La conversación como método

Conversar es una tarea que en ocasiones resulta presa de las adversidades del momento en que se vive. Ese momento tiene componentes fácticos (cuánto dinero se gana, situaciones violentas cotidianas, acontecimiento sociales, adversidades de salud…), y componentes tácitos que se alojan en el subconsciente y construyen actitudes (tensión social, sensación de rabia, tristeza o alegría). Aunque nos guste conversar, es probable que nos veamos con mucha frecuencia en medio de conversaciones que se reducen a escuchar quejas, reclamos o dolores de otros/as quienes, a su vez, también se dejan envolver en esos pensamientos de forma cotidiana. Creo que la velocidad marcada de estos tiempos parece haber relegado a un segundo lugar la búsqueda por una sana conversación donde escuchar, incluso, los momentos de silencio, sea parte del disfrute de todas y todos.

Por estos días, mi segundo hijo de 14 años me preguntaba cómo podía hacer para participar en una conversación con gente de su edad, aunque no los conociera. «¿Cómo hacen ustedes para seguir una conversación?» nos dijo. Apenas pudimos invitarlo a escuchar lo que otros decían y ver en cuál punto habrían coincidencias de intereses de modo que pudiera participar. Al menos a mi me funciona eso de escuchar por conocer a través del tono de voz, las expresiones que utiliza y lo que habla, una parte de lo que puede ser una posible conexión en alguna conversación. Siempre están los lugares comunes para poder introducir un tema cuando los silencios resultan densos hasta incomodar, pero mejor si antes se escucha lo que el otro quiere decir.

Sin embargo, recordé que a esa misma edad, comencé a hacerme preguntas similares. Por aquellos años me avergonzaba, incluso, saludar en la calle a alguien que bien podía conocer, o responder una pregunta directa que me era hecha. Aunque en bachillerato participaba mucho en aulas de clase, hacía exposiciones e incluso llegué a escribir alguna que otra obra de teatro y a ensayarla con mis compañeras de salón, saludar a alguien con quien me cruzara en la calle al ir a mis clases de piano, me asustaba en muchos sentidos. Me angustiaba que mi tono de voz no alcanzara a ser escuchado y no fuera respondido mi saludo, y me inquietaba saber si las palabras que utilizaría serían «hola», «buenas tardes/días», o si le hablaría de tu o de usted o si sólo aletearía con la mano para que me viera al pasar y devolviera el saludo … total que aquel conocido/a terminaba pasando a mi lado y yo pasaba por antipática porque no lograba ponerme de acuerdo conmigo para hacer algún gesto o decir alguna palabra.

Con el tiempo hice un ejercicio deliberado para asumir alguna posición al respecto: o saludaría o no lo haría pero, en todo caso, sería consciente de lo que hiciera. Creo que la cosa fue mejorando, perdí el temor al silencio y con el tiempo aprendí, además, que la conversación es un vehículo privilegiado para acercarse al otro y conocer, en el proceso de aprendizaje, su apreciación del mundo que se le muestra en el aula. Creo que, en parte por ello, asumo de modo explícito que las clases son espacios de conversación, básicamente, introducida por mi y desde mi visión del mundo. Por ello les enfatizo a quienes participan que hablo desde mi y no desde algo que pueda ser considerado un cánon o norma sobre cómo deben verse las cosas. En el camino de la conversación durante las clases, he conseguido muchos puntos de divergencia y también varias coincidencias con quienes participan, en especial cuando, además, les delego el testigo de preguntarse y, preguntarme.

Creo que, así como la escucha activa es una clave de cualquier conversación, la pregunta denota un interés por aproximarse al otro, y reconocerlo. Pero hay preguntas inquisitivas, que acorralan, que humillan y las hay también las que se abren como invitación a mostrarse sin problemas en grupo. Hay preguntas con juicio de valor pero también hay preguntas cuyo valor y juicio ayudan a construir en colectivo porque, debo confesarlo, vengo asumiendo que mis sesiones de trabajo son, sobre todo, un ejercicio de construcción colectiva que nos ayuda, a todos/as, a perfilar un poco más todo lo que somos y venimos a ser a través del aprendizaje de temas ya estructurados en una malla curricular, y que, gracias a la conversción, acaban siendo contextualizados entre todos los participantes.

