Por: Patricia Mayorga
Enclavada entre formaciones rocosas sobre un gran valle, que trazan elefantes gigantes, ranas, monjes, hongos y otras figuras, se encuentra una de las escuelas indígenas más importantes de la Sierra Tarahumara. En el salón de Antonia Barragán Cruz, sus plantas colocadas en masetas ya extrañan a los alumnos, están tristes después de un año de ausencia de las niñas y los niños del kínder.
Sin embargo, la maestra rarámuri de la comunidad de San Ignacio de Arareco, ha entendido la gran oportunidad que les trajo la pandemia de Covid-19 para fomentar en sus alumnos y sus familias, la recuperación del sentido de comunidad, de sus leyendas e historias, y de vivir en la Sierra Tarahumara.
Localizada en el municipio de Bocoyna, San Ignacio de Arereco es de los puntos turísticos más importantes del estado de Chihuahua. Sus habitantes, que casi en su totalidad son indígenas, son grandes artesanos, su principal fuente de ingresos.
A unos 20 minutos del poblado de Creel, la comunidad recibe a miles de turistas cada año, que llegaban sobre todo desde Estados Unidos y de Europa, hasta que se instaló la pandemia. Desde hace décadas y de manera paulatina, las familias rarámuri dejaron de lado la agricultura y ganadería como una de sus principales actividades.
La comunidad se hace cargo del resguardo del lago de Arareco, uno de los atractivos más visitados en la sierra.
“Con lo de la pandemia, ver más al niño en su casa, ver más en su contexto, en el espacio en el que él vive y nosotros como maestros también, porque a los maestros nos forman para dar clases dentro de un salón, no es mucho de comunidad desde casa, desde la raíz donde el niño está creciendo”, reflexiona la maestra Antonia Barragán.
Las clases en el jardín de niños de Arareco las dan en dos lenguas: rarámuri y español. Aunque es un poblado indígena, este año tiene entre sus alumnos a dos niños mestizos. Pero de los niños rarámuri, algunos no son bilingües, hay quienes hablan sólo español o sólo rarámuri.
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Antonia Barragán fue formada por padres docentes. Es originaria del municipio de Guachochi. Su mamá fue maestra en comunidades del mismo municipio y su papá, en el municipio de Batopilas. Ahora tiene un doctorado en Educación.
“Me enamoré de la docencia por mi mamá. Me gusta ver cómo aprenden los niños, cómo van creciendo y en qué les puedo ir apoyando, guiando. Me gusta preescolar por los niños chiquitos, es como una planta que va brotando, que va saliendo, ves cómo crece”.
Crítica del sistema educativo mestizo que han impuesto en la Sierra Tarahumara, opina: “Trabajamos con el plan nacional y vienen muchas cosas que están descontextualizadas. Sirve, pero cuando se dan las clases se tienen que dar de otras maneras, contextualizar”.
La pandemia puso en evidencia al sistema educativo en su tierra, como en otras partes del mundo.
El 23 de marzo del año pasado, las autoridades municipales les anunciaron el cierre de las escuelas y que las clases se darían a distancia.
A diferencia de otras comunidades más aisladas en municipios de la Tarahumara, Bocoyna es un municipio que tiene mayor conectividad, son radioescuchas principalmente. Hay otras poblaciones a donde es difícil llegar y la única forma de que la niñez acuda a la escuela, es en internados, donde duermen y les dan alimento toda la semana. Pero ahora están cerrados.
Las alumnas y los alumnos de las cuatro étnicas de la Sierra Tarahumara (rarámuri o tarahumaras, ódami o tepehuanes, warijíos y pimas), viven a kilómetros de distancia. Se caracterizan porque las familias están a grandes distancias unas de otras. Son seminómadas y grandes corredores. Rarámuri significa pies ligeros.
En temporadas normales de clases, hay niñas y niños que sólo acuden dos o tres días a la escuela, por la distancia. Desde hace tres años el albergue está cerrado por falta de apoyo para pagar al personal de cocina. La señal de internet no llega a todas las casas y la mayoría no tiene recursos para rentarlo.
La forma en que trabaja el magisterio con la población indígena, menonita y migrante, es con cuadernillos y guías que realizan los mismos maestros. En el caso de la Tarahumara, también cuentan con la radio comunitaria XETAR La voz de la sierra, con sede en Guachochi, en donde les transmiten clases.
En la región operan 18 asesores técnicos pedagógicos de educación indígena que se encargan de diseñar los cuadernillos para preescolar y primaria. Ellos entregan el material en lugares estratégicos para las comunidades y 10 jefes se sectores distribuidos en la Tarahumara, se encargan de la distribución”, de acuerdo con Rafael González Valdez, jefe del departamento de Educación Indígena de los Servicios Estatales del Estado de Chihuahua (SEECH).
