El sentido común de la economía y los economistas

Por Fernando Luengo

El sentido común. ¿Hay un término más usado en estos tiempos de confusión y cambio que nos ha tocado vivir? Creo que no. Casi todo se justifica apelando a ese sentido común, como si reflejara una lógica irrefutable. Quien se sitúe fuera de esas coordenadas, donde conviven la razón y la tradición, o se atreva a cuestionar unos registros que, supuestamente, nos permiten entender la realidad -para los que tenemos un lenguaje simple y directo, nada sofisticado- es inmediatamente descalificado o arrojado a las tinieblas de la sinrazón y la ignorancia.

En economía son muchas las afirmaciones que se sostienen en una suerte de sentido común alimentado de paradigmas que, nos dicen, estarían sólidamente anclados en postulados teóricos y en políticas ampliamente contrastadas y respaldadas por la evidencia empírica. Todo ello formaría parte de los pilares del buen razonar.

Algunos ejemplos, sin pretender ser exhaustivo: el crecimiento económico genera empleo suficiente en cantidad y calidad y crea las condiciones para que los salarios aumenten; una política económica centrada en el crecimiento es la mejor política social; la retribución de los factores productivos, trabajo y capital, se corresponde con su productividad; los mercados, dejados a su libre albedrío, conducen a situaciones de equilibrio y, además, tienen mecanismos que corrigen los desequilibrios que eventualmente se pudieran originar; la desregulación de las relaciones laborales, al introducir más flexibilidad en los mercados de trabajo, tiene un efecto positivo sobre el empleo; la recuperación de los márgenes empresariales se traduce en más inversión productiva; la contención salarial nos hace más competitivos en el mercado internacional, lo que favorece las estrategias exportadoras de las firmas; la disciplina presupuestaria fortalece y maximiza las capacidades de crecimiento; el sector privado es, por definición, más eficiente que el público; la globalización de los procesos económicos premia sobre todo a los países más rezagados; la innovación tecnológica resuelve los problemas relacionados con la sostenibilidad.

Y tantos otros axiomas que se han colado, que nos han colado como verdades incontrovertibles…LOS ECONOMISTAS DICEN…Como si fuera evidente que los economistas formaran parte de un grupo homogéneo e identificable, fuera del cual se sitúan los “no economistas”, que ocuparían un espacio inferior, de menor rango, en la jerarquía del conocimiento. Se trataría de un magma integrado no sólo por los profanos en la materia, sino también por aquellos que intentan acercarse a la reflexión de los procesos económicos desde coordenadas distintas de las que prevalecen en la corriente dominante, el “mainstream”, que marca la pauta, no sólo en los espacios académicos sino también en la esfera de las políticas públicas.

Conforme a esta manera de pensar, merecerían especial rechazo aquellas incursiones que se realizan desde la ecología, el feminismo, la cultura, la historia, la política, que tan sólo contaminan la “buena economía”. Lo mismo cabe decir del término “teoría económica”, conjunto de principios incuestionables, de pretendida validez universal, a partir de los que los “economistas” realizan su trabajo, elaboran sus modelos y concretan sus predicciones.

Como si sólo existiera una visión desde la que encarar la compleja realidad de la economía y las interacciones; fuera de ella solo se encontrarían los que han sido incapaces de captar y aprender la esencia de la verdadera economía.

Pues no, el grupo de los economistas, y mucho más si lo ampliamos con los que intervienen en la reflexión económica, se caracteriza por la diversidad de enfoques y perspectivas. No sólo existe una pluralidad de visiones dentro de la economía, “strictu sensu”, sino que, extramuros de la oficial, encerrada en una visión estrecha de qué es la lógica económica, existe un muy interesante y fructífero debate sobre los problemas y desafíos de nuestra disciplina.

Resulta paradójico que, por un lado, la crisis económica y la gestión de la misma que han hecho las élites han supuesto un cuestionamiento radical (desde la raíz) de estos y otros lugares comunes a los que antes me refería, y, por otro, continúe o incluso haya salido reforzado el discurso dominante, que ha impregnado las políticas de los gobiernos y de las instituciones comunitarias.

Frente a este planteamiento monocorde, dogmático e ideológico, es necesario poner sobre la mesa preguntas. Urge una reflexión amplia, atrevida y estratégica a partir de la que construir un sentido común (que tiene que ser nuevo para ser bueno) que dé cuenta de las disfunciones y contradicciones del capitalismo, que debe ser capaz de ofrecer una interpretación de la Gran Recesión (y también de la Gran Transformación que se ha abierto camino impulsada por las elites políticas y las oligarquías económicas), que arroje luz sobre las causas de la fractura del denominado proyecto europeo y que abra caminos de superación de la crisis, aplicando políticas al servicio de la mayoría social y de la vida.

Porque, simplemente, en esta encrucijada, la economía convencional, con sus lugares comunes, con su sometimiento a la lógica del poder, nos encierra en un bucle sin salida.

