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Sobre los roles educativos de docentes, estudiantes y padres y madres de familia

Por: Luis Armando González, Ventura Alfonso Alas

“Son los hombres, precisamente, los que hacen que cambien las circunstancias y … el propio educador necesita ser educado”.

Karl Marx

                            

Resumen

Este artículo recoge tres reflexiones dedicadas, respectivamente, a los roles de los docentes, los estudiantes y los padres y madres de familia, en este último caso en lo que concierne al quehacer educativo. Los autores señalan expresamente que las ideas planteadas están fuertemente condicionadas por su propia experiencia como docentes, estudiantes y padres de familia. El hilo que recorre el conjunto de ideas que aquí se ofrece es la preocupación por la situación actual de la educación, lo mismo que su compromiso con un quehacer educativo fundado en el cultivo del conocimiento y la civilidad.

Nota introductoria

Cuando nos propusimos escribir algo sobre los actores clave en el proceso educativo –docentes, estudiantes y padres y madres de familia— teníamos dos opciones: una, trabajar un artículo unitario con tres apartados, dedicado cada uno de ellos a los actores referidos; o la otra, escribir y publicar tres textos por separado, y luego reunirlos en uno solo con vistas a otra publicación. Fue esta segunda opción la elegida; y, una vez publicadas por separado las reflexiones dedicadas a los roles de docentes, estudiantes y padres y madres de familia, las hemos reunido en una especie de ensayo, pero dejando los textos correspondientes tal como quedaron en la redacción original, salvo algunos cambios leves de forma y un añadido en la reflexión final.  Creemos que publicarlos reunidos facilita la comprensión de nuestras preocupaciones –seguramente, compartidas por unos pocos y objetadas por los más— sobre la situación actual y el futuro de la educación en El Salvador.

1. Sobre el rol docente

Ante todo, los autores dedicamos estas reflexiones a los colegas docentes, en todos los ámbitos del sistema educativo nacional, con motivo del “Día del maestro y la maestra”, este 22 de junio de 2023. Ambos somos docentes y, en ese sentido, conocemos de primera mano las dinámicas de la educación nacional. No nos son ajenas las tribulaciones de nuestros colegas; tampoco lo es el compromiso probado de la mayoría de ellos con dar a sus estudiantes lo mejor de sí mismos. A lo largo de los años, hemos venido conversando sobre lo que significa ser profesor y el plan de escribir algo sobre ello siempre quedaba como eso, un plan. Decidimos que el “rol docente” era un tema interesante para poner en limpio nuestras ideas y coincidencias, y así ha sido. El resultado es este texto que, más que tesis académicas rigurosamente probadas, expresa nuestras convicciones morales e intelectuales sobre, valga la redundancia, nuestro propio papel como docentes.

Junio es un mes especial para quienes nos dedicamos a la docencia, pues contamos con un espacio en el calendario festivo nacional en el que se celebra el día del maestro. Es, antes que otra cosa, una oportunidad para reflexionar, con espíritu crítico, sobre nuestro quehacer, en aquello que lo va definiendo en las distintas circunstancias sociales, culturales y políticas en las que nos desenvolvemos, y que va imponiendo sus desafíos particulares. Cada momento histórico plantea a los docentes sus propias dificultades y retos; y también, obviamente, asuntos específicos para la reflexión crítica.  Algo sobre lo que no debemos, y no podemos, dejar de meditar es sobre nuestro rol como docentes, en tanto que es ese rol el que da sentido a las responsabilidades que asumimos cuando, como educadores (ya sea en forma presencial o ya sea mediante una sesión virtual) tenemos que desarrollar una clase.

Las características que se atribuyen, o que deben atribuirse, al rol de un docente se han construido históricamente, a partir de unas primeras experiencias –que se remontan al pasado remoto de nuestra especie (la Homo sapiens)— mediante las cuales uno o varios individuos enseñaban a otros no sólo habilidades –cómo hacer determinadas cosas— o cómo comportarse de cara al grupo de pertenencia, sino cómo entender el mundo circundante, para lo cual había que transmitir determinadas nociones explicativas disponibles en el acervo cognitivo de los “enseñantes”.

Desde aquellos tiempos remotos, la enseñanza a otros tuvo un componente cognitivo que con el paso de los siglos se fue convirtiendo en una pieza fundamental del quehacer educativo en las diferentes épocas y contextos. En algunas épocas (y contextos) el contenido de ese componente cognitivo se ha tejido de mitos y creencias mágico-religiosas; en otras, de ideologías, filosofías, ciencias o técnicas.  Asimismo, los híbridos no han estado ausentes, como lo pone de manifiesto la época actual, en la que, en distintos ambientes educativos, lo mágico-religioso se mezcla con apuestas cognitivas de tipo científico y tecnológico.

Como quiera que sea, al rol del docente le es intrínseco este componente cognitivo, lo cual quiere decir, en términos prácticos, que un docente debe, ante todo y, sobre todo, conocer muy bien –de la manera más profunda y rigurosa— aquello sobre lo cual enseña a otros. Esta exigencia se volvió nítida en la antigüedad griega y, desde entonces, no ha dejado de estar presente en lo que se espera, y desea, que realice un docente como algo propio (de lo más propio) de su quehacer como tal.

Algunas modas perniciosas –sustentadas en pseudo filosofías educativas— han pretendido (y pretenden) edificar procesos educativos, cuando no modelos y sistemas educativos, desestimando (o incluso anulando) los dominios cognitivos (teóricos, conceptuales) de los docentes. Parten del supuesto, a todas luces falso, de que es irrelevante (secundario o prescindible) el conocimiento que los docentes puedan tener sobre lo que enseñan, desestimando las pruebas (que son abundantes) que refutan su supuesto. Y, por lo anterior, un docente que no tiene un conocimiento profundo y riguroso sobre aquello que le corresponde enseñar –y no se preocupa por ello— no sólo es un mal docente, sino que no está cumpliendo con una exigencia esencial de su rol.

O sea, un profesor que no sabe nada, o sabe poco, de lo que enseña hace más mal que bien sus estudiantes. Un profesor que sabe mucho, que se esfuerza por saber más, que trata de actualizarse en los campos cognitivos en los que enseña, hace mucho bien, y poco o ningún mal, a sus estudiantes. No hay a dónde perderse en esta fórmula. Claro que ese profesor debe transmitir de la mejor manera eso que conoce, eso en lo que no deja de actualizarse (leyendo mucho, para comenzar). Y tiene que hacerlo utilizando los mejores recursos (instrumentos, medios) disponibles en cada circunstancia.

La sabiduría educativa acumulada durante siglos ha establecido la primacía de lo que se enseña sobre el modo (o la forma) cómo se enseña. Se trata de una distinción entre fines y medios educativos, que ha generado y sigue generando extraordinarios frutos ahí en donde sigue vigente. De este modo, dados unos determinados fines educativos (metas, propósitos) se deben utilizar todos los recursos disponibles en un momento determinado (comenzando con ese recurso esencial que la palabra dicha y escrita) que sean conducentes a aquellos fines.

Usar creativamente la gama de recursos disponibles (la propia voz, gesticulaciones, pizarra, yeso, plumones, papelógrafos, radio, televisión, espacios abiertos naturales o urbanos, plataformas digitales) para lograr la transmisión de determinados conocimientos (o destrezas o habilidades o valores y normas) hace parte del rol docente. También es algo que tiene una dilatada presencia histórica, lo cual quiere decir que cuenta con una probada eficacia que, además, ha rendido más frutos positivos que negativos.

         Es prudente y razonable hacerse cargo de esta diferencia entre propósitos educativos y los medios (recurso) para alcanzarlos, entendiendo que un buen docente –ese que desempeña su rol a cabalidad—debe saber usar con creatividad los recursos de que dispone (o los que pueda inventar) para lograr los fines educativos que se propone lograr. Es imprudente y poco razonable convertir los medios (los recursos) en lo prioritario, subordinando a ellos los fines educativos que, como ya se dijo, no pueden prescindir de los componentes cognitivos. Creer que el rol docente descansa en exclusiva en el dominio, por parte del educador, de determinados recursos (o medios) para la enseñanza pone de lado lo más importante de ese rol, como lo es el dominio teórico, conceptual y metodológico que debe tener un profesor sobre la materia (campo de conocimiento) que enseña. Y eso, con independencia de los sofisticados que puedan ser esos recursos o medios para la enseñanza: se los debe entender como recursos o medios para algo que los trasciende y que, en definitiva, es más importante que ellos.

         Siempre en la línea de lo poco prudente y razonable, también lo es el pretender que lo que se enseña (o se debe enseñar) debe estar condicionado en sus alcances y posibilidades por determinados recursos o medios para la enseñanza; es decir, que determinados recursos o medios deben marcar las pautas y los límites de lo que puede o no se puede enseñar. La lógica correcta es la opuesta: es lo que se quiere enseñar lo que debe marcar las pautas y establecer los alcances y límites de los recursos y medios a utilizar.

Y, en esa lógica, cualquier recurso o medio que sea útil para alcanzar un propósito educativo, siempre que esté disponible, debería ser usado. Un docente que pretenda cumplir a cabalidad su rol debería tener esto claro en su mente y en el ejercicio de su labor. Esta claridad le puede ayudar a evitar caer en el didactismo y en la despreocupación por el conocimiento que posee (o que le falta poseer) para enseñar de la mejor manera lo que le corresponde. ¿Qué tiene que ocuparse en dominar, y aplicar, las herramientas de enseñanza más actuales y técnicamente sofisticadas? Por supuesto que sí. También debe ocuparse de las de siempre, comenzando con su expresión oral y escrita, su postura corporal, el uso de las manos, el plumón y la pizarra. Eso sí, nunca debe olvidar que estos son medios, recursos, cuyo uso sólo tendrá sentido si ayudan en: a) la transmisión, cultivo y producción de conocimiento (científico, filosófico, literario); b) la forja de personas razonables y críticas; y c) el fomento de hábitos y comportamientos solidarios, empáticos, éticos y estéticos.

2. Sobre el rol del estudiante

En este tema, siempre se trata de reflexiones fuertemente condicionadas por nuestra experiencia como profesores, pero eso no significa que sean opiniones poco o nada razonadas. Al contrario, el tema de estas líneas ocupa una parte importante del diálogo que los dos autores venimos sosteniendo, desde hace un buen rato, sobre la educación y sus variadas dinámicas.  Y de lo primero que queremos dejar constancia es que, siendo docentes activos, nunca hemos dejado de ser alumnos, en el sentido de continuar aprendiendo de otros (científicos, filósofos, novelistas, cuentistas, poetas, lingüistas…) que se convierten, cuando asimilamos y reflexionamos sobre sus ideas y planteamientos –a través de sus libros o artículos, o a través de conferencias, seminarios, charlas o talleres—, en nuestros profesores. Somos conscientes de que un docente nunca debe dejar de aprender –nunca debe dejar de ser estudiante—, aunque las modalidades de ese “ser estudiante” sean variadas, dependiendo de los intereses, preocupación, tiempo y recursos con los que se cuenta.

Algunos –como uno de los autores de este texto— prefieren la lectura permanente (seleccionada y organizada de manera personal), a partir de áreas específicas, científicas, filosóficas y literarias. Otros –como el segundo de los autores de texto— prefieren combinar lecturas con participación en seminarios, talleres o diplomados.  Unos terceros optan por matricularse en carreras académicas, lo cual los convierte en alumnos (o alumnas) en sentido formal.  Lo importante en todos estos procesos de aprendizaje, por parte de quienes ya son docentes, es (o debería ser) la calidad de lo que se aprende, es decir, lo nuevo que lo leído, escuchado o asimilado aportan a cada cual. Lo demás debería ser irrelevante.

Asimismo, lo peor es no hacerse de nuevos conocimientos, hábitos y destrezas, o hacerse de conocimientos, hábitos y destrezas irrelevantes o desfasados desde criterios científicos, filosóficos, literarios, metodológicos o técnicos. Aferrarse a un único libro a un único autor (ya se trate de El Capital, de Marx, o Los fundamentos de la libertad, de Hayek) es señal de un acomodamiento intelectual poco propicio para el cultivo de un conocimiento abierto a los desafíos de la realidad. Lo mismo que lo es aferrarse a una novedad, presunta o real (tecnológica o conceptual), y convertirla en rasero para descalificar otras opciones igualmente legítimas.

Así pues, el rol de estudiante no sólo aplica a quienes están inscritos en procesos educativos formales, sino también a quienes organizan sus propios mecanismos de aprendizaje, lo cual, en este último caso, ha sucedido desde tiempos pretéritos, mucho antes de la invención de la educación formal (es decir, de la educación estructurada en fases graduales, institucionalizadas y dirigidas por un claustro de maestros o profesores). Desde tiempos pretéritos, el rol del estudiante comenzó a configurarse paso a paso, lo cual quiere decir que no sólo es una construcción histórica, sino también prehistórica.

 Los orígenes evolutivos de la especie Homo sapiens (la especie a la que pertenecemos todos los seres humanos que habitamos actualmente la tierra) se remontan hasta hace unos 300 mil años, y desde entonces –por lo que revelan estudios rigurosos en biología evolutiva y paleoantropología, entre otras disciplinas— hemos tenido con nosotros dos rasgos biológicos que han sido decisivos en las dinámicas de aprendizaje (de creación y de transmisión de cultura, conocimientos y habilidades). Estos rasgos son la neotenia –la conservación de características infantiles y juveniles en la edad adulta— y la plasticidad cerebral-neuronal, que hace posible que la curiosidad y el aprendizaje sigan presentes a lo largo de las trayectorias de vida de las personas (desde la primera infancia hasta la vejez).

La neotenia y plasticidad neuronal-cerebral, si bien son parte del patrimonio biológico humano –y también de otros primates—, están fuertemente condicionadas en sus potencialidades y desarrollo por los procesos de aprendizaje (social-cultural y cognitivo) en los que se ven inmersos los individuos a lo largo de su vida y en los diferentes contextos y épocas históricas. Ambas pueden ser potenciadas social, educativa y culturalmente a su máximo nivel desde la niñez hasta la vejez; o ambas pueden erosionarse o incluso desfallecer en extremo en cualquier fase de la trayectoria individual. Algo firme en las ciencias neurobiológicas es que

“El cerebro es la máquina gracias a la cual se producen todas las formas de aprendizaje: desde las ardillas pequeñas que aprenden a partir nueces, las aves que aprenden a volar o los niños que aprenden a andar en bicicleta y a memorizar horarios hasta adultos que aprenden un idioma nuevo o a programar un vídeo. Naturalmente, el cerebro también pone límites en el aprendizaje. Determina lo que puede ser aprendido, cuánto y con qué rapidez”[1].

