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Las enseñanzas de Marx: Educación popular y formación política

Por: Zur Pueblo de Voces

El pasado 5 de mayo se cumplieron 199 años de nacimiento de uno de los críticos más potentes de la formación capitalista. Aquí Hernán Ouviña comparte una faceta poco difundida, su preocupación por la formación política y la educación.

Si bien puede parecer redundante o conocido, es importante recuperar cómo la larga tradición del marxismo revolucionario supo tener a lo formativo y a la educación popular como algo central en su derrotero militante. En especial porque aunque suene paradójico, en coyunturas adversas como la que vivimos en América Latina, o en momentos donde la movilización popular nos encuentra de manera constante en las calles, los procesos de formación, de análisis y estudio, de lectura e investigación de la propia realidad que se pretende transformar, se resienten o bien ostentan -salvo contadas excepciones- un lugar residual al interior de las organizaciones de izquierda. A contrapelo, y en sintonía con los planteamientos de buena parte del marxismo crítico, es precisamente en contextos como el actual donde más urgentes resultan este tipo de apuestas pedagógico-políticas.

Consideramos un ejercicio imprescindible revisitar desde este ángulo las propias biografías e itinerarios de quienes constituyeron una referencia fundamental en la conformación del marxismo revolucionario, comenzando por el propio Karl Marx (1818-1883). En general predomina -a nuestro modo de ver, no casualmente- una visión de Marx como un genio solitario, dedicado casi exclusivamente a escribir libros y artículos detrás de un escritorio, sumergido cual ratón de biblioteca en la sala de lectura del Museo Británico durante años para elaborar El Capital. Sin embargo, se omite que desde su juventud hasta los últimos momentos de su vida, siempre produjo, intervino y reflexionó en diálogo constante con la realidad y las luchas que lo estimulaban a pensar y actuar como militante revolucionario, por lo que podemos definirlo como un verdadero intelectual orgánico de las clases populares.

Desde sus primeros artículos periodísticos de denuncia de las condiciones de miseria y explotación que padecían los campesinos de Mosela, pasando por el enorme aprendizaje político que resulta de sus diversos encuentros e intercambios en buena parte del continente con organizaciones clandestinas, sindicatos y asociaciones de exiliados, hasta la elaboración de sus incendiarios documentos y comunicados políticos al calor de la revolución de 1848 (entre los que se destaca elManifiesto Comunista, escrito a pedido de la Liga en la que participaba junto con Engels, y cuyo antecedente había sido el Comité de Correspondencia Comunista), puede decirse que su formación estuvo signada por el vínculo estrecho con -y el aprendizaje a partir de la experiencia vital de- las organizaciones y movimientos en lucha en toda Europa.

Sería infructuoso reseñar en detalle su abultada producción teórico-política, pero vale la pena recordar algunos de sus principales materiales y momentos de intervención, para dar cuenta de la importancia que siempre tuvo el estudio y la formación para Marx. No podemos dejar de mencionar las Tesis sobre Feuerbach, temprano borrador de 1845 cuya extensión es inversamente proporcional a su densidad filosófica y política, en la medida en que condensa en unos pocos párrafos una caracterización profundamente revolucionaria respecto del conocimiento de la realidad, y postula como criterio de verdad a la praxis, la cual presupone una unidad indisoluble entre reflexión y acción, así como el papel activo y dinámico que tienen los sujetos tanto en la comprensión como -sobre todo- en la transformación del mundo. A su vez, textos pedagógicos y de amplia difusión popular bajo el formato de folletos, como Trabajo asalariado y capital o Salario, precio y ganancia, son en realidad conferencias que fueron pensadas para el esclarecimiento teórico y la batalla política, en el seno de las organizaciones de base de trabajadores y activistas que el propio Marx frecuentaba. Su obsesión por lograr que la clase obrera pudiese acceder a los sucesivos tomos de El Capital a través de su desdoblamiento en fascículos sueltos divulgados a precios populares -tal como deja traslucir en más de una carta intercambiada con Engels y con su editor- tiene la misma vocación formativa.

