Por:Ignacio Ramonet
Ocurre un día de mayo en la Plaza de la Mutualité, en el corazón del Barrio Latino de Paris. Amotinados contra el poder central, los estudiantes de la Sorbona, para estorbar la circulación, vallan las calles con toda suerte de enseres. Amontonan toneles y barricas llenas de piedras, de tierra y hasta de estiércol. Almacenan también adoquines para lanzarlos como proyectiles contra guardias y gendarmes que pronto retroceden ante semejante chaparrón de piedras.
Tan altivo ejemplo de resistencia suscita emulación. Y ya otras calles, la Saint-Severin, la de Cluny, hasta el puente Saint-Michel, se encuentran ahora tapiadas por barricadas improvisadas desde las cuales los soliviantados estudiantes machacan con elementos del empedrado a los pelotones de agentes. Todo el corazón de París está sublevado. Varios días dura aquel arrebato de furia. Se tambalea el poder mientras el país entero comenta el inaudito amotinamiento, cuyo aniversario se conmemora este año. Y que la historia menciona como «la jornada de las barricadas».
¿Un recuerdo de mayo de 1968? No. Esa célebre jornada ocurrió hace 420 años, el 12 de mayo de 1588. No fue una revuelta más de las tantas que ha conocido París. Aquel día, en la capital francesa, se inventaron las barricadas. Por primera vez en la historia, unos sediciosos adoptaban, como modo de oponerse a la fuerza publica, el estorbo de la circulación taponando las arterias con barricas s llenas de piedras y tierra. Desde entonces, en casi todas las lenguas del mundo, para designar ese tipo de parapeto desde donde se hostiga al enemigo y a la vez se obstaculiza su avance, se usa alguna palabra derivada de la voz francesa barricade.
En un libro titulado Guía del París Rebelde que acabamos de publicar en Francia y que estará en los próximos días, en castellano, en las librerías de España, Ramon Chao y su humilde servidor revelamos el lado irónico de esa «jornada de las barricadas» de 1588. Aquellos estudiantes, en la atmósfera de rencor y odio de las Guerras de Religión entre católicos y protestantes, no fueron unos progresistas sedientos de libertad, sino unos sediciosos ultracatólicos, reaccionarios, fanáticos e intolerantes.
Con ocasión del 40º aniversario de Mayo del 68, algunos comentaristas están intentando difundir la idea de que aquella revuelta fue la madre de todas las desgracias para el pueblo francés. Entre ellos el presidente Nicolas Sarkozy. Se equivocan, claro. El propio Sarkozy no hubiera, antes de mayo de 1968, ni siquiera podido ser candidato a la Presidencia por su condición de divorciado casado con una divorciada. Y menos aún, unos meses después de haber sido elegido, divorciarse de nuevo al ser abandonado por su esposa, y casarse otra vez con una multidivorciada y simpática ninfómana.
Entumecida y agarrotada, la sociedad francesa de antes del 68 no hubiese tolerado jamás de un presidente esa conducta que hoy, por efecto de aquella revuelta, no nos parece anormal. Muchos se olvidan de cómo era Francia antes del aldabonazo del 68. Todo o casi estaba prohibido. Las chicas no podían ir en pantalones a los institutos. En la enseñanza primaria y secundaria la segregación de género era la norma. Hembras y varones estudiaban en edificios distintos. El bachillerato no daba acceso automático a la universidad. Los cursos eran sólo magistrales. Contradecir al profesor estaba proscrito. Cuestionar una tesis oficial, también. El machismo dominaba la vida pública mucho más que hoy.
Contrariamente a lo que se cree, Mayo del 68 no fue una rebelión política, sino una revolución cultural. Presentaba apariencias políticas: jerga revolucionaria, consignas subversivas, barricadas, exhibición de iconos insurrectos (Lenin, Mao, Ho Chi Minh, Che Guevara). Parecía responder al requerimiento de Marx de «transformar el mundo». Pero en realidad respondía al postulado de Rimbaud de «cambiar la vida».
Por uno de esos milagros que se producen pocas veces en la historia, en París hace 40 años la imaginación tomó el poder. En las paredes, aquellos jóvenes soñadores, escribían su insolente programa: «Corre camarada, deja el viejo mundo detrás de ti». Y hedonistas al fin, no sin sabiduría concluían: «La revolución cesa a partir del instante en que hay que sacrificarse por ella».
Fuente: http://elpais.com/diario/2008/04/23/galicia/1208945900_850215.html
Este articulo apareció en la edición impresa del Miércoles, 23 de abril de 2008