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Apología del contagio

Por: Santiago Alba Rico

Desde que existe el Covid-19 ya no ocurre nada. Ya no hay infartos ni dengue ni cáncer ni otras gripes ni bombardeos ni refugiados ni terrorismo ni nada. Ya no hay, desde luego, cambio climático

A principios del verano de 1834 la epidemia de cólera que desde hacía dos años se extendía por España causó en Madrid más de 3.000 muertos. El 17 de julio los muy católicos plebeyos del barrio de Lavapiés (o del Avapiés) asaltaron y quemaron los conventos de Madrid, dando muerte a 75 frailes y monjas de las más variadas órdenes instaladas en la capital: jesuitas, franciscanos, mercedarios. Durante los días anteriores –se decía– se había visto a “mujerzuelas” y “mendigos” manipulando de manera sospechosa las fuentes y la víspera del motín popular (“una orgía de caníbales”, según Menéndez y Pelayo) un joven peinero de la calle Carretas que había sido sorprendido mientras vertía unos polvos amarillos en un caño de la Puerta del Sol confesó a golpes que lo hacía por orden de los jesuitas. El delirio inflamó la ciudad. En su novela Un faccioso más y algunos frailes menos, Galdós recoge el episodio describiendo a través de algunos personajes populares el terror paranoico de los madrileños y su tendencia a buscar un culpable. Maricadalso, que acababa de perder a su hija, se enfada mucho cuando el clérigo Gracián habla de una enfermedad oriental que se llama “cólera”: “Eso no es epidemia que venga de las Asias sino malos quereres”, dice; “son los malos, los pillos que quieren que acabe medio mundo para quedarse ellos solos”. Y algunas páginas más adelante, Tablas, amante de Nazaria la carnicera, tras difundirse el rumor del envenenamiento de las aguas, expresa en un corrillo de taberna la obsesión colectiva: “¿Por qué envenenan a la gente? Para acabar con los liberales. Ellos dicen: «No podemos aniquilar a nuestros enemigos uno a uno, pues acabemos con todo el género humano»”. El terror vengativo y ansiolítico se volcó, como un tsunami, sobre los representantes de la Iglesia.

En los tiempos del coronavirus el mundo se vuelve familiar y antiguo. Cada vez que un pueblo ha tenido que afrontar una amenaza colectiva ha buscado un cuerpo concreto al que atribuir la responsabilidad y en el que localizar el remedio. Es el chivo expiatorio, al que los griegos llamaban pharmakos (de donde nuestra “farmacia”), una víctima escogida al azar en la que se depositaba toda la complejidad de la crisis y cuyo sacrificio o expulsión de la ciudad liberaba a los hombres de todos los peligros. “Muerto el perro, se acabó la rabia”, dice nuestro refranero. Los madrileños en 1834 escogieron a los curas porque apoyaban el carlismo, predicaban virtudes que no cumplían y acusaban a los pobres de provocar la ira de Dios con sus pecados. Cada época y cada pueblo tiene su propio pharmakos. En las últimas semanas, a medida que el coronavirus se ha ido difundiendo por todo el mundo, la fiebre conspiranoica ha adoptado vestiduras contemporáneas; es decir, racistas y/o geopolíticas. Las hay claramente psiquiátricas y las hay pseudocientíficas. Entre las primeras cito la de un chiflado italiano que echa la culpa a las vacunas. Según él, la aparición del coronavirus habría sucedido a la campaña de vacunación obligatoria en China, donde se habrían utilizado sustancias que contienen un “polvo inteligente”, ya inoculado en la sangre de toda la humanidad, que permite “digitalizar” los cuerpos, de manera que “los malos” y los “pillos” –las élites mundiales– pueden activar desde lejos el virus tantas veces como quieran, así como las funciones de los órganos. Entre las pseudocientíficas, que combinan datos reales con elucubraciones fantasiosas, se pueden citar las declaraciones, tan virales en las redes como los virus en los bronquios, de Francis Boyle, un jurista estadounidense especialista en “guerra biológica” que, a partir de la existencia real de un laboratorio P4 en la región de Wuhan, se entrega a calenturientas elucubraciones sobre la antesala vírica de la “tercera guerra mundial”.

Admitamos que hay algo inquietante en la gestión de la crisis. Me refiero, en este caso, al exceso de transparencia. Al contrario de lo que ha ocurrido en crisis precedentes –pensemos, desde luego, en Chernobyl, pero también en la oscurantista gestión de las secuelas del 11-S en EEUU–, donde el pánico de la gente se basaba en la sensación fundamentada de que las autoridades inhibían datos y decisiones para proteger intereses espurios ajenos al bienestar colectivo, aquí la inquietud se deriva de la contundencia desconcertante de las medidas públicas, desproporcionadas (¿o no?) en relación con la gravedad oficial de la amenaza y cuya arbitrariedad, según los países, resulta más bien chocante. En Italia, por ejemplo, se impone un radio de un metro de distancia entre los cuerpos mientras que en Francia se prohíben las aglomeraciones de más de 5.000 personas, dos medidas que revelan el albedrío nacional de los gobiernos, así como la voluntad bastante histriónica de exhibir responsabilidad estatal, lo que algunos interpretan, en precipicio ya un poco complotista, como el ensayo general de un futuro “estado de excepción”. ¿Se nos ha ido de las manos el virus o las medidas tomadas contra él?

