a cargo, “poco se puede añadir –dice la autora– ante la desfachatez de quien con una mano echa a niños de sus casas y con la otra presume de ayudarles con su miedo a ser desahuciados”.

No quisiéramos concluir este apartado sin realizar una breve consideración sobre el lugar al que esta dimensión psicologizante de la educación convoca al profesorado. Ya en los inicios de la década de los 90, Tomás Pollán (1991: 34) escribía a propósito de la LOGSE que la figura del profesor quedaba relegada a la de “padre espiritual”. Las últimas reformas han avanzado en estos derroteros para terminar concibiendo al maestro como una suerte de terapeuta, alejado de las funciones que lo constituyen: provocar curiosidad por el mundo y las cosas que lo conforman, y conservar y trasmitir de modo crítico el legado de las generaciones anteriores. De esta suerte, no podemos sino mirar con inquietud la penetración paulatina en las escuelas de dispositivos promovidos por la cultura neoliberal, como el mindfulness o el coaching, que suponen un paso más en el proceso de mercantilización del sistema educativo y de su puesta al servicio del mundo empresarial.

Pensar las formas de resistencia requiere, como apuntó Gilles Deleuze (1995: 284), de un conocimiento acerca de los modos en los que se está llevando a cabo la instalación progresiva y dispersa de este nuevo régimen de dominación. Es urgente analizar las formas en las que la racionalidad neoliberal de las competencias y la educación emocional socavan el sentido de lo educativo y reconfiguran (radicalmente) la concepción, los fines y los métodos de la escuela. Y, con ellos, las conceptualizaciones de la enseñanza, el aprendizaje y los propios sujetos de la educación.

La privatización y la gubernamentalización son las dos caras de la misma moneda

La escuela está hoy doblemente amenazada. Por un lado, de privatización (al ponerse al servicio de los intereses de la economía) y por otro de gubernamentalización (al ponerse al servicio de los programas educativos de los gobiernos de turno). La privatización y la gubernamentalización son las dos caras de la misma moneda. El Estado, y más en materia educativa, ya es inseparable del capital. Las nuevas reformas educativas son harto elocuentes en ese sentido. Sin embargo, el ideal de la escuela moderna fue un ideal republicano (en el viejo y cada vez menos vigente sentido de res publica, de interés común) que, tal vez, sea interesante repensar y recuperar. Nos parece necesario, desde ahí, proteger la escuela de la economía y de la instrumentalización política para que siga siendo escuela. Es decir, un espacio y un tiempo libres y liberados para el mundo, para la atención y el cuidado del mundo, para el saber del mundo o, si se quiere, para la democratización y la redistribución de las herencias culturales.

La educación escolar tiene que ver con abrir el mundo, con hacerlo interesante, con hacerlo significativo, con conocerlo y transformarlo. No hay emancipación ni pensamiento sin conocimiento. No hay república sin escuela. A no ser que empecemos a llamar escuela a un inmenso mecanismo de coaching para gestionar la estabilidad emocional de una población condenada a la precariedad, o a un gigantesco mecanismo cognitivo para desarrollar competencias flexibles y adaptables (es decir, vacías) para una economía en transformación acelerada.

Hubo una vez en que en las plazas se gritaba “le dicen democracia y no lo es”. Lo que viene es una escuela que no lo es. De ahí que, para la tarea inexcusable, desde la izquierda, de defender la escuela pública, sea preciso pensar, otra vez, qué quiere decir escuela y qué significa pública.

Defender la escuela orientada al mundo, es decir, al conocimiento, es también defenderla de su desprestigio y de su degradación. De ese runrún de que es una institución caduca y rancia, una antigualla, de ese runrún de que la enseñanza es un paquete indigesto de contenidos inútiles y carentes de sentido. En la escuela no hay contenidos sino materias de estudio, es decir, esos pedazos de mundo y de formas de nombrar y de conocer el mundo que decidimos que son lo suficientemente interesantes como para ser transmitidos, compartidos y renovados.

Terminamos con unas palabras de Hannah Arendt (2003: 301):

La educación es el punto en el que decidimos si amamos el mundo lo bastante como para asumir una responsabilidad por él y así salvarlo de la ruina que, (…) de no ser por la llegada de los nuevos y los jóvenes, sería inevitable”. Y continúa, “también mediante la educación decidimos si amamos lo suficiente a nuestros niños para no apartarlos de nuestro mundo ni abandonarlos a sí mismos, (…) y, en cambio, prepararlos de antemano para la tarea de renovar un mundo común.

Marta Venceslao es profesora en la Facultad de Educación de la Universidad de Barcelona y miembro del Grup de Recerca sobre Exclusió i Control Social (GRECS) de la misma universidad. Jorge Larrosa es profesor jubilado de Filosofía de la Educación en la Universidad de Barcelona y miembro del Grup de Recerca sobre Exclusió i Control Social (GRECS)

Referencias 

Arendt, Hannah (1996) Entre el pasado y el futuro. Barcelona: Península.

Cabanas, Edgar e Illouz, Eva (2019) Happycracia. Cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas. Barcelona: Paidós.

Cañadell, Rosa; Corominas, Albert y Hirtt, Nico (2020) El menosprecio al conocimiento. Barcelona: Icaria.

Carrera, Pilar y Luque, Eduardo (2016) Nos quieren más tontos: la escuela según la economía neoliberal. Barcelona: El Viejo Topo.

Consejo Europeo (2012) Conclusiones del Consejo, de 26 de noviembre de 2012, sobre la educación y la formación en Europa 2020 – La contribución de la educación y la formación a la recuperación económica, al crecimiento y al empleo.