Asimismo, dentro de la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT), una de las propuestas que supo impulsar fue la de una investigación “de la situación de la clase obrera en todos los países, llevada a cabo por la clase obrera misma”, donde uno de los puntos más relevantes era la educación del proletariado en términos mentales, físicos y tecnológicos, es decir, desde una perspectiva integral.Sumamente entusiasmado por concretar esta propuesta redactada en 1866 (no casualmente, escasos meses antes de que salga a la calle la primera parte de El Capital), Marx expresará que “al iniciar tan gran obra, los obreros mostrarán que son capaces de tomar sus destinos en sus propias manos”. En efecto, poco tiempo atrás, en ocasión del nacimiento de la Asociación Internacional de los Trabajadores, ya había escrito en su Manifiesto Inaugural que “la clase obrera posee un elemento de triunfo: el número. Pero el número no pesa en la balanza si no está unido por la asociación y guiado por el saber”.

No está de más recordar que otro texto imperecedero de Marx, publicado luego bajo el título de La guerra civil en Francia, fue en rigor un documento político redactado por él a pedido del Consejo General de la AIT (de hecho, sus integrantes fueron quienes firmaron como “autores” colectivos la primera edición de este material), con el propósito de brindar una lectura desde el punto de vista de la clase trabajadora, acerca de los sucesos ocurridos en París durante la instauración de la Comuna entre marzo y mayo de 1871, a tal punto que las diversas ediciones en inglés y en otras lenguas -por lo general como folleto- fueron vendidas entre los obreros a precios reducidos y se agotaron rápidamente. Es interesante destacar que el interrogante teórico-práctico que obsesionó a Marx durante casi dos décadas (¿con qué sustituir al Estado burgués tras la conquista y destrucción del poder político a través de una revolución?), no pudo ser respondido por él en términos intelectuales o eruditos, sino que fueron las y los desposeídos parisinos que osaron “tomar el cielo por asalto”, quienes resolvieron este enigma y le enseñaron a Marx -a partir de su experiencia colectiva y sin receta alguna- la forma política “al fin descubierta” que debía asumir el autogobierno popular luego de la desarticulación del poder estatal y capitalista.

Ya en su última década de vida, además de insistir en la necesidad de entender y analizar a las sociedades a partir del principio epistemológico de la totalidad (que implica concebir al capitalismo como un sistema, no disociando por tanto, salvo en términos estrictamente analíticos, las diferentes y complementarias relaciones de opresión, dominio y resistencia que lo constituyen como tal), Marx confrontará con aquellas corrientes que, como la liderada por Lasalle en Alemania, pregonaban la posibilidad de construir el socialismo de manera gradualista y desde el Estado. Conocido como “Crítica al Programa de Gotha”, este manuscrito póstumo redactado en 1875 cuestiona de manera radical los núcleos principales de un programa político que, elaborado en el marco de la unificación de las dos principales organizaciones obreras alemanas, se encontraba en las antípodas de su concepción revolucionaria. Frente a la sugerencia de los lasalleanos de subsumir toda propuesta de trabajo cooperativo y de educación popular a la lógica estatal, Marx responderá indignado: “Eso de ‘educación popular a cargo del Estado’ es absolutamente inadmisible. ¡Una cosa es determinar, por medio de una ley general, los recursos de las escuelas públicas, las condiciones de capacidad del personal docente, las materias de enseñanza, etc., velar por el cumplimiento de estas prescripciones legales mediante inspectores del Estado (…) y otra cosa, completamente distinta, es nombrar al Estado educador del pueblo! (…) es, por el contrario, el Estado el que debe recibir del pueblo una educación muy severa”.