Lo cierto, en todo caso, es que esta “transparencia administrativa”, hija de la improvisación emulativa, ha inducido un pánico global muy propicio a las teorías de la conspiración en un mundo en el que todos los poderes –tecnológicos, económicos y políticos– concurren a hacerlas verosímiles. El complotismo se activa siempre, a modo de defensa, frente a lo que no podemos controlar; y digamos que no hay combinación más favorable que la que reúne a un bicho microscópico imprevisible con un contexto civilizacional que nos supera por completo; que integra, verbigracia, lo subhumano inasible con lo suprahumano irrepresentable.

Así que necesitamos más que nunca un chivo expiatorio o pharmakos, ya sea racista, antiimperialista o anticapitalista. ¿Por qué? Porque el complotismo, como la navaja de Ockam, reduce todas las complejidades y abstracciones a una concreción aprehensible y casi táctil y es, por eso mismo, tranquilizador. Tiene algo de amuleto primitivo o ceremonia apotropaica. Nos gustaría creer que sólo existen los hombres, aunque sean malos, y que incluso la máxima destrucción es un negocio humano que nos mantiene en el universo que nosotros mismos hemos creado y que aún podemos dominar. La conspiración, después de todo, es un orden, un sistema, una voluntad; su sujeto es inteligible y, si no siempre neutralizable, es siempre reconocible y, aún más, reconociente: reconoce nuestra existencia individual, aunque sólo sea para acabar con ella. En cuanto a la naturaleza y al poder tecnológico, por el contrario, nos sacan de pronto al exterior, a la intemperie desnuda del origen, donde nuestros cuerpos, hace 100.000 años, estaban expuestos a las mandíbulas ciegas de los depredadores.

El complotismo, en definitiva, niega las dos amenazas que más aterran al ser humano: la contingencia y la naturaleza, que el capitalismo, al menos en el imaginario occidental, parecía haber conjurado para siempre. Y hete aquí que llega un maldito virus coronado, sin cara y sin ojos, y comparece ante nuestros cuerpos armado de dos ideas espantosas.

El coronavirus (una) es aleatorio. Es decir, no ha sido creado por el hombre ni su destino depende en último término de la humanidad. Por un lado, escoge a  sus víctimas sin ningún criterio, del modo más democrático concebible. Como la peste de Atenas, la ‘negra’ medieval, la de Londres o la llamada ‘española’ de hace un siglo, amenaza por igual la vida de pobres y ricos, de plebeyos y nobles, con una ligera indulgencia –menos mal– hacia los subsaharianos, cuyos sistemas sanitarios no resistirían el embate. Un virus es tan subhumano que ni siquiera reconoce nuestras jerarquías sociales y nuestras taxonomías históricas, lo que nos aturde y nos humaniza a la baja. ¡Incluso a los pobres tranquiliza una guadaña con conciencia de clase! Por otro lado, su propia contingencia impide atribuirle la más mínima intención culpable; nos mata sin ningún sentido, ni para él ni para nosotros; no gana nada en un mundo en el que el beneficio es siempre un atenuante y hasta un mérito; lo perdemos todo en un mundo en el que queremos ser al menos castigados por un delito o criminalizados por una resistencia. Preferimos siempre, sí, la mala voluntad al azar ciego.

El coronavirus (dos) es además impersonal y, si se quiere, abstracto. No podemos dirigirnos a él ni implorarle ni negociar. Es lo completamente otro que convierte a cualquier otro, como potencial portador de algo que no es él mismo, en un enemigo de esa humanidad que sólo se conserva en nosotros. Exactamente igual que el poder de las máquinas y el de las finanzas.

Observemos que contingencia e impersonalidad son los dos rasgos que hemos atribuido convencionalmente a la Naturaleza antagonista, entendida como esa cantidad excedentaria, que creíamos cada vez más pequeña, al orden humano. Lo que está fuera, lo que queda fuera, lo que aún no hemos conseguido interiorizar o ensimismar: qué miedo da todo eso a una civilización solipsista que ha olvidado que de ahí procede también toda verdadera alegría. El virus subhumano que mata es inseparable de la flor parahumana que nos resucita, de la mirada sobrenatural que nos descarrila en el metro.

Así que, enfrentados a la contingencia más abstracta, preferimos, como hace mil años, como hace 50.000 años, la conspiración que nos permite odiar a alguien concreto, aunque sea imaginario, y ser odiados por alguien concreto, aunque no podamos defendernos. Los “pillos” y los “malos” tienen nombre, cara, ojos, voluntad.  Los “pillos” y los “malos” se ocupan de nosotros, ¡menos mal! El complotismo que hace humano al virus contingente e impersonal satisface el mínimo de narcisismo y autoestima sin el cual ni los más humillados y ofendidos pueden sobrevivir.
Ahora bien, lo cierto es que este complotismo milenario es incapaz de ordenar ya la experiencia de desamparo –frente a la contingencia y la abstracción– que nos atenaza a todos en un mundo en el que la Naturaleza se subleva y en el que la biopolítica tecnologizada nos desarbola las brújulas. Esta desazonante sensación de irrealidad, raíz repentina de la realidad sumergida en nuestras tablets y nuestros supermercados, señala un viraje o recodo civilizacional que veníamos acunando o incubando en todas las crisis anteriores. Con independencia del curso que siga la pandemia, podemos señalar tres “efectos antropológicos” que el virus mismo, o su gestión administrativa y mediática, ha introducido ya en nuestras vidas.

