En los últimos meses, el problema de la violencia en escuelas y liceos ha ocupado a actores de la más diversa índole: medios de comunicación, políticos, académicos y, por supuesto, miembros de la comunidad educativa (docentes, padres y estudiantes).
Son recurrentes las alertas mediáticas sobre nuevos peligros y amenazas que -supuestamente- se esconden en algunos hechos de violencia que más o menos regularmente ocurren en las escuelas y los liceos (por ejemplo, está de moda hablar del bullying). Sin negar el problema, es conveniente apreciar las cosas en su justa medida, trascendiendo las descripciones sensacionalistas.
Como si los centros de enseñanza fueran islas aisladas de la realidad socio-económica, no han faltado quienes omiten en sus análisis de esta problemática la fuerte vinculación que existe entre la violencia en las instituciones educativas y el trasfondo económico y social de los estudiantes.
Por más inverosímil que resulte, hay quienes adjudican una responsabilidad prácticamente unilateral al centro de enseñanza y sus actores por todo lo que en él ocurre (episodios de violencia incluidos), ya sea por acción (por haberlos causado) o por omisión (por no haber hecho lo suficiente para evitarlos). Esta interpretación parece suponer que todo lo que ocurre al interior de escuelas y liceos debería ser interpretado exclusivamente en función de la dinámica escolar y liceal. No necesitamos decir que este principio no siempre (de hecho, casi nunca) es enunciado explícitamente: lo que importa es que muchos “análisis” de la “violencia” en los centros de enseñanza se apoyan en él al ignorar las numerosas y variadas circunstancias de contexto que rodean, permean y afectan al escenario educativo.
Desde nuestra perspectiva, la violencia que se produce en los centros de enseñanza es, principalmente, el resultado de una multiplicidad de factores gestados en las condiciones sociales que rodean dichos centros. Además de contextos de escasez material (alimentación, vestimenta, vivienda, salud, etc.), muchos estudiantes son afectados por relaciones conflictivas en sus hogares (progenitores gravemente enfermos, muertos, desconocidos o ausentes; familiares directos en prisión; situaciones de violencia y maltrato; entornos vinculados al narcotráfico; necesidad de hacerse cargo de la casa y los hermanos; temprano ingreso al mercado laboral; etc.). Parece claro que el sistema político es responsable, al menos, de la corrección de estas situaciones, aunque no siempre tenga la principal responsabilidad sobre sus causas.
Obviamente, no se puede negar que en el problema de la violencia también inciden las formas que asumen las interacciones en el interior de las comunidades educativas. Pero ello es así porque se han ido modificando los sentidos acerca de lo que se considera una práctica violenta. La mayoría de nosotros nos hemos encontrado, como docentes, en situaciones en donde aquello que nosotros entendíamos como “violento” no era percibido así por nuestros alumnos. O, al revés, aquello que nosotros entendíamos como correcto, era percibido como “arbitrario” por parte de ellos.
Ahora bien: aunque resulta innegable que la violencia en escuelas y liceos está relacionada con cierta incapacidad de las instituciones para regular y mediar en las nuevas relaciones dadas entre los estudiantes y entre estudiantes y docentes (los mecanismos tradicionales, como las citaciones a los padres, las amonestaciones, las suspensiones y las expulsiones, muchas veces no sólo no contribuyen a atenuar los problemas de violencia, sino que a veces las incrementan), tampoco puede desconocerse que ello es el resultado de una deliberada e irresponsable estrategia de “inclusión”, cuya responsabilidad recae directamente en el sistema político e indirectamente en sus representantes en los organismos de conducción de la enseñanza.
En muchos casos –probablemente en la mayoría- la posibilidad de lograr la mejora de un alumno en su conducta vincular implica un tratamiento más o menos prolongado con algún especialista. Sucede que, en primer lugar, las situaciones familiares hacen difícil pensar en que uno de sus miembros pueda dedicarse a que ese tratamiento se lleve adelante (o que se lleve adelante con la necesaria regularidad). En segundo lugar, los servicios disponibles para este sector de la población en el área salud son muy precarios, impidiéndoles, en muchos casos, el acceso a consulta con cierto tipo de especialistas, y dificultándoles, en casi todos los casos, la prontitud y regularidad en el acceso a turnos de consulta.