Unos años más tarde, retomará con mayor fuerza aquella vocación por la formación, el estudio y la investigación militante, a través del diseño y la difusión de una “encuesta obrera”, que tenía por propósito el indagar en la situación de explotación que padecía la clase trabajadora europea, pero también conocer sus condiciones de vida y reproducción más allá de la fábrica, así como sus formas organizativas y sus repertorios de lucha. Elaborada en 1880 para que sean los propios trabajadores quienes la implementen en sus ámbitos laborales, llegó a contemplar más de 100 preguntas, la mayoría de las cuales eran interrogantes “generadores”, que buscaban fomentar, a partir de su lectura y el debate colectivo que disparaban, un proceso de desnaturalización y cuestionamiento de la situación padecida, en paralelo a la autoconsciencia por parte de los obreros mismos, de su potencialidad como clase revolucionaria y con intereses antagónicos a los de la burguesía.

Este viejo Marx se encargará incluso de fustigar, junto con Engels, a la dirigencia socialdemócrata alemana que por aquel entonces ya dejaba traslucir su tendencia a la burocratización y comenzaba a denostar la capacidad de las y los trabajadores de liberarse del yugo capitalista sin tutela alguna. En una extensa y premonitoria carta, denunciarán a quienes consideran que “la clase obrera es incapaz de conquistar por sí misma su propia emancipación” y consideran que “para lograrla debe ponerse bajo la dirección del burgueses ‘cultos y pudientes’, los únicos que poseen el ‘tiempo y las oportunidades’ para informarse de lo que es bueno para los obreros”. A contrapelo de esta concepción paternalista y vertical, dirán: “Cuando se constituyó la Internacional, formulamos expresamente el grito de combate: el emancipación de la clase obrera debe ser obra de la clase obrera misma. Por ello no podemos colaborar con personas que dicen que los obreros son demasiado incultos para emanciparse por su cuenta y que deben ser libertados de arriba por los burgueses y pequeños burgueses filántropos”

El 14 de marzo de 1883 su vida se apagará definitivamente. A partir de ese momento, las querellas e interpretaciones en torno a su legado y herencia serán una constante en el seno de las izquierdas (e incluso por fuera de ellas). Quizás previéndolo, el viejo Marx supo responder de manera irónica: “lo único que sé es que no soy marxista”. Sabias palabras éstas frente a quienes pretendían hacer de su pensamiento y su praxis revolucionaria un nuevo dogma al margen de todo tiempo y espacio.

Por ello lo fundamental es no vislumbrar a Marx ni al sin fin de grandes revolucionarios/as (desde Lenin y Gramsci a Rosa Luxemburgo, de Mariátegui y Amilcar Cabral al Che Guevara) como iluminados/as y sabelotodos/as que esclarecieron y guiaron a organizaciones y pueblos “ignorantes”, carentes de conciencia por sí mismos/as y meros/as ejecutantes de una estrategia que les era incorporada “desde afuera”. Si bien en todos los casos tuvieron un papel destacado en sus respectivos procesos revolucionarios, vale la pena recordar una de las tesis sobre Feuerbach escrita precisamente por el joven Marx, que criticaba aquellas lecturas unidireccionales que olvidan que “el educador a su vez debe ser educado”. De ahí que quizás sea más equilibrado afirmar que fue la praxis colectiva y el devenir histórico-político dentro del cual se situaron con creatividad y audacia en tanto aprendices-sistematizadores/as (o educadores-educandos), lo que les permitió destacarse como dirigentes e intelectuales revolucionarios/as a cada uno/a de ellos/as en los proyectos donde intervinieron.

A pesar de la indudable centralidad que han tenido estos/as referentes del marxismo en impulsar y sostener iniciativas de producción de conocimiento, investigación militante y educación popular liberadora, resulta imprescindible resituar -comenzando por el propio Marx- tanto sus liderazgos como los aportes teórico-prácticos que han generado, en el marco de procesos y sujetos de carácter colectivo, así como en función de una constelación de luchas e iniciativas emancipatorias, que constituyeron las verdaderas escuelas en la que se forjaron como intelectuales orgánicos de los pueblos.

