Por: José Sánchez Tortosa
El 19 de mayo de 1928, Primo de Rivera aprueba un Real Decreto-Ley de reforma universitaria que desencadena protestas estudiantiles y la oposición de sectores intelectuales, en particular contra el artículo 53, que permitía a los alumnos de centros privados (léase religiosos) ser examinados por dos profesores de su centro y un catedrático de la Universidad donde se matricularan, lo que fue considerado un privilegio. Uno de esos estudiantes, J. López-Rey, recoge uno de los manifiestos estudiantiles que circularon durante aquellas jornadas en Los estudiantes frente a la dictadura: «Los estudiantes han caído en las calles atropellados por la fuerza pública, porque querían que el día de mañana, los españoles, cuando acudan al médico, al abogado o al ingeniero, éste ostente la máxima garantía de su capacitación. La del Estado español, no la que puedan dispensar arbitrariamente unas congregaciones religiosas».
Hoy, menos de un siglo después, los estudiantes no caen atropellados sino que yacen paralizados en un sueño inerte en brazos de un sistema educativo diseñado por las congregaciones religiosas del constructivismo y de la Pedagogía oficial. Su papel como Teología de los afectos ha disfrazado de salvación laica de almas puras la nueva función de la escuela pública: contener bolsas de sujetos ociosos en edad prelaboral. La transmisión de saberes técnicos y académicos dejó de ser hace tiempo objetivo de la institución.
Y es que tras la Segunda Guerra Mundial, las sociedades europeas, afectadas por un fuerte impacto demográfico en la franja de edad más productiva, se ven abocadas por necesidades materiales a extender la enseñanza pública. Alcanzada la recuperación económica y demográfica, la masificación de la enseñanza pasó de ser la solución a ser el problema. El número de licenciados aumentó hasta constituir un excedente que provocó ciertos ajustes. Se recurrió a la alfabetización universal formal. Asegurada la producción de las elites necesarias para asumir las decisiones de la alta administración y bendecida la medida por la sofística progresista de moda, los centros de enseñanza públicos se vieron condenados a una pauperización de sus fines técnicos, reemplazados por funciones de orden público. La legitimación espectacular del modelo quedó a cargo de la Pedagogía.
En España este proceso lo culminó el modelo general de la ley de 1990, prefigurado por la ley Villar Palasí de 1970. Así, los centros de enseñanza pública se convirtieron en guetos respetables donde retener, bajo control administrativo, a masas de sujetos en edad decretada como escolar sin que la formación académica, técnica y teórica tuviera relevancia. En esa abigarrada convulsión de afectos y sentimientos en que se convirtió la escuela, asumiendo los clichés de los medios de masas y, hoy, de las redes sociales, apenas queda resquicio para la lógica o la mera sintaxis, maltratadas sin piedad. De modo que el desprestigio del conocimiento y, por extensión, del profesor que se resiste a ser mero monitor de ocio obligatorio y subvencionado y de diversión reglada, es consecuencia inexorable. Las escuelas son centros de acogida a tiempo parcial y entretenimiento. Enseñar algo, inusual rebeldía, y aprender algo, heroicidad impar de los alumnos que no se pliegan a ser sólo niños, son poco más que sospechosas extravagancias reaccionarias.
El profesor a diario ha de ser un actor y representar un papel específico con una función docente por el bien intelectual y académico de sus alumnos. De forma paralela, la política exige actuación y cierto grado de teatralidad. Pero cuando los fundamentos en los que se basa la función del profesor y la del político padecen una sacudida traumática por motivos económicos, tecnológicos o demográficos, el papel exige ser modificado. En ese estadio crítico se abre paso la sobreactuación.El populismo pedagógico resultante precede en éxito al populismo político. Y disfruta de una mejor imagen, acaso por invisible, porque impregna transversalmente casi todas las opciones electorales. El Niño al que hay que agradar es la encarnación de la Gente para el pedagogo-demagogo, parafraseando a Unamuno.