Se propende a creer que la plasticidad neuronal-cerebral y las posibilidades ofrecidas por la neotenia (como la curiosidad y la búsqueda de novedades) se agotan sólo en la vejez, pero también eso puede sucederle a quienes no han llegado aún a esta etapa de vida. Un cerebro que no se usa termina por atrofiarse en sus capacidades de aprendizaje. Una curiosidad que no se cultiva activamente desemboca en el aletargamiento mental y emocional. Así pues, el aprendizaje continuo, la lectura, la escritura, la asimilación de nuevos conocimientos, el cálculo matemático, el razonamiento, la interacción social, el contraste de opiniones y los juegos, entre otras actividades (mentales emocionales y sociales), alimentan y potencian –a lo largo de la vida[2].— la plasticidad neuronal-cerebral, la curiosidad, la capacidad de sorprenderse, la búsqueda de nuevos retos y la necesidad de seguir aprendiendo y de seguir conociendo lo desconocido.

Volviendo al rol del estudiante, decíamos que este es una construcción histórica (y prehistórica). Lo que pretendemos destacar con esa idea es que si se busca caracterizar el rol del estudiante en la actualidad (y pensamos en concreto en un estudiante universitario, aunque lo dicho puede extenderse hasta bachillerato o incluso hasta tercer ciclo) es necesario no perder de vista (o no anular) muchos de los rasgos de ese rol fraguados por lo menos desde tiempos históricos o incluso desde la revolución neolítica (desde hace unos 10 mil años).

Los autores somos contrarios a esa moda perniciosa que descalifica prácticas o logros del pasado sólo por no ser recientes, es decir, sin considerar su consistencia (o inconsistencia) o su razonabilidad (o falta de ella), sino sólo atendiendo a su cuan viejos son. También tomamos distancia de quienes elaboran planteamientos sobre el rol del estudiante en el siglo XXI en los que se sugieren “novedades” (como la autoformación, el trabajo colaborativo-grupal o el análisis crítico) que no son tales, pues tienen una larga ascendencia histórica en el ser (y deber ser) de un estudiante.

En la misma línea, también nos distanciamos de quienes proponen “innovaciones” en el rol de un estudiante que son contraproducentes para su desarrollo cognitivo-emocional, el autodominio, la capacidad de razonar críticamente y el aprendizaje sistemático a lo largo de su vida, como, por ejemplo: a) no leer ni escribir correctamente; b) no relacionarse cara a cara con sus pares y maestros; c) no tener contacto con el entorno socio-natural; d) no dedicar tiempo suficiente al estudio; y e) estudiar a cualquier hora, lugar o situación. Fue en la Grecia clásica, en los siglos IV y V a.C., que el rol del estudiante comenzó a perfilarse con nitidez; y, desde aquella época hasta fines del siglo XX, “innovaciones” como las mencionadas no se propusieron no porque los pensadores de ese largo periodo histórico fueran tontos, sino porque eran sumamente inteligentes como para hacerlo.

Viene a cuento, a efectos de ilustrar lo que acabamos de decir, la publicidad que se dio en Internet, hace unos meses, a la “innovación tecnológica” que suponía el diseño de una “rueda cuadrada”. Perversión de la lengua aparte (una rueda, por definición, es redonda;  lo mismo que un esfera es esférica y un triángulo es triangular), no es que en el pasado las personas fueran tan estúpidas que no les daba la cabeza para inventar una rueda cuadrada; es que esta última, por ser una verdadera idiotez, ni siquiera mereció alguna atención de esas personas, verdaderamente talentosas, que nos legaron una rueda redonda (ya sabemos que es tautológico, pero lo de la rueda cuadrada nos obliga a ello) de cuya eficacia todos nos beneficiamos.

A propósito de esto, es oportuno apuntar que no compartimos la opinión de que la gente que nos precedió fuera tonta (o poco o nada inteligente, poco o nada creativa o poco o nada inventiva), y que los recién llegados (quienes tienen una participación decisiva en los asuntos de este siglo XXI) poseen talentos, habilidades y capacidades que nunca nadie, en los 300 mil años de presencia del Homo sapiens en la tierra, ha tenido. Eso es ignorancia de la peligrosa, de esa que alimenta arrogancias y petulancias que terminan por generar daños sociales, culturales e institucionales irreparables. Obvio: en el pasado ha habido gente poco o nada inteligente y poco o nada creativa; y también la hay en el presente.

¿Es válido identificar o proponer rasgos novedosos en el rol del estudiante universitario –o de bachillerato— en la actualidad? Por supuesto que sí: es válido y necesario. Pero eso debe hacerse, por un lado, sin dar la espalda a la configuración histórica del ese rol; y, por otro, cuidando de no promover componentes que pueden ser contraproducentes para el desarrollo cognitivo, emocional y social de los estudiantes. No nos cabe duda de que el rol del estudiante en el presente contempla aspectos específicos, dictados por los contextos nacionales particulares, pero también contempla aspectos fraguados en la dilatada historia de la educación en la que el ser y deber ser de un estudiante han adquirido un carácter bien definido.

Entre otros, conviene destacar: la disciplina y dedicación al estudio, la responsabilidad en la propia formación y en los resultados obtenidos, la autonomía, la preocupación por aprender, la curiosidad y la disposición a aceptar conocimientos-enseñanzas de otros, el respeto a los docentes y compañeros de estudio, la camaradería y cordialidad hacia los demás, la tolerancia, y la disposición interactuar-convivir con otros. Aspectos como los mencionados, que no son todos los que se podrían apuntar, adquirieron un carácter casi que permanente en el rol de un estudiante de nivel medio y superior desde la Grecia clásica hasta finales del siglo XX.  Esos aspectos se han cultivado desde siempre, aunque no en toda su riqueza, en los distintos ambientes educativos y en los micro grupos familiares y sociales. Es decir, son un fruto de la educación; y es claro que sin unos docentes que cumplan su rol a cabalidad los estudiantes no podrían educarse en su rol específico.

En el siglo XXI aspectos centrales del rol estudiante, tal como este se fraguó hasta el siglo XX, han sido puestos en la mira –obviamente no en todos los sistemas educativos del mundo, pero sí en algunos— por parte de quienes creen tener una mejor propuesta sobre ese rol en un siglo gobernado, como gustan decir, por una “revolución digital”. Es posible que sea así; es posible que el rol del estudiante en el siglo XXI no tenga nada que ver con el rol del estudiante en los siglos (que son muchos) previos. Y, si las cosas fueran así, habría que estar atentos a analizar si en ese nuevo rol los estudiantes del siglo XXI serán (o están siendo) personas más íntegras en lo moral y en lo intelectual; y si serán (o están siendo) personas libres, capaces de tomar decisiones de manera autónoma y de realizarse en el encuentro cooperativo y empático con los demás.

3.Sobre el rol educativo de los padres y madres de familia

En dos apartados previos, los autores hemos reflexionado sobre el rol de los docentes y sobre el rol de los estudiantes, obviamente, en el proceso educativo. Queremos completar estas reflexiones con una dedicada al rol de los padres y madres de familia en la educación. Este es, sin duda, el más complejo de los tres pues, para decirlo desde ya, el rol de los padres y madres de familia no sólo va más allá del plano educativo, sino que, en este último, su incidencia se reviste de características bien particulares que no deben ser –no deberían ser—confundidas con las que atañen al rol del docente. Asimismo, las ideas que desgranamos en estas páginas están, como las que desarrollamos en los textos antes referidos, contaminadas por nuestras propias vivencias, en este caso, como padres de familia, de tal suerte que lo que apuntamos en estas líneas también nos concierne.

Así, una vivencia que dejó una huella casi permanente en nosotros –y de lo cual hemos conversado una y otra vez— es la suscitada en el contexto de la pandemia por coronavirus, en 2020, y que –en el ámbito educativo— clausuró totalmente las actividades educativas presenciales. En ese contexto, se decidió que las actividades escolares continuaran en casa, lo cual abarcó todo el año 2020, todo el 2021 y una buena parte de 2022. Se decidió también, en un principio ensayando variados mecanismos virtuales y luego con plataformas que en algún momento se consolidaron, que los padres y madres de familia asumieran tareas educativas específicas en ese confinamiento domiciliar. Padres y madres de familia, sometidos a las presiones de la cuarentena, con la obligación de asegurar el sustento de sus grupos familiares y de cuidar sus empleos (mediante el trabajo en casa) o de buscar alguna fuente de ingresos (en el caso de las empresas que cerraron operaciones parcial o totalmente), tuvieron que asumir, adicionalmente, responsabilidades educativas para las que no estaban, en su gran mayoría, preparados.

         Siempre creímos –y lo seguimos creyendo—que se trató de una decisión equivocada, que le iba a pasar factura al país en un futuro no muy lejano. El rol de los padres y madres familia estaba siendo tensionado de manera crítica por la pandemia, que exigía ante todo y por encima de todo el cuido y el cobijo del grupo familiar inmediato, lo cual no excluía el cuido y atención a familiares cercanos en la colonia, el barrio o la comunidad. Y a esos padres y madres de familia se les delegó una tarea adicional: realizar labores específicas del rol docente.

Se trató de un factor de presión más para las familias, en especial para aquellos en los que sólo la madre (o sólo el padre) tenía a su cargo las responsabilidades familiares. Lo prioritario era cumplir con estas últimas responsabilidades; para las específicas del rol docente se requerían destrezas (fruto de un aprendizaje también específico) con las que la mayoría de padres y madres de familia (salvo los que, entre ellos y ellas, son docentes) no había sido educada. Se cayó, en este sentido, en un tremendo error de cálculo, detrás del cual se encuentra un terrible error conceptual: no entender mínimamente la naturaleza e importancia de los roles socioculturales y creer, desde ese poco entendimiento, que es posible intercambiarlos impunemente.

         Usualmente, se dice que los roles son “papeles” que las personas desempeñan en sus relaciones sociales, a la manera de los actores o las actrices de teatro o de cine. Así, de una película a otra (o de una obra teatral a otra) una misma persona puede asumir distintos papeles, es decir, actuar de distinta manera, según el guion correspondiente. Por un lado, está la persona real; por otro, los papeles que actúa, siendo estos últimos variados e incluso intercambiables: quien actúa ahora como doctor puede actuar mañana (en otro papel) como paciente. Hay quienes han trasladado esta visión de los roles (como papeles) a la vida social, la cual no deja se ser simplista e ingenua.

Y es que aparte del anclaje biológico de los roles sociales (lo que no quiere decir que estén determinados biológicamente), estos tienen una consistencia social, cultural e institucional que, sin hacerlos inamovibles, condiciona o incluso impide su arbitraria intercambiabilidad. Un actor de cine o de teatro, por ejemplo, puede desempeñar entre una obra y otra los papeles de médico o paciente.

En la vida social real, quien asume el rol de paciente en un momento determinado sólo puede asumir el rol de médico en otro si ha cumplido con los arduos requisitos institucionales (educativos, práctica médica) que se requieren para ello. Esto mismo vale para otros roles (papeles) socialmente complejos como el de docente o, el mucho más complejo, de padre o madre de familia. Este último involucra tal gama de características, socialmente-culturalmente construidas, que hacen de este rol algo difícil de cumplir a cabalidad. De hecho, el rol paterno y materno es una construcción socio-cultural que hunde sus raíces en la prehistoria de la especie Homo sapiens.

Con una fuerte dimensión biológica que ha estado presente desde aquellos tiempos remotos en los que nuestra especie comenzó su andadura en África, hace unos 300 mil años, ese rol se ha configurado al calor de los márgenes de libertad posibilitados por la ascendencia chimpancé y bonobo que caracteriza a los seres humanos, así como por los marcos culturales, institucionales y legales que estos mismos seres humanos han fraguado en distintas épocas y lugares. Su núcleo quizás sea el vínculo protector hacia la descendencia (los hijos e hijas, biológicos o no) y el apego empático hacia la pareja (no necesariamente del mismo sexo; no necesariamente en relación de matrimonio).  A su vez, ese vínculo y ese apego no han sido sólo biológicos, sino, al mismo tiempo, sociales y culturales. De donde se sigue que al rol paterno y materno no la han sido (ni lo son) ajenas unas implicaciones que, de cara al grupo familiar, en sentido amplio se pueden calificar de culturales-educativas.

No educativas formales, sistemáticas, rigurosas, científicas, artísticas o filosóficas (dejando de lado aquí las situaciones, bien singulares, en las cuales en algunas familias eso fue o es posible). Se trata más bien de la cosmovisión que, fraguada socialmente, los padres y las madres transmiten a los hijos e hijas, y comparten entre sí, y con la cual, junto con las primeras palabras, se comienzan a construir en la mente, sentimientos y actitudes de los hijos e hijas nociones de lo bueno y de lo malo, de lo permitido y de lo no permitido, de lo justo e injusto, de lo deseable y no deseable, etc. Probablemente, muchas de las nociones cultivadas en los primeros años de vida mueran con las podas sinápticas correspondientes, pero otras –al ser reiteradas, cambiadas o violentadas— en la medida que los hijos e hijas crecen posiblemente influyan, de una u otra manera, en sus propios proyectos de vida.

Desde nuestro punto de vista, es en la calidad de este tejido de valores y actitudes que se juega la dimensión educativa del rol paterno y materno. Se juega en cultivar en el seno del grupo familiar valores y actitudes de cooperación, solidaridad, empatía, respeto hacia los mayores, cuido de sí mismo y cuido de los demás, apego comunitario, honestidad, honorabilidad, tolerancia, rechazo a los abusos, rechazo a la violencia, respeto por el conocimiento y el arte, práctica del deporte y las actividades al aire libre, entre otras. Pudieran parecer asuntos irrelevantes, pero no lo son en absoluto.