El estancamiento del pensamiento crítico y la dogmatización han sido un peligro constante en los diferentes proyectos revolucionarios encarados por las fuerzas de izquierda, y hoy cobra nuevos bríos como tendencia en la actual coyuntura que vivimos. Acudir nuevamente a autores, corrientes, matrices de análisis e itinerarios de trastocamiento del orden social y político, que en algún contexto u época diferente quizás prosperaron o resultaron viables para caracterizar y transformarotra realidad, se torna una tentación difícil de escamotear y nos ahorra el ejercicio de pensar y actuar con cabeza propia, a partir del estudio riguroso y situado del propio territorio y desde el tiempo histórico que pretendemos revolucionar.

Como es sabido, la historia no se repite salvo como tragedia o como farsa. Por ello, frente al seductor recetario de manuales y esquemas abstractos en estos momentos sombríos donde prima el desconcierto y el desarme teórico, el planteo de Mariátegui de no calcar ni copiarconstituye un faro estratégico, desde ya sin que esta consigna implique partir de cero, pero sí cepillando a contrapelo y asumiendo la necesaria actualización y revitalización crítica de los aportes de Marx.

Ludovico Silva, uno de los intelectuales venezolanos más potentes para formarnos de manera des-manualizada, solía decir que “si los loros fueran marxistas, serían marxistas ortodoxos”. Por cierto, es sobre la base del análisis concreto de nuestra realidad específica -en la que finalmente actuamos e intervenimos a diario- que podemos traducir y (re)elaborar conceptos e ideas, así como construir una estrategia revolucionaria acorde a los desafíos que nos depara nuestro presente. No se trata, en suma, de “aplicar” esquemas o categorías prefabricadas, ni de concebir a la obra de Marx como un sistema acabado o un conjunto de verdades irrefutables, sino de recrear sus presupuestos y basamentos, a partir de su confrontación con la cada vez más compleja realidad en la que estamos inmersos. Pero a no dudarlo: Marx tiene todavía mucho que enseñarnos como “maestro de vida”.

Fuente: http://www.zur.org.uy/content/las-ense%C3%B1anzas-de-marx-educaci%C3%B3n-popular-y-formaci%C3%B3n-pol%C3%ADtica

 

 

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Thinking Dangerously in Dark Times

Henry Giroux

The conditions that produce the terrifying curse of totalitarianism seem to be upon us and are increasingly visible in President Trump’s denial of civil liberties, the stoking of fear in the general population, and a reckless hostility to the rule of law and a free and critical press. Totalitarian elements of the past are also evident in Trump’s contempt for the truth, and a willingness to create a new political formation through an alignment of religious fundamentalists, racists, xenophobes, Islamophobes, the ultra-rich, and unhinged militarists. Hannah Arendt once argued that all thinking is dangerous. This appears particularly true in an age when radical extremists who trade in hate-filled discourses, white nationalism, and racist policies move from the margins of society to the center of American politics.

Against the current assault on critical thinking and the institutions that nurture it, it is crucial for Americans to reclaim the call to think dangerously again and employ language in the service of compassion, justice, and civic responsibility. In part, this suggests learning how to hold authority accountable, search for the truth, make authoritarian power visible, and recognize that no society can escape self-reflection, deny the injuries of state induced injustice, or dispense with truth itself. Dangerous thinking should cause trouble, exercise its right to both understand and interrogate critically the major problems people face while being able to connect such issues to larger structural considerations. Thinking dangerously means refusing a culture of immediacy and sensationalism. Such thinking requires using historical memory as a resource and connecting private troubles to broader political, structural, and economic issues. Such thinking nurtures the social imagination and envisions a future in which the impossible becomes possible once again.

What happens to democracy when the President of the United States labels critical media outlets as “enemies of the people” and derides the search for truth by disparaging such efforts with the blanket term “fake news”? What happens to democracy when individuals and groups are demonized on the basis of their religion? What happens to a society when critical thinking becomes an object of contempt and is disdained in favor of raw emotion or disparaged as fake news? What happens to a social order ruled by an “economics of contempt” that blames the poor for their condition and subjects them to a culture of shaming? What happens to a polity when it retreats into private silos and becomes indifferent to the use of language in the service of a panicked rage that stokes anger but not about issues that matter? What happens to a social order when it treats millions of illegal immigrants as disposable, potential terrorists, and criminals? What happens to a country when the presiding principles of a society are violence and ignorance? What happens is that democracy withers and dies, both as an ideal and as a reality.