Deleuze, Gilles (1995) Conversaciones. Valencia: Pre-Textos.

Fernández Liria, Carlos; García Fernández, Olga; Galindo Ferrández, Enrique (2017) Escuela o barbarie: entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda. Madrid: Akal.

Garcés, Marina (2013) Un mundo común. Barcelona: Bellaterra.

Laval, Christian (2004). La escuela no es una empresa: el ataque neoliberal a la enseñanza pública. Barcelona: Paidós.

Laval, Christian y Dardot, Pierre (2013) La nueva razón del mundo. Ensayo sobre la sociedad neoliberal. Barcelona: Gedisa.

Meirieu, Phillipe (2016). Recuperar la pedagogía. De lugares comunes a conceptos claves. Buenos Aires: Paidós Argentina.

OCDE (2015). Estrategia de competencias de la OCDE: construyendo una estrategia de competencias eficaz para España. Disponible en: https://www.oecd.org/skills/nationalskillsstrategies/Spain_DR_Executive_Summary_Espagnol.pdf

(2013). Mejores competencias, mejores empleos, mejores condiciones de vida. Un enfoque estratégico de las políticas de competencias. Madrid, OCDE/Santillana.

(2010). Habilidades y competencias del siglo XXI para los aprendices del nuevo milenio en los países de la OCDE. Madrid: Instituto de Tecnologías Educativas/MECD.

Pérez Rueda, Ani (2022) Las falsas alternativas. Pedagogía libertaria y nueva educación. Barcelona: Virus.

Pollán, Tomás (1991) “Aprender para nada”, Archipiélago, 6, pp. 33-37.

Solé, Jordi (2020) “El cambio educativo ante la innovación tecnológica, la pedagogía de las competencias y el discurso de la educación emocional. Una mirada crítica”, Teri, 32, 1, pp. 101-121.

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Sindicalismo magisterial: a la sombra del poder

 

 

El espíritu del sindicalismo busca, en esencia, la defensa de los derechos de los trabajadores y la lucha por el bienestar general de sus agremiados. Las relaciones con los patrones si bien, pueden ser de manera cordial y amable, de ninguna manera cabe la complicidad, el corporativismo y el uso de sus integrantes como moneda de cambio política o electoral.

Lamentablemente, la vida del sindicalismo magisterial ha transitado de una legítima lucha por mejorar las condiciones de los trabajadores de la educación a ser usados para satisfacer cuotas políticas; y aunque en la base existen personas comprometidas y profesionales que velan por el bienestar general, sus líderes y la cúpula sindical han sido cómplices de las más atroces vulnerabilidades a sus derechos laborales.

En el caso del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), este pacto corporativo entre la dirigencia y las autoridades educativas ha sido muy evidente. Además, uno de los sindicatos más grandes de latinoamérica enfrenta dos enormes retos: su democratización y la transparencia de sus recursos.

Sobre el primero, existe una simulación en las elecciones libres y abiertas. Aunque algunas fracciones del SNTE no allegadas al dirigente nacional Alfonso Cepeda Salas van ganando terreno y se van aglutinando en expresiones “alternativas” como la organización Maestros por México (MxM), buena parte de las secciones en todo el país siguen siendo fieles a su líder, quien cada vez parece más doblegado ante el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO), a la titular de la Secretaría de Educación Pública y al partido Morena.

En cuanto a la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), el ala disidente del SNTE, se encuentra separada y al margen de la figura de Cepeda Salas. Sus dirigentes, quienes tienen mayor fuerza en estados como Oaxaca, Michoacán, Guerrero, y Chiapas, mantienen negociaciones alternativas con el gobierno federal y en sus propios estados: acuerdan de manera paralela con AMLO, con los gobernadores en turno y con las y los representantes de la SEP.

Respecto a la transparencia de sus recursos el reto es igual de complicado. Aunque se supone que son sujetos obligados a transparentar y permitir el acceso a su información y cuentan con una plataforma especializada para ello (incluso, la plataforma del Observatorio Público de Transparencia e Información OPTISNTE ha ganado reconocimientos por parte del Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales), todo es una simulación.

Tanto el origen como el destino de los recursos y cuotas sindicales siguen siendo opacos y pocos conocen el verdadero destino. Cuando la ciudadanía realiza solicitudes de información, no responden o simplemente dicen que no tienen la información suficiente. Tanto las diversas secciones como en la dirigencia nacional han presentado graves casos de corrupción, desvío, desaparición o mal uso de recursos.

Esta opacidad no solo ocurre en el SNTE. También en instituciones locales como el Sindicato de Maestros al Servicio del Estado de México (SMSEM), uno de los más grandes del país pero con grandes desafíos de rendición de cuentas.

El Sindicalismo Magisterial es una práctica que debe existir para cumplir sus objetivos: la defensa de los derechos de sus agremiados y su bienestar laboral, pero insisto: de ninguna manera se debe permitir la continuidad de los pactos corporativos para fines políticos o partidistas. Es cuestión de dignidad.

Publicado en la segunda edición impresa Revista Aula-2023 https://revistaaula.com/revistaimpresa/

 

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¿Soberanía o dependencia?: la necesidad de un ambientalismo antisistémico

Por: Florencia Trentini, Nicolás Castelli

En las últimas semanas el debate sobre la explotación de hidrocarburos en el mar Argentino y en paralelo la ola de calor que azotó al país pusieron sobre la mesa la discusión sobre el modelo de desarrollo. ¿Es posible que el desarrollo económico dialogue con el cuidado del ambiente y además garantice inclusión social?

