Mis profesores muertos

Por: Ignacio Irazuzta


Aunque con incertidumbre, las instituciones educativas se están preparando para el regreso a las aulas luego de casi año y medio de educación virtual. La posible y menguada presencialidad para el nuevo año escolar ha reactivado el arsenal de capacitaciones pedagógicas que ahora, en el previsible futuro del regreso a las aulas, se reafirma en el presupuesto de un alumnado emocionalmente frágil y en la entrega al mundo cada día más avasallante de las tecnologías educativas. No es cosa nueva. Como en otros tantos asuntos, la pandemia ha venido a acelerar y por tanto reforzar lo previamente existente bajo un aparente manto cambio radical y, en esa revulsiva reaparición sobreexcitada de las nuevas pedagogías, se activa también el debate entre lo nuevo y lo viejo en la enseñanza universitaria; entre una universidad como la actual, entregada a la formación de sujetos para la sociedad de mercado y otra, menguante y acallada, que se quería crítica, reflexiva y autónoma a la vez que colectivista en su imaginario de proyección social.

Lo que en este texto presento no es una disertación desde mi campo de especialidad, sino una reflexión desde mi experiencia nativa de profesor universitario, seguramente sesgada por un exceso de proximidad al objeto de análisis, pero también atemperada por el sentir y el decir de colegas de mi universidad y de otras. Mi reflexión, entonces, se mueve entre dos tipos ideales de docencia universitaria que, simplificando, intentan explicar la actual encrucijada.

El primero de estos tipos, que describe el momento actual, está hecho de educación por competencias, innovación educativa e imperativos de realidad social -que no es más que realidad de mercado- como principios y guía de la labor docente. El otro, asociado al pasado, pero con algunos “resabios” actuales que las huestes pedagógicas del presente combaten con ahínco, es el de la docencia del contenido y la preeminencia cartesiana de la duda. Al primero lo llamo el tipo actual; al segundo el de mis profesores muertos. El tipo actual carga con el peso del quehacer cotidiano de los cursos de capacitación sobre el “valor de la educación para la sociedad del futuro” y las prescripciones de las nuevas tecnologías educativas; el de mis profesores muertos con los esquemas de pensamiento guiados por el principio de la crítica hacia la arbitrariedad cultural y unas prácticas docentes cavilantes entre el orden establecido y las posibilidades de cambio social radical.

La marca de este último tipo, el de mis profesores muertos, me inclina a ser más incisivo en la caracterización del tipo actual, así que a ello voy.

El mundo de las nuevas tecnologías educativas. Imagen tomada de Internet

La universidad de la innovación educativa concibe al sujeto desde cero, al punto que parece no reconocer su trayecto formativo previo. El mandato de la economía de mercado y la competitividad, con su pregonado valor de la disrupción como requisito de innovación y emprendizaje requiere de individuos sometidos a las condiciones de un saber hacer que sobrepasa los saberes disponibles, que si los si los considera necesarios han de presentarse des-disciplinados y al servicio de problemas definidos desde la empresa. El “aprender a aprender” como competencia fundamental compite con la formación previa del sujeto y socava la función igualadora y de reproducción social asociada tradicionalmente a la escuela. Sumado a ello, como acompasando ese cometido, las nuevas tecnologías educativas que promueven el gamification como método de aprendizaje dan como resultado una infantilización de unos sujetos que son legalmente mayores de edad y que, por ello, se los supone con una capacidad de juicio sobre la sociedad ejercida mediante el derecho al voto.

En cambio, el tipo ideal de mis profesores muertos es, quizá más por sus anhelos que por sus resultados, el de la docencia de la autonomía. Fundado en los principios de la libertad de cátedra del profesorado, de un alumnado adulto y por ello autónomo y facultado en la tradición de disciplinas de conocimiento que sostiene una educación de contenidos, la docencia de este tipo tiende a relegar la pedagogía a la formación previa del sujeto.

Imagen de la Universidad de Córdoba cuando la Reforma Universitaria de 1918. Tomada de Internet

Desde la perspectiva del tipo de mis profesores muertos, el de la educación actual es un modelo heterónomo en tanto que delega la formación del estudiante al supuesto libre juego de las reglas del mercado. En efecto, detrás del empoderamiento y empresarialización del sujeto del tipo actual reside una profunda heteronomía. En este tipo el individuo estaría dominado por el presente y, si acaso él habla de cambio -que lo hace, y con insistencia-, es el cambio que toma por asalto, propio de un entorno que el individuo no controla y al que debe adaptarse.

Es cierto que una defensa a ultranza de los viejos valores de la docencia universitaria corre el riesgo de posicionarnos en un lugar políticamente conservador, pero pensando en las ciencias en las que me desempeño, las sociales, no puedo abandonar algunos de los principios en los que me formaron mis profesores. Principalmente en los que orientan su desempeño hacia la crítica más que hacia el hacer, o hacia el hacer como una forma de crítica. Con base en ello, pienso, por ejemplo, en que si la ciencia política abandonara su empeño en el hacer políticas públicas para pasar a ejercer verdaderamente esa función crítica, ganaríamos seguramente en democracia que, como bien lo dijo Castoriadis[1], es aquella forma de vida política que ocurre cuando las sociedades y sus individuos trascienden la heteronomía y ganan en autonomía.

Como sea, entre un tipo ideal y otro, como entre la distancia generacional entre profesores y alumnes, seguramente se esté gestando algo que pasa ahora para mí desapercibido. Quizá lo dicho no sea más que un anhelo de ser para mis estudiantes en el futuro su profesor muerto, como lo son hoy para mí Horacio y Alfonso. Después de todo, de ellos aprendí ese empeño de lucha continua que busca cuestionar y modificar la misma estructura de la que el homo academicus[2] forma parte, es decir, la propia universidad, tan mermada hoy de autonomía como la misma sociedad.



[1] Castoriadis, C., Los dominios del hombre, las encrucijadas del laberinto, Barcelona: Gedisa, 1986.

[2] Bourdieu, P., Homo academicus, Madrid: Siglo XXI, 2008.

 

Fuente de la información e imagen: https://academicxsmty43.blog/

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