En definitiva, se requiere que los padres y madres de familia se eduquen en civilidad (que no es lo mismo que “moralidad, urbanidad y cívica”, cosas que huelen a conservadurismo rancio), lo cual es ciertamente difícil.  En el ámbito de la civilidad en la familia, el rol de los padres y madres de familia es insustituible. Y cuando se cultiva la “incivilidad” en la familia –como, lamentablemente, suele suceder en muchos hogares salvadoreños— la escuela o la universidad tienen pocas herramientas para contrarrestarla, si es que no la fomentan aún más (con el acrítico e ingenuo eficientismo tecnológico que ha invadido el quehacer educativo).

4. Reflexión final

Por lo dicho previamente, si desde la educación se quiere hacer algo para contrarrestar la  incivilidad que se cultiva en los hogares –incivilidad que se cultiva a su vez en la estructura social-institucional— lo mejor es promover una educación anclada en unos sólidos fundamentos científicos, filosóficos y literarios, en cuyo marco se discutan y entiendan bien los límites y posibilidades de la tecnología (cualquier tecnología, incluida la educativa) y, asimismo, se fomente un debate crítico y abierto sobre la realidad del país, su historia, sus instituciones, su cultura y su educación, no permitiendo que este debate sea sustituido por decisiones burocráticas de ninguna especie. Si el entramado educativo del país, especialmente el universitario, renuncia a esta responsabilidad estará contribuyendo a la incivilidad social prevaleciente.

Por su parte, los docentes, en cada espacio en el que se desenvuelven, no pueden renunciar a su responsabilidad específica, que es la de cultivar el conocimiento en sus distintas manifestaciones, sin dejar de lado las implicaciones prácticas, mediadas por la tecnología, que se derivan de algunos de ellos. Pero no sólo se trata de cultivar un conocimiento riguroso, aunque provisional, sino también los valores que son propios del quehacer académico: entre otros, honestidad intelectual, revisión crítica permanente de los propios supuestos, refutabilidad y rechazo a dogmatismos emanados de instituciones académicas, religiosas o políticas.

         Y, en lo que se refiere a los estudiantes universitarios –e incluso los de tercer ciclo y bachillerato— deben, a su vez, asumir su carácter de tales, saliéndose de las trampas de las modas –modas que llevan a calificar como “tradicional” (es decir, como inservible) todo lo que no es convalidado por quienes marcan las pautas tecnológicas de reciente o última generación— y siendo responsables en los tiempos, esfuerzos y empeños que dedican a su formación. Deben saber que no hay derechos sin deberes; deben hacerse cargo de que adquirir saberes teóricos, normativos y procedimentales requiere tiempo y dedicación, y que recibir títulos o diplomas contar con los conocimientos y las destrezas que esos títulos convalidan es un fraude. Es necesario que transiten de la concepción del “lo que me interesa es la vía más fácil, accesible y menos trabajosa para graduarme” a “lo que me interesa es recibir, sometiéndome a sus exigencias sin pedir condescendencia alguna, la mejor formación académica (científica, humanista, jurídica, ingenieril o técnica) que esté disponible en estos momentos en el país”.  Ser tratados como “menores de edad” permanentes es una falta de respeto que no deberían permitir; ni deberían permitirse a sí mismos ser los reclamadores de un estatus que ahoga su autonomía y capacidad de tomar decisiones y riesgos por su propia cuenta. Deben leer y meditar sobre estas líneas de Kant:

“La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro”[3].


[1] Sara-Jayne Blakmore y Uta Frith, Cómo aprende el cerebro. Las claves de la educación. Barcelona, Ariel, 2020, p. 21.

[2] Ibíd.

[3] I. Kant, “Respuesta a la pregunta: ¿qué es la Ilustración”.  https://educacion.uncuyo.edu.ar/upload/kant-que-es-la-ilustracion.pdf

Fotografía: https://www.diariodequeretaro.com.mx/local/barroco/innovacion-y-tradicion-en-la-educacion-482947.html

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El gran reset de la educación

Por: JORDI SOLÉ-BLANCH | MARTA VENCESLAO

El capital no descansa, siempre al acecho de nuevos nichos de mercado, ¿cómo dejar de lado un sector globalizado como el de la educación? Vean las inversiones de las grandes multinacionales , que no hacen más que multiplicarse. Startups de reciente creación, diseñadas para colonizar los nuevos “mercados tecnoeducativos” (Saura, Cancela y Parcerisa, 2023), atraen a inversores de capital riesgo dispuestos a obtener grandes beneficios. Mientras tanto, actores privados de todo tipo adquieren un protagonismo inusitado en la tecnológicasformulación de políticas educativas. Empresas que no operan en el sector educativo como área de negocio ofrecen programas formativos y experiencias piloto a fin de construir con sus discursos y acciones una nueva educación. La política educativa intensifica las dinámicas, los actores y las formas de privatización a través de la expansión del capitalismo en su era digital. De hecho, estos nuevos desarrollos de la privatización están avanzando incluso de manera más determinante que el proceso de privatización de la propia oferta educativa.

Sin duda, los objetivos son muy ambiciosos. Está en juego el diseño tecnológico y social del futuro inmediato, la instauración de nuevas formas de vida, la posibilidad de imponer un nuevo orden social. Y un negocio muy suculento. Para ello, el papel de la educación es fundamental. Todas las iniciativas en curso, imparables, pretenden darle la vuelta al sistema educativo, transformarlo de arriba a abajo en todos sus niveles, etapas y ámbitos formativos. Hay que poner en marcha un nuevo modelo pedagógico, o sea, el desarrollo de un programa institucional capaz de ordenar las prácticas escolares (el currículum, el discurso pedagógico, las metodologías, el rol docente, las psicologías del niño, la investigación educativa, etc.) a fin de producir el tipo de personas que requieren la época y los desafíos que se avecinan.

Todo debe cambiar. “La ciudadanía reclama un sistema educativo moderno, más abierto, menos rígido”, dice el preámbulo de la última ley educativa de nuestro país (LOMLOE, BOE, núm. 340, sec. 1, p. 122872). La “ciudadanía reclama”. ¿Hacia dónde hay que dirigir esos cambios? Visiones de “futuros deseables” en función de los avances científicos y tecnológicos de última hora proyectan nuevas formas de gobernanza global y administración burocrática en las que, en realidad, no se espera ningún tipo de deliberación pública y, mucho menos, nuestra participación. Ya se encargan de ello los defensores de la Global Education Industry o Industria Educativa Global (IEG), que funciona hoy a pleno rendimiento. Ellos marcan la agenda política, diagnostican la realidad, definen los problemas, aportan las “evidencias”, movilizan el conocimiento y, sobre todo, proponen el “imaginario sociotécnico” (Jasanoff, 2015) de soluciones que el mercado ya puede proporcionar: plataformas de enseñanza y aprendizaje electrónico, recursos de aprendizaje digitales, dispositivos tecnológicos, softwares y aplicaciones didácticas, servicios de gestión escolar y universitaria, análisis de datos de aprendizaje, servicios de marketing educativo, aplicaciones para la gestión del comportamiento del alumnado, programas de capacitación del profesorado, etc.

La gama de bienes y servicios tecnológicos dirigidos a la educación es innumerable. El cierre escolar que se produjo a escala mundial en el año 2020 a raíz de la crisis generada por la pandemia de la covid-19 les proporcionó la cobertura definitiva. Se recordará muy bien. La educación digital devino la solución de emergencia para garantizar, no sin muchas deficiencias que tanto agravaron las desigualdades educativas, una cierta continuidad escolar y académica. Las estrictas normas de confinamiento decretadas por los diferentes gobiernos impidieron otro tipo de iniciativas. Se impuso el relato de la digitalización como una necesidad inevitable, sin poder plantear soluciones alternativas, otro campo de posibilidades. Doctrina del shock en pleno estado de excepción. Y ahí seguimos, ahora bajo el imaginario programático de los Fondos Next Generation de la Unión Europea, un conjunto de programas y ayudas cuyo objetivo es impulsar la inversión en áreas clave, como la innovación, la investigación y, por supuesto, la educación, para activar la recuperación económica y la transformación digital y ecológica de la UE tras la crisis de la pandemia. El “Gran Reinicio” del mundo, tal y como defiende el Foro Económico Mundial, “sin intenciones políticas e ideológicas específicas”, pero que funciona como un paradigma e implementa un plan a fin de “construir un futuro más sostenible, resiliente e inclusivo” 1.

Conocemos muy bien la jerga, todo ese conjunto de palabras vacías con las que se define hoy el espacio de realización de lo posible, la captura paradigmática. “El poder es la sujeción de todo contenido posible a un código generativo” (Bifo, 2017: 17). El Great Reset debe empezar, entonces, por la educación. La digitalización (una posibilidad entre otras) se ha convertido en el instrumento más eficaz para llevarlo a cabo. No hay marcha atrás. Ordenadores, pizarras digitales, pantallas interactivas, dispositivos móviles, robótica, pensamiento computacional, hiperaulas, etc., forman parte desde hace tiempo del discurso y el attrezzo escolar. Antes de la pandemia, las plataformas digitales de Google y Microsoft, por poner un ejemplo, estaban siendo ampliamente utilizadas en muchas escuelas, institutos y universidades. Ahora es ya una obligación. ¿Cómo desaprovechar su potencial transformador? Los autores de los últimos informes de la OCDE lo tienen claro. Los expertos y consultores de la UNESCO, decenas de grupos de investigación especializados en e-learning y “transformación digital”, fundaciones privadas dispuestas a “dinamizar el debate educativo” y a “incidir en las políticas educativas” por un “cambio de paradigma”, también. ¿Vamos a desatender sus propuestas, las evidencias que aportan las investigaciones más rigurosas, los informes que dibujan un sistema educativo estancado y cada vez más desigual?

¡Por supuesto que no! Los propósitos son nobles. Las tecnologías forman parte de la cotidianidad, habitamos en la tecnosfera. ¿Cómo vamos a dar la espalda a una realidad plenamente integrada en nuestras vidas? Debemos imaginar, entonces, la educación del futuro. Los (tecno)optimistas dibujan un horizonte luminoso. Lo conocemos bien, porque se distingue muy poco de lo que ya nos ofrece hoy la industria del entretenimiento y del ocio digital. En cierto modo, ésta marca el camino. En ella podemos entrever la base de una educación tecnocrática capaz de extenderse al ritmo de los dispositivos, el software, las plataformas digitales y sus canales de comunicación y distribución: formación a la carta, economía colaborativa, algoritmos predictivos, ubicuidad, personalización, divertimento. ¿Nos hallamos ante el desplazamiento definitivo de la escuela tal y como la hemos conocido hasta ahora?

Es obvio que la escuela se ha visto desbordada por múltiples contextos de aprendizaje. No solo tiene que ver con la consabida certeza de que la enseñanza tiene lugar fuera de sus muros, donde se multiplican las oportunidades formativas, los encuentros, la información, los conocimientos, otras instituciones, nuevos dispositivos, etc., y se diluyen las fronteras entre la enseñanza y el aprendizaje. Lo que de verdad la desborda es el modelo de negocio que es capaz de producir el avance del capitalismo en su era digital; un sistema de enseñanza programada y multimodal dispuesto a cumplir, principalmente, dos objetivos: por un lado, ofrecer experiencias formativas a lo largo de la vida en un contexto en el que las nuevas tecnologías pueden mantenernos siempre ocupados y, por el otro, prometer la adquisición de aprendizajes medibles que avalarán la consecución de competencias profesionales acreditadas por múltiples operadores educativos sometidos al mercado de la libre competencia.

¿Se trata de una operación desescolarizadora o de una propuesta de hiperescolarización sin principio ni final? ¡Qué más da! La red es ya el medio principal en el que poder hallar las tramas de aprendizaje emancipadas de las aulas con las que había soñado Ivan Illich en los años setenta, pero también el lugar en el que vemos surgir esas otras tramas formativas y nodos de conocimiento que adoptan la forma de microcredenciales digitales para que cada cual, convertido en emprendedor de sí mismo, pueda actualizar permanentemente sus competencias, generando así un avance de la subjetividad neoliberal digitalizada, a fin de no quedar descabalgado del mundo laboral. ¿Cómo dejar pasar esas nuevas oportunidades formativas con las que uno podrá renovar sus habilidades, recuperar la confianza, aprovechar todo su potencial y mejorar su competitividad? Digitalizar la educación es una fuente de equidad que la brecha digital y algunas preguntas incómodas de viejos humanistas no van a empañarla.

Hacia un nuevo modelo pedagógico
Mientras tanto, ¿qué modelo pedagógico cabe esperar tras ese sistema de enseñanza? Puesto que su arquitectura se anclará en la economía política del mundo digital, la fórmula es conocida. Su justificación didáctica, basada en el principio doctrinal de que el alumno es el agente activo y responsable de su propio proceso de aprendizaje, es ampliamente aceptada. Solo hay que revisar los planes de digitalización de la educación de cualquier administración pública, estatal o autonómica. Tras esa doxa tecnocrática se hallará el nuevo sentido común pedagógico.

Analizar este tipo de documentos nos permite vislumbrar el alcance de la devastación pedagógica impulsada en nombre de la innovación educativa tecnocrática. Encontramos en ellos una caja de resonancia de las directrices de diferentes organismos internacionales (OCDE, 2019, 2018, 2016; UNESCO, 2017; UE, 2006; CE, 2019) que han instaurado la competencia digital como uno de los ejes fundamentales del aprendizaje. Hay que preparar a la ciudadanía. Sin dejar de recordarnos que nos enfrentamos a “un mundo complejo y cambiante” (perífrasis con la que referirse al horizonte de precariedad dibujado por la progresiva pérdida de derechos y la precarización de la esfera laboral), señalan que los sistemas educativos deben adaptarse y dar respuesta a los retos que supone aprender en la “era digital”. Lo inquietante es que estos nuevos requerimientos están transformando algunos de los puntos de flotación pedagógicos que han hecho de la educación ese acto político que posibilita el acceso a la cultura, al conocimiento y al pensamiento. Digámoslo de nuevo, la entrada de las tecnologías digitales en los sistemas educativos no solo implica la trasferencia de fondos públicos a las grandes corporaciones tecnológicas trasnacionales; es también, y principalmente, un mecanismo pedagógico cuyos efectos los hallamos en la desmovilización intelectual generalizada.

