¿Cómo queremos ser educados? En esta primera entrega de la serie LA EDUCACIÓN QUE QUEREMOS, Andrés García Barrios da rienda suelta a su imaginación para contestar esta pregunta tan sencilla y trascendental a la vez.
Por: Andrés García Barrios
Me llega de casualidad una vieja nota escrita por Karina Fuerte, editora en jefe de este Observatorio IFE, en la que, bajo el título ¿De qué sirve saber si no sabemos cómo vivir?, menciona el libro Escuela de Aprendices, de la filósofa y ensayista española Marina Garcés. El artículo comienza citando la pregunta clave que guía la composición del libro: ¿Cómo queremos ser educados? La idea me cautiva de inmediato. ¿Cómo queremos ser educados? Nunca había pensado en esto, en que uno puede hacerse esta pregunta.
La educación ―según siempre nos han dicho y nos hemos dicho― es una decisión de las familias, de los maestros, de quienes la otorgan… y no una elección y menos un deseo de quienes van a recibirla. Nunca lo ha sido. ¡¿De verdad nos están preguntando cómo queremos ser educados?! ¡¿Nos lo estamos preguntando?! La sorpresa me lleva de inmediato a un “¡Qué bien suena esto!”, y no tardo en dar rienda suelta a mis fantasías de cómo me gustaría que fuera la educación en mi país, en el mundo entero. En un vuelco de imaginación me remonto a mi infancia y le digo a mis padres cómo quiero que me eduquen; después voy con mis maestros y les digo lo mismo, paso a paso. Así, bruscamente me entrego a esta reinvención de toda mi historia hasta llegar al presente, en que sigo aprendiendo, dejándome llevar sólo por la pregunta ¿Cómo quiero ser educado?
Ni siquiera se trata de qué educación creo que la gente debe recibir; en mis pensamientos no entra la idea de deber ni cabe la pregunta de cuál pienso que es la mejor manera de alcanzar ciertos objetivos escolares, ciertos propósitos, de obtener determinadas habilidades… No, nada de eso. Simplemente se trata de querer, de cómo se me antoja que me eduquen.
Así pues, comienzo aquí esta carta a Santa Claus, a ver si ―siendo apenas febrero― para la próxima Navidad recibo la sorpresa de que la educación es ya, así como la quiero, como la estoy deseando y pidiendo (de verdad desearía que mi “querer” fuera tan fresco como el de un niño; no puedo dejar de recordar la maravillosa respuesta que dio mi hijo a la pregunta de qué quería ser cuando fuera grande: “Quiero ser niño”, contestó; sin embargo, mi deseo de adulto no puede ser sino una mezcla de fantasías frescas combinadas con ciertos argumentos razonados e incluso con algunas ideas intrusas, de esas que llamamos “realistas” y que no son sino desilusiones de adultos malinformados acerca de los milagros que nos pueden acaecer a los seres humanos).
Así pues, doy pie a esta serie de artículos a los que titularé LA EDUCACIÓN QUE QUEREMOS, donde espero poder expresarme con total libertad, es decir, sin entrar en consideraciones sobre si estas fantasías filosóficas que salen de mi cabeza son de verdad posibles.
Desaprendizaje
Lo primero que se me ocurre cuando me hago la pregunta que plantea Marina Garcés, es que quiero una escuela donde haya mucho amor. Como dicen Edgar Morin y sus coautores del libro Educar en la era planetaria: la educación necesita “de lo que no está indicado en ningún manual pero que Platón ya había señalado como condición indispensable de toda enseñanza: el eros, que es al mismo tiempo deseo, placer y amor, deseo y placer de transmitir, amor por el conocimiento y amor por el alumnado. Donde no hay amor, no hay más que problemas de carrera (académica), de dinero para el docente, de aburrimiento para el alumno”. Sin embargo, el lector o lectora, habrá de convenir que la palabra amor es complicada porque admite innumerables definiciones y porque, en la práctica, podríamos llegar a exclamar de ella lo que alguna vez, trágicamente, se dijo de la Libertad: “Amor, cuántos crímenes se han cometido en tu nombre”. Así pues, decido dejar el amor para más adelante y sigo pensando, o más bien, sintiendo: ¿qué educación quiero?