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El bombardeo de noticias que prohibían la salida de las viviendas, que invitaban a asilarse porque un bicho peligroso acechaba al mundo, generó incertidumbre y miedo en las poblaciones indígenas cercanas a las poblaciones más urbanizadas.
“Les dije que no tuvieran miedo, que el miedo hacía que nos enfermáramos tal vez de eso o tal vez nos íbamos a enfermar de otra cosa por el miedo. Que el miedo no nos iba a hacer fuertes, que nosotros teníamos mucho espacio cómo curarnos, otras maneras de curarnos”, recuerda Antonia Barragán.
Ahora dice, los papás están muy tranquilos. En el kínder de San Ignacio de Arareco trabajan tres maestras, quienes se han organizado para manejar ese miedo y aprovechar la oportunidad que les trajo la pandemia.
“Nos decían (los padres de familia) que pasó una camioneta diciendo, con bocinas, que no saliéramos de dentro de la casa, que nos quedáramos adentro. Les decíamos que nosotros acá en la sierra, las casas están muy dispersas, hay mucho espacio donde moverse.
“Ellos (los mestizos o chabochis) tenían miedo de salir, que porque les iba a pegar el aire y se iban a enfermar y le decíamos: ‘no, no estamos como en la ciudad. Les explicamos cómo vivían en la ciudad, que ellos viven con las casas pegadas. Porque aquí nos reunimos afuera, pero nos sentamos así separados. Y les decíamos: ‘ellos tienen un patio muy chiquito y por eso ellos no pueden salir. Nosotros sí podemos salir al campo, ir a traer leña, ir a traer plantas, consumir los alimentos que hay en la comunidad: lo quelites, los nopales, las tunas…”.
Las tres maestras van cada semana o cada quince días a las casas de los 63 alumnos de la escuela, a pesar de la dispersión en la que se encuentran. Antonia tiene 19 estudiantes. El año pasado, cuando inició la pandemia, daba clases en tercer grado y este ciclo escolar, a los de primero.
Las actividades escolares salieron también de las aulas. Ahora las clases son más prácticas. Aunque la maestra Antonia incluye en el programa escolar el ciclo de cosechas y las estaciones del año de manera más práctica para que sus alumnos no olviden para qué sirven las plantas que les rodean, ahora, la mayor carga de las clases es en el campo.
Iniciaron con el cuadernillo, pero observaron que la carga mayor era pintar, dibujar y escribir. “Entonces empezamos, pensando en lo de la pandemia y de que mucha gente ya no tenía comida, para que pensaran que en casa también pueden tener un poquito de trabajo. Con que siembren una cebollita o dos, hicimos actividades que sirvieran para ellos, para pensar en eso”.
Fue difícil cuando comenzaron las clases de la mano de las familias, porque muchos padres de familia no saben escribir ni leer. Se apoyaban principalmente en los hermanos y hermanas mayores u otro familiar.
“En su casa yo los he visto muy tranquilos, están viviendo la vida del rarámuri. Nosotras estamos trabajando con los papás, les estamos explicando que en casa hay mucho qué aprender. Por ejemplo, de los niños que no hablan una lengua, que les enseñen la otra, así palabritas, con ejercicios que nosotros les mandamos. Por ejemplo, cómo se dice conejo en tarahumar, cómo se dice en español, cómo se dice manzana. Por ejemplo, contar sus animales que tienen, contar chivas, vacas, gallinas, marranos”, comparte Antonia.
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Uno de los estudiantes rarámuri le pidió a su abuelo que le ayudara con la tarea que le tocaba hacer: una leyenda. El abuelo la escribió en español y rarámuri:
El Zopilote y el cuerdo, es el título de la leyenda:
“Cuento del pelón, como sopilote era muy preguntón, que porqué se miraba tan bonito y brillaba. Y el cuervo le contestó que se había bañado con maguey y el sopitole se bañó con maguey y quedó pelón, por andar preguntando y quedó pelón”.
El niño estaba feliz, recuerda Antonia. “Y me decían: ‘qué bueno que pusiste al abuelo’”.
Mientras hojea los cuadernillos de sus alumnos, detalla las tareas que han hecho:
“Aquí fue mencionar cada palabra en rarámuri y en español. Vienen a revisarla su papá, su mamá o alguien de la familia. Al principió sólo venían las mamás, yo les decía que los niños también eran de papá, ahora empiezan a venir papás o alguien de la familia. Les digo que cuando viene mamá o cuando viene papá, los niños se ponen muy contentos y les dan fuerza a los niños para que ellos aprendan mejor”.
En otra actividad, realizaron caminos con estambre para cumplir con los ejercicios de escritura. Un integrante de la familia les trazó el camino y los niños lo seguían con el estambre
Las niñas y niños ayudan más en el quehacer de la casa, en el pastoreo que ha sido actividad de la niñez por años. “Como en la escuela les enseñamos a contar, que les enseñen a contar allá, escribir el nombre de algún animal, dibujarlo, pintarlo, inventar un cuento sobre ello. Sobre la cultura, sobre los mitos, leyendas, o sea cosas que ellos les pueden platicar más de viva voz de la comunidad y que nosotros no estemos reproduciendo para todos los niños. Que les platiquen sobre su familia, que el abuelo les platique alguna historia, algún cuento, alguna leyenda”.