Fijémonos, al menos, en tres aspectos de los planes de digitalización educativa que ya están en marcha. Lo primero que llama la atención es el modo en el que el discurso tecnológico entronca con la conceptualización instrumental que se hace de la educación. Ésta queda reducida meramente a cuestiones técnicas y metodológicas orientadas a la eficacia, la eficiencia, el éxito y toda esa discursividad pedagógica empresarial de los retos, la motivación, el empoderamiento, los incentivos y la excelencia en los resultados del aprendizaje. Toda una tecnologización que busca criterios y garantías técnicas orientadas a la optimización del rendimiento, algo que nada tiene que ver con hacer de la educación una forma de abrir el mundo y hacerlo interesante para poder conocerlo y transformarlo.

La segunda observación nos permite considerar, como ya hemos señalado, el privilegio que las tecnologías digitales otorgan al aprendizaje, desplazando el lugar que debe ocupar la enseñanza. Merece la pena detenerse en este aspecto. En el discurso del aprendizaje el acento está puesto en el sujeto que aprende, mientras que en la enseñanza está colocado en la materia de estudio y en quién la transmite. Esta distinción entre aprender y enseñar nos parece crucial, porque en ella se juega un particular modo de comprender el propósito de la educación, es decir, la relación con el conocimiento, con el mundo y con los otros, incluido el papel del profesor. La nueva doxa desplaza la relevancia de las actividades del maestro –que aparece como un simple “facilitador del aprendizaje”–, y pone en el centro de la escena las actividades del estudiante, entre ellas, las relacionadas con el fomento de la llamada competencia digital.

El discurso educacional de la “aprendificación”, nos dice Gert Biesta (2016), no solo se queda corto como lenguaje educativo, sino también vacío de contenidos y dirección. Sabemos que la cuestión educativa va mucho más allá del aprendizaje. No es solo que los niños aprendan, sino que aprendan algo, que lo aprendan para un propósito particular y que lo aprendan de alguien (2016: 121). La incorporación de las tecnologías digitales al lenguaje del aprendizaje omite estas dimensiones y reduce el proceso educativo a una cuestión individualista e individualizante, donde cada estudiante debe –citamos textualmente– “gestionar su aprendizaje”. La escuela ya no es un lugar para la enseñanza, esto es, para impulsar, animar y despertar el deseo de saber, sino un lugar para realizar aprendizajes “autónomos” y “auto-regulados” que conduzcan a “construir su propio conocimiento”. El alumno queda así librado a su suerte o, lo que es lo mismo en esa construcción autónoma del conocimiento, a unas pocas búsquedas arbitrarias y sin brújula por Internet acompañadas ahora de alguna conversación con el ChatGPT de última generación. En cualquier caso, él será el último responsable, cuando no culpable, de eso que la discursividad contemporánea llama fracaso o éxito educativo.

El tercer elemento de los planes de digitalización que quisiéramos abordar está relacionado con la exaltación de las virtudes de los dispositivos tecnológicos y la expansión de su uso en las aulas. Por cierto, un estudio reciente de U.S. PIRG señala que millones de portátiles de Google vendidos a las escuelas desde que se produjo la pandemia han sido programados para fallar en tres años 2. No se podía saber, ¿verdad? Sea como fuere, vemos con preocupación cómo ejercicios escolares indispensables para la conformación de las estructuras cognoscitivas en la infancia como, por ejemplo, la memoria, la caligrafía, o el trabajo sobre la atención, hoy son menospreciados por anacrónicos e inútiles. Pensemos en el modo en que se está trasfiriendo el sistema mnémico del alumnado a los instrumentos digitales. ¿Qué sentido tiene aprenderse las tablas de multiplicar si están a un golpe de clic en Internet? ¿Para qué memorizar ciertos conocimientos si podemos disponer de ellos en la red de forma instantánea? Pensemos también en el impulso que estos planes dan a la utilización de herramientas tecnológicas, como los teclados físicos y virtuales, y sus efectos en el aprendizaje de la escritura (e incluso del dibujo, mediante tabletas y pantallas digitales interactivas), incorporadas ya desde la enseñanza infantil (Generalitat de Catalunya, 2021). Diversos estudios han alertado en los últimos años de importantes alteraciones y retrasos en el aprendizaje escolar debido a la utilización de estos aparatos. Sin duda, el caso de la escritura es paradigmático. El uso de los dispositivos tecnológicos ahorra trabajo y esfuerzo a los mecanismos cognitivos del cerebro. Escribir a mano con caligrafía ligada es un ejercicio infinitamente más complejo que teclear mecánicamente en un ordenador. La primera implica una acción psicomotora compleja que moviliza el proceso educativo, la segunda no (tanto).

Completemos este escenario de desmantelamiento pedagógico con un último aspecto: el trabajo sobre la atención, una de las operaciones centrales de la escuela que, como veremos, no corre mejor suerte. Desde nuestra posición educativa, seguimos pensando que es el profesorado quien cultiva la atención de las y los estudiantes a través de prácticas disciplinadas que requieren cuidado, observación, repetición y esmero (Larrosa, 2018: 56), ejercicios todos ellos que la instantaneidad y el aturdimiento de los dispositivos digitales ponen seriamente en peligro. Resulta cada vez más difícil lograr que la infancia y la juventud fijen su atención más allá de un breve lapso de tiempo, especialmente si eso que queremos enseñar no viene acompañado de elementos visuales. Esta gimnasia de la distracción (con sus estímulos fugaces e incesantes) no hace más que aumentar las dificultades que el alumnado enfrenta para poder comprender, elaborar y reflexionar en torno a un texto. Gustavo Dessal (2019: 43) señala con acierto la aparente paradoja que existe en un momento marcado por la expansión de la economía de la atención –motor fundamental del mercado digital– y el aumento exponencial de los trastornos del aprendizaje, traducidos en el diagnóstico abusivo del denominado Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad, para mayor beneficio de la industria farmacéutica. Y podríamos añadir: para mayor beneficio de los tecnócratas que nos quieren más tontos, por decirlo con el título que Pilar Carrera y Eduardo Luque (2016) le dan a su libro sobre la escuela neoliberal.

Una industria pedagógica tecnocrática a pleno rendimiento
La educación digital se nos cae encima, nos arrolla. Toda una industria pedagógica tecnocrática trabaja a toda máquina en el diseño de propuestas formativas personalizadas. Datos procesados por algoritmos son capaces de ofrecer ya playlists adaptadas a los gustos y comportamiento virtual de cada cual. Pronto se prescindirá de las pesadas materias con las que el encorsetamiento curricular de la instrucción escolar había troceado las disciplinas científicas, esa institucionalización del saber que se había constituido como la piedra angular de todo un sistema de institucionalización de la enseñanza, de los niveles educativos y de la asistencia a clase. En esa nueva estructura del saber, más horizontal y democrática, importará menos el contenido que la creación de “situaciones de aprendizaje auténticas”, contrapunto inevitable del modelo anterior, que se presenta como un simulacro mortificante.

¿Qué lugar le cabe esperar, entonces, al profesorado? Sometido a un proceso definitivo de proletarización, de él se espera que organice las experiencias de aprendizaje. Su rol será el de un mediador, un gestor del conocimiento, un curador de recursos y contenidos presentados en múltiples formatos, un animador de los espacios virtuales; en el mejor de los casos, un coach que ayudará a mantener la motivación y, en los momentos más críticos, a gestionar las emociones. Para resolver las dudas, solo hará falta activar el chatbot de cualquier procesador de textos o buscador. Programas de inteligencia artificial generativa, etc., interactuarán con los estudiantes con relativa eficacia. También alentarán sus avances, sin la severidad o el mal humor de un profesor desencantado, vencido en su deseo de despertar la curiosidad por el saber, sobre todo si se lo compara con el potencial que tienen los algoritmos a la hora de conocer nuestros intereses, prever nuestros comportamientos y ofrecernos aquello que queremos.

Así las cosas, el desarrollo de tecnologías educativas e infraestructuras digitales no solo está renovando las estrategias formativas de la escuela con todo tipo de innovaciones muy celebradas (educación disruptiva, flipped classroom o aula invertida, smart classroom, blended learning, etc.), sino que está logrando configurar una industria de servicios educativos personalizados que amenaza claramente la estructura actual del sistema educativo, considerado desde hace mucho tiempo como un sistema burocrático, costoso e ineficaz. ¿Para qué se va a financiar un sistema público de educación si lo pueden proveer las multinacionales tecnológicas y las empresas de comunicación?

Por lo pronto, aquello que se conserve de la financiación pública servirá, sobre todo, para mantener esas empresas, para consolidar sus negocios, independientemente de los efectos educativos que produzcan, pero que las nuevas generaciones, y no solo ellas, ya padecen. Poco importa lo que digan los estudios neurocientíficos más recientes, aunque no hacía falta que nos lo confirmara la investigación científica más avanzada para concluir que el exceso de pantallas tiene un impacto negativo en el neurodesarrollo infantil, en la atención, en el desarrollo emocional y social.

Está en juego algo más que el diseño tecnológico de un nuevo ecosistema de aprendizaje y un nuevo mercado de rentabilidad. Se trata de orientar el deseo, de capturar la subjetividad, de promover una disponibilidad, una competencia adaptativa hacia el mundo que está creando el capitalismo digital. Y no salir de metaverso.

Jordi Solé-Blanch es profesor de la Universitat Oberta de Catalunya,
Marta Venceslao es profesora de la Universitat de Barcelona

Referencias
Biesta, Gert (2016) “Devolver la enseñanza a la educación. Una respuesta a la desaparición del maestro”, Pedagogías y saberes, pp. 44, 83-91.

Bernardi, Franco, Bifo (2017) Futurabilidad. La era de la impotencia y el horizonte de la posibilidad. Buenos Aires: Caja Negra.

Carrera, Pilar y Luque, Eduardo (2016) Nos quieren más tontos: la escuela según la economía neoliberal. Barcelona: El Viejo Topo.

Comisión Europea (2019). Digital Education at School in Europe. https://eurydice.eacea.ec.europa.eu

Dessal, Gustavo (2019) Inconsciente 3.0. Lo que hacemos con las tecnologías y lo que las tecnologías hacen con nosotros. Barcelona: Xoroi Edicions.

Generalitat de Catalunya (2020) Pla d’Educació Digital de Catalunya. http://ensenyament.gencat.cat

Generalitat de Catalunya (2021) L’ús de les tecnologies digitals a l’educació infantil. http://ensenyament.gencat.cat

Jasanoff, Sheila (2015) “Future imperfect: Science, technology, and the imaginations of modernity”, en Jasanoff, Sheila and Kim, Sang-hyun. (eds.), Dreamscapes of Modernity (pp. 1-33), Chicago Press.

Larrosa, Jorge y Rechia, Karen (2018) P de profesor. Buenos Aires: Noveduc.

OCDE (2016) Innovating Education and Educating for Innovation: The Power of Digital Technologies and Skills, OECD Publishing, Paris. http://dx.doi.org/10.1787/9789264265097-en

(2018) The future of education and skills. Education 2030.

(2019) OECD Skills Outlook 2019: Thriving in a Digital World.

Saura, Geo, Cancela, Ekaitz y Parcerisa, Lluis (2023) “Privatización educativa digital”, Profesorado, 27 (1), pp. 11-37.

UNESCO (2017) Digital Skills for Life and Work. Broadband Commission for Sustainable Development’s Working Group on Education.

Unión Europea (2006) Recomendación del Parlamento y del Consejo de 18 de diciembre de 2006 sobre las competencias clave para el aprendizaje permanente (2006/962/CE).

  • 1 https://es.weforum.org/focus/el-gran-reinicio
  • 2 https://pirg.org/edfund/resources/chromebook-churn-report-highlights-problems-of-short-lived-laptops-in-schools/

https://vientosur.info/el-gran-reset-de-la-educacion/

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La vigilancia social, un nuevo tipo de dominación

Por: Nieves Y Miró Fuenzalida

Estamos siendo vigilados, adentro y afuera, en el trabajo, en la casa, en las calles, los parques y los centros comerciales. Y aunque nuestros temores tienden a dirigirse a los piratas informáticos, la observación más grande y sistemática a nuestras vidas privadas viene de ese agujero negro que son las cámaras web

Una nueva investigación ha descubierto que Google continúa recopilando datos de ubicación de personas que visitan clínicas de aborto, a pesar de que se había comprometido a no hacerlo. Esta es una amenaza a la privacidad y la autonomía corporal de millones de personas que buscan atención de salud reproductiva en Estados Unidos donde los abortos están prohibidos o en espera de que lo estén. Las consecuencias son reales, ya que los fiscales están haciendo todo lo posible para utilizar estos datos confidenciales como munición para arrestar incluso a las mujeres más vulnerables. Google, hambriento de ganancias, no le importa la seguridad de sus usuarios, siempre que beneficie sus resultados.

Estamos entrando a un mundo en el que, por propia elección, los detalles minuciosos de nuestros cuerpos, nuestras vidas y nuestros hogares serán rastreadas y compartidos de manera rutinaria con el potencial, según se dice, de una mayor comodidad y seguridad, pero también, y principalmente, para el abuso de los piratas informáticos, los ladrones de identidad, los vendedores sofisticados y, por sobre todo, los que mantienen el poder económico y político.

Cada vez más nuestro mundo está lleno de controles de ID, cámaras de vigilancia, escáneres corporales, base de huellas dactilares, filtros de correos electrónicos e interceptores de teléfonos móviles diseñados para asegurarse de que los rastros electrónicos no se pierdan, entre otros. Que quien observa sean las agencias de represión política, las compañías telefónicas o las corporaciones, las consecuencias son las mismas: la desaparición de la vida privada, la manipulación de nuestras conductas y el control gubernamental.

Lo que Orwell no profetizó en su famosa novela fue el hecho de cuán omnipresente sería la vigilancia, no sólo en países dictatoriales, sino también en el llamado “mundo libre”. El ejemplo lo encontramos en su propio país. En las décadas del 70 y 80 los municipios empezaron a instalar circuitos cerrados de cámaras de televisión en las calles y parques, estaciones de tránsito, estadios y centros comerciales. En los 90, debido a los ataques del Ejército Republicano Irlandés y el aumento de la delincuencia urbana, hubo una masiva proliferación de CCTV.