El coronavirus (primero) ha revelado en un instante –en un relámpago– nuestra vulnerabilidad o, si se prefiere, nuestra antigüedad. De pronto vivimos en un mundo muy antiguo, formamos parte de un mundo muy antiguo y reaccionamos de un modo muy antiguo. Nuestro miedo arranca el fino velo de nuestras ilusiones de inmortalidad y nos devuelve al primer día del cromagnon, cuando estábamos a merced de las bestias salvajes. No somos ni postmodernos ni cosmopolitas ni cyborgs. No somos ciudadanos del siglo XXI. Transportamos en nuestros cuerpos una historia larguísima que regresa a nosotros cuando menos preparados estamos para asumirla. Volvemos a confundir enfermedad, delito y pecado; volvemos a confundir extranjería y animalidad; volvemos a necesitar un pharmakos de nuestro tamaño o un poco más pequeño/grande, lo bastante próximo para que podamos odiarlo y lo bastante lejano como para que no resulte “contagioso”. La “transparencia administrativa” y sus medidas espectaculares, que quizás cambien nuestras costumbres para mucho tiempo, dan rienda suelta a este redivivo primitivismo que, al mismo tiempo, se ajusta muy bien a la “soltería social” del capitalismo: soltería nacionalista, soltería consumista, soltería racista. El homo con mascarilla, símbolo de la nueva era, es el retorno capitalista a las cavernas.

Inseparable del primer punto, el coronavirus (segundo) ha revelado –se dice– la fragilidad de la economía. No es verdad. Y no sólo porque, como bien explica Eric Toussaint, la economía estaba ya en crisis antes de su irrupción. No. El coronavirus no ha revelado la fragilidad de la economía global; lo que ha revelado es su dependencia de los cuerpos –de los cuerpos a los que explota y niega y con cuya “superación” fantasea sin parar material y simbólicamente–. Esta fragilidad podría ser también una oportunidad para decidir qué mundo queremos y habrá que procurar que lo sea, pero mucho me temo que, si “corporalmente” hemos cambiado poco o nada en 40.000 años, las modificaciones culturales sufridas en los últimos decenios, que nos han hecho quizás más conscientes, nos han hecho también más perezosos y menos atentos o, lo que es lo mismo, más idiotas. Nadie –digamos– quiere contagiarse y es lógico; pero se trataría más bien de reivindicar el contagio, de usar el contagio a nuestro favor, de asumir el contagio, al igual que los médicos y sanitarios, como alternativa a un orden abstracto, muy vulnerable a la contingencia, que se pretende libre de límites: de muerte, de dolor, de sacrificio y hasta de aventuras. Y que, igual que confunde la felicidad y el consumo o las guerras y las bodas, lleva mucho tiempo confundiendo la “comunicación” y la vida. Italia, vanguardia siempre de lo mejor y de lo peor, con sus discutidas medidas radicales y sus pánicos nihilistas, nos anticipará el derrotero.

Por último (tercero) y en absoluto anecdótico, no deja de ser inquietante –pábulo de esta sensación de irrealidad radical– el hecho muy paradójico de que el coronavirus, con su escandalosa fragilidad aparejada, ha abolido la muerte. Fruto de la “transparencia administrativa” y del manejo informativo, y del pánico que ambos han inducido, ocurre que desde que existe el Covid-19 ya no se muere nadie. De hecho ocurre que no ocurre nada. Ya no hay infartos ni dengue ni cáncer ni otras gripes ni bombardeos ni refugiados ni terrorismo ni nada. Ya no hay, desde luego, cambio climático, pese a que sería muy fácil y muy útil asociar pedagógicamente la multiplicación de los virus al acoso capitalista de la Naturaleza; e incluso aprovechar este parón para cuestionar el modelo. El mundo se ha detenido; vivimos un estado de excepción o de cuarentena planetario en el que nos mantenemos a la espera, casi aliviados y casi dichosos de este paréntesis tembloroso que nos invita a dar el mundo por perdido –y a aprovechar para bebernos una última caña en una última terraza siempre veraniega–.

Mientras los “pillos” y los “malos” siguen trabajando.

Fuente: https://rebelion.org/apologia-del-contagio/

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El mundo con catarro y sin pañuelo

Por: Rose Mary Hernández Román

Uno de los problemas a los cuales se enfrentan gobernantes de países del mundo ante la pandemia del covid 19 es el tema de la resistencia social para acatar llamados y medidas preventivas que puedan evitar la propagación con consecuencias nefastas.