La crisis climática se hace sentir cada vez más fuerte y frente a esto el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC), grupo científico reunido por las Naciones Unidas para monitorear y evaluar toda la ciencia global relacionada con el cambio climático, sostuvo en su último informe publicado que las emisiones de gases de efecto invernadero siguen aumentando. Ante este escenario, los planes actuales no van a alcanzar para limitar el calentamiento a 1,5 grados centígrados por encima de los niveles preindustriales, umbral que los científicos consideran necesario para evitar impactos aún más catastróficos.

Alrededor del 90% del dióxido de carbono -el peor de los gases de efecto invernadero (GEI)- emitido en la actualidad proviene de la combustión de petróleo, carbón y gas natural. Estos se usan para la obtención de la energía para sostener las actividades industriales, producir alimentos, garantizar el funcionamiento de los medios de transporte, calefaccionar o refrigerar hogares y lugares de trabajo, etc. Para evitar un colapso ecosocial no solo será necesario reducir las emisiones, sino también eliminar parte del carbono que ya está en la atmósfera.

Y lejos de ser necesaria una innovación tecnológica aún no creada, la solución para esto ya existe naturalmente y se llama fotosíntesis. Sí, ese proceso mediante el cual las plantas absorben el dióxido de carbono del aire y lo almacenan en sus raíces y en el suelo. Se estima que las plantas podrían proporcionar casi un tercio de las reducciones de emisiones para lograr el umbral de 1,5°.

Es decir, nuestra forma de habitar el planeta modificó el ciclo del carbono: emitiendo mediante algunas actividades humanas mayor cantidad de gases de los que son posible de absorber naturalmente, y destruyendo con otras actividades humanas los territorios (bosques, selvas, humedales) que podrían absorber más emisiones. Solo en Argentina, entre 1990 y 2015 se arrasaron 7,6 millones de hectáreas de monte nativo para dar lugar al agronegocio y el extractivismo. O en otro nivel de la problemática, las plazas de la Ciudad de Buenos Aires tienen cada vez más cemento y menos árboles, mientras se cuentan canteros como superficies verdes. Esto tiene un correlato directo en la temperatura, que en algunos casos puede variar más de 20 grados dentro de la misma ciudad, entre zonas con espacios verdes y zonas sin ellos.

El informe del IPCC también deja en claro que las responsabilidades por este desastre son desiguales: los países más ricos son responsables de una mayor cantidad de emisiones, pero las consecuencias se sienten con mayor impacto en los países más pobres. EE.UU. y Haití pueden sufrir huracanes, pero cómo cada país afronte este hecho va a depender de sus condiciones socioeconómicas y estas son resultado de desigualdades estructurales.

Con EE.UU. a la cabeza, las mayores emisiones históricas de GEI se concentran en diez países y un puñado de grandes empresas transnacionales. Esta desigualdad se ve claramente cuando se discute la transición energética y la descarbonización de las economías. Actualmente solo el 15% de la energía proviene de fuentes bajas en emisiones de GEI. Esto es la energía eólica, hidroeléctrica o solar, y aproximadamente un 4% corresponde a energía nuclear. La transición energética ya es un hecho en pleno desarrollo. En esta carrera de sustitución de hidrocarburos por energías limpias -que por el momento dominan las grandes potencias europeas- se plantean diversos problemas y desafíos para los países del sur global.

Desde un neodependentismo económico y tecnológico hasta convertir a la región en depositaria de los pasivos socioambientales de la descarbonización de las economías del Primer Mundo, el riesgo de profundizar asimetrías y desigualdades está presente. Ahora bien, esta discusión se da mientras el 13% de la población del mundo no tiene acceso a servicios modernos de electricidad, cerca de 3 mil millones de personas dependen del carbón para cocinar y el 29% de los hogares del mundo no tiene acceso a servicios públicos modernos.

A nivel internacional, el accionar frente al cambio climático se categoriza en dos ejes: la mitigación y la adaptación. La primera se refiere a las acciones que buscan reducir la concentración de GEI, mientras la segunda a las medidas que se adoptan para hacer frente a los cambios del clima, con el objetivo de evitar o limitar los daños. En la última Conferencia de las Partes (COP) realizada en Egipto, una de las mayores discusiones se centró en quién debe pagar los daños y las pérdidas en los países en desarrollo vulnerables a los efectos del cambio climático. En el caso de adaptación se logró la reafirmación del compromiso adoptado en Glasgow, Escocia, para duplicar los recursos destinados a estas acciones. En el caso de mitigación no se lograron avances claros sobre la reducción de emisiones de GEI, porque esta discusión implica la transformación del modelo de desarrollo actual.

Crisis socioecológica y crisis económica: siempre pierden los mismos

Ahora bien, Argentina, además de ser parte de esta crisis climática a nivel mundial se encuentra viviendo una crisis económica, y muchas veces el ambiente y los bienes comunes parecen ser una respuesta para salir de la misma. De hecho, algunas personas suelen sostener que oponerse a algunas actividades extractivas es condenar a nuestro país al hambre y la pobreza. En otros casos se sostiene que el problema no son las actividades extractivas sino la disputa por la soberanía. En este mundo desigual, donde los países ricos del norte a través de sus formas de desarrollo extractivista casi nos dejaron sin planeta, parecería ser casi un acto de justicia poder ahora explotar en nombre de la patria nuestros propios recursos y lograr así nuestro desarrollo económico.