Me acuerdo entonces de cuando era un joven estudiante de la carrera de teatro y, lo mismo que todos mis compañeros, idolatraba a uno de los héroes del momento, el director polaco Jerzy Grotowski, cuyo libro Hacia un teatro pobre formaba parte de nuestro programa académico y era sumamente popular en el medio escénico independiente (al que la mayoría anhelábamos integrarnos pronto). Lo de “pobre” no hacía referencia ni a la clase social ni a la falta de recursos económicos (aunque en la Polonia de aquellos días dedicarse al teatro independiente sí era someterse a este tipo de privaciones), sino a un concepto del arte teatral donde sólo se daba valor a la expresión actoral y se prescindía de casi todo otro recurso: música, escenografía, iluminación, vestuario, maquillaje, efectos sonoros, y en general toda la parafernalia escénica. Lo que había era actores vestidos apenas con ropa de calle o alguna prenda muy modesta, haciendo uso de sus gestos, de su voz, de sus movimientos extraordinariamente expresivos (iluminados por una luz propia, podríamos decir), y de vez en cuando de algún objeto sumamente simple (una tela, un palo o algo así).
Yo y mis compañeros ―y en general la gente en México― no teníamos acceso a ver las obras de Grotowski, ni siquiera filmadas, y debíamos contentarnos con algunas fotografías incluidas en el libro, donde los actores hacían gestos impresionantes que parecían verdaderas máscaras sobre sus rostros. Sin embargo, recuerdo que lo que más me impactó de la lectura, fue uno de los conceptos que Grotowski mencionaba como la clave que estaba detrás de esta magia: durante su entrenamiento, los actores no debían “aprender” nuevas técnicas expresivas sino por el contrario debían trabajar con un rigor vital para desprenderse de todo tipo de vicios de expresión e impulsos corporales así como de tendencias mentales y culturales que, como todos nosotros, cargaban encima y les impedían dar verdadera vida a su expresión escénica. Había que deshacerse de cosas y no añadirlas. En palabras de Grotowski: “La nuestra (no es) una colección de técnicas sino la destrucción de obstáculos”.
Otra idea complementa lo anterior. En una vieja entrevista que puede verse dando clic aquí, Grotowski menciona que, en el régimen estalinista impuesto sobre Polonia, había una gran censura sobre los espectáculos pero no para los ensayos, los cuales se ejercían en total libertad. Esta privacidad fue un elemento que favoreció la esencia de su trabajo: Grotowski convirtió los ensayos en los momentos más importantes del proceso: en ellos ocurrían los encuentros humanos más importantes (de los actores con el director y de los actores entre sí) y se alcanzaban las formas más elevadas de exploración artística. Como también los espectáculos resultantes eran extraordinarios, el Teatro Laboratorio de Grotowski se convirtió en uno de los pilares del arte de su tiempo en todo el mundo.
Pues bien, la educación que yo quiero comparte esos dos elementos que he descrito. Desde chico, acarrea uno tantas ideas preconcebidas, necesidades impuestas, obligaciones sin sentido, confusiones conscientes e inconscientes, etiquetas y estigmas sociales, posturas físicas y hasta enfermedades y trastornos adoptados, que lo mejor que nos puede ocurrir es toparnos con una maestra, un medio o una escuela donde nos ayuden a quitarnos todo eso y nos alienten a pensar por y para nosotros mismos, a sentir con autenticidad, a expresar con frescura y a volver a los impulsos del propio cuerpo y no tanto a las fórmulas de comportamiento social. Una escuela así sería un verdadero laboratorio donde uno aprendería a quitarse resistencias y a identificar con libertad aquello que más nos conviene. Claro que «quitarse resistencias” se dice fácil ―como si fuera cosa de voluntad―, y sin embargo eso que hemos ido acumulando en nuestro interior desafortunadamente no ha dejado una huella clara de su paso, haciendo difícil andar atrás el camino para reencontrarnos con un estado menos afectado de nosotros mismos, menos cargado de lineamientos e información. Pero es aquí donde entra el segundo aspecto del teatro de Grotowski, el que se refiere a la importancia del proceso más que del resultado.
Un ambiente en donde uno no tiene que “cumplir” con nada, donde no tiene que producir algo para otros y donde no será evaluado de inmediato por sus resultados, es un ambiente mucho más propicio para encontrarse consigo mismo, con sus deseos y necesidades auténticas. Se trata de un ambiente basado en la confianza y sin la persecución y el juicio de una mirada exterior (idealmente en el salón de clases debería imperar aquello de que “lo que ocurre en el aula se queda en el aula”, lema más propio de los espacios terapéuticos; por eso, otro gran director de escena, Peter Brook ―quien escribe el prólogo de Hacia un teatro pobre― se abstiene de narrarnos lo que vio durante unas sesiones de entrenamiento dirigidas por Grotowski, por discreción hacia la delicada búsqueda personal que los participantes llevaban ahí a cabo).