En las décadas siguientes se instalaron tantas cámaras que el gobierno británico perdió la cuenta. Actualmente se estima que el visitante medio de Londres es capturado en video 300 veces en un solo día. Según el sociólogo Clive Morris las cámaras se han vuelto tan omnipresentes, que todos los británicos deben asumir que su comportamiento fuera del hogar está siendo monitoreado. El autor Ziya Tong da algunos ejemplos: “A la dama con el vestido marrón”, dijo la voz de la cámara de circuito cerrado de televisión, “pelo rubio, con el hombre del traje negro, ¿podrías recoger esa taza y tirarla a la basura?”

La cámara que habla es una de una red de 144 dispositivos de vigilancia en la ciudad de Middlesbrogh, Inglaterra. En el país hay mas de 20 ciudades donde el Gran Hermano vigila, da órdenes y literalmente te dice qué hacer. En el norte de Londres se instalan cámaras similares en desarrollos de vivienda públicas, que son opresivas, especialmente cuando a las personas que se encuentran fuera de sus propias casas se les dice que están holgazaneando. En Mandelieu-la-Napoule, una de las ciudades más ricas de la Riviera francesa, se instalaron cámaras parlantes para reprender a las personas por infracciones que incluyen mal estacionamiento, no recoger los excrementos de perros, tirar basura y otros comportamientos antisociales. Una voz del cielo para advertirte que no te pases de la raya.

Inglaterra tiene hoy día el dudoso honor de tener la mayor cantidad de cámaras de vigilancia per cápita en Europa, con más de seis millones de CCTV, aproximadamente una por cada 10 personas, superando a China. Pero, más inquietante, en China, en la ciudad de Guiyang, la base de datos contiene una imagen digital de cada residente. Las cámaras rastrean el rostro de una persona desde su tarjeta de identificación y siguen sus movimientos a través de la ciudad durante una semana. El sistema sabe quién eres y con quién frecuentemente te juntas.

En ciudades de Estados Unidos, dice el sociólogo e investigador William Staples, se han instalado en los autobuses públicos equipos con sofisticados sistemas de vigilancia de audio para escuchar las conversaciones de los pasajeros. En las Vegas, Detroit y Chicago se utiliza el sistema Intellistreets, que son faroles con micrófono y cámaras integrados capaces de grabar en secreto las conversaciones de los peatones. Y en los lugares de trabajo, los cubículos de las oficinas están cada vez mas invisiblemente vigilados. El sistema les dice a los gerentes cuan productivas son la personas, al analizar cuanto tiempo pasa un individuo socializando en el trabajo.

Según el profesor Staples, las estrategias modernas de vigilancia son utilizadas tanto por las organizaciones públicas como privadas para influir en nuestras elecciones, cambiar nuestros hábitos, mantenernos en línea, monitorear nuestro desempeño, recopilar conocimiento o evidencia sobre nosotros, evaluar desviaciones y, en algunos casos, penalizar.

Australia, Canadá, Nueva Zelandia, Gran Bretaña y los Estados Unidos forman la alianza de inteligencia Five Eyes, con capacidades para vigilar a vastas poblaciones en todo el mundo. Todavía no tenemos la forma de saber cuanto acceso tiene a nuestras comunicaciones privadas de video y audio, pero sí sabemos que sus sistemas se vuelven más sofisticados, más expansivos y más intrusivos cada año.

Estamos siendo vigilados, adentro y afuera, en el trabajo, en la casa, en las calles, los parques y los centros comerciales. Y aunque nuestros temores tienden a dirigirse a los piratas informáticos, la observación más grande y sistemática a nuestras vidas privadas viene de ese agujero negro que son las cámaras web.

Como notaba Gilles Deleuze, lo que estamos viendo es el reemplazo de las sociedades disciplinarias por las sociedades de control. Las primeras se iniciaron en los siglos XVII y XIX y alcanzaron su apogeo en el siglo XX con el objetivo explícito de organizar vastos espacios de cierre, en donde el individuo nunca cesa de pasar de un entorno cerrado a otro, cada uno con sus propias leyes. Primero la familia, luego la escuela, en donde ya no estás en tu familia. Luego el ejército, la fábrica o la oficina y, de vez en cuando, el hospital, la prisión, la instancia preeminente del entorno cerrado. En cada uno de ellos el intento es componer una fuerza productiva dentro del espacio y el tiempo cuyo efecto será mayor que la suma de sus fuerzas componentes.

La fábrica, por ejemplo, es un cuerpo que contiene sus fuerzas internas en un nivel de equilibrio, el más alto en términos de producción, el más bajo posible en términos de salario. La corporación reemplaza hoy día en el occidente el modelo de la fábrica, que es la que constituía a los individuos como un solo cuerpo con la doble ventaja de que el patrón inspeccionaba cada elemento dentro de la masa y los sindicatos movilizaban una resistencia de masas. Pero este modelo, como reconoció Foucault, es fugaz. Sucedió al de las sociedades de soberanía cuyo objetivo y función era algo bien diferente como imponer impuestos en lugar de organizar la producción y gobernar sobre la muerte en lugar de administrar la vida. Es Napoleón el que efectuó la conversión de una sociedad a otra. Solo que esta, a su vez, también entró en crisis en beneficio de nuevas fuerzas. Las sociedades disciplinarias eran lo que fuimos y que ya empezamos a dejar de ser, cualquiera sea el periodo de su expiración.

Es en este tipo de sociedades disciplinarias que empiezan a desaparecer la firma que designa al individuo y el número o numeración administrativa indica su cargo dentro de una masa. Las disciplinas nunca vieron ninguna incompatibilidad entre uno y el otro porque el poder individualiza y masifica al mismo tiempo. Es decir, constituye a aquellos sobre quienes ejerce el poder en un cuerpo y moldea la individualidad de cada miembro de ese cuerpo.

En las sociedades de control, en cambio, lo importante ya no es una firma o un número, sino un código, una contraseña. El lenguaje numérico de control está hecho de códigos que marcan el acceso a la información o su rechazo. Una tarjeta electrónica puede levantar una barrera determinada, pero también puede ser rechazada con la misma facilidad. Lo que cuenta no es la barrera sino la computadora que rastrea la posición de cada persona, licita o ilícitamente.

Aquí ya no nos encontramos con el binomio masa/individuo, sino que los individuos, indivisibles, la unidad más pequeña a la que puede reducirse la sociedad y poseedores de cualidades únicas, ahora se han convertidos en “dividuos”, seres con múltiples perfiles, visibles y on-line todo el tiempo. Y, a su vez, las masas se convierten en muestras, datos o “bancos”.

La experiencia humana privada se convierte, entonces, en materia prima gratuita para traducirla en datos de comportamiento que luego se computan y empaquetan como productos de predicción y se venden en mercados de comportamientos. El funcionamiento de los mercados se transforma así en el instrumento del control social que es a corto plazo y de rápida rotación, pero también continuo y sin límite, a diferencia de la disciplina que es de larga duración, infinita y discontinua. El ciudadano ahora ya no está encerrado, esta endeudado.

¿No indica todo esto que estamos frente a la instalación de un nuevo sistema de dominación?

Fuente de la información e imagen: https://observatoriocrisis.com

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ChatGPT: ¿Inteligencia, estupidez o malicia artificiales?

Por: Marc-André Miserez

Tiene respuesta para todo y habla como un libro abierto. El bot conversacional de OpenAI es el abanderado de una nueva era de la inteligencia artificial. Pero los expertos advierten que todavía está muy lejos de un cerebro humano y carece de marco legal.

¿Quién puede escapar a la ola del ChatGPT? Desde su lanzamiento hace cuatro meses, la prensa le ha dedicado —solo en Suiza— una media de 10 artículos diarios (contabilizados en el agregador de medios smd.ch). Si a esto añadimos todo lo que le han dedicado la radio, la televisión, los medios en línea y las redes sociales, podemos afirmar que pocas veces un producto se ha beneficiado de una campaña de lanzamiento —totalmente gratis— como esta.

Los comentarios —exagerados al principio— enseguida, a medida que la máquina revelaba sus defectos y los peligros que plantea para la fiabilidad de la información y la protección de los datos de quien lo utiliza, se volvieron tensos.

El 29 de marzo, un millar de expertos en tecnología redactaron una peticiónEnlace externo para que empresas y gobiernos suspendan durante seis meses el desarrollo de la inteligencia artificial (IA). Alegan “riesgos importantes para la humanidad”. Entre ellos están Steve Wozniak, cofundador de Apple, y Elon Musk, uno de los fundadores de OpenAIEnlace externo, la empresa que desarrolla ChatGPT.

Tres días después, el Garante italiano para la Protección de Datos —la autoridad nacional italiana de protección de datos— decidió bloquear el acceso al prototipo. AcusaEnlace externo a ChatGPT de recopilar y almacenar información para entrenar sus algoritmos sin ninguna base legal. La autoridad ha pedido a OpenAI que —en un plazo de 20 días— comunique las medidas adoptadas para remediar esta situación. De lo contrario, se enfrenta a una multa de hasta 20 millones de euros.

Europol —la agencia europea de policía encargada de la lucha contra la delincuencia en la Unión Europea— el 27 de marzo en un informeEnlace externo (en inglés) ya indicaba su preocupación por que los ciberdelincuentes puedan utilizar ChatGPT.

>> “No es de extrañar que, tras el prematuro lanzamiento de ChatGPT y la carrera a la baja en materia de seguridad provocada por Microsoft, Google o Facebook, GPT-4 esté fuera de juego”. Dice El Mahdi El Mhamdi, profesor en la Escuela Politécnica de París, que hizo su tesis en la EPFL de Lausana bajo la dirección de Rachid Guerraoui, y es una de las voces críticas contra la falta de regulación en torno a la inteligencia artificial. En este artículo se menciona a ambos.

¿Puede ser tan peligroso el chatbot? Con su interfaz sobria hasta la simplicidad y su amabilidad un tanto afectada —como ya ocurría con Siri, Cortana, OK Google y otros— no lo parece.

Para entenderlo mejor, hay que examinar qué es esta máquina y, sobre todo, qué no es.

¿Cerebro electrónico? En absoluto

Cuando se le pregunta, ChatGPT no esconde su condición: “Como programa informático, soy, sobre todo, diferente a un cerebro humano”. Y luego explica que puede procesar cantidades masivas de datos de manera mucho más rápida que una persona, que su memoria no olvida nada, pero que carece de inteligencia emocional, de conciencia de sí mismo, de inspiración, de pensamiento creativo y de capacidad para tomar decisiones independientes.

Se debe a que la propia arquitectura de la inteligencia artificial nada tiene que ver con la del cerebro, como de manera brillante se describe en un libro que se publicará el 13 de abril (en francés): 1000 CerveauxEnlace externo [1000 cerebros]. El libro es el resultado del trabajo reciente de los equipos de Jeff Hawkins, ingeniero informático estadounidense que en los 90 fue uno de los padres de Palm, un asistente personal de bolsillo que presagió el teléfono inteligente. En la actualidad, Hawkins trabaja como neurocientífico y está al frente de la empresa de inteligencia artificial Numenta.

Una de las ideas principales del libro es que el cerebro crea puntos de referencia, cientos de miles de “mapas” de todo lo que conocemos, que modifica constantemente con la información que recibe de nuestros sentidos. Una IA, en cambio, no tiene ni ojos ni oídos y se alimenta solo de los datos que se le proporcionan, que permanecen fijos y no evolucionan.

Ni siquiera sabe qué es un gato

Hawkins ilustra sus palabras con ejemplos sencillos. Una IA que etiqueta imágenes es capaz, por ejemplo, de reconocer un gato. Pero no sabe que es un animal, que tiene cola, patas y pulmones, que algunos humanos prefieren los gatos a los perros, o que el gato ronronea o se le cae el pelo. En otras palabras: la máquina sabe mucho menos de gatos que un niño de cinco años.

Y ¿por qué? Porque el niño ya ha visto un gato, lo ha acariciado, lo ha escuchado ronronear, y toda esta información ha enriquecido el “mapa” del gato que tiene en su cerebro. Mientras que un bot conversacional, como ChatGPT, únicamente se basa en secuencias de palabras y en la probabilidad de que aparezcan unas junto a otras.

>> Lê Nguyên Hoang, coautor de los libros de El Mahdi El Mhamdi y Rachid Guerraoui (citados más abajo), expone en este vídeo cuál es —en su opinión— el verdadero peligro de ChatGPT. [En francés]

Alan Turing —el brillante matemático británico que sentó las bases de la informática— ya predijo hace más de 70 años estos límites de la IA, tal y como se construye hoy en día. En 1950, en su artículo Computing Machinery and Intelligence [Maquinaria informática e inteligencia], Turing ya vio que si queríamos construir una máquina que pensara, no sería suficiente con programarla para hacer deducciones a partir de masas de datos. La inteligencia artificial —para merecer realmente su nombre— también tendrá que poder razonar por inducción, es decir, partir de un caso particular para llegar a una generalización. Y todavía estamos muy lejos de ello.

Bien dicho y a menudo cierto

Rachid Guerraoui dirige el Laboratorio de Sistemas de Información Distribuida de la Escuela Politécnica Federal de Lausana (EPFL). Junto con Lê Nguyên Hoang, su colega que dirige el canal de Youtube Science4AllEnlace externo, en 2020 publicó Turing à la plageEnlace externo – l’IA dans un transat [Turing en la playa: la IA en una tumbona], un libro cuyo editor promete que, tras leerlo, “no se mirará [no miraremos] el ordenador de la misma manera”.

«La mayoría de las veces, lo que dice es cierto. Sin embargo, también comete grandes errores. Así que no hay que fiarse ciegamente de él».

Rachid Guerraoui, EPFLEnd of insertion

Para Guerraoui, uno de los mayores riesgos de ChatGPT es el exceso de confianza. “La mayoría de las veces, lo que dice es cierto, o al menos está tan bien escrito que parece totalmente cierto. Pero también suele cometer grandes errores. Así que no hay que fiarse ciegamente de él”. Por desgracia, no todo el mundo tiene el espíritu crítico necesario para cuestionar lo que dice la máquina, sobre todo cuando lo manifiesta claramente, sin errores ortográficos ni gramaticales.

