Redacción: The New York Time
En las veinticuatro horas previas a su desaparición, Tina Fontaine, una joven de 15 años originaria de la primera nación sagkeeng de Canadá, fue vista por trabajadores sociales provinciales, oficiales de la policía y funcionarios de salud.
Luego fue encontrada muerta. Su cuerpo fue tirado en el río Rojo de Manitoba, envuelto en una bolsa de plástico y una cobija con once kilogramos de piedras para hundirlo.
“Canadá y el sistema le fallaron por completo a Tina”, dijo Thelma Favel, su tía abuela y quien la crió, hace poco desde su hogar en Powerview, un pueblo cerca del lago Winnipeg y de la reserva indígena de los sagkeeng. “¿Por qué están muriendo tantas de nuestras niñas?”.
La muerte de Tina en 2014, así como la exoneración del hombre blanco acusado de matarla, fue una de las muchas muertes y desapariciones de mujeres y niñas indígenas que han conmocionado a los canadienses en los últimos años. La creciente violencia de este tipo hizo que hace tres años el primer ministro Justin Trudeau iniciara una investigación nacional con un presupuesto de 54 millones de dólares, con la promesa de identificar las causas de la situación.
Durante la investigación se han escuchado los testimonios de casi 1500 familias de personas que fueron víctimas y de sobrevivientes en audiencias en todo el país, que en ocasiones fueron muy emotivas, como parte de la promesa que hizo Trudeau para superar lo que definió como décadas de “humillación, descuido y abusos” de las poblaciones indígenas canadienses —llamadas primeras naciones— y para promover la reconciliación.
Los hallazgos serán hechos públicos este lunes 3 de junio y la comisionada jefe, la jueza indígena Marion Buller, indicó recientemente que las conclusiones incluirían recomendaciones para que los homicidios de mujeres de las primeras naciones automáticamente sean atendidas como asesinatos de primer grado. También se espera que le exijan resultados a las autoridades policiales.
Sin embargo, algunos activistas y defensores de personas indígenas comentan que, sin importar las buenas intenciones, la investigación ha estado marcada por la falta de transparencia y una mala comunicación con las familias de las mujeres asesinadas o desaparecidas.
“Justin Trudeau intenta que se vea con anteojos de color rosa un capítulo muy oscuro de la historia canadiense”, dijo Kim O’Bomsawin, cineasta indígena que hizo el documental Quiet Killing, el cual examina la violencia hacia las integrantes de las primeras naciones. “Esto solo se trata de más palabras”.
Aun así y antes de que sea hecha pública, la investigación ha puesto al país frente a la hora de la verdad en este tema.
Entre los casos recientes que han renovado la atención en el tema está el de Cindy Gladue, trabajadora sexual indígena de 36 años y madre de tres hijos quien se desangró hasta morir en una tina de motel en Edmonton en junio de 2011: el hombre acusado de su asesinato, Bradley Barton, un conductor de tractocamiones de Ontario, fue exculpado en el juicio por un jurado de personas blancas.
Los defensores de los derechos humanos dicen que Gladue fue deshumanizada durante el juicio, a tal punto que entre la evidencia presentaron su pelvis, conservada en formol.
Después de que la Corte de Apelaciones de Alberta ordenó rehacer el juicio en 2017, Barton apeló esa decisión ante la Corte Suprema de Canadá, que estableció el 24 de mayo que sí debe ser repetido el proceso, con cargos de homicidio culposo. El magistrado Michael Molddaver escribió que el sistema de justicia penal había traicionado a Gladue.
Los expertos dicen que la violencia contra niñas y mujeres indígenas está muy arraigada en la historia canadiense.
De la década de 1870 a 1996, Canadá forzó a miles de niños de primeras naciones a acudir a escuelas residenciales donde se pretendía suprimir sus lenguajes y su cultura. Muchos fueron abusados física, sexual y mentalmente.
El trauma de esos antecedentes ha contribuido, según expertos, a que personas de las primeras naciones registren tasas consistentemente altas de pobreza, abuso de narcóticos, alcoholismo, violencia doméstica y suicidio.
Cindy Blackstock, profesora de asistencia social en la Universidad McGill quien también dirige la Sociedad de Cuidados de Infantes y Familias de las Primeras Naciones de Canadá, dijo que hay varios otros problemas, como un financiamiento crónicamente bajo de los servicios sociales para niñas y mujeres vulnerables, así como falta de oportunidades educativas.
La violencia no ha dado tregua.
Las niñas y mujeres de las primeras naciones suman el 4 por cientode la población femenina de Canadá, pero representan el 16 por ciento de todos los homicidios de mujeres, de acuerdo con estadísticas del gobierno.
Entre 1980 y 2012, alrededor de 1181 mujeres indígenas fueron asesinadas o desaparecidas en todo Canadá, según un reporte de la Policía Real Montada publicado en 2014.
Esa cifra no ha hecho más que aumentar. Patricia Hajdu, quien fue ministra para las Mujeres, estima que el número podría ser tan alto como 4000 personas, pues muchos casos no son reportados. La policía estima que un 10 por ciento de todas las mujeres desaparecidas en Canadá son de las primeras naciones.
