Guadalupe Jover
Una educación lingüística que llena la pizarra de morfemas y sintagmas y escamotea estos otros aprendizajes, obcecada en taxonomías y definiciones, en que aún prevalece la descripción del sistema abstracto de la lengua es una educación miope y una lingüística trasnochada.
¿Cuántas veces quisimos hablar en un claustro, en una asamblea de barrio, en una reunión de vecinos, y no fuimos capaces de tomar la palabra? ¿Cuántas veces nos enzarzamos en una discusión absurda e hicimos daño sin pretenderlo -o dejamos que nos lo hicieran- por no acertar con las palabras? ¿Cuántas veces nos las hemos visto con un profesional de enorme prestigio pero incapaz de ponerse a la altura de su interlocutor y explicarse de manera que pueda ser entendido? ¿A cuántas personas conocemos que sepan, de verdad, escuchar?
No. A hablar no se aprende “sobre la marcha” ni es este un aprendizaje que quepa dar por cerrado en los primeros años de vida. A hablar, como a leer, nunca terminamos de aprender. Saber comunicarnos con diferentes grados de formalidad y en diferentes ámbitos de uso no es tarea fácil. Saber ajustar nuestras palabras a nuestra intención comunicativa y lograr dos de los objetivos que confiamos a las palabras -el intercambio de información y el establecimiento de unas relaciones respetuosas y, a ser posible, cordiales- requiere de un lento aprendizaje.
Pero la escuela, bien lo sabemos, hace siglos que se desentiende de la oralidad. De nada sirvió que los currículos de lenguas se abrieran desde los años 90 a los denominados enfoques comunicativos y que ley tras ley la legislación haya conferido tanto peso a la oralidad como a la escritura: la tradición escolar y las rutinas docentes han resultado ser grilletes enormemente efectivos. Las evaluaciones externas -unas evaluaciones centradas en pruebas de lápiz y papel, individuales y contrarreloj- han acabado por dar el tiro de gracia a los tímidos intentos de hacer un hueco a la oralidad en la educación secundaria. Tampoco las ratios ayudan.
En pocos ámbitos como en este es tan nítida la disociación entre lo que la sociedad reclama de la educación y lo que pretenden hacer de ella las instancias económicas empeñadas en plegarla a sus intereses. Para estas, de las cuatro habilidades comunicativas la decisiva es la lectura: es la imprescindible para acatar instrucciones. De ahí que PISA haya puesto el foco en ella y sea la que tiene más peso en las reválidas LOMCE -de los cuatro bloques de contenidos del currículo de Lengua castellana el relativo a la oralidad simplemente desaparece-. Por el contrario, la ciudadanía de a pie sabe bien de la importancia de la oralidad en su vida personal y social.
Es en las conversaciones de todos los días donde se dirime gran parte de nuestro bienestar o malestar cotidiano. En ellas están en juego tanto nuestra imagen como nuestro territorio. Por “imagen” entiende Goffman la consideración social que reclamamos para nosotros mismos; por “territorio”, nuestro radio de acción. Hay actos de habla que refuerzan, en principio, nuestra imagen, tales como el elogio o el agradecimiento. Hay otros en cambio que la amenazan, como la reprobación o la discrepancia. Actos de habla como la orden o, incluso, el consejo ponen en riesgo también nuestro territorio, pues tal vez vamos a vernos impelidos a hacer algo que no deseamos. Pero lo cierto es que si hay que discrepar, elevar una queja o protestar no tenemos por qué renunciar a ello. Disponer de herramientas para decir aquello que queremos decir en cada momento -y saber hacerlo en el momento adecuado, ante la persona adecuada y en el tono adecuado- sin meter el dedo en el ojo a nuestro interlocutor es también responsabilidad de una educación lingüística democrática.
Una educación lingüística que llena la pizarra de morfemas y sintagmas y escamotea estos otros aprendizajes -significado y sentido, acto de habla, cooperación conversacional, cortesía lingüística-, y no como saberes declarativos sino integrados en contextos comunicativos reales; una educación lingüística obcecada en taxonomías y definiciones y que no da herramientas para salir al paso de incompresiones y malentendidos o abusos de poder a través de la palabra; una educación lingüística en que aún prevalece la descripción del sistema abstracto de la lengua por encima de lo que las personas hacemos con las palabras es una educación miope y una lingüística trasnochada.
Pero no solo habrá que hacer de la oralidad objeto de conocimiento en las clases de lengua. La oralidad informal -el diálogo y la deliberación argumentada- habrían de ser también motor de aprendizaje en todas las áreas. No es posible una educación democrática sin aprendizaje dialógico. No es posible siquiera el aprendizaje sin conversación. Y, sin embargo, las más de las veces una clase es aún un acto comunicativo con una precisa disposición espacial -el docente al frente, los discentes en fila- en que uno monologa y el resto escucha (o finge hacerlo).
La oralidad informal -la conversación- y la oralidad formal -esencial en la esfera pública- no pueden quedar extramuros de nuestro sistema educativo. Incorporar al quehacer cotidiano el análisis y la producción de los diversos géneros orales formales (desde la exposición o la argumentación monologada a la entrevista y el debate, la tertulia o la mesa redonda) es imprescindible si de verdad queremos contribuir al pleno desarrollo de la competencia comunicativa de nuestro alumnado. Analizar en cada caso el papel de los participantes, los turnos de palabra, la comunicación no verbal, el grado de cumplimiento de las máximas de cooperación conversacional –no decir nada que no sea cierto; no dar más información (ni menos) de la necesaria; no irse por los cerros de Úbeda y no ser deliberadamente ambiguo- haría más eficaces nuestros intercambios cotidianos -también en el ámbito escolar- y cultivaría el sentido crítico hacia la esfera política y la comunicación mediática.
Pero aún hay más. Una educación democrática exige no solo desarrollar las habilidades necesarias para tomar la palabra, sino crear estructuras para que esa palabra sea tenida en cuenta. Mientras no haya cauces efectivos para la participación del alumnado en la toma de decisiones de la vida escolar; mientras sus quejas y protestas, propuestas y sugerencias no se traduzcan en cambios reales; mientras no haya un marco de convivencia que sustituya el modelo punitivo por la resolución dialogada de los conflictos… nuestra escuela seguirá siendo la escuela del silencio.
Una educación democrática no puede dejar de lado la oralidad. Hacer de la lengua oral objeto de conocimiento y motor de aprendizaje; favorecer la emancipación comunicativa de todo nuestro alumnado propiciando su acceso a contextos diversos y socialmente significativos que reclamen su participación; incrementar, en definitiva, su repertorio comunicativo y su conciencia lingúística son hoy por hoy desafíos inexcusables a los que no se está dando respuesta desde la escuela.
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