Igual que la ley, como racionalidad común e impersonal no sujeta a sentimentalización ni apropiación interesada, es la única defensa del ciudadano frente a los poderes que regulan su vida, la lógica argumentativa y el conocimiento riguroso es la única defensa del alumno frente al poder de la ignorancia y la rebeldía impostada de la servidumbre. Las víctimas de una enseñanza reducida a diversión a la carta son los alumnos en general y, en especial, los que no pueden acceder a la enseñanza privada. Una escuela pública que no selecciona provoca que sea la economía, u otros factores, la que lo haga. El populismo, cuya gestación se produce como ruptura con el obrerismo, es clasista y fatal para los menos privilegiados. En política y en enseñanza. Un ejemplo evidente es el de la Universidad, que dejó de ser selectiva por lo que era inviable sin convertirse en cara para los alumnos.
Lo que podemos llamar neopedagogía, antes nueva escuela o escuela única, comprensiva o inclusiva, es, a pesar de la propaganda y la obsesión por innovar, tan vieja como clasista, o tan intemporal como la necedad humana. Opera como pantalla superestructural, hueca y eficaz, y como justificación retórica de una escuela escuálida de contenidos y saturada de hormonas y felicidad inmediata. Es propia de sociedades opulentas dadas a un individualismo psicologista, a un narcisismo consumista y electoral, que propicia autistas absorbidos por dispositivos móviles. La escuela basura no es una disfunción o una anomalía. Es consecuencia necesaria del vaciado académico de la institución al asumir una función de acogida. Estamos, previsiblemente, ante un cambio de paradigma educativo por los reajustes geopolíticos, demográficos, económicos y tecnológicos. La escuela estatal de los Estados nación da sus últimas bocanadas a pesar de las resistencias que aún perduran. En los partidos políticos, que escenifican unas diferencias superficiales lo suficientemente llamativas como para vender como voluntad de fortalecer la enseñanza lo que es dejadez o abandono, poco interés y, acaso, poco poder hay para frenar estructuralmente esa deriva. Con una palabrería fofa y unos lemas tan angelicales que pocos osan discutir, ofreciendo un igualitarismo clasista, unas libertades ilusorias y una universalidad que sólo garantiza mediocridad, se ha consumado la degradación de la escuela. Y bajo las luces de neón de los tópicos progresistas, se ha cumplido el logro de condenar a los alumnos con menos recursos, familias desestructuradas e inmigrantes a la indigencia académica e intelectual, económica y laboral. Esta destrucción de la enseñanza se produjo con una gran inversión. A más medios económicos, más personal y mejores infraestructuras, peor enseñanza. A más libertades políticas formales más ignorancia material generalizada.
El fenómeno se antoja irreversible. Si no se desechan las bases jurídicas e ideológicas de esa devastación no se conseguirá otra cosa que enquistar su inercia. Y, mientras la negociación no discuta los postulados ideológicos de la Pedagogía triunfante y no se impongan principios puramente técnicos, será imposible detener esa caída libre. Nada permite suponer que el resultado del presunto pacto educativo sea ajeno a ideología o cálculos estratégicos. Cabe sugerir medidas técnicas que contengan la debacle, lejos de la trifulca partidista y teatral. Pero cambiar el modelo parece imposible y las puestas en escena sobre la posibilidad del pacto o sobre un MIR para docentes están condenadas a perpetuar el fondo del problema: el mando de los lugares comunes de la Pedagogía por encima de las disciplinas académicas y técnicas que dan contenido a la enseñanza, desplazadas o neutralizadas. Todo pacto que renuncie a reconstruir esa institución dotándola de su función propia perpetuará su decadencia, oculta en las pantallas por la pose televisada.
Fuente: http://www.elmundo.es/opinion/2018/02/21/5a8c0b92268e3e42148b4597.html