Algunas personas refieren este comportamiento no como una desobediencia, sino como la situación de resignación a la que solo responden desde sus únicas posibilidades, seguir en las calles, en el filo de la vida y la muerte a la cual han sido expuestos mucho antes de la aparición del coronavirus, bien sea por la discriminación, pobreza, exclusión, los bajos salarios, conformando grupos sociales altamente vulnerables, sin la posibilidad de prosperidad sostenible en su contextos y en el mundo.

Si bien las tasas de pobreza mundial han disminuido en regiones, los avances no han sido uniformes, e incluso, según el Banco Mundial (2019): “nuevos datos cuestionan los conceptos tradicionales de ricos y pobres». La pobreza ahora tiene rostro multidimensional que minimiza el nivel de vida en general, sufren carencias en educación, salud, trabajo, seguridad social, vivienda, económicas, sanitarias, entre otras.

Muchos son los lugares pobres  no reconocidos por los gobiernos,  donde las privaciones son peores que en un campo de refugiados. La mala distribución de las riquezas, ingresos y la desigualdad de oportunidades al nacer, son algunas de las connotaciones  presentes. Las políticas económicas de los gobiernos neoliberales benefician a los más pudientes, que son estratos menores , mientras,  grupos menos favorecidos han de pugnar, entre otras cosas, con la escasez, pocos o ningún recurso, servicios o bienes públicos debilitados por los serios recortes que no permiten recuperar sus funciones.

En Latinoamérica,  los profesionales de carrera y dependientes del sector público,  ven mermadas sus posibilidades adquisitivas al ser víctimas  constantes de abusos y reformas económicas que les  desmejoran, e incluso, colocan en una situación de neoesclavitud laboral, trabajador@s con paupérrimas pagas salariales, lo que conduce a otras realidades no abordadas como: la migración, ausentismo, desprendimiento al patrono, justas revelaciones sociales en pro de la defensa derechos establecidos constitucionalmente y contraídos en contrataciones colectivas.  A esto se le debe añadir las elevadas cifras de precariedad en la que se encuentran los servicios,  lo que agrava la crisis sanitaria que hoy está desalentándonos.

Existe entonces una orden de irresponsabilidad en los gobiernos que han dirigido al mundo, donde la lucha por dominio y control, con políticas con principios no éticos socialmente, puesto que no responden al bien supremo de la felicidad de la existencia humana, convirtiendo este último como una utopía prácticamente inalcanzable, han dejado desprovistos a miles de personas en quienes los efectos de la pandemia será devastador por no poder cumplir las restricciones.

La paradoja de los pobres ha sido sobrevivir a epidemias sin provocarlas. Lo han venido haciendo desde la aparición del Imperio español,  que trajo consigo la esclavitud y colonización de las civilizaciones indígenas, además de las pestes de la viruela, gripe y el sarampión. Hoy, virus sociales como la globalización, el capitalismo, el neoliberalismo, el racismo, son sistemas que destruye a la humanidad y al ambiente, donde se suprimen los derechos humanos, sistemas que  producen monstruos que no puede enfrentar.

Epidemias como la fiebre amarilla, malaria, cólera, coronavirus, guerras, mutilaciones, desigualdades, e ideologías dominantes de la ganancia como propósito de la vida, siempre han tenido al mundo pobre en catarro sin pañuelo.

Revisiones documentales

https://news.un.org/es/story/2019/07/1459131

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La pobreza social y la presencia del coronavirus

Por: Rose Mary Hernández.
Recientemente, las sociedades mundiales se encuentran de cara al estallido de una pandemia producto de la aparición del COVID 19 o coronavirus en Wuhan, China. De inmediato, la Organización Mundial para la Salud (OMS) se ha incorporado para procurar  informar sobre los consejos más adecuados  en la prevención y, así disminuir el número de afectados o muertes a causas de la presencia de este flagelo que no distingue raza,  credo, ideología, moda, sexualidad, forma de vida o patrón cultural.
Sin embargo, a pesar de las alertas o medidas de protección que son tomadas por jefes de Estados en algunos países, no solo de la región y, conjuntamente con representantes ministeriales, se ha hecho presente una ventana que muestra con dolor la desventaja que marca preocupación en los grupos altamente vulnerables o pobres, donde difícilmente el poder adquisitivo para comprar alimentos, medicinas y resguardarse en casa es posible y, aun estando en casa, los problemas sanitarios, escasez de agua, fallas eléctricas, o todo lo que implica servicios básicos, se hace una tormenta muy bien disimulada al no referirla con responsabilidad y sinceridad por parte de los responsables gubernamentales.
Parecen preocupaciones diferentes y  antagónicas los criterios éticos generales con los cuales se deciden aislar a las ciudadanías para evitar contaminarse con el coronavirus, dejando claro que, la desigualdades o brechad sociales perturban cualquier posibilidad de éxito en relación a la alimentación, alternativas de continuidad de educación,  sistemas hospitalarios, entre otros, que marcan los ascensos o no de los pueblos, y que si no se toman medidas más adecuadas o pertinentes  desde la justicia social se tendrán efectos negativos muchos más perdurables y que a lo cual, los gobiernos y la comunidad internacional parece no tener respuesta.
Desde lo epidemiológico, los puntos de vistas son coincidentes. Lo religioso también hace su aparición tratando de ganar seguidores o de convertir en la fe y las creencias. Sin embargo, en lo social y laboral pocos pronunciamientos se han generado. Los sindicatos laborales permanecen en silencio o sin reflexionar públicamente sobre el daño que han causado al no forjar una lucha leal desde lo colectivo en pro de un mejor bienestar para lxs empleados públicos.
Los trabajadores y el pueblo sin mayores posibilidades limitadas por malas políticas económica se encuentran sumergidos en la triste vida de los oprimidos, arrojados en abismo del pauperismo. La pobreza no escapa de ninguna amenaza. No tiene enemigo disminuido. El poder y endiosamiento del hombre, o incluso,  lo microscópico como los virus, pueden acabar con su existencia.  Ante esta realidad, es necesario que, las familias  tengan una mayor holgura económica, que los salarios de quienes a diario trabajan y dependen de las instituciones públicas, sean realmente garantía de un pago digno como derecho humano  que permita cubrir las necesidades básicas como: nutrición, vivienda, la atención médica, la educación y unos ahorros básicos para poder hacer frente a situaciones a-típicas  como la señalada donde las presencias laborales se vuelven inseguras o se convierten en un riesgo para la salud.
 Fuente: la autora escribe para el Portal OVE
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Pobreza: la peor pandemia

