Las universidades se están enfrentando a desafíos como la virtualidad de las clases, la creciente oferta educativa y la falta de financiación con un modelo cada vez más empresarial. La crisis provocada por la pandemia y el auge de las plataformas educativas digitales podrían ahora condenar a la universidad tradicional a la desaparición.
El desarrollo económico y político de cada sociedad ha pasado por sus universidades, que han logrado grandes avances científicos y tecnológicos desde que empezaron a combinar enseñanza e investigación en el siglo XIX. Algunos de estos avances han revolucionado la economía, como la invención del GPS o el descubrimiento de la energía atómica.
Pero el impacto económico de la universidad no se limita a la innovación: un 10% más de universidades en una región, por ejemplo, supone un crecimiento del 0,4% del PIB per cápita. Estas instituciones también son grandes proveedoras de empleo directo e indirecto, más aún en aquellas ciudades donde protagonizan la vida y la actividad productiva, como Cambridge (Reino Unido), Salamanca (España) o Heidelberg (Alemania). En Estados Unidos, hasta un 20% de la población de una localidad puede llegar a trabajar en la universidad o en servicios relacionados.
Además, la enseñanza superior es fundamental en la formación de la juventud, muy ligada al porvenir económico de un Estado. La educación superior es clave para el desarrollo, pues capacita para desarrollar empleos altamente cualificados, y pesa aún más en la actual sociedad del conocimiento.
Más facultades, más carreras, más diplomas
La necesidad de mayor formación ha ido acompañada de un aumento del credencialismo, una tendencia a requerir títulos educativos para optar a ciertos trabajos con mejor salario o estatus. La Universidad de Harvard prevé que este fenómeno pueda afectar a seis millones de empleos solo en Estados Unidos, al exigir títulos superiores a los de quienes ya ocupan esos puestos. Aunque esto fomenta la matriculación en las universidades, también desvirtúa su proyecto académico, pues las encamina a ser meras expendedoras de certificados.
Con todo, quizá la tendencia más importante del último siglo en el sector es la masificación de las aulas. Tras la Segunda Guerra Mundial, las crecientes clases medias empezaron a llenar la universidad, que desde entonces ha aumentado sus plazas, carreras y facultades. En 1970, una de cada diez personas en el mundo cursaba estudios superiores, mientras que en 2010 en países como Corea del Sur ya superaban el 30%, Irlanda el 26% y Colombia el 18%. La diferencia en cuanto a población que cursa estudios superiores entre países ricos (75%) y pobres (9%) aún es mayúscula, pero la tendencia general es al alza. Sin embargo, aunque el acceso a la universidad se haya democratizado, el sistema educativo perpetúa las desigualdades sociales.
La creciente demanda de educación terciaria también ha supuesto una mayor presión sobre los Gobiernos y el gasto público, que llevó a encarecer las tasas universitarias y reducir las becas y subvenciones. Allí donde la educación terciaria es sobre todo pública, como en Europa, se ha fomentado la eficiencia financiando proyectos particulares o iniciativas que premian la excelencia. También se ha fomentado el auge de instituciones privadas, en especial en países en desarrollo de la mano de políticas de cooperación. Esto hace que casi el 70% de quienes estudian en universidades privadas en el mundo lo hagan en países en desarrollo.
Alquilar instalaciones o hasta salir a bolsa para financiarse
Todo ello ha hecho que las universidades se esfuercen más por conseguir financiación privada. Ya no bastan los profesores o académicos, que pasan a ser decanos o rectores por su prestigio o tiempo en la institución: ahora se buscan administrativos eficientes y curtidos en recaudar fondos, como en cualquier empresa.
La búsqueda de financiación, unida al credencialismo, han llevado a ampliar la oferta universitaria. Se han abierto turnos de tarde, creado títulos propios, organizado cursos en línea y firmado acuerdos con entidades privadas para ofrecer formación conjunta. Algunas universidades también se han subido al carro de las plataformas educacionales de streaming, como EdX o Coursera, con cursos masivos online.
