Escenas cotidianas

Yasel Toledo Garnache

La señora subió con dificultad al camión repleto de pasajeros. Nadie le brindó asiento. Había un silencio tremendo. Ella miraba casi suplicando con los ojos por un espacio en uno de los bancos y nadie dijo ni una palabra.

Caminó trabajosamente, apoyada en un bastón, hacia el fondo, se detuvo, y así fue en el viaje durante algunos minutos hasta que un joven se paró y le brindó su lugar; a pesar de tener fiebre y sentirse muy mal, percibir la falta de sensibilidad de los demás la lastimaba más que cualquier dolor físico.

Una mujer embarazada estaba en una cola para comprar una barquilla con helado a su hijo, el vendedor intentó darle el producto a ella primero, pero los demás protestaron, porque llevaban mucho tiempo esperando y «no era justo que alguien lo adquiriera rápido».

Los ejemplos referidos no constituyen la generalidad, pues a lo largo del país predominan los favorables, muestras de la sensibilidad de los cubanos, sin embargo, no podemos cerrar los ojos ante la otra parte, aunque duela verla.

La situación resulta más compleja de lo que aparenta, su inicio no radica en el comienzo de cada acontecimiento, sino mucho antes. La formación de cada quien desde pequeño es fundamental, con influencias de la familia, las escuelas, los medios de comunicación, los vecinos y todos en general.

En ocasiones he visto cómo madres piden a sus hijos que coman un pedazo de pudín en casa antes de la llegada de sus amiguitos, para no compartirlo. Hace poco, una me decía que su pequeño es medio «bobo», porque deja que los demás consuman la mayor parte.

Y, ¿qué les enseñamos cuando deben ingerir algo escondidos o saben que el refresco es para cuando estén solos? Recuerdo mi etapa en el preuniversitario, un grupo de amigos compartíamos los alimentos, como hermanos.

Destinamos una taquilla para poner lo de todos y cada uno comía cuando deseaba, sin pedir permiso, aunque teníamos la suficiente mesura para no exagerar.

Talabera siempre llevaba unos dulces que le hacía su papá, para dárnoslos a nosotros, pues él, aburrido de probarlos desde chiquito, ya ni los quería. Karel compartía su bistec de cerdo y prefería el pollo de Yulio. Así, estábamos muy satisfechos, siempre con chistes y muchos sueños.

Los domingos, luego de terminar las visitas de nuestros padres, comíamos en conjunto y eso aseguraba más diversidad al paladar.

Otros muchachos del dormitorio se alejaban para comer solos, a veces lo hacían en la oscuridad, después de apagar las lámparas, y sus panes, dulces… solían estar protegidos por potentes candados.

El ejemplo de los mayores tiene una dimensión tremenda, también lo observado en audiovisuales. Según algunos investigadores, quienes ven violencia se comportan más agresivos sin importar su localización geográfica, sexo o nivel socioeconómico, lo cual se refuerza en los de menos edad.

Refieren que los infantes aprenden más por imitación e incorporan soluciones «bravuconas», aunque no las manifiesten de forma inmediata, y pueden considerar las peleas, vistas en animados o la vida real, como un mecanismo normal para resolver conflictos, más cuando quien dispara y golpea es presentado como un héroe. Tampoco se trata de comparar una generación con otra, ni sucesos actuales con anteriores. Las circunstancias son diferentes, aunque la importancia de los adultos como guías, consejeros y modelos a seguir será siempre fundamental.

Prefiero pensar en las personas que ayudan a otras, veo al muchacho brindando su asiento, otro carga el bolso de una anciana, una joven toma la mano de un débil visual para cruzar la calle… Y sonrío porque, a pesar de los lunares, la solidaridad constituye uno de los mayores encantos de Cuba, un país más grande por el amor de su gente.

Fuente del articulo: http://www.granma.cu/opinion/2017-07-06/escenas-cotidianas-06-07-2017-22-07-44

Fuente de la imagen: http://www.granma.cu/file/img/2017/07/medium/f0087451.jpg

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El ombligo

Por Manuel Gil Anton

Hoy el eje crucial en un proyecto educativo implica ir a las aulas con el magisterio convencido del valor de la diversidad.

