odos los grupos sociales, desde los transportistas a los médicos, desde los campesinos a las grandes empresas, tienen tendencia espontánea a identificar y defender sus intereses colectivos. El capitalismo neoliberal les asigna el vocablo de grupos de interés o lobbies y pretende degradar a ese rol el papel de los sindicatos. Pero objetivamente son mucho más que eso.
El hecho de vivir del propio trabajo ha constituido durante mucho tiempo un cemento suficiente para favorecer una identidad común que surge del conflicto con el capital. Siempre fue, no obstante, una identidad trabajada tarea que ha correspondido a los sindicatos de clase, organizaciones volcadas en integrar lo disperso, dotándole de una unidad que nunca surgió de forma espontánea.
Observar el mundo desde los ojos del trabajo es una tarea que requiere integrar a los diferentes colectivos resaltando lo que comparten: una perspectiva que concibe el mundo como una patria común sin depender del origen de las personas ni de su capacidad económica, sin servidumbres de ningún tipo; que entiende la libertad como la ausencia de explotación y dominio de unos sobres otros; que entiende el interés general como el resultado de la cooperación voluntaria de las mayorías en un entorno de equilibrios, hoy necesariamente vinculado con el medio ambiente. Al final, descendiendo a lo concreto, late el sueño de concebir la empresa como una organización de personas libres organizadas para crear y compartir riqueza.
La lucha por esa construcción del futuro a largo plazo se articula en una dialéctica en las que se alternan propuestas de resistencia, confrontación o colaboración integradas en un mismo discurso. Cuál debe ser hoy ese discurso es la cuestión.
La tarea de reajustar el discurso del trabajo en tiempos complejos.
La complejidad y globalidad de los procesos productivos y tecnológicos ha diluido la solidaridad primaria asociada a formas de trabajo y explotación simples. Lo que entendemos por crecimiento se ha convertido en un proceso de apropiación del excedente que trasciende a las empresas y que aspira a extraer plusvalías del ciudadano en todos los espacios de su vida: cuando va al banco, se compra una vivienda o pretende curar sus dolencias, en su hogar o en el transporte, cuando trabaja y cuando se dedica al ocio.
El desarrollo del último capitalismo está lleno de contradicciones. Cuanto mayor es la productividad del trabajo, mayores son los beneficios empresariales y mayor la apropiación por el capital del valor creado; cuando mayor es la presencia del trabajo intelectual, mayor su sobrecualificación, mayor su precariedad y mayor su exclusión en la gestión de las empresas; cuando mayor es la globalización de la economía y mayor capacidad ofrecen las tecnologías para trabajar en red, mayor es la fragmentación de los procesos y mayor es la penosidad del trabajo sufrido en solitario.
En la medida que el nuevo poder empresarial se fortalece también se difumina y oculta, se hace invisible pero se siente en todas partes. Es un poder que todo lo ve porque la tecnología se lo permite. Mientras los primeros directivos se sienten dioses con su poder absoluto, la empresa se convierte en una organización obsesionada por la vigilancia, el control y la penalización por incumplimientos.
La forma en que se ejerce el poder acaba impregnándolo todo: construye íntimamente al sujeto, moldea al trabajador. Cuando las fronteras del tiempo y lugar se diluyen, el trabajador-ciudadano pasa a ser una mercancía potencialmente trazable las 24 horas del día. Entonces, los derechos laborales y los derechos ciudadanos se entremezclan y funden. Afectan a la vivienda, la movilidad, los cuidados, la privacidad, la desconexión o la intimidad.
Paradójicamente, aunque la sobreexplotación se instala en el mundo la invisibilidad del poder favorece que el sentimiento de «estar explotado» se mitigue. En su lugar, resucitan otras sensaciones que podemos identificar con las de frustración, exclusión, marginación, ninguneamiento, desprecio, indiferencia… La dignidad humana recupera protagonismo. El movimiento de lo indignados que se extendió por el mundo en la década pasada fue un movimiento ciudadano, pero ahondaba sus raíces en la indignidad del trabajo actual.
Los efectos de la precarización de los trabajadores del conocimiento
Es evidente que estos cambios obligan a ampliar el foco al mensaje sindical mientras atiende sus asuntos de siempre y en particular, hoy, la pérdida de poder adquisitivo como manifestación urgente de la crisis energética y de relocalización de procesos productivos.
El reto es inmenso. Las capas intermedias de profesionales sienten envilecida su situación por la externalización del conocimiento que, por un lado, devalúa su trabajo hasta confundirlo con el de operadores de aplicaciones y plataformas, sin capacidad de aportar valor, mientras, por otro, se les margina en análisis y estrategias departamentales, trasladadas a consultores. Afectadas de una precarización creciente acabarán fomentando plataformas para defender sus intereses si los sindicatos de clase no son sensibles a su situación. Incorporar esas preocupaciones en elecciones sindicales y convenios es fundamental para integrarlas en una nueva idea de empresa.
Hay que acabar con la concepción monárquica de la empresa y la verticalización creciente de las relaciones laborales, un lugar donde minorías de control asumen el gobierno y deciden por todos. La cúpula directiva que detenta el poder se apropia de la bandera de «lo común» como si el trabajo no fuera empresa, como si avanzar hacia la mejor organización capaz de crear riqueza no fuera el objetivo de los principales interesados en su desarrollo, que son los trabajadores.
La unidad de los diferentes colectivos y capas de trabajadores pasa hoy por hacer confluir sus demandas laborales e interesarles en el cómo producir y en el qué producir en una lógica de participación en el gobierno de las empresas.
El trabajo es hoy, objetivamente, el grupo social más interesado en una mejora continua de la calidad de los activos intangibles (organización, procesos, know how) que es la fuente principal de innovación y de especialización productiva. Y esos activos que no puede adquirirse en el exterior y deciden el éxito de las empresas, precisan de un clima colaborativo que fomente la participación, la inteligencia colectiva y la convergencia de esfuerzos.
Empresa republicana frente a empresa monárquica
Probablemente no estemos en un momento en el que podamos aspirar a un cambio esencial hacia la democracia económica. Difícil imaginar una empresa autogestionada ni plenamente democrática, en la que, por ejemplo, hubiera mecanismos de elección del CEO, pero sí, al menos, aspirar a una organización intermedia, con mecanismos de poder delegados, institucionalizados y participativos que incluyen la codecisión y la participación en el capital.
A ese tipo de empresa que podemos llamar republicana se le puede exigir un clima laboral participativo que dignifique el trabajo. El sistema productivo vigente en el norte y centro de Europa indica que innovación, eficiencia y participación caminan juntos. Reclamar trabajo digno, es identificar al trabajador como ciudadano adulto y libre, no como un siervo asustado o como un esclavo sometido, y a la empresa como el lugar donde se nos ofrece la oportunidad de compartir objetivos para mejorar productos y procesos y crear riqueza.
Hacer sindicalismo será, probablemente cada vez más, ampliar derechos de participación para establecer un contrapoder democrático en la empresa y en la organización del sistema productivo.
Ignacio Muro. Economista. Miembro de Economistas Frente a la Crisis. Experto en modelos productivos y en transiciones digitales. Profesor honorario de comunicación en la Universidad Carlos III, especializado en nuevas estructuras mediáticas e industrias culturales. Fue Director gerente de Agencia EFE (1989-93). @imuroben
Fuente: https://rebelion.org/ciudadanos-o-esclavos-sindicatos-y-dignidad-del-trabajo-2/