Por: 

Tan preocupados estamos por la amenaza sanitaria del coronavirus, que hemos olvidado la verdadera amenaza de nuestro entorno: mayor pobreza, menor acceso a los servicios básicos, aumento de la violencia en todas sus formas y la más cruel de ellas en el incremento sostenido de la desnutrición crónica en la infancia. Este es el verdadero problema en las naciones del cuarto mundo, naciones caracterizadas por gobiernos corruptos y el súper poder de sus grupos económicos cuyas élites han supeditado las decisiones políticas a sus intereses particulares, apoderándose de los recursos y retorciendo las leyes.

De acuerdo con los reportes oficiales de organismos internacionales, el virus que tanto nos asusta llegará más temprano que tarde. Sin embargo, el verdadero panorama de terror reside no tanto en la potencial pandemia como en la realidad apocalíptica del hambre, las carencias y los sistemas de salud ineficientes, sin recursos, manipulados por delincuentes tan poderosos como las multinacionales del sector farmacéutico, que trafican sin el menor reparo con sus influencias con el único objetivo de sacar el mayor provecho posible de las necesidades de los pueblos. En esa tónica, presionan a los gobiernos por medio de pactos comerciales interesados, apoyados como siempre por las instituciones financieras internacionales y los países más poderosos.

Los pueblos del hemisferio Sur se encuentran, por lo tanto, mucho más expuestos a un ataque de este virus que aquellos países premunidos de sistemas de salud pública capaces de enfrentar con mayor éxito una situación de emergencia como la que se experimenta en la actualidad. Solo basta echar una mirada alrededor y constatar la miseria de nuestros hospitales y centros de salud urbanos y rurales, en donde ni siquiera se cuenta con los recursos mínimos como equipo quirúrgico, medicinas, mobiliario y, muchas veces, incluso sin personal capacitado para atender adecuadamente las situaciones de emergencia.

El temor generalizado –y razonable- ante la entrada del Covid-19 nos coloca ante una situación sumamente compleja y potencialmente caótica, toda vez que nuestras naciones están sujetas a decisiones dictadas por intereses sectarios y no responden a políticas públicas elaboradas a partir de un análisis objetivo y serio de las necesidades de nuestros pueblos. Los gobiernos del continente latinoamericano, en su abrumadora mayoría, no solo son incapaces de elevarse por encima de intereses espurios, sino se han convertido en voceros y sirvientes dóciles de las corporaciones y las élites económicas actuando a espaldas de la ciudadanía y, como obvia consecuencia, condenándola a la más profunda e injusta de las miserias.

Hasta donde se ha podido observar, las autoridades de nuestros países se han limitado a contener la ola informativa llamando a la calma y buscando la colaboración de los medios de comunicación para frenar el pánico. Sin embargo, falta aún ver cómo harán para reparar el daño provocado por décadas de corrupción y abandono de la infraestructura sanitaria; por siglos de violencia contra los más pobres y por la marginación a la cual han condenado a los sectores más vulnerables como la niñez, la juventud y las mujeres. Si algo positivo se extrae de esta amenaza sanitaria, es su capacidad de poner en evidencia la estulticia y falta de humanidad de quienes están supuestos a gobernar dentro de un marco de ética y valores, así como la valentía de quienes quizá den el golpe de timón para poner atención, por fin, a las necesidades de sus pueblos.

Nuestros países carecen de recursos para enfrentar una amenaza sanitaria.

Fuente e imagen: https://iberoamericasocial.com/pobreza-la-peor-pandemia/

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María Tambilla: “Aquí la pobreza es el pan de cada día”. Perú

Redacción: La República

Desigualdad que duele. María Tambilla forma parte del 98% de mujeres que realizan trabajos no remunerados en el país. La población femenina lleva a cabo labores sin pago pero que aportan a la economía US$ 136 mil millones.