En los últimos tiempos esta discusión ha llevado a que quienes se autodefinen como ambientalistas se peleen entre elles, supuestamente entre posiciones más o menos desarrollistas o más o menos patrióticas y posturas más o menos cancelatorias de ciertas actividades productivas. El problema es que mientras estas discusiones suceden nuestros bienes comunes siguen siendo saqueados, la gente que vive en las zonas extractivas sigue sufriendo las consecuencias en sus territorios, cuerpos y vidas, y los dólares siguen yendo a otro lado. Sin duda los grandes ganadores de estas dicotomías ambientales son quienes jamás se van a definir como “ambientalistas”.

Más allá de estas posiciones, la realidad es que es una falacia pensar que el problema de la Argentina es la falta de divisas. Porque aunque éstas hoy se piensen en función de las metas de ajuste impuestas por el FMI para cumplir con el pago de una deuda odiosa y fraudulenta, lo cierto es que hay un problema estructural de redistribución de la riqueza y los ingresos. Ya van tres años de crecimiento macroeconómico sostenido, pero hace siete años que la puja distributiva de los ingresos viene siendo cada vez más regresiva para el conjunto de la clase trabajadora dejando a los sueldos cada vez más retrasados con respecto a los precios.

Esto provoca, entre otras variables, que la recuperación económica no llegue al conjunto de la población, sino que, por el contrario, recaiga sobre los bolsillos de los trabajadores y trabajadoras formales y de la economía popular. Entonces, ¿es posible conciliar los objetivos de la sostenibilidad económica y ambiental, y además hacerlo con inclusión y justicia social? Lejos de una simple dicotomía entre dependencia y soberanía el problema es la discusión sobre el modelo de desarrollo, porque aun soberano podría seguir teniendo las mismas graves consecuencias para humanos y no humanos.

En nuestro país una clara muestra de la desigualdad social se refleja en la caída de la participación de los trabajadores y trabajadoras en el PBI que pasó de ser del 51,8% en 2016 a un 43,1% en 2021. Pero esto también es evidente en políticas concretas como las del dólar soja, un nuevo tipo de cambio equivalente a 230 pesos que resultó en un beneficio al agropower para que liquiden sus dólares mientras los trabajadores y trabajadoras de la economía popular, el eslabón más precarizado de la clase obrera, recibirá un mísero bono de fin de año.

El avance de la frontera sojera es sin dudas uno de los grandes problemas ambientales de la Argentina por su extensión: millones y millones de hectáreas de soja y pueblos enteros fumigados con agroquímicos para garantizar la producción, pero que a la vez causan daños irreversibles en la salud humana. A esto hay que sumarle la deforestación que se necesita para su desarrollo y las consecuencias ecológicas posteriores, como la erosión hídrica.

Desde que se liberó el uso de la soja transgénica a mediados de los noventa, las plantaciones del “oro verde” cubrieron el 60% de las superficies aptas para el cultivo. Incluso en 20 años, el uso de agrotóxicos aumentó un 800% generando altos niveles de cáncer, abortos espontáneos, niños y niñas que nacen con malformaciones, enfermedades respiratorias y de piel, entre otras. El lado oscuro y mortal del “boom de los commodities”.

Mientras se beneficia a estos grandes señores del campo que tienen la posibilidad de almacenar su producción del monocultivo de soja en silobolsas y esperar, mientras especulan y manejan los ritmos de la venta y sus precios, los pequeños productores y productoras de la agricultura familiar están sufriendo las consecuencias de la crisis climática que pone en riesgo su ciclo productivo y su economía. Las tormentas de las últimas semanas, en algunos casos con temporales de viento y granizo, se suman a las sequías extremas que se viven en algunas regiones del país, y a los incendios que afectan a distintas provincias. Estos eventos impactan directamente en la calidad, cantidad y en los precios de sus producciones, vulnerando sus derechos y su calidad de vida.

El problema radica en que mientras se siga apostando a una política de concesiones a los grupos económicos y a la desmovilización, con claras consecuencias que terminan pagando siempre las mayorías populares, las discusiones entre ambientalistas sobre la forma de explotar nuestros bienes comunes solo sigue dividiendo lo que podría unirse en busca de una alternativa que ponga a discutir, por ejemplo, la gestión social de esos bienes o la participación popular en el control de los mismos. De lo contrario, el debate se seguirá dando en una cancha marcada de antemano por un modelo global, capitalista, patriarcal, androcéntrico y colonial. En este sentido, el ambientalismo -como el feminismo y la economía popular- tiene la posibilidad de imaginar y construir una respuesta antisistémica que modifique el rumbo de aquello instituido y que a su vez plantee soluciones diferentes a las acostumbradas.

Fuente de la información e imagen:  https://primera-linea.com.ar

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La cancelación y el terror del abandono

POR: NATALÍ INCAMINATO – DANILA SUÁREZ TOMÉ

Hay ciertos temas de los que no se puede hablar sin que un demoledor castigo del progresismo o el fascismo se imponga en redes sociales. Se silencian intelectuales, políticos y escritores, obligados al ostracismo por sus ideas excesivamente valientes o demasiado complejas para las patrullas digitales. ¿Qué engloba el tópico “cancelación” y cómo operan canceladores y cancelados en la economía sucia de los intercambios lingüísticos?

El diccionario inglés Merriam Webster define a esta práctica como la remoción de la aprobación de figuras públicas en respuesta a opiniones o comportamientos cuestionables que hayan tenido. En rigor, lo que se cancela es un contrato tácito de apoyo entre la figura y sus fans. También se lo compara con un acto de «desuscripción» de la fanbase o el fandom. En cualquier caso, el acto de cancelación es público y performativo y, como tal, no se restringe al ámbito de lo privado e interno, sino que la acción debe ser comunicada: como castigo simbólico por sus acciones, se le quita explícitamente el apoyo y la atención a determinada figura pública.