Winnipeg, cuyo nombre se deriva de las palabras del pueblo cree para “agua turbia”, tiene la población indígena más grande de Canadá.
Ahí es donde alguien puso fin a la vida de Tina Fontaine.
En muchos sentidos, su historia es reflejo del ciclo de violencia que afecta a las comunidades indígenas. Su abuelo paterno fue enviado a una escuela residencial y se volvió alcohólico. Su madre, quien fue tutelada por el Estado desde niña, se involucró en el trabajo sexual.
Favel, la tía abuela de Tina, dijo que la joven había sido “condenada antes de nacer”. Su madre tenía 12 años cuando empezó a salir con su padre, que tenía 23 en ese entonces. Después de que se desmoronó su relación caótica y de que el padre de Tina fue diagnosticado de cáncer, Tina y su hermana Sarah fueron a vivir con Favel.
Contó que Tina era una niña feliz con un futuro que parecía prometedor. Le gustaban las matemáticas y la danza, al igual que las series de televisión sobre delitos y unidades de investigación policial. Tina quería ser trabajadora social.
Cuando tenía 12 años, el padre de Tina —con un pronóstico de cuatro meses de vida— fue golpeado hasta morir en medio de una discusión con dos hombres por un pago de 60 dólares.
En el duelo, Tina empezó a faltar a la escuela, a fumar marihuana y a autolesionarse. Se hizo un tatuaje con dos alas de ángel y el nombre de su padre en la espalda. Se desmoronó cuando le pidieron que escribiera una declaración sobre el impacto de la pérdida de su padre para el juicio contra quienes lo mataron.
“Se la pasaba haciendo bola el papel para escribirlo y no pudo”, recordó Favel. En su sala de estar cuelga una pintura de Tina, delgada y de ojos cafés grandes.
En junio de 2014, Tina dejó la casa de Favel y se fue a Winnipeg, a unos 120 kilómetros de distancia, para visitar a su madre. Favel le dio 50 dólares y una tarjeta telefónica de prepago; le dijo que le llamara en cuanto quisiera regresar a casa. Nunca llegó esa llamada.
En vez de eso, dijo Favel, la joven le envío a su hermana unas fotografías por mensaje que mostraban golpes en el ojo; Tina le comentó a Sarah que su madre, quien era trabajadora sexual, la había golpeado. Cuando se enteró, Favel dijo que contactó a tres agencias de asistencia familiar en la provincia de Manitoba; estas terminaron peleándose sobre a quién le correspondía atender el caso.
Después, Tina fue llevada por los servicios sociales para menores a algunos moteles locales hasta que se escapó. Empezó a vivir en la calle de la zona pobre, al norte de Winnipeg.
Se levantó un reporte de alerta ámbar con la policía de Winnipeg. Y en dos ocasiones el 1 de agosto de 2014 fue rechazada en albergues gestionados por la ciudad, según un reporte de marzo hecho por la organización social de monitoreo Manitoba Advocate for Children and Youth. El reporte hizo notar que quedó vulnerable a la explotación sexual.
El 8 de agosto, la policía de Winnipeg detuvo a un camión en el que Tina iba con un hombre alcoholizado. Las autoridades permitieron que la joven se fuera, a pesar de la alerta ámbar.
Más tarde, ese mismo día, fue encontrada inconsciente en un callejón. Fue hospitalizada y detectaron que había consumido drogas; le dijo a una trabajadora social que había estado con un hombre mayor que usaba drogas, que identificó como Sebastian. Luego fue dada de alta y trasladada a un hotel Best Western en el centro de Winnipeg por personas del Servicio para Familias y Niños.
El reporte de Manitoba Advocate hizo notar que la unidad sobre abuso infantil de la Policía de Winnipeg debería haber intervenido. En vez de eso, Tina pudo dejar el hotel sin supervisión.
Después de que encontraron su cuerpo, la policía arrestó a Sebastian, el hombre que ella había identificado en el hospital y cuyo nombre verdadero es Raymond Cormier. Él tenía 92 condenas previas de cargos como ataque con un arma y posesión de drogas.
La policía hizo una operación encubierta para grabarlo en su casa. Los fiscales dijeron que ese audio demostraba que él intentó tener sexo con Tina y que se enojó cuando se dio cuenta de que ella tenía 15 años.
“Puse la raya y por eso terminó muerta”, se escucha en los audios.
Pero la autopsia no determinó la causa de muerte y no hubo evidencia de abuso sexual ni pruebas forenses que vincularan a Cormier. En febrero de 2018, el hombre fue exculpado de homicidio en segundo grado, lo que desató la furia en el país.
Hoy en día, algunos visitantes del río Rojo le rinden homenaje a Tina en un memorial improvisado hecho de rosas y fotografías que fue levantado en el puerto donde encontraron el cuerpo.
Su legado también se hace sentir de otras maneras.
Después de su muerte, voluntarios acuden con regularidad al río Rojo para dragar, en caso de que haya más cuerpos de niñas y mujeres indígenas asesinadas o desaparecidas.