Antonia comenta que ha sido gratificante porque los mismos estudiantes le cuentan emocionados cómo les ha ido. Le comentan cómo el abuelo les platica más historias que antes, conocen más su entorno.
Han elaborado dibujos sobre el coronavirus, han escrito en español y rarámuri sobre la enfermedad y cómo la están viviendo.
“Aquí la actividad fue ‘celebrando en casa la patria, sobre las plantas medicinales hablamos. Decían: ¿cómo nos vamos a curar? Y les decía: ‘ya no utilizamos las plantas medicinales, ahora hay que verlas. Yo todos los años trabajo las plantas medicinales, hay quien las usaba y quien no”.
Han realizado trabajos en campo con los papás y en el cuadernillo, sobre el maíz, por qué lo siembran y para qué.
“Muchas familias aquí se dedican a la artesanía y no siembran por eso (…) Unos decían ya tenían años sin sembrar maíz. Nosotros les decíamos: ‘miren, no sabemos cómo estamos en el mundo, no tenemos qué esperar de fuera para poder comer. Tenemos todo aquí, o sea y hemos dejado muchas cosas, lo de las plantas medicinales también les platicaban mucho que ya no tomábamos los tés que hay aquí en la comunidad. Los andamos pisando y ya ni las conocemos”.
Desarrollaron también el proyecto de la cebolla. Junto con sus familias sembraron sus cebollitas, otros zanahoria, según lo que cada uno pudiera sembrar.
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La pandemia les ha dado más espacios para platicar desde el miedo hasta la riqueza que tienen a su alrededor y las ventajas que les da una cultura que ha vivido en aislamiento históricamente.
“El rarámuri no tiene miedo a morir, pero como que los medios de comunicación sí les inculcaron mucho miedo. Hasta les hablábamos de las energías de las personas. Nosotros tenemos mucho miedo y viene otra persona con mucho miedo y pues ahí vamos aumentando los miedos. Lo que nosotros podemos hacer es irnos al cerro, ir a tener contacto con la naturaleza porque de esa manera nos cargamos de energías y de esa manera nos curamos también. A veces no aprovechamos esas cosas”.
Uno de los rumores más fuertes al inicio de la pandemia, fue que seguía la guerra por el agua y les generaba más miedo. Las maestras aprovecharon el tema.
“Bueno, entonces nosotros como comunidad hay que cuidar el agua, ya no sabemos cuidar el agua como antes, ya no le hacemos su ceremonia, ya tiramos basura por todos lados. La basura hace que el agua se vaya y así, fuimos fomentando que les comenten a sus hijos los mitos y leyendas sobre los fenómenos naturales.
“Y de todo eso decían: ‘es que ya no les decimos nada a los hijos sobre eso’ Pues ahora es el tiempo, ahora los tienen en su casa. Lo dejaron de hacer porque la dinámica de vida ya es diferente, porque como que se han desconectado un poquito de la tierra, de su familia, se han dedicado más al comercio muchas familias”.
Para las maestras tampoco ha sido fácil. Desde que inició la pandemia no han tenido vacaciones porque están pendientes de la comunidad. Sienten que no han trabajado lo suficiente, pero al mismo tiempo están cansadas.
“A mí me gusta mucho caminar, es una de las ventajas que digo: ‘qué suave’. Como maestros estamos formados para dar clases fuera, siempre estamos pensando cómo voy a enseñar matemáticas, lenguaje y comunicación, cómo voy a dar educación física. Ahora se dar todas las materias en las casas, enfocadas a la vida comunitaria y familiar. Eso es favorable para nosotros”, dice Antonia.
Mientras platica, rodeada en su salón de clases y rodeada de los imponentes paisajes de la Sierra Tarahumara, comparte que hasta que aceptó la entrevista y comenzó a revisar su material, se percató que el salón de clases se quedó intacto desde hace un año.
“Termina ciclo y yo quito todo el material. Se quedó como en pausa. Ahí se quedó así. Por ejemplo, el árbol en estos días los trabajo, primero haciendo el árbol con ramas sin hojas, luego las hojas y las flores y durante el ciclo escolar lo vamos trabajando conforme lo van viviendo y observando.
“Me dio mucha tristeza, me dio como que… y luego veo cuando vengo al salón, si veo a las plantas tristes, a mí me gustan mucho las plantas, hasta las mamás dicen: ‘¿maestra, cómo están sus plantas?’ Mire, si están tristes y ellas también comentan. Generalmente están bien alegres”.
Quedaron los nombres de los niños de tercer grado en cartulinas sobre la pared, quedaron sus fechas de nacimiento.