En la base de este fenómeno se encuentra una demanda personalizada de accountability, concepto que en la ciencia política anglosajona designa la capacidad de las personas y las instituciones para dar respuesta a las demandas que se presentan. En este contexto, lo que se espera de las figuras es que sus opiniones y conductas estén alineadas con una serie de principios ético-políticos sostenidos por su público, quien en definitiva constituye el origen de sus ingresos. En una época en la que las personas públicas se han convertido en marcas de sí mismas, cancelar a alguien famoso en última instancia implica no contribuir más a su negocio. El castigo simbólico puede devenir material, aunque no necesariamente.

Esto se da incluso en el caso de escritores y artistas —otrora distinguibles del star system del cholulismo— en tanto, como sostiene Paula Sibilia en La intimidad como espectáculo, hoy día el artista vale más por lo que es que por lo que hace (su obra). En la actualidad es moneda corriente que las personalidades del arte, las letras y la cultura habiten las redes autopromocionándose, mostrando su día a día, subiendo fan art, entre otras acciones que contribuyen al engrosamiento de su personalidad artística ante un público que consume contenido a modo de fan e incluso de stan. Además, las redes sociales generan una cercanía mayor del artista con su público, habilitando una interacción cotidiana que previamente no existía. Dentro de este contexto no es raro que, ante una actitud, opinión o conducta que resulte hostil para sus seguidores, pueda darse una cancelación. No sólo no es raro, sino que más bien parece inevitable pues: ¿quién podría satisfacer todas las expectativas de una audiencia variada a quien no conoce en su singularidad? Nadie puede ser “todo lo que está bien”.

La práctica de la cancelación, entonces, toma su forma en un espacio en particular (las redes sociales), en un momento puntual (capitalismo financiero globalizado) y por causa de relaciones específicas generadas entre las personas famosas y sus seguidores. Todo esto en medio del auge de un mercado cultural y de entretenimiento on demand basado en la conformación de comunidades de consumo. De hecho, se ha señalado con frecuencia que el mismo verbo utilizado para nominar esta práctica, “cancelar”, está intrínsecamente ligado a la cultura consumista. Hoy día es usual que en las redes sociales se aliente el “consumo responsable”, es decir, prácticas de consumo alineadas con ciertos valores (productos cruelty free, reciclables, etc). Eso incluye a las personas públicas como una mercancía más.

Ya sea que nos parezca una práctica buena o mala, justa o injusta, lo cierto es que una vez que la definimos vemos que su alcance es limitado y no engloba otras acciones que suelen incluirse bajo el paraguas de la cancelación, por ejemplo el doxxing, la intimidación o el acoso virtual. La cancelación presupone la existencia en un tiempo uno (T1) de un apoyo a una figura que, a causa de una eventualidad desafortunada se retira explícitamente en un tiempo dos (T2) por razones de accountability. O, en términos mercantiles, implica abandonar el consumo de una figura por razones ético-políticas. Es importante tener esto en cuenta, ya que la cancelación y el avergonzamiento público suelen tomarse como sinónimos, aunque no van necesariamente de la mano. Muchas veces la cancelación se vuelve masiva y acarrea una buena cuota de avergonzamiento público, pero no siempre que hay avergonzamiento público se está efectuando una cancelación.

pánico moral

Habiendo definido con la mayor precisión posible la acción de “cancelar”, cabe preguntarnos si acaso existe una “cultura de la cancelación”. El primer obstáculo que arrastramos de la sección previa es que, usualmente, se llama “cancelación” a cualquier tipo de reacción pública contra algo o alguien. Así, se dice que son canceladas no sólo figuras públicas sino también obras del pasado, películas, series, programas de televisión, estilos de humor, etc. Toda esta variedad de reacciones no satisfacen nuestra definición, aunque se sostiene que forman parte de una supuesta cultura de la cancelación. Esta cultura se manifestaría más allá de que no exista un movimiento dirigido con objetivos claros y acciones coordinadas de cancelación bajo una serie de principios rectores. De hecho, existen cancelaciones por derecha y por izquierda, entre progresistas y entre conservadores. La acción en sí misma no detenta una ideología en particular, se presenta de modos dispersos, ambiguos y muchas veces hasta torpes.

Al no existir una entidad concreta a la que denunciar por su actividad cancelatoria, se suele hablar de la cultura de la cancelación como un clima, una atmósfera de presunta peligrosidad y latente censura, en donde es necesario cuidar lo que decimos y lo que hacemos para que no nos caiga la guillotina popular de la cancelación encima. Pero, ¿quiénes enuncian estos temores? Si bien la práctica de la cancelación ha sido analizada y criticada tanto por intelectuales de izquierda como de derecha —y todo lo que se encuentra en el medio—, no obstante, la “cultura de la cancelación” es un sintagma generalizado en los discursos de aquellas personas y grupos que se oponen a los movimientos de justicia social en general, o a algunos en particular. Desde esas perspectivas, se personifica a esta cultura como una turba iracunda que persigue moralmente a las personas para coartar su libertad de pensamiento y expresión e imponer una única moral posible: la progresista —un sintagma que también sabe soportar una polifonía semántica ensordecedora.