Hace años aprendí que, en Tzeltal, la traducción literal —en “castilla”— de las preguntas: ¿dónde naciste? o ¿de dónde eres? es magistral: ¿dónde quedó enterrado tu ombligo? La palabra, el modo de hablar nos descubre si sabemos oír. Y la forma de preguntar a otro nos ubica: nadie ha enterrado su propio ombligo.

Han sido otros, nuestros padres o alguien cercano. Quedó en cierto lugar, en un sitio en que la casualidad nos hizo venir a la vida. No fue elección. A veces seguimos cerca de donde está, otras no. Bien visto, nunca nos quedamos ahí: todos migramos, ya sea a otros parajes cuando nos llevan, nos vamos o expulsan, o porque al ir creciendo, así, en gerundio, vamos cambiando.

Todos mudamos, cerca o lejos de donde está enterrado nuestro ombligo: somos migrantes. Nos encontramos con otros muchas veces a lo largo de la vida. Otros con otros dioses o ninguno, con distintos modos de comer y vestir, que ensayan diferentes formas de quererse para darle sentido a este asunto de estar vivos. Al hacernos amigos de ellos, migramos a sus miradas, nos sentamos en sus mesas y comemos lo que les gusta.

Aprendemos al movernos, somos aprendices de los que se mueven y se acercan a donde hemos llegado. Donde quedó enterrado nuestro ombligo es circunstancial. Hay quienes dicen: soy de Narvarte, o los que arman que de Sevilla son, o de Laos y muchos lares. Y tienen por esos lugares de la infancia, que no coinciden muchas veces con el sitio de nacencia, el cariño de reconocer esquinas, amigos viejos, sabores y el olor de cosas que nunca se va.

Lo que no es casualidad, aunque a veces sea un sin remedio, es a donde vamos: buscando mejores ocasiones de reposo o trabajo, procurando huir de lugares que nos constriñen y aplastan, siguiendo el bies de una falda o el zurcido que da forma a la valenciana de un pantalón.

Migrando va en gerundio, como este texto; vivir es así: siempre en ando y “yendo”. Es proyecto muy reciente, enorme hallazgo, un horizonte humano que en la diferencia y lo distinto encuentra la razón de ser, todos, personas. Que el otro, extraño, cuando se despida de mí me extrañe. Que cuando la otra, tan diversa, se aleje, nos deje un hueco su ausencia y la añoremos.

Perder la superioridad supuesta por el lugar azaroso donde quedó el ombligo, el color de la piel, nuestra historia, el dios de los escritos, nuestro idioma y los sabores sabidos es ganar: romper las fronteras, llevar en el costal nuestras costumbres y saberlas compartir, a veces cambiar y siempre combinar —hacerlas mixtura y argamasa— con las de otros para que sean nuestras las de todos. Menuda utopía, es cierto: sin ella, a su vez, no hay futuro humano. Sólo guerra, muros y miedo: enemigos, bárbaros y rateros.

El eje crucial en un proyecto educativo, en el sol de hoy, implica ir a las aulas con el magisterio convencido del valor de la diversidad. Afincarse en lo nuestro como condición para arribar al otro con nuestra diferencia: los desayunos geniales de México, por ejemplo, para saber apreciar la maravilla del vino y el queso en el otro lado del mar. Llevar mezcal de Oaxaca para intercambiarlo por sotol en Chihuahua. Salud, carnal. Esa es la chamba de educar en serio: contribuir a la generación de los ciudadanos del mundo, que con raíces diversas sepan reconocer a otro como otro yo, y saber armar ese prodigio de un nosotros con ombligos enterrados en cualquier lado.

Con recuerdos diferentes y polvo de varios caminos en los zapatos. Cuando llega al poder un dictador, o un endeble títere, aborrece lo que la educación genera, pues ambos se recargan en los prejuicios de la ignorancia. Simplifican y acusan. Eso está viviendo el mundo. También nuestro país. Ir a las aulas así es marcha necesaria. Migración ineludible: viaje indispensable. Es, sin más, la reforma educativa hoy ausente.

Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio

Fuente: http://www.educacionfutura.org/el-ombligo/

Imagen: www.educacionfutura.org/wp-content/uploads/2014/04/Escuela_Pobreza-1-e1409702082465.jpg

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