Fuente: http://blogs.publico.es/fernando-luengo/2016/07/18/el-sentido-comun-de-la-economia-y-los-economistas/

Imagen tomada de: http://www.canarynight.com/wp-content/uploads/2016/07/Economia-CanaryNight2-1.jpg

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Ocultos tras los eufemismos

Evitar las palabras “desahucio”, “expulsión” y “desalojo” en documentos oficiales no impide que decenas de miles de personas se queden sin casa

Por Carlos Miguélez Monroy

“Apuesto a que si aún habláramos de neurosis de guerra quizá los Veteranos de Vietnam habrían recibido la atención que necesitaban”, decía el polémico actor George Carlin, que dedicaba muchos de sus monólogos a los eufemismos, a los que se refería como “soft language”.

Pero “neurosis de guerra” sufrió sucesivas transformaciones en las distintas aventuras bélicas que implicaron a soldados estadounidenses hasta convertirse en estrés post-traumático (post-traumatic stress disorder en inglés), un término técnico, aséptico, largo e incómodo de utilizar que no invita a una posible respuesta.

El comediante, que criticaba el lenguaje “políticamente correcto” por cuestión de formas y de estética, alertaba también a los oyentes sobre los motivos de fondo para la creación de ese lenguaje. ¿Quién lo creó y a quién beneficia?, se preguntaba.

Los detractores de Carlin consideraban una exageración que afirmara que los blancos y los poderosos han creado ese lenguaje para apaciguar a quienes se enfrentan a realidades adversas. Los arrabales se convierten en “barrios de nivel socioeconómico inferior”, los pobres en “personas con bajos ingresos” y las víctimas civiles en “daños colaterales”. Como si no hubiera personas detrás y nadie fuera responsable. Pero las palabras por si solas no transforman la realidad y, si la edulcoramos en exceso, corremos el peligro de aceptarla como ley natural y no hacer nada para corregir las injusticias que puedan derivarse de ella.

Evitar las palabras “desahucio”, “expulsión” y “desalojo” en documentos oficiales no impide que decenas de miles de personas se queden sin casa. Lo que faltan son medidas que los impidan.

En los últimos años, el abuso de eufemismos se ha instalado también en los discursos de grupos, movimientos y organizaciones que tienen como objetivo luchar contra desigualdades injustas.

Las organizaciones coinciden en la conveniencia de utilizar “persona sin hogar” que “mendigo”. Pero más que para evitar una ofensa, para ser precisos en el lenguaje, pues no todas las personas en situación de calle piden limosna. Pero en otras ocasiones se producen debates interminables sobre cuestiones estériles. En una exposición de museo en Holanda se ha llegado al extremo de cambiar los nombres originales de antiguas obras de arte tituladas con palabras que pudieran ofender a ciertos “colectivos”.

En ciertos círculos puede resultar ofensivo utilizar “ciego” en lugar de “persona con discapacidad visual”. Incluso pretenden desterrar la palabra discapacidad pues, para “ellos y para ellas”, se trata de “diversidad funcional” de “personas con otras habilidades”, como si el término “persona con discapacidad” resultara vergonzante.

Carlin sostenía que la carga de las palabras depende del contexto, de quién las utilice y cómo. De ahí que el racismo de la palabra nigger depende de si la utiliza Will Smith o un blanco en un tono despectivo. Incluso la palabra “black” se ha sustituido por “afroamericano”, lo que en el fondo constituye una discriminación mucho peor.

“Soy negro, no afroamericano. ¿Acaso llamamos euroamericanos o angloamericanos a los estadounidenses blancos?”, preguntaba Kwadwo Anokwa, profesor y antiguo decano de la facultad de Periodismo y Comunicación en Butler University.
El escritor Javier Marías carga contra la imposición de “vocablos artificiales, nada económicos, a menudo feos y siempre hipócritas, que tan sólo constituyen aberrantes eufemismos, como si no sufriéramos ya bastantes en boca de los políticos”.

“Cualquier cosa que se invente acabará por resultarle denigrante a alguien. Y, lo siento mucho, pero en español quien no ve nada es un ciego, y quien no oye nada es un sordo. Lo triste o malo no son los vocablos, sino el hecho de que alguien carezca de visión o de oído”, dice el escritor.

Llamar invidente a un ciego no le conseguirá trabajo, ni más amigos, ni le hará la vida más fácil a él o a su familia. Si la dignidad y la efectividad de los derechos humanos dependieran de terminologías arbitrarias, ya se habrían sorteado muchas de nuestras barreras económicas, laborales, tecnológicas y sociales. Las conquistas sociales no se han producido por las imposiciones de ciertos policías del lenguaje, sino por la labor de quienes han denunciado injusticias y propuesto alternativas para derrumbar primero las barreras de nuestras mentes para luego derribar las de ladrillo y cemento.