Veo a la conversación como un espacio del conocer donde es posible exponer al ser y al hacer como espacios de encuentro en los cuales los contenidos de las asignaturas curriculares pueden llegar a verse expuestos y evidenciados. Pero, en ocasiones, estas conversaciones de aula no están excentas de ser apresadas por dinámicas y circunstancias del momento. Con frecuencia las aulas son espacios de catarsis y resulta una tarea desafiante ayudar a los participantes a abstraerse de los conflictos colectivos cotidianos, superar las quejas y dar un sentido al proceso de conversar desde las preguntas y la escucha de los otros. Pero, creo, la conversación además tiene un poder mayor no descrito en pedagogía: el poder de sanar las angustias en el otro y hacer saber que, al menos en el período de duración de la conversación, hay un compromiso sincero por entender y cuidar al otro y su quehacer.

Quizás, entonces, para hacer de la conversación un método más para el proceso de aprendizaje, una escucha atenta ayuda … y también una comprensión del espacio lugar en el que ocurren las motivaciones por la conversación. Eso, en parte es traer la mayéutica como invitada de lujo a las aulas de aprendizaje.

Imagen destacada disponible desde: http://img.viveusa.mx/sites/default/files/styles/interior_nodo/public/field/image/club_de_conversacion_de_lectura.jpg?itok=bT0P8Ydk

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Poética de la educación

http://michoacantrespuntocero.com/poetica-de-la-educacion/

Por: Rosario Herrera / 31 mayo, 2016

Mal se recompensa con agradecimiento a un maestro
cuando se sigue siendo siempre un discípulo.
Y ¿por qué no queréis hacer trizas mi corona?
Me veneráis: pero ¿y si vuestra veneración
se derrumbara un día?
Cuidad que os mate una estatua
[…] Ahora os mando que me perdáis
y que os encontréis a vosotros mismos;
y tan sólo cuando todos hayáis renegado de mí,
retornaré a vosotros.
Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra.

Una poética de la educación debe rescatar la síntesis griega originaria entre la poética y la educación, a través de una ética del deseo para la experiencia educativa, con el fin de impulsar la creación y la innovación del conocimiento, la cultura y la vida misma, promoviendo y ejerciendo la democracia, en función de la autonomía del conocimiento, la crítica, la verdad, la creatividad y la invención. Una reflexión en la que primordialmente me acompañan Eugenio Trías (El artista y la ciudad, Anagrama, 1976) y Jacques Lacan (La ética del psicoanálisis, Paidós, 1988).

Para ello, les propongo promover el neologismo (po)ética, que por un lado permite un fundamento ético de la creación y la invención en la educación, a fin de poder superar la razón instrumental técnica de la modernidad, que redujo la tekne griega (“saber hacer”) a la repetición y la producción: “hacer como”. Todo ello, para restaurar la síntesis originaria entre la poíesis griega y la tekne, como un “saber hacer” siempre renovado, que se despliega en la ciudad como amor civil y como obra de arte.

Poíesis, en el diálogo socrático El Banquete, o del amor de Platón, según la maestra de Sócrates, Diótima de Mantinea, designa “la causa que hace que lo que no es, sea”, y que refiere a la dimensión más vasta de la creación, la producción y la invención, como producto del diálogo democrático impulsado por la mayéutica, método dialógico propio de la paideia. Así, poética y paideia constituyen un diálogo poético, una síntesis trascendente que aspira a elevarse a la verdad, el bien, la justicia y la belleza de la polis (ciudad), por lo que se encuentran en el más alto peldaño de la cultura griega. Una poética de la educación en la que la poíesis se desplegaba en la tragedia griega, la versión más autorizada del mito (una guía clave para la vida). Pero, recordemos que, ya en la República (Politeia) comienza la expulsión de los poetas de la polis porque no comparten un lógos común. Una (mal)dición de los poetas que llega hasta la modernidad técnica, en la que se mueren de hambre, y hasta nuestros días, por no producir mercancías útiles, que contribuyan con el progreso (la sagrada categoría de la modernidad).

En oposición a esta síntesis griega entre la poíesis y la paideia, la educación, a la sombra de la modernidad técnica dicta: los estudiantes deben cultivar un tipo de auto-conocimiento (aprender a aprender, teniendo como principal o única fuente la Internet), y con la consigna de alcanzar la perfección (la excelencia académica y la certificación). Una persecución de la perfección que aspira a saber todo, menos sobre sí mismos y su propio deseo, que evade el azar, la finitud humana y la condición humana trágica: la muerte.

El neoliberalismo, heredero del imperialismo, que hace de la educación una empresa y un mercado, para integrarla en lo que el filósofo español Eugenio Trías llama el “Casino Global”, agrava la tendencia infantil de la competencia y la rivalidad para “ser el mejor”. Un proyecto global que imagina un hombre abstracto, sin la guía clásica de la poíesis, que Aristóteles concibe como lo verosímil (eikós), que no es lo verdadero ni lo falso, sino lo posible…y hasta lo imposible.