Si bien la práctica de la cancelación es un fenómeno particular que merece ser analizado críticamente en todos sus claroscuros, la construcción y el establecimiento por parte del ala más reaccionaria de la política cultural de un objeto de debate tan difuso como lo es la “cultura de la cancelación”, nos llevó a meternos en un cul-de-sac perverso: ¿estamos a favor de la libertad de expresión o de la censura? Las demandas de libertad de expresión han sido siempre parte de la lucha progresista. Que no nos persigan por nuestra identidad, ideas políticas u opiniones es un requisito fundamental de toda sociedad que se pretenda igualitarista y justa. Esta pregunta parece obvia de responder, si no fuera porque no es más que un recurso retórico del conservadurismo cultural para que el debate sobre la cancelación se dé exclusivamente en términos de “censura vs. libertad”.

Ante esta trampa —en la que han caído figuras liberales como Barack Obama, e intelectuales de izquierda como Noam Chomsky— lo más inteligente es volver sobre nuestros pasos y recordar que no tenemos que aceptar la existencia de la cultura de la cancelación, ya que no es evidente que algo así exista más allá que bajo la forma del pánico moral. La filósofa Macarena Marey, en esta dirección sostiene que la cultura de la cancelación es un “atajo discursivo que les sirve a quienes usan el giro para continuar beneficiándose con la vigencia y el refuerzo de diferentes sistemas de dominación y desigualdad cuando estos son puestos en cuestión por el ejercicio de la crítica”. Recordemos que, frecuentemente, lo que se llama cultura de la cancelación contiene dentro de sí un sinnúmero de acciones que no necesariamente refieren al acto de cancelar en sí mismo, tal y como lo definimos más arriba. Y allí no solo se incluyen acciones perniciosas y condenables como el acoso virtual o el doxxing. Muchas veces la denuncia, el ejercicio de la crítica y el disentimiento abierto —elementos claves en una cultura democrática— son igualmente catalogados de “cancelación”. Es decir, no parece existir un criterio honesto a la hora de clarificar de qué se trata en concreto esta atmósfera densa que agobia al pensamiento.

loop emocional

Si le seguimos el juego retórico al conservadurismo, diríamos que la cultura de la cancelación es una atmósfera generada por los activistas de la justicia social (feministas, transactivistas, antirracistas, etc.) que busca achicar las posibilidades de lo decible y debatible para imponer una moral propia a punta de bardeos en twitter. Usualmente se la compara con la inquisición y la caza de brujas entre otros ejemplos históricos, sin reparar en el hecho de que los activistas en redes no detentan el poder de una institución como el Estado o la Iglesia. De este modo, se banaliza la persecución ideológica institucional poniéndola al mismo nivel que una serie de tuits enojados en medio de un debate cultural.

Teniendo en cuenta que no existe un movimiento concertado por los activistas progresistas para cancelar todo lo que no les gusta, y que el único poder que parecen tener los individuos en redes a través del ejercicio de la cancelación es el de expresar qué quieren consumir y qué no (algo bastante triste), la amenaza de un clima de censura se desvanece en el aire para convertirse en un lamento ante cierta aparente democratización del uso de la palabra pública. Las redes sociales, sin dudas, han permitido que muchas voces que antes no eran oídas ahora accedan a una plataform. Y, además, han puesto a las voces que sí tenían peso al mismo nivel que todas las otras. Naturalmente eso abre el juego a un debate cultural más amplio y en donde no son los mismos privilegiados de siempre los únicos que pueden imponer sus puntos de vista y sus valores.

No obstante, la desigualdad estructural sigue siendo el fermento de nuestra sociabilidad diaria, y por más que parezca que todas las personas, ahora, tenemos la misma posibilidad de participar en el discurso público, esto no es tan así. En principio y en un marco de ascenso de las ultraderechas, es visible la dificultad para expresarse libremente que tienen las personas de izquierda, progresistas o pertenecientes a grupos hostigados por los agentes conservadores que hicieron de las redes su espacio de la “batalla cultural”. Estos casos de ataques virtuales, aún cuando son evidentes sus efectos de coacción, no suelen considerarse en las preocupaciones por las “tácticas de silenciamiento” que parecerían privativas de la “corrección política”.

En lo que respecta a la “cancelación”, sus acciones raramente tienen consecuencias reales para aquellas personas canceladas cuando se trata de personalidades reconocidas. Desafortunadamente solo trascienden algunos pocos ejemplos de consecuencias reales en gente común que fue infamemente célebre en redes por alguna torpeza que se hizo viral, algo que tiene que ver más con la dinámica perversa de las interacciones que privilegian las mismas redes sociales, que con alguna supuesta cultura de la cancelación progresista que busca dejar a la gente sin trabajo o aislarla de la sociedad —Jon Ronson analizó el problema del avergonzamiento público en redes con mucha destreza en su libro Humillación en las redes.

En concreto, la gente que emprende una cancelación no se beneficia en nada con sus acciones. Las primeras beneficiarias son las propias redes sociales, que logran mantenernos atrapadas en sus plataformas a través del círculo de la reacción emocional constante: o cancelo o soy cancelada, o estoy a favor de la cancelación o estoy en contra, pero en cualquier caso me manifiesto e interactúo. No sería osado sostener, entonces, que de existir algo así como una cultura de la cancelación sería una dinámica fomentada por las propias redes sociales en vistas a satisfacer sus intereses económicos. Pero las redes y sus dueños no son los únicos que se benefician. En última instancia, los beneficiarios últimos del fantasma de la cancelación son los propios sujetos y grupos que denuncian su asedio. A través del recurso de la victimización —que denostan, paradójicamente, en el caso del progresismo—, la persona cancelada adquiere un estatus de incorrección política, de agente provocador, de librepensador o cualquier otra figura que le termina redituando en favor de su propio mercado. Esto es especialmente enriquecedor para artistas, escritores e intelectuales, quienes pueden construirse un aura de perseguidos culturales aunque, de hecho, ningún poder real los esté persiguiendo.