Tomado de: http://www.lajornadanet.com/diario/opinion/2016/mayo/12-2.php

Fuente de la imagen de libre uso: https://c2.staticflickr.com/6/5279/5859161111_b4e5c37b8c_b.jpg

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Las trampas del lenguaje

Fernando Luengo

No estamos ante un asunto menor. En torno a el lenguaje se construye el discurso dominante; en realidad, todos los discursos, de ahí la importancia de ser cuidadosos y rigurosos.

¿Quién alzaría la voz en contra de la austeridad y del uso racional (razonable) de los recursos, tanto los privados como, sobre todo, los públicos? Ser austeros, evitar el despilfarro debería formar parte de nuestro código moral más íntimo, permanente e inexpugnable. Quizá por esa razón sea imposible encontrar un vocablo más usado (y también más desgastado) que el de “austeridad”.  Es en ese contexto, deliberadamente equívoco, donde se invocan, se proponen y se imponen las políticas de austeridad sobre las finanzas públicas.

El lenguaje del poder, usado y aceptado coloquial, política y mediáticamente, cargado de lógica intuitiva, nos traslada a un espacio conceptual y analítico donde la crisis económica es el resultado del despilfarro público, y donde, en justa correspondencia, la salida pasa por poner orden en las finanzas gubernamentales. No queda otra alternativa, en consecuencia, si se quiere retornar a la senda del crecimiento (icono sagrado de la economía dominante, y también de una parte de la heterodoxa), que recorrer el camino de la disciplina presupuestaria.

Con un apoyo mediático sin precedentes, se repiten una y otra vez las mismas expresiones: “todos somos culpables y, en consecuencia, todos tenemos que arrimar el hombro”, “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades y ahora toca apretarnos el cinturón”, “el Estado es como una familia, no puede gastar más de lo que ingresa” “la austeridad es una virtud que, si la practicamos con convicción y firmeza, nos permitirá salir de la crisis”. Tan sólo son algunos ejemplos, de uso bastante frecuente, de un discurso simple (simplista), directo y, por qué no decirlo, muy efectivo; nos entrega palabras y conceptos fácilmente manejables, que proporcionan un diagnóstico de quiénes son, o mejor dicho somos, los culpables y cuáles son las soluciones.

Según ese mismo lenguaje, ampliamente aceptado, todos somos responsables y el mayor de todos el Estado, despilfarrador por naturaleza. Por esta razón toca adelgazarlo, y de esta manera liberar (literalmente) recursos atrapados y mal utilizados por el sector público, para que la iniciativa privada, paradigma de la eficiencia, los pueda utilizar. Continuamente se invoca la autoridad de los mercados, como si estuvieran gobernados por una racionalidad indiscutible y como justificación de que no hay alternativas. Los Estados son el problema y los mercados la solución. Este es otro de los grandes iconos de la economía convencional, al que se acude con más frecuencia, y que pretende ser tan obvio que no precisa mayores comentarios o explicaciones.

Pero el lenguaje nunca es inocuo, presenta una evidente intencionalidad. Por esa razón, es imprescindible cuestionarlo desde la raíz misma, pues su aceptación y utilización ha supuesto una gran victoria cultural de las políticas neoliberales y de las elites.

Estos razonamientos y su lógica, implacables e inexorables en apariencia, nos alejan de una reflexión sobre la complejidad, sobre las causas de fondo de la crisis; causas que apuntan a la desigualdad, al triunfo de las finanzas sobre la economía social y productiva, a las divergencias productivas, sociales y territoriales que atraviesan Europa, de norte a sur y de este a oeste.. y también a una unión monetaria mal diseñada y, lo más importante, atrapada entre los intereses de la industria financiera y las grandes corporaciones. Causas que apuntan, en definitiva, a las contradicciones, insuficiencias y límites de la dinámica económica capitalista,

El lenguaje del poder oculta que, en realidad, el término “los mercados” refleja los intereses de operadores financieros, inversores institucionales, fondos de alto riesgo, empresas transnacionales y grandes fortunas que, cada vez con más desparpajo, fijan la agenda de gobiernos e instituciones. Estas son las “las manos visibles” a las que nuestros dirigentes han entregado las riendas de la actividad económica. Ese mismo lenguaje omite una cuestión clave: la operativa de los mercados ha estado gobernada por el despilfarro. Hemos asistido a una asignación ineficiente de recursos (que, como la economía convencional nos recuerda continuamente, son escasos) que ha supuesto una enorme destrucción de riqueza; no solamente cuando la crisis hizo su aparición, sino mucho antes, al penalizar la inversión productiva y social y favorecer, de este modo, el bucle financiero.

Todos estos asuntos han quedado fuera de foco. Por esa razón, urge hacer valer otro lenguaje, en realidad, otro marco conceptual e interpretativo que nos capacite para transformar el actual estado de cosas al servicio de la mayoría social.

Tomado de: http://www.sinpermiso.info/textos/las-trampas-del-lenguaje

Fuente de la imagen: http://i1.mdzol.com/files/image/685/685610/5742e9c155f60_565_319!.jpg?s=10154967798a9781cde412eb9e9d8d5c&d=1464003890

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