Por: Pedro Ángel Palou.
Usamos unas trescientas palabras (cinco mil los que tienen un gran vocabulario) de las 283 mil aproximadas del idioma castellano. El diccionario de la Real Academia tiene 88 mil vocablos y se suele agregar un treinta por ciento más a ese léxico disponible por motivos de diferencias dialectales, con lo que al menos hay cien mil palabras a nuestro alcance. Un adolescente promedio textea 3,200 veces al día. ¿Qué palabras usa? Ya lo dije, con tristeza, trescientas palabras a lo más. Ah, perdón, es que sustituye las palabras con emoticones. Es una de los peores inventos de la era del internet. Los iconos sustituyen nuestra capacidad de expresión. El icono que en inglés llaman “pulgares arriba” (thumbs up!), que indica “me gusta” (otra rebaja de la calidad de la lengua que le debemos a Facebook), tiene ahora colores de piel, para que lo hagamos “más personal”. Nada parecido a la verdad. En realidad sustituye cientos de expresiones distintas que ahora no tenemos que producir. “Shit”, para “carajo” o “mierda”, es sustituido por un emoticon de excremento con una expresión de curiosa felicidad. Pero en realidad en medio de todas esas posibles cosas que podemos decir con el dibujito, hay una serie de matices que se van perdiendo.
Esta entrada de hoy en 24 horas tiene que ver con los matices. Porque de ellos, de eso, es que está hecha la vida. No del blanco y negro, no del tú o yo, no del izquierda o derecha. Pero las redes sociales al empobrecer brutalmente el lenguaje lo que han producido es un mundo polarizado hasta la médula donde lo que ha desparecido es la sutileza. Esa que solo puede alcanzarse con las palabras. Y en la conversación con el tono, con el gesto, con el lenguaje corporal. El emoticón es la ausencia de emoción. Representa la anulación de la diferencia, esa parte de nuestra individualidad que, curiosamente, es la que nos hace humanos. Propongo, primero que los eliminemos de nuestras conversaciones escritas. Adiós. Para siempre. No los usemos. Utilicemos palabras, metáforas, metonimias. Buceemos de nuevo en la riqueza combinatoria del idioma, la que asombró a Saussure y que nos permite pensar que toda lengua (langue) implica un paradigma (un casi infinito posible) con una cadena hablada, con una concreción factible de lo imposible, si se quiere.
🙂
Este es el primer “emoticón” de la historia, (data de 1982 y ahora parece una pintura de Altamira) y vino de los signos de puntuación, de dos puntos, un guion y el cierre de un paréntesis. Era una “smiley face”, una sonrisa a la Sabritas. Nadie pensó en el daño que ese uso alternativo de los signos de puntuación tendría en el empobrecimiento del lenguaje. Y en el empobrecimiento de la expresión individual, aparentemente el único objetivo de tener un lenguaje. Lo que podríamos denominar jeroglífico digital ha sustituido nuestras emociones.
LOL (Laugh out Loud), se convirtió en “Face Tears of Joy”, una carita que llora de felicidad por la hilaridad. En 2015, poco después de veinte años del primer emoticón inventado por Scott Fahlman para intentar producir cierto “tono o ironía” en el lenguaje digital, en la palabra del año del Oxford Dictionary. Por supuesto Samuel Johnson se estaría riendo de nosotros.
¿Jeroglífico o Digiflífico? ¿Nos entendemos en realidad con la estandarización del sentimiento? No lo creo. Nos perdimos para siempre en lo colectivo, desapareció lo individual, la expresión. Un poeta mexicano ganó una beca del FONCA para escribir un poemario en emojis. No pienso entrar en la polémica sobre lo absurdo del caso. Lo que creo es que todos seguimos el juego, aunque lo critiquemos, de este nuevo mundo digital.
La velocidad ha sustituido a la personalidad. El vértigo al pensamiento y la tranquilidad soledad de quien sabe realmente estar solo –sin iPhone a la mano- es ya casi impensable. Nadie sabe estarse quieto, sosiego diría la tía mexicana. El otro día, en el metro ninguna persona (literalmente ninguna) estaba sola. Todos se “acompañaban” con sus tabletas, teléfonos pseudo-inteligentes, en un chat infinito y absurdo que nada comunica pero que da la ilusión de estar comunicado, conectado. En el barroco era el miedo al vacío, ahora es el miedo a estar solos.
En el camino lo único que hemos creado una generación desesperadamente ansiosa. Infinitamente conectada, con un múltiple espejo que le devuelve la nada: el FOMO (Fear of Missing Out) es nuestro nuevo nihilismo, nuestra enfermedad absoluta.
Vana ilusión de estar conversando con alguien cuando en realidad nadie nos escucha ya.