“La desigualdad económica está fuera de control”. Es el contundente mensaje de Oxfam en su último informe denominado Tiempo para el Cuidado. La problemática de la que ahora todos hablan tras el éxito de la película coreana Parasite (en la que se critica las diferencias sociales con algo de humor negro) está aumentando también en la sociedad peruana, y son las mujeres quienes más la padecen.

Solo basta acercarse (o viajar) un poco: Las mujeres en el distrito más pobre del país, Chetilla (Cajamarca), sobreviven con solo S/ 100 al mes. Así lo retrata Juana Quispe Vásquez (80). Ella junto con María Tambilla son agricultoras que deben cuidar la casa cuando sus hijos salen a estudiar o a trabajar.

«Todos los días cuido la casa y recibo ciencito soles nomás. Acá todos somos pobres y ya no hay gente para que trabajen la tierra», dice Juana, una mujer quechuahablante que se muestra desconfiada ante tantas promesas de gobiernos que nunca llegaron.

María, aunque se muestra contenta de trabajar en la chacra, es consciente de que lo que gana es lo «único que tiene para vivir». «Pero a veces se pierden las cosechas. La neblina jode la siembra de papa. Yo cuido la casa y no sé si me hubiera dedicado a trabajar en otra cosa. Aquí la pobreza es el pan de cada día», relata a La República.

Más trabajo, menos pago

Y en el ámbito urbano la desigualdad hacia la mujer también está presente. Con jornadas laborales que pasan las 10 horas al día, y sin contrato por escrito, las trabajadoras del hogar son el otro grupo que no conoce la inclusión: perciben en promedio S/ 500 al mes, cuenta Leddy Mozombite, presidenta de la Federación de Trabajadoras del Hogar, gremio que representa a casi medio millón de mujeres dedicadas a esta actividad en el país.

Mozombite vivió en carne propia cómo fue llegar a Lima a los 14 años para emplearse como trabajadora del hogar «cama adentro» donde no existen ni domingos ni feriados.

Pero hay otra situación que afecta a casi el 98% de mujeres en el país: dedican cerca de 400 millones de horas a la semana a trabajos no remunerados, como el cuidado de los hermanos, hijos, enfermos o ancianos; a buscar agua o limpiar el hogar.“Lamentablemente el capitalismo promueve y se aprovecha de creencias sexistas que restan autonomía a la mujer y dan por hecho que ellas ocuparán este tipo de trabajo”, explica el informe de Oxfam.

Invisibilizadas

Armando Mendoza, economista y vocero de Oxfam en Perú, señala que la situación económica de la mujer es la misma que hace diez años. “La brecha salarial no se ha movido”, advierte. (Hoy Perú ocupa el puesto 87 de entre 187 economías en el índice de igualdad de género, según el PNUD, 2019).

Una explicación es que no han surgido políticas públicas que reconozcan los trabajos de cuidado como una labor que aporta a la economía, pese a que la organización con sede en Reino Unido ha resaltado que “no tener en cuenta el valor social del trabajo de cuidados más allá de lo económico es el hecho de que, sin este trabajo, nuestra economía se colapsaría por completo”, advierte.

¿Por qué? Leddy Mozombite lo explica bien: «Las trabajadoras del hogar remuneradas o no, somos las que permitimos que otros estudien, trabajen y realicen su vida económica. Cuando cuidamos a un bebé, debemos protegerlo, incluso cuando hay un temblor y, pese a ello, menos del 10% accede a un seguro», comenta.

Y el trabajo no remunerado tiene un valor en la economía mundial: según Oxfam asciende a US$ 10.008 millones al año.

En Perú, según cálculos de Mendoza, bordearía los S/ 136 mil millones al año. «Es lo que las mujeres en el país dejan de ganar en conjunto por realizar actividades del hogar que no son reconocidas. El monto es equivalente a casi el 20% del PBI», anota.

¿Camino a la OCDE?

Una de las promesas del Gobierno fue que al 2021 el Perú ingrese al selecto grupo de países de la OCDE, pero alcanzar ese objetivo demandará una drástica reducción de la desigualdad.

Y todo parece estar lejos de la meta, al menos, en esa materia. El informe del 2019 del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), “Más allá del ingreso, más allá de los promedios y más allá del presente”, reveló que está surgiendo una nueva generación de profundas desigualdades en desarrollo humano en el país.

Frente a ello, el pedido de mujeres como Juana Quispe desde Cajamarca es que el Gobierno llegue a sus pueblos. Mientras que las trabajadoras del hogar piden que el nuevo Congreso apruebe el dictamen de una nueva ley que garantice los derechos fundamentales para ellas en el marco del Convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) que Perú ratificó en 2019.

Combatir la elusión

Y mientras unos viven con menos de S/ 100 al mes, las grandes fortunas logran eludir hasta el 30% del pago de impuestos (según Oxfam), reduciendo así la recaudación fiscal y la posibilidad de que el Tesoro Público pueda destinar más recursos para cerrar las brechas sociales.

Estos mecanismos que utilizan para tener menor carga fiscal los ha ayudado −además− a tener rentabilidades anuales de sus riquezas de 7,4% en los últimos 10 años.