Pero, en tercer lugar, el hecho de que alumnos que entran en conflicto con la institucionalidad educativa permanezcan dentro de ella sin que existan recursos para prevenir nuevos conflictos, genera una suerte de amplificación de ese mismo conflicto. Cuando los docentes nos sentimos superados por los conflictos, acudimos al Equipo Multidisciplinario. Sucede que, por un lado, en Secundaria tales dispositivos han sido cercenados hasta la situación actual en la que sólo ocho liceos en todo el país disponen de un Equipo Multidisciplinario. Y, por otro lado, ni estos dispositivos ni los profesionales aislados suelen disponer de condiciones para la resolución de las tensiones (por ejemplo, cuando existe un solo psicólogo o un solo asistente social con veinte horas semanales de trabajo para 600 u 800 estudiantes). Considérese que la inexistencia de psicólogos y asistentes sociales es una restricción de los canales de comunicación entre la institución y los adultos responsables de los estudiantes (pues sus roles no pueden ni deben ser absorbidos por otros actores). Y después las autoridades hablan de escuelas y liceos “de puertas abiertas”…
Cuando la expectativa de resolución de un conflicto se ve frustrada, pueden generarse acusaciones de ineficacia o inoperancia hacia distintos trabajadores de un centro. Así, la escasa asignación de recursos por parte del sistema político termina promoviendo reproches recíprocos acerca de roles incumplidos por parte de diferentes actores de la enseñanza, lo cual no hace sino agravar la violencia y el malestar existentes. Lo que muchas veces ocurre es que justamente estas tensiones institucionales se viven cotidianamente como falencias individuales aunque, en última instancia, no sean estrictamente tales. “En los centros de formación docente no se nos enseñó qué hacer en este tipo de casos”. “No fuimos preparados para encarar este tipo de situaciones”. No planteamos aquí que sea negativa la inquietud docente por formarse en el abordaje de situaciones de violencia. Pero afirmamos que no corresponde, bajo ningún concepto, que el docente se convierta, en los hechos, en psicopedagogo, psicólogo, asistente social, etc., ya que ello supone la desnaturalización del vínculo docente-estudiante, que ha de centrarse en los procesos de enseñanza y aprendizaje y no en los de psicólogo-paciente u otros análogos.
Entendemos de suma importancia la asunción de que estas situaciones en las que los trabajadores de la educación sentimos como falencia profesional algo que no lo es, nos muestran otra de las formas de la violencia provocada por el sistema político en los centros de enseñanza: el malestar que afecta la integridad emocional de los docentes y demás especialistas, vaciando de sentido su actividad al no saber exactamente qué hacer ni cuál es el sentido de lo que hacen. Y esto, a su vez, los somete a sensaciones de desánimo, frustración, molestia, etc., que minan su integridad psicológica (y, por lo tanto, su salud).
Peor aún: el sistema político no sólo provoca el malestar del docente consigo mismo por “no estar preparado”, sino que se hace eco de esa falsa insolvencia culpabilizándolo de casi todos los males de la sociedad. Y esa sistemática culpabilización pública se ha convertido en una deliberada y violentísima campaña de desprestigio de la profesión docente. Entendemos que no es accidental la coincidencia temporal entre el recrudecimiento de esta campaña de desprestigio (véase la tapa de nuestro anterior boletín sindical) y el incremento de los hechos de violencia hacia maestros y profesores.
Resulta, así, que a la hora de distinguir las principales causas de la violencia en los centros de enseñanza, debemos mencionar no sólo las problemáticas socioeconómicas y los factores inherentes a la institucionalidad educativa, sino también las causas políticas.
Entendemos que la concepción que tenemos acerca de las causas de la violencia no es una cuestión menor. En general, cuando observamos un fenómeno que definimos como violento, lo hacemos a partir de las nociones que poseemos, y entonces es en función de ellas que tendemos a catalogarlo como un caso grave o, por el contrario, como una cuestión menor. Por eso, es particularmente relevante disponer de elementos que nos permitan caracterizar adecuadamente las causas de la violencia, ya que de esa caracterización dependerá la estrategia que elegiremos para abordar el problema.
A los efectos de prevenir posibles mal interpretaciones de lo que aquí planteamos, cabe señalar que lejos estamos de afirmar que los centros de enseñanza no tienen nada que ver respecto de la violencia que ocurre en su interior. No pensamos que hasta tanto no acabemos con la pobreza, la marginalidad, el desempleo y la exclusión, nada podrá hacerse en relación con la violencia en los centros de enseñanza. Por eso creemos conveniente cerrar este artículo con algunas propuestas concretas de cómo abordar diariamente, desde nuestra profesión docente, las diversas situaciones de violencia que se dan en las escuelas y los liceos (que no se reducen a las situaciones cada vez menos aisladas de agresiones físicas).
En primer lugar, hemos mencionado que en este problema inciden las interacciones que se dan en las comunidades educativas. En este sentido, entendemos que es necesario discutir y corregir una serie de factores que contribuyen a aumentar la violencia, entre los que cabe destacar: inconsistencia en las reglas del centro; falta de diálogo entre docentes y estudiantes a los efectos de clarificar el contenido de las reglas; arbitrariedad en la aplicación de las reglas; falta de respuestas a la inconducta vincular persistente.
En segundo lugar, hemos señalado, también, que las escuelas y los liceos deberían disponer de los recursos necesarios para el abordaje de las tensiones más o menos constantes y de las situaciones emergentes. En este sentido, es responsabilidad de nuestro sindicato, ante la omisión de las autoridades, la lucha por la creación de equipos multidisciplinarios con una adecuada cantidad de integrantes en cada turno de cada centro, así como la pelea por la construcción de la suficiente cantidad de edificios como para acabar con los grupos superpoblados y reducir la actual proporción de estudiantes por docente. Y la lucha es entre los trabajadores organizados sindicalmente y el sistema político, ese gran generador de violencia en escuelas y liceos.
Fuente: http://adesmontevideo.uy/tag/julio-moreira/