canción de hollywood

En los intentos más sofisticados de crítica a la “cancelación” no es raro que se mencione a Michel Foucault. Se diagnostica la “era de Vigilar y castigar” al extremo, el disciplinamiento de la palabra en tanto silencio autoimpuesto, la asfixia de un poder ubicuo que se cuela en todas nuestras interacciones. Además de la ligereza con la que se esgrimen las ideas foucaultianas, los convencidos de que vivimos en una era sin precedentes de prohibición y cercenamiento no parecen recordar los planteos del autor en torno al problema del poder, el saber y las palabras. En su célebre lección El orden del discurso, de 1970, Foucault caracteriza uno de los procedimientos de exclusión: un sujeto no tiene el derecho a decirlo todo. Más que en otros, la sexualidad y la política son dos territorios en los que esas prohibiciones recaen sobre el discurso, revelando su vinculación con el deseo y con el poder. No habría, entonces, ninguna “novedad” en el “silenciamiento” de la cultura de la cancelación.

Pero, además, el filósofo francés es bien conocido por otro movimiento reflexivo que lo aleja de la preocupación exacerbada por la palabra prohibida: la voluntad de verdad, dice Foucault, gana terreno ante la necesidad de prohibir y censurar discursos. Dicha voluntad de verdad es la forma que tiene el saber de ponerse en práctica en una sociedad; cómo se valora, distribuye y atribuye. Ante ella, el mecanismo de la censura como procedimiento de exclusión se vuelve cada vez más frágil y se refuerza la exclusión que es consustancial a nuestra voluntad de saber. Años después, en su primer tomo de la Historia de la sexualidad será más claro en formulaciones destinadas a la celebridad: el poder produce más que prohíbe, habilita más que reprime. Más allá de las objeciones a partir de casos específicos que se puedan esgrimir, estas afirmaciones apuntalan nuestros criterios anteriores: la cultura de la cancelación, antes que silenciar, provoca que todo el mundo hable.

Los algoritmos y los discursos se mueven y somos incitados a intervenir en un estridente torbellino de acusaciones cruzadas; la vieja práctica de la polémica con sus altisonancias se amplifica y todos están invitados a participar. En esta línea, además de las figuras políticas, no es raro que los protagonistas de muchos casos de supuesta “cancelación” provengan del pensamiento y de la literatura. El pensador y el escritor están cortejados por figuraciones extremadamente seductoras debido a su intensidad: desde Sócrates obligado a tomar la cicuta hasta el marqués de Sade maldecido y encerrado, sin contar la cantidad de intelectuales, poetas y narradores perseguidos, apresados o simplemente ignorados por ir a contrapelo. Una galería de “genios locos”, “raros”, “malditos” e “idiotas” puebla el panteón del artista incomprendido.

¿Estamos, verdaderamente, en sus épocas? ¿En tiempos de declive de las grandes instituciones de censura, hay algo que efectivamente no quede sin ser dicho? Se nos explicará que no toda censura es la cárcel o el destierro, y que episodios como perder un contrato de publicación constituyen persecución. Pero, ¿eso no nos llevaría a pensar más bien en las condiciones de producción de escritores y pensadores en un mercado inmerso en las dinámicas de redes sociales que caracterizamos antes? En este sentido, quizás el inmediatismo entre escritor y audiencia parece tener sólo al mercado periodístico y editorial como juez, y sus reglas no necesariamente se rigen por sofisticaciones del estilo “la muerte del autor” de Barthes como para poder salvaguardar las obras de la mera lógica fandom/hater.

Sin embargo, no son pocos los casos que parecen “aprovechar” la situación e instrumentalizar las mareas “canceladoras”. Actualmente, varias figuras incurren en la repetida y sonante queja por el silenciamiento desde grandes medios y plataformas; subrayada la asfixia del entorno, se resalta también la valentía, el espíritu libertario e inconformista de los heraldos de las verdades incómodas. Emerge así, impensable quizás para el siglo XX, la paradoja del incorrecto legitimado, del maldito consagrado. Ariana Harwicz, una de las voces argentinas más insidiosas en contra de la “dictadura de la corrección política”, es la autora de una obra que llegará a la meca del reconocimiento cultural en Occidente, Hollywood, de la mano de nada más y nada menos que del productor Martin Scorsese, con la actuación de una joven estrella politizada y woke, Jennifer Lawrence.

Quizás, los tiempos de la tarea del escritor como un inequívoco juego peligroso para todo orden social ya no sean tan evidentes.