«Si a ese 1% más rico de la población se le incrementa el impuesto que grava a la riqueza en 0,5%, en los próximos 10 años permitiría recaudar fondos necesarios para crear 117 millones de puestos de trabajo», refiere el documento como una recomendación global.

Pero frenar la elusión es solo una de las medidas, en una serie de políticas que deben apuntar a generar un sistema menos sexista, dice Mendoza: Si antes de la maternidad la brecha de género es de 10%, luego de ser mamá se eleva a 50%, «y no hay una política de Estado para combatir estas diferencias laborales hacia la mujer».

“Políticas que deben complementarse con acceso a la educación, a la asesoría legal, a lactarios en el trabajo, a la cobertura del seguro para ellas”, anota. ¿Nos ponemos a trabajar?

El problema en cifras. ¿Cómo actuar?

En el 2010, el valor del trabajo no remunerado que afecta a mujeres valía S/ 60 mil millones. Diez años después, asciende a S/ 136 mil millones.

Para los especialistas, la gradual incorporación de las mujeres al mercado laboral no se ha traducido en una distribución más equitativa de las labores domésticas y de cuidado familiar.

Políticas o leyes que reconozcan las labores de cuidado como trabajo, donde las empresas también se involucren, sería un paso a un país más equitativo.

Las cifras

5 h en promedio al día dedica la mujer a labores del hogar. Los varones, la tercera parte del tiempo.

30% de impuestos es lo que las grandes fortunas eluden.

Fuente: https://larepublica.pe/economia/2020/02/23/mujeres-pobres-en-peru-desigualdad-economica-de-genero-en-la-sociedad-peruana-oxfam-ocde/

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Médica Irene Kyamummi, premiada por reducir mortalidad infantil en África

Redacción: El Comercio

La médica ugandesa Irene Kyamummi recibió este jueves 5 de marzo de 2020 en Madrid el Premio Harambee 2020 a la Promoción e Igualdad de la Mujer Africana por su participación en el programa ‘Children Health Project’ (CHEP), que tiene como objetivo disminuir la mortalidad y la malnutrición infantil en Kenia y que ahora quiere trasladar a su país.

«En los asentamientos de Nairobi donde nació el programa CHEP, la mortalidad infantil alcanza los 150 niños fallecidos menores de un año por cada 1 000 nacidos vivos», señaló la galardonada durante la rueda de prensa organizada por la ONG internacional Harambee, que otorga el premio.

Kyamummi, doctora en anestesia y cuidados intensivos, trabajó durante dos años en el proyecto y ahora, tras los buenos resultados logrados en Kenia, donde han logrado atender a más de 5 000 niños, quiere afrontar el «inmenso reto» de llevar esa iniciativa a su país natal.

En Uganda, con una población de más de 42 millones, «más de la mitad de la población son niños» (23 millones) y en las zonas rurales «tres de cada diez menores de cinco años sufren desnutrición y dos millones tienen retrasos en el crecimiento», señaló la premiada, que quiso recalcar también la importancia de fomentar «una cultura de la sanidad» en África.

Según Kyamummi, la cuarta de ocho hermanos y que desde pequeña quiso ser médica, se trata de atender no solo a los niños sino a los padres, lo que provoca un «efecto multiplicador» porque de esta manera «pueden cuidar mejor de sus hijos».

«Somos muchos los africanos que dedicamos nuestras vidas a promover la igualdad básica de niñas y niños. Mi deseo es que puedan vivir sanos y tengan la oportunidad de continuar una cadena de servicio al ciudadano», dijo la doctora, perteneciente a la tribu Baganda, el grupo étnico más grande de su país.

El presidente de Harambee en España, Antonio Hernández, destacó el «valor especial» del proyecto CHEP porque «nace de una realidad local» y no de «un despacho».

Irene Kyamummi, que siempre se ha involucrado en proyectos para ayudar a personas con pocos recursos, quiso compartir el galardón con las «miles de mujeres del África subsahariana» que «comienzan pequeñas empresas familiares».

«Los países de mi entorno, según el Banco Mundial, tienen la tasa de emprendimiento más alta del mundo, y es la única región en la que las mujeres están más dispuestas a emprender que los hombres. No quería dejar de compartir esta alegría, y este premio, con todas esas mujeres», aseguró.

Fuente: https://www.elcomercio.com/tendencias/kyamummi-premio-mortalidad-infantil-africa.html

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¡Educación inicial neuropedagógica para superar la pobreza!

Por: Franklin Almeyda Rancier

La pobreza se asocia a necesidades materiales, lo mismo ocurre con la miseria. Esto me recuerda una conversación entre el profesor Juan Bosch y el poeta Pedro Mir, en tertulias que con frecuencia ambos sostenían. Se referían a que hubo una época en la que el país vivía en un capitalismo tan tardío, que existían muchas precariedades de servicios y de condiciones de vida, pero no había hambre.
Aquella conversación me animó a escribir en el Listín Diario un artículo que titulé: “Cuando la Miseria no Era Hambre”. Refería que el agua era cargada en “jícaras” desde los ríos o tomada de las lluvias; se iluminaba con “jumiadoras” y velas, las casas tenían piso de tierra techadas de yaguas y las mejorcitas de madera, con techos de cana o zinc, se dormía en catres y cama-batidor o con base de madera, etc. Sin embargo, sobraban los víveres y en cualquier hogar mataban un animal o una gallina al ser visitado por familiares y amigos apreciados”.