Se me dirá, con cierta razón, que aprender a construir puentes, a realizar una cirugía a corazón abierto o a programar computadoras no es cuestión de “quitarse resistencias” sino de aprender habilidades nuevas. Por supuesto, la escuela también es un sitio donde añadiremos cierto tipo de conocimiento. Grotowski mismo no confía sólo en el impulso natural del cuerpo como expresión artística; es decir, para él tampoco se trata sólo de quitarnos resistencias y ya. Sabe que ese impulso debe ser modelado si se quiere “crear” una obra de arte. Sin embargo, ese “modelaje” debe sustentarse (en su acepción de sustento, de nutrición) en algo esencial, en una parte nuestra verdaderamente personal, para evitar caer en clichés, en estereotipos sociales (David Mamet, otro gran director y escritor de teatro y cine, sugiere que ese tipo de conocimiento arbitrario que suelen brindar las escuelas, es de plano inútil, “…tan inútil como enseñar a un piloto a aletear con los brazos en la cabina para hacer que el avión se eleve”).
En la escuela que yo quiero, el conocimiento que adquirimos se nutre de nuestra verdadera personalidad, es decir de una visión fresca de nosotros mismos, lo menos prejuiciada posible (lo menos maquillada, vestida, iluminada… en una palabra, lo menos producida posible), convirtiéndose en un verdadero sostén para la vida. Con esta frescura fue como el actor Riszard Cieslak creo al personaje protagonista de El Príncipe Constante, obra del español Pedro Calderón de la Barca dirigida en Polonia por Grotowski. La obra trata de un hombre que por lealtad a sí mismo y a su fe, muere en prisión después de años de miseria y tortura. Para recrearlo en escena, sin embargo, el director propuso a Cieslak sustentar todo su trabajo en un recuerdo de adolescencia en el que el actor había vivido instantes de la más profunda sensualidad y alegría. Este luminoso recuerdo funcionó “como una balsa en un río” sobre la cual navegó la tragedia del constante príncipe.
Lo que aprendemos debe ayudarnos a florecer en cualquier circunstancia. Sólo así tendrá verdadero valor. Como docentes, debemos pensar que los estudiantes vienen ya equipados con las cualidades y capacidades para aquello a lo que quieren dedicarse, y es sobre esa base que debemos ayudarles a construir su futuro. El futuro nunca debe sustituir a lo que existe en el presente. La evaluación de lo aprendido nunca debe ser más importante que el momento maravilloso de aprender algo, sobre todo cuando nos ayuda a quitarnos falsas ideas de la realidad o creencias equivocadas de nosotros mismos.
Quizás el aprendizaje no sea más que un estado de tránsito hacia un sitio en que nos reunimos con lo más auténtico que tenemos. Como escribí en la juventud, en un momento de exaltación poética:
Una mente indigestada de ideologías debe pensar detonaciones, estruendos que la obliguen a escuchar: filosofía. Démosle un poco de este pensamiento que la destrabe y por dieta de enfermo alguna geometría de gran belleza. Pero una vez que se eche a andar, la mente deberá guarecerse prontamente en el bosque caótico, donde las voces vienen de todas partes y ninguna quiere imponer su acento. Allí, bajo la enramada de ruidos, despertarán sus instintos y un pensar propio de gran fuerza le abrirá las compuertas del cuerpo. Pues toda mente busca el cuerpo, donde no hay diferencia entre el pensar y el silencio.
Para terminar, me permito recomendar al lector un libro del psicólogo y cogno-científico inglés Guy Claxton, que es una especie de tratado sobre el desaprendizaje, sobre todo en materia de hábitos de pensamiento. Su nombre es intrigante y divertido (Cerebro de liebre, mente de tortuga), pero su subtítulo es un verdadero explosivo para nuestras creencias más arraigadas y una invitación a quitarnos algunos de nuestros más grandes obstáculos: Por qué aumenta nuestra inteligencia cuando pensamos menos. Esta simple frase se ha convertido para mí en un recordatorio constante de que necesito mucho menos de lo que cargo encima.
Fuente de la información e imagen: https://observatorio.tec.mx