“Otro peligro que veo es que quita responsabilidad a la gente”, prosigue el profesor. “Lo utilizarán incluso las empresas. Pero ¿quién es la fuente? ¿Quién es responsable si la información que proporciona plantea problemas? No está nada claro”.

¿Teme Guerraoui que la IA sustituya a periodistas, escritores e incluso al profesorado, como se dice? Todavía no, pero cree que “algunos trabajos pueden cambiar. El profesor o el periodista se encargará de verificar y cotejar las fuentes, porque la máquina va a ofrecer un texto que parecerá verosímil y que la mayoría de las veces será cierto. Pero habrá que comprobarlo todo”.

Hay que regularlo con urgencia

“El gran desafío actual para la IA no es el rendimiento, sino la gobernanza, la regulación y la necesidad de fiabilidad”, argumenta El Mahdi El Mhamdi, antiguo estudiante de doctorado en la EPFL y en la actualidad profesor de Matemáticas y Ciencia de Datos en la Escuela Politécnica de París.

“En mi opinión, ChatGPT no solo está sobrevalorado, sino que su despliegue temprano es irresponsable y peligroso».

El Mahdi El Mhamdi, Escuela Politécnica de ParisEnd of insertion

En 2019 publicó —también junto a Lê Nguyên Hoang— Le fabuleux chantierEnlace externo – rendre l’intelligence artificielle robustement bénéfique [La fabulosa obra en construcción: hacer que la inteligencia artificial sea fuertemente beneficiosa] un libro que aborda los peligros de los llamados algoritmos de recomendación, que permiten a las redes sociales proponernos contenidos que supuestamente nos interesan en función de nuestro perfil. El Mhamdi no esperó a ChatGPT para denunciar el impacto de estos algoritmos en “el caos informativo de nuestras sociedades”.

“En mi opinión, ChatGPT no solo está sobrevalorado, sino que su despliegue temprano es irresponsable y peligroso. Cuando veo el entusiasmo sin reservas por esta herramienta, incluso entre colegas, me pregunto si vivimos en el mismo planeta”, advierte el profesor. Recuerda los escándalos de recopilación masiva de datos de Cambridge Analytica o la proliferación de programas espía —como Pegasus— que pueden instalarse secretamente en los teléfonos móviles.

El Mhamdi admite que ChatGPT puede ser una buena herramienta de trabajo, pero señala que la ciencia que ha permitido su creación “es el resultado de un cúmulo de lo que han publicado miles de investigadores en la última década, y también de colosales recursos de ingeniería, así como del trabajo muy cuestionado éticamente de pequeñas manos mal pagadas en Kenia” (ver el recuadro más abajo).

Al final, para él, “el verdadero genio de OpenAI no está en la ciencia que hay detrás de ChatGPT, sino en el marketing, delegado en un público entusiasmado con el artilugio”. Un público y unos medios de comunicación, cabría añadir, volviendo al principio de este artículo. Es cierto, todo el mundo habla de ello, pero ¿ha visto usted alguna vez un anuncio de ChatGPT?

Texto adaptado del francés por Lupe Calvo

Fuente de la información e imagen: https://www.swissinfo.ch

Fotografía: swissinfo.  Cuando se le pregunta, ChatGPT responde: “No hay límite de edad para hablar conmigo”. Aunque nadie —ni menores ni personas adultas— debe tomarse al pie de la letra todo lo que dice. Copyright 2023 The Associated Press. All Rights Reserved.

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Inteligencia artificial, ¿el futuro llegó?

Por: La tinta

La foto del papa Francisco con un camperón blanco se hizo viral, la de Trump siendo arrestado también y ambas fueron creadas con inteligencia artificial. Circulan noticias, discursos, pruebas de actividades y preguntas hechas al chatbot GPT. Las redes estallaron con debates de todo tipo sobre esta transformación tecnológica que hace tiempo llegó. Conversamos con Javier Blanco, doctor en Informática y docente en la UNC, para que nos oriente acerca de dónde poner el foco en esta discusión. 

Cada época tiene sus avances tecnológicos que ponen en dudas el futuro, que traen la incertidumbre de cómo será la vida con tal desarrollo. La Inteligencia Artificial (IA) es el tema central de muchas conversaciones por estos días y las redes están estalladas. Hay notas que titulan: “Los 10 empleos que la inteligencia artificial eliminará primero y los que están a salvo”. Como si no tuviéramos frentes sobre los que preocuparnos, ahora esto. ¿Sirve escandalizarnos de los posibles impactos negativos que trae la IA o necesitamos enfocar el debate? ¿Cancelamos y nos subimos a la ola apocalíptica, o buscamos elementos para una postura más reflexiva? Adivinen.

En noviembre pasado, la compañía OpenAI de Elon Musk presentó el chat GPT y, rápidamente, fue probado por muchísimos usuarios. Google también anunció el lanzamiento de una herramienta similar. ¿Pero cuáles son las novedades que traen estos chatbot? Ya existen algunos que son usados por distintas instituciones, por ejemplo, Boti, empleado por el gobierno de CABA. Rápidamente, también, surgieron las reflexiones vinculadas al reemplazo de funciones que hacemos los seres humanos. ¿Será? Hay miles de ejemplos circulando en las redes sobre preguntas formuladas al GPT. Asusta, en principio, el tono alejado de lo que imaginamos como un robot o máquina; respuestas coherentes, precisas, argumentadas y reflexivas. En las últimas semanas, se hicieron virales imágenes creadas con IA: la del papa Francisco usando un camperón blanco, Trump siendo detenido, entre otras. Esto desató debates éticos y sobre el impacto en la construcción de la verdad a futuro y la reproducción de fakes.

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Y como estamos en un mood todo es confusión y nos empantanamos en discursos del colapso, conversamos con Javier Blanco, doctor en Informática por la Universidad de Eindhoven, Países Bajos, profesor titular de FAMAF y director de la Maestría en Tecnología, Política y Culturas de la UNC. Lo primero que destaca es que el sintagma inteligencia artificial es problemático, ya que representa cosas diferentes y en ningún caso es algo lineal o simple. El especialista advierte que las connotaciones tanto de lo artificial como de la inteligencia son pregnantes, suele ser difícil pensar bien el concepto y se gasta tiempo en discusiones ociosas acerca de si la inteligencia es solo humana, qué es lo de artificial y cuestiones del estilo.


“No hace falta discutir si es inteligencia o no, son programas o artefactos cognitivos sin duda. La inteligencia humana como tal no es ningún paradigma de nada y es lo que la evolución pudo hacer. Yo hablaría de inteligencias, de un paisaje de inteligencias posibles donde las inteligencias artificiales y las humanas son parte. Lo interesante es pensar el acoplamiento de esos sistemas cognitivos. La inteligencia humana es y siempre fue en parte artificial y extendida, las mentes son tales en tanto disponen de andamiajes externos: pensamos porque podemos ver, tocar, porque tenemos un ábaco, un papel o un algoritmo. Todo pensamiento es originariamente híbrido y distribuido técnicamente”.


—Se plantea que el GPT transformaría las aulas y los procesos de enseñanza y aprendizaje, así como la desaparición de profesiones. Se instala la pregunta de si hay que temerle o no, de si puede ser o no una aliada. ¿Qué cambia en la educación la presencia de ese tipo de tecnología? ¿Se puede aprovechar para los procesos de enseñanza y aprendizaje? 

—Los sistemas de producción de textos como el chat GPT y otros que van a surgir, así como bifurcaciones de estos sistemas -ya que se pueden instalar de manera local y desarrollar habilidades específicas, con datos o tipos de conversaciones restringidas a un área determinada-, tendrá sus propias consecuencias. A mí me parecen herramientas fascinantes, transforman una de las actividades, hasta ahora, privativas del humano: el diálogo y la producción de textos inteligibles en lenguajes humanos. Los sistemas aprenderán con humanos y aquellos humanos que estén investigando de esos sistemas, es un vínculo virtuoso que debe ser explorado, sobre todo, los ámbitos educativos. Así como hoy ya nadie piensa -digámoslo así- sin usar Google y los buscadores integran a la posibilidad de pensar e investigar, de manera tal que se transformó completamente lo que significa investigar.

Integrar estas nuevas maneras cognitivas es la gran novedad. Las instituciones se resienten con ese tipo de cosas, pero -como vengo diciendo- es altamente positivo, a la vez que es un desafío para el cual las instituciones no siempre o, mejor dicho, seguramente no estén preparadas. Estas tecnologías evolucionan a un ritmo completamente inédito y si para algo los humanos no están preparados es para vivir y comprender ese ritmo de evolución. Es una complicación de difícil resolución -institucionalmente-, a la vez que abre a futuros posibles e inciertos. La pérdida de habilidades de parte de docentes y estudiantes es uno de los riesgos, a la vez que el requisito de encontrar nuevas habilidades relevantes para desarrollarse en estos nuevos ambientes técnicos es una condición necesaria y urgente.

—En una reciente nota de Página/12, mencionan que, en Francia, la Universidad Sciences Po fue pionera al prohibir a sus estudiantes el robot conversacional Chat GPT, porque lo considera una copia que puede derivar en sanciones severas y la expulsión de quien lo use sin permiso. Y puede ser usada con autorización del docente para la búsqueda de información y redacción. También fue noticia que, en algunas escuelas de New York, bloquearon el sitio web. ¿Hay que regular el uso del chatbot? ¿Está en riesgo el uso de la información sin chequear? ¿Qué impactos a futuro podrían darse?

—Las regulaciones son necesarias, pero no son suficientes. Más que regular, lo que hace falta es construir proyectos colectivos socio-tecnocognitivos o tecnopolíticos que sirvan para el desarrollo y orientación del uso, integración y formas de apropiación de estas nuevas tecnologías. Se necesita un desarrollo transdisciplinar de las tecnologías digitales y e-learning, que son una etapa, no son la etapa final, porque habrá otras que las superen y en breve. Regular no es el mejor camino para una orientación técnica apropiada y, mucho menos, para que estas tecnologías estén en el camino de la transformación progresiva política.


Lo que está pasando es una transformación radical del mundo, no solo por la aparición de chat GPT -que es un ejemplo-, lo que hay son unas transformaciones tecnológicas interesantísimas, profundas y aceleradas. Y eso implica que los futuros posibles son completamente diversos y contradictorios entre sí, algunos son distópicos y otros más interesantes que pueden encontrar nuevas formas de integración entre humanos y no humanos en los procesos cognitivos, colectivos, políticos, sociales e, inclusive, biológicos.


Y claro que esto produce inquietud, que se puede traducir en un temor conservador o puede asumir un desafío, con todos los cuidados del caso, del concepto mismo de lo humano, de la distribución técnica de la cognición, de la percepción, de la acción colectiva e individual que entran en nuevas etapas, con desafíos inéditos.

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—Circulan noticias y posteos sobre las profesiones que ya no van a ser necesarias, no sólo a partir del chatbot, sino a partir del sistema Dall-e de creación de imágenes. ¿Cómo aportamos un debate más útil y menos apocalíptico?

—Hay y habrá una gran transformación de la manera en que se desarrollan ciertas profesiones. Cuando yo era chico, mi primo estudiaba arquitectura y gran parte del trabajo era hacer planos con una fibra en papel, a mano. Hoy, trabajan con distintos sistemas Computer aided design (CAD) que producen los renders de todo el edificio final. Nadie va a pensar que eso mató a la arquitectura, se producen nuevas maneras de construir formas e imágenes, y ciertos trabajos dejan de ser relevantes, por ejemplo, el dibujante de planos. O, por ejemplo, ya nadie hace cálculos a mano desde que está la calculadora. Efectivamente, se transforma el mercado laboral y ciertas profesiones cambiarán su formato usual. Cada vez será más necesaria una alfabetización y comprensión de cómo funcionan estas tecnologías para integrarlas.

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Por otro lado, fotos trucadas siempre hubo. Ahora, hay métodos nuevos para construir imágenes con mucha más facilidad. No es que, antes de la IA, una foto era un gran documento inalienable. Dall-e es un sistema que crea imágenes a partir de descripciones lingüísticas y está online hace un año, por lo menos, y resulta divertido jugar con él, generando imágenes a partir de descripciones. Por ejemplo, un pibe creó imágenes con las letras de Los Redondos. Esto no invalida el rol de fotógrafos, para nada, sigue habiendo una necesidad de recuperar imágenes del mundo para comunicar gráficamente cosas. Sólo que ahora tenemos nuevas maneras de producir esos productos, lo mismo pasa con la capacidad de producir textos.

—A raíz de la imagen creada con IA del papa Francisco con camperón, Hernán Brienza posteó: “Hace unos días escribí que con la IA entrábamos en un mundo -ya no de la posverdad- en el que el valor mismo de la verdad no tiene importancia. Posiblemente sea el signo de los tiempos: un mundo sin importancias. Todo análisis político que no parta del impacto de la IA ha quedado obsoleto”. ¿Qué reflexiones podés aportar respecto de este debate? 

—Emerge un diagnóstico de algo que ya se sabe hace tiempo, pero que se ve más claro a partir de eso. Comparto lo que dice Brienza; que toda política actual, toda forma de interpretación subjetiva tiene que partir del hecho de que las IA son una forma de mediación, que tiene su propia capacidad de agencia y debe ser entendida en esa clave. No hay ninguna transparencia, pero eso no significa que no haya verdad. La verdad está mediada por una tecnología, no atenta contra la verdad, da nuevos formatos y técnicas que pueden servir para resaltar formas de la verdad o para ocultarla y mentir. Decir la verdad siempre fue una técnica e implicó una manera de pensar y construir esas verdades; hoy, eso se transforma también. Y así como hay muchas formas de mentir, hay otras formas de resaltar, decir y entender las nuevas verdades de este tiempo.

No suscribo una posición distópica o apocalíptica, si bien estamos en un mal momento, todas nuestras instituciones y espacios de reflexión política parten de supuestos que no son más ciertos y, a la vez, no son capaces de dimensionar las enormes posibilidades que estas tecnologías ofrecen en términos de una buena acción política y ética del discurso, y no de usarlas para mentir. Las posibilidades a futuro y de reconstruir proyectos emancipatorios dentro de este marco tecnopolítico, me parece, es uno de los desafíos más interesantes que enfrentamos.