La pobreza y la miseria de ahora es que, además de precariedades materiales, es hambre. Salir de la pobreza monetaria no es suficiente; lo transformador es alcanzar desarrollo humano, lo que implica formar y preparar recursos humanos con capacidades para forjar su propia libertad y aportar al entorno. El país ha tenido un crecimiento económico del PIB, sin llevar el mismo ritmo en la educación, así como en la formación técnico-profesional. El crecimiento económico ha sido vertiginoso desde 2004 al 2012, de 21 mil 643 millones de dólares a casi tres veces más, 60 mil 882 millones; es decir, creció 39 mil 39 millones. Desde el 2012 al 2018 creció a 85 mil 555 millones, o sea, 24 mil 873 millones (Fuente: Banco Mundial).

Si se revisa el perfil poblacional, se ven fuertes debilidades en la educación y formación de esa población, para seguir un crecimiento económico sostenido.

La población estimada para 2019 fue de 10 millones, 358 mil 320 habitantes; hombres 5 millones 174 mil 343 (49,95%) y mujeres 5 millones 183 mil 977 (50.05%). Esta población ha recibido menor proporción de esa riqueza que los ricos; los pobres mucho menos para superar su pobreza. Los indicadores que ofrece el Banco Mundial sobre la pobreza es que ha descendido de 50.4% en el 2003 a 39% en 2012 y a 23% al 2019.

Esa población que ha salido de la pobreza, ha sido fundamentalmente en sus condiciones monetarias y materiales, no en su desarrollo humano. Se entiende por desarrollo humano según la definición aceptada de Amartya Sen (2000), de que es “como un proceso de expansión de las libertades reales de las que disfrutan los individuos”; se trata de participación económica, cohesión social, política y realización personal y familiar.

Para que pueda hablarse de superación de la pobreza, el Estado está obligado a políticas de Estado que proporcionen con mucha calidad educación, salud, empleos, seguridad y derechos de vida; bajo la premisa de que las necesidades son crecientes, para alcanzar el desarrollo humano.

Las cosas se complican cuando un sector importante va quedando atrás. Eso ocurre si el 23% de la población aún no supera la pobreza monetaria. Ese porcentaje significa un poco más de 2.4 millones de dominicanos, sobre una población de 10.3 millones. Equivale a más de 400 mil familias.

La tasa de natalidad fue de 19.83% y de fecundidad 2,39; la primera es por cada mil habitantes en un año y la fecundidad es número de hijos promedio por mujer. Esto significa que el crecimiento de la población es un factor parejo a considerar para disminuir la pobreza.

¿Qué se hace con el 4%?

Desde el 2012 se aprobó el 4% del PIB para la educación. Se trata de sumas fabulosas; pero se han destinado a atender prioritariamente la construcción de aulas, mejorar los salarios de los educadores y ofrecer alimentos a los estudiantes. El país no exhibe una educación de calidad. Mucho menos un rediseño curricular de última generación.

El Presidente Medina hace gala de la cantidad de aulas y los espacios construidos, pero ha convertido la educación en un programa social de alimentación y resguardo de los niños en tandas extendidas.

El presupuesto de este año 2020 trae una partida importante, disponible para el Ministerio de Educación para lograr calidad en la educación y cerrar brecha en esa población (23%) que aún se mantiene en la pobreza y para los hijos de los que vienen saliendo desde los gobiernos que presidió el Dr. Leonel Fernández. Estos son los integrantes de lo que el Presidente Medina llama nueva clase media.

La partida presupuestal del Ministerio de Educación es de 194 mil 523 millones. El presupuesto total para todo el Estado, para este año 2020, es de 997 mil 119 millones de pesos.

Como puede verse, se tienen los fondos para destinar una pequeña partida a un programa de educación inicial Neuropedagógica para desatar un proceso que transforme la educación y genere crecimiento humano sostenido.

No basta con sacar de la pobreza monetaria a un sector importante de la población, el Estado está obligado a asumir necesidades crecientes para llevar a los dominicanos en el más alto nivel de desarrollo.

Desciende la tasa de natalidad en República Dominicana en 2017
La tasa de natalidad en República Dominicana (número de nacimientos por cada mil habitantes en un año) fue en 2017 del 19,83, y el índice de fecundidad (número medio de hijos por mujer) de 2,39.

Esta cifra asegura que la pirámide población de República Dominicana se mantenga estable, ya que para ello es necesario que cada mujer tenga al menos 2,1 hijos de media (fecundidad de remplazo).

Si miramos la evolución de la Tasa de Natalidad en República Dominicana vemos que ha bajado respecto a 2016, en el que fue del 20,17%, al igual que ocurre al compararla con la de 2007, en el que la natalidad era del 23,18%.

Fuente: https://www.elcaribe.com.do/2020/02/28/educacion-inicial-neuropedagogica-para-superar-la-pobreza/
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