Blanca Heredia
No es el paraíso, pero la capital de Perú presenta rasgos de una ciudad y de un país que, a diferencia de México y de la CDMX, claramente van por buen camino. En infinidad de cosas, Lima se parece mucho a la Ciudad de México. El paisaje urbano, la gente y los aparatosos abismos entre blancos y morenos, así como entre ricos y pobres son muy parecidos. Dos diferencias, con todo, me llamaron poderosamente la atención.
En primer lugar: la limpieza de Lima y su marcadísimo contraste con el cochinero completo que es la CDMX. Calles y plazas sin basura y bien mantenidas, desde luego en las zonas elegantes, pero también en buena parte de la ciudad. No es el caso, como sabemos, en la capital de México, donde ni siquiera en las zonas de altos ingresos las calles y las banquetas están limpias y/o en buen estado.
También me sorprendió mucho para bien, la amabilidad de la gente común en Lima y el extraordinario servicio que ofrecen los empleados de hoteles, universidades, restaurantes, tiendas, changarritos, taxis y demás. No es Asia, pero me recordó más a Asia que a México o a muchos países de América Latina. Amabilidad y calidez y, además, servicio eficiente y profesional provisto con respeto y dignidad (es decir, sin servilismos denigrantes).
Perú es un país más pobre que México. El ingreso per cápita allá es de alrededor de 60 por ciento del nuestro (datos de 2015). Pero, en marcado contraste con México, Perú viene creciendo fuerte económicamente desde hace 20 años. Tenemos así que, de acuerdo con datos del Banco Mundial, entre 1990 y 2015 el PIB per cápita de Perú creció 121 por ciento mientras que el de México aumentó tan sólo 31 por ciento. En el periodo 2000 a 2015, la tendencia fue aún más desfavorable para nosotros: 79 por ciento de crecimiento en Perú y 11 por ciento en México.
Podrían aducirse varias razones para explicar estos desempeños contrastantes.
Entre otras: el que (normalmente) es más fácil para una economía crecer rápido cuando el punto de partida es más bajo, y que, a diferencia de México, Perú gozó durante los 90 y 2000 de un boom asociado a la demanda insaciable de China y otros países pobres con alto crecimiento por recursos naturales y productos primarios (commodities).
Estos elementos, si bien contribuyen a explicar el buen desempeño de la economía peruana, resultan insuficientes para dar cabal cuenta de éste. No alcanzan, por ejemplo, para explicar por qué otras economías latinoamericanas que también se beneficiaron del boom global por productos primarios en los 2000 –como Argentina, Brasil, Bolivia o Ecuador– no consiguieron tasas de crecimiento tan altas y, sobre todo, sostenidas como Perú.
Para entender el éxito económico peruano hacen falta factores adicionales. Por ejemplo, las conocidas reformas estructurales, la adopción de políticas macroeconómicas prudentes orientadas a preservar la estabilidad de precios, así como el combate frontal y exitoso a Sendero Luminoso y la reducción de la violencia e inseguridad, impulsadas, todas ellas, durante los 90, por el entonces presidente Alberto Fujimori. Resultan indispensables también, sin embargo, otros elementos entre los que destaca un sistema judicial considerablemente más funcional a la estabilidad, la gobernabilidad y el crecimiento respecto al mexicano o el de otros países de la región.
En este último sentido, llama especialmente la atención como signo y termómetro de un sistema de justicia efectivo el que el hombre, enormemente polémico sí, pero también reconocido como responsable de sentar las bases del éxito peruano de las últimas dos décadas
–Alberto Fujimori– esté en la cárcel desde 2009. El expresidente Fujimori cumple una condena de 25 años en Perú por crímenes de lesa humanidad y por actos de corrupción.
¿Cuántos otros presidentes en América Latina con récords análogos en materia de corrupción y derechos humanos han sido juzgados, condenados y encarcelados por los sistemas de justicia de sus países?
Muy pocos. Sobresalen, entre estos, los casos de Fujimori (cárcel) y de Pinochet (arresto domiciliario).
Apenas un signo, pero un signo poderoso de que, al concluir sus mandatos, sus países se ocuparon de llevar adelante reformas de fondo en materia de justicia, mismas que hicieron posible castigar los crímenes de dos expresidentes muy poderosos, quienes impulsaron virajes mayúsculos en sus respectivos países.
Ello, junto con reformas estructurales parecidas a las mexicanas, pareciera haber contribuido a generar condiciones para procesos de estabilidad política y crecimiento económico dinámico sostenido.
No digo, en absoluto, que sea la condena y encarcelamiento en sí de estos personajes lo que explique el éxito (claro) de Chile y (por consolidarse) del Perú.
Lo que apunto es que esas decisiones sugieren la transición hacia sistemas de justicia mucho menos dependientes que el mexicano del poder político, y que ello pudiera ayudar a explicar el muy buen desempeño económico de esos dos países.
En México se han llevado a cabo todo género de reformas. La indispensable que falta es una que separe en serio a la justicia de la política y que haga de la primera el piso cierto para resolver nuestros conflictos y llamar a cuentas a los que cometen crímenes en contra de todos. Sin una reforma de justicia, seguiremos dando tumbos en medio del mugrero.
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