Fuente de la información e imagen: https://latinta.com.ar

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Reducción de la jornada laboral, camino a la fábrica digital

Por Paula Giménez, Matías Caciabue

Recientemente fueron publicados los resultados de un estudio realizado por la Universidad de Cambridge y el Boston College en el que 61 empresas participaron de una prueba piloto para reducir la cantidad de días laborables a 4, sin reducir los salarios y reduciendo la cantidad de horas trabajadas semanalmente en un 20%. En la prueba, promocionada como la más grande de este tipo realizada hasta el momento, participaron empresas que sumaron un total de alrededor de 2900 empleados de diferentes sectores: venta minorista en línea,  provisión de servicios financieros, estudios de animación, gastronómicos, consultoría, vivienda, atención médica, entre otros.

De acuerdo con los resultados presentados, el 71% de los empleados revelaron niveles más bajos de agotamiento y el 39% dijo haber reducido el estrés. Las empresas registraron una baja de 65% en licencias por enfermedad y hubo una caída de 57% en la cantidad de trabajadores que dejaban las empresas. Al recibir estos resultados, el 92% de las empresas que participaron de la prueba expresaron intención de continuar con la medida y 18 anunciaron que la tomarían de manera permanente.

Al ser consultados, los dueños de las empresas valoraron positivamente el nuevo esquema. Mientras algunos adujeron que lo veían como una respuesta racional a la pandemia, otros dijeron que podría permitirles atraer talentos o que era una manera de “responder moralmente” a los empleados, quienes atravesaron por situaciones de

Esta propuesta de reducción de la jornada laboral ha sido puesta a prueba con similares resultados en lugares como Alemania, Islandia, Japón, España y ya es asumida por empresas de Irlanda, Estados Unidos y Nueva Zelanda, mientras que Emiratos Árabes se constituyó en el primer país en establecer la jornada laboral de cuatro días y medio en todas sus entidades de gobierno así como en el banco central.  En Argentina, dos empresas del sector tecnológico y una consultora ya la han implementado, arguyendo que podría ser una buena solución para evitar la alta rotación de empleados a los que se encuentran. Y es que el sector tecnológico se presenta como el más dinámico en cuanto a la demanda de trabajo calificado.

Los debates y las pruebas son impulsados a nivel mundial entre otras organizaciones por la fundación 4 days a Week, un tanque de pensamiento (think tank) encargado de difundir entre actores relevantes, gubernamentales y empresariales, este mecanismo que es presentado como una manera de mejorar la calidad de vida de empleados y empleadas, diluir las desigualdades de género, aumentar la productividad, cuidar el medio ambiente, aumentar la capacidad para captar personal hipercalificado (“talentos”), con el objetivo principal, a partir de estas pruebas de mostrar que se puede aumentar la productividad y las ganancias y reducir costos a partir de estos cambios.

En relación a la necesidad de captar trabajadores hipercalificados, en un artículo publicado por la BBC a fines de enero, el director de Work Time Reduction Center of Excellence, Joe O’Connor, afirmó que la semana laboral de cuatro días estaba despegando en sectores como el tecnológico, el de desarrollo de software, las TIC, las finanzas o los servicios profesionales como el marketing.

¿Se trata realmente de un dilema moral o un intento por hacer más humano el capitalismo? ¿Qué se esconde detrás de este discurso empresarial que aparenta preocuparse por las condiciones laborales?

En muchos países, los trabajadores impulsan la reducción de la jornada laboral como mecanismo para combatir el desempleo. En España, por ejemplo, el lema que corrió durante los debates fue “trabajemos menos, así trabajaremos todos”.

El hecho es que la condición de posibilidad para la aplicación exitosa de la reducción de la jornada laboral en algunos sectores está vinculada fundamentalmente a la aceleración en las últimas décadas de un proceso inherente al sistema económico: el aumento de la productividad del trabajo. Al digitalizarse los procesos productivos han dado un salto de escala tal que, según un informe de la consultora Adecco, lo mismo que se producía en 1970 en 8 horas, en el 2020 podía realizarse en una hora y media. No hay capitalismo benevolente.

El empresario tecnológico Bill Gates, que ha decidido invertir en el desarrollo de inteligencia artificial a través de la empresa OpenAI (co-fundada en 2015 por Elon Musk, Sam Altman, Ilya Sutskever y Greg Brockman, entre otros), expresó hace una semana su entusiasmo por el impacto que producirá en la vida de las personas la llegada de la inteligencia artificial. A su juicio, “está claro que la IA generativa es una tecnología que merece la pena seguir de cerca.

Tiene el potencial de transformar industrias y cambiar nuestra forma de vivir y trabajar, incluida la realidad virtual. Las empresas que adopten la IA generativa tendrán una ventaja significativa sobre las que no lo hagan, y es una oportunidad para que las personas mejoren sus habilidades, el acceso a la información y las oportunidades», dijo el milmillonario norteamericano. A juicio del empresario, gracias a la incorporación de IA a largo plazo, las horas de trabajo «disminuirían». «Mientras las máquinas se encargan de las tareas rutinarias, los empleados pueden concentrarse en las actividades importantes de su trabajo», expresó, como si se tratara de una realidad universal.

Por su parte, el Informe de la Comisión Mundial sobre el Futuro del Trabajo, elaborado por la Organización Internacional del Trabajo, valoró de manera positiva la reducción de la jornada laboral a partir de las mejoras de la productividad  y lo consideró un importante objetivo de política. Y, aunque ve ciertos riesgos en la posibilidad de las y los trabajadores para imponer su derecho a la desconexión, observó que las tecnologías de la información y de la comunicación también permitirían, por la flexibilidad que aportan, ampliar la soberanía de los trabajadores sobre su tiempo.

Tal y como expresa el creador de Microsoft y en coincidencia con el planteo de la OIT, de las posibilidades que tenga cada capital de tecnificarse dependerá su supervivencia. El reemplazo de ciertos puestos de trabajo por la automatización de procesos, la robotización, el internet de las cosas, la inteligencia artificial y todos los procesos asociados a la cuarta revolución tecnológica irán desplazando del mercado laboral una masa de trabajadores y trabajadoras, cuyas capacidades estarán obsoletas para reinsertarse en el proceso productivo en iguales o mejores condiciones. Así, lo que se irá engrosando, en la medida en que el proceso de tecnificación avance (y lo hará, porque es una tendencia) no será el llamado “ejército de reserva” o masa de desempleados temporales, sino -peor aún- la población sobrante, excluida definitivamente del sistema productivo.

Así como la instalación del fordismo trajo consigo el establecimiento de la jornada laboral de 8 horas, que se convirtió en un modo de organizar el tiempo en la modernidad, el cambio de fase del sistema productivo presiona y conduce hoy hacia nuevos cambios sociales, no solo en la distribución del tiempo de trabajo, sino en las formas en que se organizan las familias, el uso de los tiempos de ocio, los modos de educarse, etc.

En el desarrollo de su nueva fase y a partir de la digitalización de muchos aspectos de la vida, producimos valor, más allá de nuestras jornadas laborales desde la “comodidad del hogar”, con celulares inteligentes, tablets, computadoras, televisores, sumidos durante horas en diversas plataformas virtuales. El capital ha establecido a los dispositivos digitales como una nueva herramienta de trabajo.

Es decir, en la medida en que el aumento de la productividad a partir de la tecnificación, trae consigo la liberación de horas de trabajo, somos conducidos y conducidas mansamente hacia la fábrica digital. Incluso cuando estamos disponiendo de nuestros tiempos de ocio.

La potencia creativa, tal como lo mencionaba Marx, que antes desplegaba un trabajador en la relación con sus medios de trabajo para producir valor, hoy está puesta al servicio del learn machine, el entrenamiento de algoritmos y el perfeccionamiento del mundo digital.

Los debates sobre la digitalización de la vida trascienden el simple cambio en la forma de producir y trabajar. Y es que el desarrollo del capital tecnológico está conduciendo las fuerzas productivas hacia un nuevo tiempo y espacio de aparente libertad pero de cada vez mayor explotación. Mientras en diversos sectores económicos se libra el debate sobre la posibilidad de aplicar o no la reducción de la jornada, mientras algunos defienden sus beneficios y otros desconfían de su impacto positivo, se desdibuja una discusión urgente y real: la riqueza continúa produciéndose, acumulándose y concentrándose.

La liberación de tiempo que produce el avance de la tecnología, que permite automatizar procesos, podría resultar verdaderamente emancipador para las grandes mayorías si fuera posible disponer realmente del valor que se produce mediante esa masa de conocimiento que se genera a nivel social.

* Cacciabue es licenciado en Ciencia Política y Secretario General de la Universidad de la Defensa Nacional, UNDEF en Argentina. Giménez es Licenciada en Psicología y Magister en Seguridad y Defensa de la Nación y en Seguridad Internacional y Estudios Estratégicos. Ambos son Investigadores del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE)

Fuente: https://estrategia.la/2023/03/07/reduccion-de-la-jornada-laboral-camino-a-la-fabrica-digital/

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Reformas educativas y desprecio al conocimiento. Notas sobre la colonización neoliberal de la escuela

Por: MARTA VENCESLAO | JORGE LARROSA

Quisiéramos plantear algunas consideraciones sobre el marco ideológico de las últimas reformas educativas que, en la línea de sus predecesoras, ahondan en el menosprecio al conocimiento y suponen un vaciamiento todavía mayor del currículum de aquellas materias de estudio que durante siglos nos han invitado a pensar, haciendo de la escuela, entre otras cosas, un lugar para la emancipación. Son muchas las voces que desde la enseñanza secundaria y primaria, pero también desde la universidad, los sindicatos y colectivos de profesorado, han venido señalando que este vaciamiento responde a una operación que sitúa a la escuela, de un modo cada vez más diáfano, al servicio de los requerimientos del capital. Sería ingenuo por nuestra parte no considerar esa función histórica del sistema escolar. Sin negarla en ningún caso, lo que nos parece relevante subrayar en este espacio es que, a diferencia de otros momentos, el colaboracionismo contemporáneo entre las propuestas educativas y el proyecto neoliberal avanza de una forma tan implacable que deja cada vez menos espacio para que la escuela continúe sosteniendo su compromiso pedagógico. Un compromiso que, nos recuerda Jordi Solé a propósito del pensamiento arendtiano, consiste en poner a las nuevas generaciones en contacto con la cultura, despertar el deseo de saber e invitarlas a formar parte del mundo (Solé, 2020: 102). No olvidemos que la escuela pública fue una conquista de la clase obrera en su apuesta por democratizar el acceso a las herencias culturales. La aspiración a universalizar ese acceso ha sido una reivindicación constante de los movimientos de izquierda.

Una revisión de las directrices de instituciones como la OCDE (2016, 2015, 2013, 2010) o la Unión Europea (2012) da cuenta de que lo que hoy se intentaría democratizar no es tanto el conocimiento como la ignorancia. Sus políticas educativas se entroncan abiertamente con los imperativos de la competitividad empresarial y la producción de subjetividades eficientes. En los últimos años ha proliferado una discursividad pedagógica que sostiene la necesidad de ofrecer una formación integral que permita afrontar los desafíos del presente potenciando las competencias y capacidades del alumnado y alimentando su espíritu emprendedor. Como una letanía, insisten en remarcar que la sociedad se enfrenta –de forma aparentemente inevitable– a escenarios inciertos y cambiantes para los que será necesario estar preparado. No es difícil entrever en ese futuro de “cambios veloces y desconocidos” el circunloquio con el que referirse al horizonte de precariedad que dibuja un contexto marcado por la progresiva pérdida de derechos, la precarización de la esfera laboral y la erosión de eso que Marina Garcés ha llamado mundo común (2013).

Este proceso de producción de sujetos flexibles, adaptables y dóciles a las exigencias de la economía podría condensarse en el siguiente enunciado: Nos quieren más tontos, que es precisamente el título del libro que Pilar Carrera y Eduardo Luque dedican al modelo neoliberal de escuela. Y como nos quieren más tontos, es necesario vaciar los centros escolares de un determinado tipo de saberes, de lenguajes y de formas políticas que amenazan la escuela con convertirla en un dispositivo al servicio de la desmovilización intelectual y el atontamiento generalizado. Un atontamiento que, por cierto, llegó con fuerza también a la universidad con el Plan Bolonia (2007), esa gran operación de mercantilización de la enseñanza superior.

¿En qué aspectos podemos observar el menosprecio al conocimiento (Cañadell, Corominas y Hirtt, 2020) del sistema educativo? ¿Qué formas adopta ese vaciamiento de saberes en la escuela? Nos aventuramos a señalar dos elementos, a nuestro juicio, centrales: la pedagogía competencial y el auge de la educación emocional (sin dejar de mencionar, por supuesto, la deriva tecnológica cuyo abordaje excede las pretensiones de este artículo).

Siguiendo a los autores de Escuela o barbarie, puede afirmarse que la imposición progresiva del modelo educativo basado en competencias ha sido la nervadura fundamental del proyecto que sitúa la educación al servicio, exclusivamente, de las necesidades del capital (Fernández Liria et al., 2017: 23-24). Las (sacrosantas) competencias se introdujeron en el sistema educativo –importadas del mercado laboral, cabe recordarlo– con la LOE del año 2006. Las reformas posteriores, la LOMCE y la actual LOMLOE, han contribuido a afianzarlas a pesar de –o acaso por– contar con evidencias sobre el empeoramiento de los resultados académicos entre el alumnado en materias tan relevantes como las ciencias y las matemáticas[01]. Casi dos décadas más tarde, el discurso competencial continúa presentándose como una innovación que posibilita la adquisición de aprendizajes considerados más prácticos y transferibles al mercado de trabajo. Es decir, se defiende sin ningún tipo de ambages la dimensión utilitaria y economicista de la educación en el sentido apuntado por Christian Laval (2004): la escuela como una empresa. Encontramos un ejemplo ilustrativo en la llamada metodología de trabajo por proyectos. Se trata de un enfoque del aprendizaje sin duda interesante, apunta Concha Fernández Martorell (2022: 122), pero que sugiere que esa forma de trabajar será el mejor tipo de contrato (por proyectos) al que puedan aspirar los jóvenes formados en esta propuesta educativa.