No es suficiente aprender, es necesario desarrollar habilidades mega-cognitivas. Hay que conocerse a sí mismo como aprendiz, en lugar de saber qué se desea, antes de que sepamos cualquier cosa. Así, los estudiantes son alentados a examinar las habilidades y competencias que son claves para sus estudios, para vender su fuerza de trabajo a los empleadores potenciales (Karl Marx).

El énfasis en estas habilidades desplaza principalmente el saber del propio deseo, después la cultura clásica, la literatura, la tragedia y la poética, para proponerse como un sistema cerrado, donde todo se supone que puede ser calificado con patrones de calidad, como si se tratara de un proceso de producción empresarial (la escuela y la universidad fábricas)

La poiesis —según Martin Heidegger— en su origen compartía su sentido con la tekhne, un “saber hacer” y no “un hacer como” (reproducción técnica). Mientras el saber hacer es poético y creativo, el hacer como es técnico y reproductivo. El saber hacer debe ser permanentemente renovado, para que no degenere en técnica, en un hacer como los padres, los maestros, los libros o los amos del mundo. Para no caer en la tentación actual de “hacer como los chinos”, para salir de nuestro subdesarrollo y tercermundismo. Menos ahora, que se empieza a saber de qué “hacer como” se trata: la explotación inicua e infrahumana, el tráfico humano y la cosificación de los trabajadores.

Una poética de la educación basada en la poíesis es un saber hacer, una creatividad, que sólo se impulsa a través del deseo, el “querer hacer”, y no el “deber hacer” (según los padres, los maestros, la escuela, la iglesia o el Estado, la “disque reforma educativa”, como dice Rius).

Claro que hablar de una ética del deseo es un pleonasmo, una tautología, pues no hay más ética que del deseo, como querer ser, mientras la moral se ocupa del deber ser social. La moral es neurótica; la ética es erótica. Pero el deseo, debido a los fines de la educación, que auxilia a la cultura en su tarea legisladora de la conducta social, es siempre reprimido, desmentido y hasta expulsado de la empresa educativa. El deseo es un estorbo para el proyecto conductor, normalizador o adaptador de la educación, pues puede ser opuesto al papel regulador de la cultura. Qué desean los educandos es algo que por razones programáticas debe ser anulado, pues lo único que importa es la programación de lo que supuestamente “se debe saber hacer”.

En la enseñanza de Jacques Lacan, el discurso de la Universidad, que es también el discurso de la escuela y de la educación, es heredero del discurso del amo y de la iglesia, que desde el filósofo alemán Georg Hegel, sabemos que quiere el bienestar del esclavo; un bienestar que reprime el deseo, y que por lo mismo lo hace retornar en forma de síntomas de la educación: anorexia mental, rebeldía contra el saber, inhibiciones escolares, deserción escolar, culpa ante el saber, trasgresión de los dictados del maestro, etc.

Pero los problemas éticos, aunque no son tomados en cuenta, están siempre presentes en la educación, tanto para el educando como para el educador. Porque no hay más culpa que la de haber traicionado el propio deseo, por un ideal educativo, un deseo institucional o político, los deseos de los padres y los maestros, o “lo que la sociedad y el Estado esperan de cada ciudadano”. Por parte del profesor el problema consiste en cómo, a partir de cualquier tarea, puede lograr que el educando descubra su deseo y actúe éticamente en consecuencia. Para lo cual el docente no debe desear nada por y en lugar del educando, sólo que el educando logre expresar su deseo; el educador debe renunciar a la tentadora empresa narcisista de que los estudiantes sean como él, a fin de que surja en los educandos un deseo de verdad y de la verdad, para que tengan la libertad de ser como cada uno de ellos desea ser y no un lastimoso clon del maestro o el “orden social”.

Sólo una educación poética puede convertirse en una crítica radical a la educación tradicional, donde el único que habla es el maestro, pues todavía administra una mentalidad sumisa, acrítica y antidemocrática, que se identifica con el deseo del amo, donde quiere que se encuentre.

Una poética de la educación, al oponerse a todo proyecto de dominio que anula el deseo de los educandos y de los educadores, permitiría que se geste una (po)ética, una ética que abre una dimensión estética, un deseo creativo, para que surjan nuevos saberes más allá del programa y de la reproductibilidad técnica moderna, para que se desplieguen creativamente en la ciudad, como obra de arte.

Fuente: http://michoacantrespuntocero.com/poetica-de-la-educacion/

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