Fuente de la información e imagen:  https://revistacrisis.com.ar

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Estados Unidos: Que nos procesen también a nosotros

Que nos procesen también a nosotros

Los partidarios de Julian Assange creen que su extradición a Estados Unidos podría suceder en las próximas semanas. En este contexto, crece la presión sobre el presidente Biden para que retire los cargos de espionaje contra Assange. Presentamos una entrevista exclusiva sobre el tema con Daniel Ellsberg, denunciante de los documentos conocidos como “Papeles del Pentágono” y con John Young, fundador del portal de divulgación de documentos y materiales secretos de interés público Cryptome.org, quienes han pedido al Departamento de Justicia de Estados Unidos que los impute por la posesión o publicación de los mismos documentos que publicó el fundador de WikiLeaks. El Gobierno de Biden está solicitando al Gobierno del Reino Unido la extradición de Assange a Estados Unidos, donde podría ser sentenciado a 175 años de prisión por cargos de espionaje y hackeo de información por la publicación de documentos que exponen crímenes de guerra en Irak y Afganistán. Ahora Ellsberg ha revelado que estaba en posesión de estos documentos confidenciales filtrados por la ex analista militar Chelsea Manning, ya que Wikileaks se los había entregado como respaldo. Young, por su parte, afirma que publicó parte de dichos documentos dos días antes que WikiLeaks. “Si tienen éxito en este juicio contra Julian Assange, […] ya no habrá Primera Enmienda”, dice Ellsberg. “Esta acusación contra Assange sería ilegal contra un ciudadano estadounidense, por lo que creemos que es una acusación selectiva y debería retirarse”, agrega Young.

Para ampliar esta información, vea (en inglés) nuestra conversación con Daniel Ellsberg y John Young.

Fuente: https://www.democracynow.org/es/2022/12/14/daniel_ellsberg_john_young_assange_case

Fuente de la Información: https://rebelion.org/que-nos-procesen-tambien-a-nosotros/

 

 

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Estados Unidos y su rol en el golpe de Estado en Perú

Por: Vijay Prashad y José Carlos Llerena Robles

Este artículo fue producido para Globetrotter.

Vijay Prashad es un historiador, editor y periodista indio. Es miembro de la redacción y corresponsal en jefe de Globetrotter. Es editor en jefe de LeftWord Books y director del Instituto Tricontinental de Investigación Social. También es miembro senior no-residente del Instituto Chongyang de Estudios Financieros de la Universidad Renmin de China. Ha escrito más de 20 libros, entre ellos The Darker Nations y The Poorer Nations. Sus últimos libros son Struggle Makes Us Human: Learning from Movements for Socialism y The Withdrawal: Iraq, Libya, Afghanistan, and the Fragility of U.S. Power (con Noam Chomsky).

José Carlos Llerena Robles es educador popular, miembro de la organización peruana La Junta y representante del capítulo peruano de Alba Movimientos.

Fuente: Globetrotter

El 7 de diciembre de 2022, Pedro Castillo se sentó a trabajar en su despacho, durante el que sería su último día como presidente de Perú. Sus abogados revisaban los documentos que mostraban que Castillo triunfaría sobre una moción en el Congreso para destituirlo. Iba a ser la tercera vez que Castillo se enfrentaba a una impugnación del Congreso, pero sus abogados y asesores – entre ellos el ex primer ministro Aníbal Torres – le decían que tenía ventaja sobre el Congreso en las encuestas de opinión (su índice de aprobación había subido al 31%, mientras que el del Congreso apenas rondaba el 10%).

Desde hacía un año, Castillo estaba sometido a una enorme presión por parte de una oligarquía que no veía con buenos ojos a este antiguo profesor. Sorpresivamente, el 7 de diciembre anunció a la prensa que iba a “disolver temporalmente el Congreso” y a “establecer un Gobierno excepcional de emergencia”. Esta medida selló su destino. Castillo y su familia corrieron hacia la Embajada de México, pero fueron detenidos por los militares en la Avenida España, antes de que pudieran llegar a su destino.

¿Por qué Pedro Castillo dio el paso fatal de intentar disolver el Congreso cuando estaba claro para sus asesores – como Luis Alberto Mendieta – que se impondría en la votación de la tarde?

La presión pudo con Castillo, a pesar de la evidencia. Desde su elección en julio de 2021, su oponente en las elecciones presidenciales, Keiko Fujimori, y sus asociados han tratado de bloquear su ascenso a la presidencia. Ella trabajó con hombres que tienen estrechos vínculos con el Gobierno de los Estados Unidos y sus agencias de inteligencia. Un miembro del equipo de Fujimori, Fernando Rospigliosi, por ejemplo, había intentado en 2005 implicar a la embajada estadounidense en Lima contra Ollanta Humala, quién se presentó en las elecciones presidenciales peruanas de 2006. Vladimiro Montesinos, ex agente de la CIA que cumple condena en una prisión de Perú, envió mensajes a Pedro Rejas, ex comandante del ejército peruano, para que fuera “a la embajada de los Estados Unidos y hablara con el oficial de inteligencia de la embajada”, para intentar influir en las elecciones presidenciales peruanas de 2021. Justo antes de las elecciones, EE. UU. envió a una ex agente de la CIA, Lisa Kenna, como embajadora en Lima. Se reunió con el ministro de Defensa de Perú, Gustavo Bobbio, el 6 de diciembre y al día siguiente envió un tuit de denuncia contra la medida de Castillo de disolver el Congreso (el 8 de diciembre, tras la destitución de Castillo, el Gobierno estadounidense – a través de la embajadora Kenna – reconoció al nuevo Gobierno de Perú).

Una figura clave en la campaña de presión parece haber sido Mariano Alvarado, oficial de operaciones del Grupo de Asistencia y Asesoramiento Militar (MAAG), que funciona efectivamente como agregado de Defensa de los Estados Unidos. Se dice que funcionarios como Alvarado, que están en estrecho contacto con los generales militares peruanos, les dieron luz verde para actuar contra Castillo. También es sabido que la última llamada telefónica que Castillo tomó antes de abandonar el palacio presidencial provino de la Embajada de los Estados Unidos. Es probable que le advirtieran que huyera a la embajada de una potencia amiga, lo que le haría parecer débil.

Este artículo fue producido para Globetrotter.

Fotografía: Globetrotter.

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