Otras incluso han salido a bolsa, como la Universidad Internacional de La Rioja (España) o la de Southampton (Reino Unido), con enormes ganancias. También las hay que han apostado por alquilar sus instalaciones a empresas, como laboratorios o material tecnológico puntero, y por vender investigaciones. Esto aumenta el saldo de las facultades, pero puede limitar los avances científicos a aquellos que sean rentables, además, a corto plazo.
No depender de la financiación pública puede aliviar la presión política y gubernamental a las universidades. Sin embargo, en ocasiones es a cambio de atraer inversión extranjera, lo que también puede condicionar la actividad académica. Por ejemplo, la Universidad de Nueva Gales del Sur, en Australia, protagonizó una controversia en 2020 por eliminar temporalmente un artículo crítico con la actuación china en Hong Kong ante las posibles represalias del gigante asiático.
La competición, ¿reñida con la calidad?
Además de las inversiones, otro método para hacer caja son las matrículas de los estudiantes. La competencia por los alumnos es aún más feroz en países de mayores ingresos, ya que la oferta de educación superior aumenta mientras la demanda se mantiene estable o decrece. Como el estancamiento demográfico reduce la masa de jóvenes nacionales que aspiran a entrar a las universidades, estas buscan suplirlos con estudiantes extranjeros.
Los alumnos internacionales, que en 2017 eran 5,3 millones en el mundo, también son los más codiciados porque suelen pagar matrículas más elevadas. De hecho, pagan el doble en Estados Unidos o Austria, y abonan el equivalente al 25% del gasto público en educación terciaria en Australia o Nueva Zelanda. Entretanto, la universidad hace de la multiculturalidad un valor añadido que convoca a más estudiantes.
Para atraer a ese alumnado también es fundamental conseguir mejores profesores, que a su vez dan renombre a la facultad. Sin embargo, estos muchas veces dan poca clase e investigan aún menos, recayendo la labor docente en profesores adjuntos mal pagados. Más de dos tercios del profesorado universitario en Estados Unidos era interino en 2009, por ejemplo. La precarización de estos trabajadores es evidente: aunque se supone que son puestos a tiempo parcial que pueden compatibilizarse con otro empleo, en muchas ocasiones imparten tantas horas de clase como el profesorado a tiempo completo.
Esta competencia entre universidades se hace más explícita en las clasificaciones, cada vez más importantes. Algunos contemplan variables como la formación del profesorado, la reputación de su labor investigadora o las veces que se citan las publicaciones de una universidad. Sin embargo, gran parte de estos rankings utiliza el criterio de la reputación mediante encuestas, lo que produce un círculo vicioso o virtuoso, según el caso. Además, estas clasificaciones suelen considerar la labor investigadora como sinónimo de calidad, en perjuicio de aquellas universidades más centradas en la docencia.
La pandemia lo complica todo
El aumento de universidades y centros de educación superior, la recesión económica y la competición agresiva entre facultades también conlleva serios problemas. El sector educativo será uno de los más afectados por la crisis del coronavirus, y especialmente las universidades, que podrían sufrir una reducción de la financiación pública como ya ocurrió tras la crisis de 2008. A esto se suma un menor pago de tasas por parte del alumnado, ya que ha habido menos matriculaciones, y un previsible descenso de la movilidad internacional debido a las restricciones para viajar. En las ciudades universitarias, además, peligra el empleo de miles de ciudadanos.
Por si fuera poco, se ha empezado a exigir una disminución de las tasas universitarias si las clases se imparten en línea, como ha ocurrido durante la pandemia: en el Reino Unido se recogieron más de 270.000 firmas para exigir bajadas de tasas mientras durase la docencia virtual. Parte del alumnado tampoco ha estado muy satisfecho con estas clases, mientras otros alertan de que la falta de presencialidad fomenta la desigualdad. La otra cara de la moneda la protagonizan las inversiones millonarias que las universidades han hecho en tecnología para adaptarse a una situación para la que no estaban preparadas.
Las universidades afrontan muchos retos, incluidas la precarización, una mayor competencia y la falta de financiación. Frente a eso, muchas de ellas están decididas a perpetuarse adoptando el modelo empresarial. La cuestión es si podrán mantener su calidad e independencia o si el interés económico se llevará ambas por delante.
Fuente: https://elordenmundial.com/las-universidades-ya-no-buscan-ensenar-bien-sino-ser-rentables/