How else to explain the present historical moment with its collapse of civic culture and the future it cancels out? What is to be made of the undermining of civic literacy and the conditions that produce an active citizenry at a time when massive self-enrichment and a gangster morality at the highest reaches of government undermine the public realm as a space of freedom, liberty, dialogue, and deliberative consensus? Americans are in the midst of a crisis of history, politics, and agency, made all the more obvious by a government populated by right-wing extremists attempting to implement death-dealing policies regarding health care, the environment, the economy, foreign policy, immigration, and civil liberties.

Democracy fails in an age when its leadership is stripped of credibility. As a habitual liar, Trump has attempted to obliterate the distinction between the facts and fiction, evidence-based arguments and lying, and in doing so has dangerously enlarged the landscape of distortion, misrepresentation, and falsification. Not only has he reinforced the legitimacy of what I call “right-wing disimagination machines” such as Breitbart News, he has also created among large segments of the public a distrust for both the truth and the institutions that promote critical literacy and informed judgment. Consequently, he has managed to organize millions of people who believe that loyalty is more important than the truth and in doing so has emptied the language and the horizon of politics of any substantive meaning, thus contributing to an authoritarian and depoliticized culture of sensationalism, immediacy, fear, and anxiety. Trump has put in motion all the anti-democratic forces that have haunted American society for the last forty years. The broader consequence of his campaign of distortion, lies, and falsification has been captured in an interview Hannah Arendt gave to the New York Review of Books in 1947 in the aftermath of the horrors of fascism. She writes:

“The moment we no longer have a free press, anything can happen. What makes it possible for a totalitarian or any other dictatorship to rule is that people are not informed; how can you have an opinion if you are not informed? If everybody always lies to you, the consequence is not that you believe the lies, but rather that nobody believes anything any longer. This is because lies, by their very nature, have to be changed, and a lying government has constantly to rewrite its own history. On the receiving end you get not only one lie—a lie which you could go on for the rest of your days—but you get a great number of lies, depending on how the political wind blows. And a people that no longer can believe anything cannot make up its mind. It is deprived not only of its capacity to act but also of its capacity to think and to judge. And with such a people you can then do  what you please.”

In the present moment, it becomes particularly important for progressives and others to protect and enlarge the formative cultures and public spheres that make democracy possible. Under a relentless attack on the truth, honesty, and the ethical imagination, the need for the American public to think dangerously is crucial, especially in a society that appears increasingly amnesiac—a country where forms of historical, political, and moral forgetting are not only willfully practiced but celebrated. Rather than draining the swamp, the Trump administration has pushed cronyism and the rule of the elite to a new level of political corruption. All of which becomes all the more threatening at a time when the United States has tipped over into a social order that is awash in public stupidity and views critical thought as both a liability and a threat. Not only is this obvious in the presence of a celebrity culture that embraces the banal and the idiotic, but it is also visible in the proliferation of anti-intellectual discourses and policies among a range of politicians and anti-public intellectuals who are waging a war on science, reason, and the legacy of the Enlightenment.

At the core of thinking dangerously is the recognition that education is central to politics and that a democracy cannot survive without informed citizens. Critical and dangerous thinking is the precondition for nurturing both the ethical imagination and formative culture that enable engaged citizens to learn how to govern rather than be governed. Thinking with courage is fundamental to a notion of civic literacy that views knowledge as central to the pursuit of economic and political justice. Such thinking incorporates a critical framework and set of values that enables a polity to deal critically with the use and effects of power, particularly through a developed sense of compassion for others and the planet. Thinking dangerously is the basis for a formative and educational culture of questioning that takes seriously how imagination is key to the practice of freedom. Thinking dangerously is, thus, not only the cornerstone of critical agency and engaged citizenship, but also the foundation for a democracy that matters.

Source:

Thinking Dangerously in Dark Times

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