Parece que lo importante es el aprendizaje no de conocimientos (tachados despectivamente de enciclopédicos[02]), sino de competencias individuales como la creatividad, la flexibilidad, la iniciativa emprendedora, la autonomía o la adaptación frente al cambio. Y, sobre todas ellas, la competencia primordial. Esa que aparece como nuevo imperativo pedagógico: aprender a aprender. La explicación que ofrece el Ministerio de Educación es esclarecedora a este respecto: “La competencia para aprender a aprender requiere conocer y controlar los propios procesos de aprendizaje para ajustarlos a los tiempos y las demandas de las tareas y actividades que conducen al aprendizaje” para lograr que este sea “más eficaz y autónomo”[03].

En otras palabras, hay que sustituir el saber por el saber hacer y orientarlo hacia la optimización de individuos, procesos y conductas. Y además hacerlo de forma autónoma, porque el maestro parece estar convocado a un papel inexorablemente irrelevante. En esta línea se pronunciaba recientemente el secretario de Estado de Educación, José Manuel Bar[04], cuando afirmaba que el profesor como “trasmisor de conocimientos puro y duro es un modelo ya obsoleto”. Y daba dos razones. En primer lugar, “los inputs que reciben los alumnos no se limitan a las clases. Están continuamente en Internet y recibiendo información de mil sitios (…). Eso, a la figura clásica de profesor la deja fuera”. Y en segundo, “el puro embutido de conocimientos no es útil para la vida, no es competencial (…). Los conocimientos tienen que tener una utilidad práctica porque si no el alumnado tampoco estará motivado”.

Queremos hacer notar aquí dos aspectos significativos. El primero se refiere al desplazamiento de una de las nociones fundamentales en el campo educativo, el interés, por el concepto de motivación. Parecería que no se trata tanto de despertar una inclinación o amor al saber, sino de motivar al alumno con la misma lógica que se motiva a trabajadores y consumidores: producir y consumir más y mejor. El segundo aspecto tiene que ver con el ahondamiento y la devaluación progresiva y permanente de un oficio tradicionalmente centrado en eso que ahora las últimas reformas desdeñan, el conocimiento.

Sabemos que no hay educación sin contenidos, esto es, sin materia de estudio. Y que esa materia de estudio en la enseñanza escolar es, como dice el pedagogo Philippe Mierieu (2016), la cultura. La cultura en sus múltiples y variopintas manifestaciones: el álgebra, la biología, el Banquete de Platón o la métrica poética de una canción de hiphop. Despojada de estos saberes, la escuela ya no es el lugar para descubrir el mundo y sus misterios o para despertar interés, sino un lugar para adquirir habilidades transferibles al mercado laboral, esto es, un lugar para hacer de los alumnos capital humano. ¿Para qué instruir en materias de estudio si la producción de sujetos empleables requiere, más bien, de un entrenamiento en habilidades técnicas y, como veremos a continuación, emocionales? La transmisión de la cultura queda así vedada y sustituida por el aprender a aprender… nada.

El segundo aspecto que da cuenta de la devaluación del conocimiento lo encontramos en la ofensiva de la educación emocional. Hemos visto en los últimos años cómo este enfoque privilegia lo emocional sobre lo intelectual y desplaza los contenidos culturales anteponiendo un trabajo sobre la interioridad de los alumnos, y replegándose en ella. Conceptos como necesidades y competencias emocionales, motivación, autoestima, resiliencia o proactividad han pasado a convertirse en contenidos pedagógicos de primer orden, conformando así una nueva cultura escolar más interesada en las competencias emocionales y las habilidades de gestión personal que en la adquisición de conocimientos.

La transmisión de la cultura queda así vedada y sustituida por el aprender a aprender… nada

Antes de continuar, tal vez sea necesario aclarar que no estamos negando en ningún caso la importancia de atender el mundo interior de las infancias y adolescencias. Más bien tratamos de cuestionar la centralidad de las emociones en la escuela y la posición ideológica desde la cual se las aborda. O, por utilizar la jerigonza hegemónica, se las gestiona. Y es que la llamada gestión emocional aparece hoy como otro de los nuevos imperativos educativos.

El enfoque más extendido en la educación emocional es el que pertenece a la psicología positiva, definida por Edgar Cabanas y Eva Illouz (2019: 18) como el brazo académico de la ideología neoliberal y el capitalismo de consumo. Sus principales objetivos son el crecimiento personal y la felicidad, postulando que el bienestar no depende de los condicionantes externos, sino de nuestra percepción de la realidad y que, además, es posible cambiarla a base de voluntad. Este discurso, inscrito en lo que algunos autores han denominado ethos terapéutico (Ecclesteon y Hayes, 2009; Illouz, 2007 y 2010), plantea un uso productivo de las emociones en virtud del cual conocer y manejar las propias emociones permite alcanzar no solo el bienestar emocional, sino también el éxito. En esta línea se ubica el documento de la OCDE “Habilidades para el progreso social. El poder de las habilidades sociales y emocionales” (2016: 26) que enfatiza el papel de la educación para “contribuir a aumentar el número de ciudadanos motivados (sic), comprometidos y responsables mediante el fortalecimiento de las habilidades que importan”, y señala que “al controlar las emociones y adaptarse al cambio”, los individuos “pueden estar más preparados para capear las tormentas de la vida, como la pérdida del empleo, la desintegración familiar”, etc. Sin ningún tipo de perífrasis, plantean la educación emocional como una suerte de disciplinamiento social que borra toda dimensión estructural para responsabilizar, cuando no culpabilizar, al sujeto de su situación. Esta invisibilización de las cuestiones estructurales es particularmente inquietante en situaciones de desigualdad social, en las que la desposesión material se afronta ofreciendo competencias emocionales individuales que, en nombre del optimismo y la resiliencia, conminan al alumnado a sostener comportamientos meramente adaptativos.

Con relación a este último aspecto, vale la pena volver a insistir en el modo en que la educación emocional se ha sumado a la estrategia de conformación de subjetividades neoliberales (Laval y Dardot, 2013), atravesadas por nuevas formas de individualización y despolitización. La propuesta emocional no solo supone un repliegue al mundo interior, sino también un entrenamiento para que los alumnos cambien sus percepciones antes que sus condiciones de vida. Se trata de generar nuevas formas de conformismo social. La premisa de partida es sencilla: no existen problemas estructurales, sino deficiencias psicológicas individuales. El nuevo antídoto ante la desposesión cultural y material es la papilla emocional.

Ilustremos esta lógica con el programa de inteligencia emocional “Educación responsable”, analizado por Ani Pérez (2022: 36-37). Impulsado por la Fundación Botín –vinculada al Banco Santander, el principal inversor mundial en el filantrocapitalismo educativo–, dice tener como propósito el crecimiento emocional, social y creativo de niños y jóvenes, y la mejora de la convivencia en los centros escolares a partir del trabajo con docentes, alumnado y familias. El programa se ha implementado en unas 230 escuelas, algunas de ellas ubicadas en barrios depauperados, en los que el alumnado realizó dibujos que representaban el miedo a ser desalojados de sus casas. Si consideramos que el Banco Santander es responsable de decenas de miles de desahucios, de los cuales más de un 80% los sufren familias con al menos un menor a cargo, “poco se puede añadir –dice la autora– ante la desfachatez de quien con una mano echa a niños de sus casas y con la otra presume de ayudarles con su miedo a ser desahuciados”.

No quisiéramos concluir este apartado sin realizar una breve consideración sobre el lugar al que esta dimensión psicologizante de la educación convoca al profesorado. Ya en los inicios de la década de los 90, Tomás Pollán (1991: 34) escribía a propósito de la LOGSE que la figura del profesor quedaba relegada a la de “padre espiritual”. Las últimas reformas han avanzado en estos derroteros para terminar concibiendo al maestro como una suerte de terapeuta, alejado de las funciones que lo constituyen: provocar curiosidad por el mundo y las cosas que lo conforman, y conservar y trasmitir de modo crítico el legado de las generaciones anteriores. De esta suerte, no podemos sino mirar con inquietud la penetración paulatina en las escuelas de dispositivos promovidos por la cultura neoliberal, como el mindfulness o el coaching, que suponen un paso más en el proceso de mercantilización del sistema educativo y de su puesta al servicio del mundo empresarial.

Pensar las formas de resistencia requiere, como apuntó Gilles Deleuze (1995: 284), de un conocimiento acerca de los modos en los que se está llevando a cabo la instalación progresiva y dispersa de este nuevo régimen de dominación. Es urgente analizar las formas en las que la racionalidad neoliberal de las competencias y la educación emocional socavan el sentido de lo educativo y reconfiguran (radicalmente) la concepción, los fines y los métodos de la escuela. Y, con ellos, las conceptualizaciones de la enseñanza, el aprendizaje y los propios sujetos de la educación.

La privatización y la gubernamentalización son las dos caras de la misma moneda

La escuela está hoy doblemente amenazada. Por un lado, de privatización (al ponerse al servicio de los intereses de la economía) y por otro de gubernamentalización (al ponerse al servicio de los programas educativos de los gobiernos de turno). La privatización y la gubernamentalización son las dos caras de la misma moneda. El Estado, y más en materia educativa, ya es inseparable del capital. Las nuevas reformas educativas son harto elocuentes en ese sentido. Sin embargo, el ideal de la escuela moderna fue un ideal republicano (en el viejo y cada vez menos vigente sentido de res publica, de interés común) que, tal vez, sea interesante repensar y recuperar. Nos parece necesario, desde ahí, proteger la escuela de la economía y de la instrumentalización política para que siga siendo escuela. Es decir, un espacio y un tiempo libres y liberados para el mundo, para la atención y el cuidado del mundo, para el saber del mundo o, si se quiere, para la democratización y la redistribución de las herencias culturales.

La educación escolar tiene que ver con abrir el mundo, con hacerlo interesante, con hacerlo significativo, con conocerlo y transformarlo. No hay emancipación ni pensamiento sin conocimiento. No hay república sin escuela. A no ser que empecemos a llamar escuela a un inmenso mecanismo de coaching para gestionar la estabilidad emocional de una población condenada a la precariedad, o a un gigantesco mecanismo cognitivo para desarrollar competencias flexibles y adaptables (es decir, vacías) para una economía en transformación acelerada.

Hubo una vez en que en las plazas se gritaba “le dicen democracia y no lo es”. Lo que viene es una escuela que no lo es. De ahí que, para la tarea inexcusable, desde la izquierda, de defender la escuela pública, sea preciso pensar, otra vez, qué quiere decir escuela y qué significa pública.

Defender la escuela orientada al mundo, es decir, al conocimiento, es también defenderla de su desprestigio y de su degradación. De ese runrún de que es una institución caduca y rancia, una antigualla, de ese runrún de que la enseñanza es un paquete indigesto de contenidos inútiles y carentes de sentido. En la escuela no hay contenidos sino materias de estudio, es decir, esos pedazos de mundo y de formas de nombrar y de conocer el mundo que decidimos que son lo suficientemente interesantes como para ser transmitidos, compartidos y renovados.

Terminamos con unas palabras de Hannah Arendt (2003: 301):

La educación es el punto en el que decidimos si amamos el mundo lo bastante como para asumir una responsabilidad por él y así salvarlo de la ruina que, (…) de no ser por la llegada de los nuevos y los jóvenes, sería inevitable”. Y continúa, “también mediante la educación decidimos si amamos lo suficiente a nuestros niños para no apartarlos de nuestro mundo ni abandonarlos a sí mismos, (…) y, en cambio, prepararlos de antemano para la tarea de renovar un mundo común.

Marta Venceslao es profesora en la Facultad de Educación de la Universidad de Barcelona y miembro del Grup de Recerca sobre Exclusió i Control Social (GRECS) de la misma universidad. Jorge Larrosa es profesor jubilado de Filosofía de la Educación en la Universidad de Barcelona y miembro del Grup de Recerca sobre Exclusió i Control Social (GRECS)

Referencias 

Arendt, Hannah (1996) Entre el pasado y el futuro. Barcelona: Península.

Cabanas, Edgar e Illouz, Eva (2019) Happycracia. Cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas. Barcelona: Paidós.

Cañadell, Rosa; Corominas, Albert y Hirtt, Nico (2020) El menosprecio al conocimiento. Barcelona: Icaria.

Carrera, Pilar y Luque, Eduardo (2016) Nos quieren más tontos: la escuela según la economía neoliberal. Barcelona: El Viejo Topo.

Consejo Europeo (2012) Conclusiones del Consejo, de 26 de noviembre de 2012, sobre la educación y la formación en Europa 2020 – La contribución de la educación y la formación a la recuperación económica, al crecimiento y al empleo.

Deleuze, Gilles (1995) Conversaciones. Valencia: Pre-Textos.

Fernández Liria, Carlos; García Fernández, Olga; Galindo Ferrández, Enrique (2017) Escuela o barbarie: entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda. Madrid: Akal.

Garcés, Marina (2013) Un mundo común. Barcelona: Bellaterra.

Laval, Christian (2004). La escuela no es una empresa: el ataque neoliberal a la enseñanza pública. Barcelona: Paidós.

Laval, Christian y Dardot, Pierre (2013) La nueva razón del mundo. Ensayo sobre la sociedad neoliberal. Barcelona: Gedisa.

Meirieu, Phillipe (2016). Recuperar la pedagogía. De lugares comunes a conceptos claves. Buenos Aires: Paidós Argentina.

OCDE (2015). Estrategia de competencias de la OCDE: construyendo una estrategia de competencias eficaz para España. Disponible en: https://www.oecd.org/skills/nationalskillsstrategies/Spain_DR_Executive_Summary_Espagnol.pdf

(2013). Mejores competencias, mejores empleos, mejores condiciones de vida. Un enfoque estratégico de las políticas de competencias. Madrid, OCDE/Santillana.

(2010). Habilidades y competencias del siglo XXI para los aprendices del nuevo milenio en los países de la OCDE. Madrid: Instituto de Tecnologías Educativas/MECD.

Pérez Rueda, Ani (2022) Las falsas alternativas. Pedagogía libertaria y nueva educación. Barcelona: Virus.

Pollán, Tomás (1991) “Aprender para nada”, Archipiélago, 6, pp. 33-37.

Solé, Jordi (2020) “El cambio educativo ante la innovación tecnológica, la pedagogía de las competencias y el discurso de la educación emocional. Una mirada crítica”, Teri, 32, 1, pp. 101-121.

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