La felicidad subversiva

Por: Amador Fernández-Savater

“Pueblos felices no tienen Historia”

La felicidad tiene hoy muy mala prensa para el pensamiento crítico. Se considera una ilusión, otro mandato obligatorio más, un sueño tramposo de clase media.

Publico en Facebook una cita de Pasolini a favor de la felicidad y alguien responde de inmediato: “¡Pasolini capacitista!”. La felicidad cancelada.

Sin embargo, la relación entre felicidad y revolución ha sido muy estrecha hasta hace poco. La una ligaba su destino a la otra, como venía a decir precisamente Pasolini en la cita contestada.

La felicidad ha sido tal vez el modo europeo y occidental de discutir sobre lo que hoy, en la América Latina más influida por las tradiciones indígenas, se llama “el buen vivir” o “el vivir sabroso” (en hermosas palabras de Francia Márquez). Es decir, de discutir sobre la definición misma de la buena vida.

Los grupos subalternos tenían sus propias imágenes de felicidad, desde las que disputaban con la concepción hegemónica. Imágenes no sólo de futuro, de una felicidad posible luego o más tarde, sino aquí y ahora, relativa a experiencias vividas en el presente.

¿Acaso se agotó ese potencial? ¿Es ya sólo la idea de felicidad algo que desmontar, denunciar y deconstruir? ¿No existen imágenes de plenitud y dicha por fuera de las concepciones hegemónicas? ¿Se apagaron definitivamente las chispas de felicidad subversiva?

Felicidad y revolución 

El primer nexo entre felicidad y revolución lo encontramos nítido en los discursos públicos -Robespierre, Saint-Just o Babeuf- durante la Revolución Francesa.

“El ser humano ha nacido para la felicidad y la libertad, por todas partes es esclavo y desgraciado”, afirma Robespierre. Si el ser humano es esclavo y desgraciado no se debe a ninguna fatalidad inscrita en marcas de nacimiento, sino a la “corrupción del poder”. Al poder mismo como corrupción.

¿Corrupción de qué? Del “estado de naturaleza”, conforme al cual se debería legislar para devolver al pueblo la libertad, la virtud y la felicidad. Contra la promesa compensatoria de una felicidad solamente posible en el otro mundo, la revolución difunde por todos lados la idea de una felicidad terrestre y accesible a todos.

“La felicidad es una idea nueva en Europa”, escribe Saint-Just como colofón a un texto-decreto sobre la confiscación de bienes a los enemigos de la revolución y la indemnización de los indigentes. La felicidad es posible y su herramienta es la política.

“Pertenece a las grandes asambleas crear la felicidad común”. Una legislación revolucionaria según el estado de naturaleza puede hacer efectiva esa aspiración humana, disolviendo las desigualdades sociales y promoviendo los derechos necesarios a la asistencia, al trabajo, la instrucción. Es la idea del Estado social natural.

Los jacobinos apuestan por la revolución permanente “mientras quede un solo pobre o un desgraciado sobre la tierra”, pero el proceso se cierra el año II con la reacción de Termidor. “La revolución se ha congelado”, constata entonces Saint-Just antes de enmudecer para siempre.

El fracaso de las revoluciones comunistas del siglo XX 

En los años 70 del siglo XX, el filósofo alemán Herbert Marcuse reflexiona junto a Jürgen Habermas y otros sobre su propia trayectoria política e intelectual. Todo comenzó con un fracaso, dice, la derrota de la revolución espartaquista de 1918-19 en Alemania.

“Yo formé parte en la última concentración de masas en la que habló Rosa Luxemburgo; yo estaba en Berlín cuando Karl Liebknecht y ella fueron asesinados. Lo que quería comprender era cómo, con la presencia de unas masas auténticamente revolucionarias, pudo ser derrotada la revolución. ¿Por qué el potencial revolucionario de entonces, históricamente fuera de lo común, no sólo no se utilizó, sino que se echó a perder por décadas? ¿Por qué fue directamente inutilizado? Significativamente empecé estudiando a Freud”.

La derrota de 1918-19 anticipa otro fracaso: el de las revoluciones comunistas victoriosas del siglo XX. También en ellas el potencial revolucionario de masas queda inutilizado, y el sueño colectivo de libertad y felicidad se convierte en una pesadilla de terror y esclavitud. ¿Cómo es posible?

Lo que piensa Marcuse es que las revoluciones no sólo son derrotadas por fuerzas exteriores, como la represión o la cooptación de los revolucionarios, sino también por dinámicas interiores, inconscientes. Al Termidor histórico-social se le añade un “Termidor psíquico” en cuyo misterio hay que penetrar para comprender algo de la maldición recurrente de las contrarrevoluciones.

Las revoluciones comunistas del siglo XX retoman sin cuestionar el imaginario del progreso: despliegue de las fuerzas productivas, dominio de la naturaleza y  fabricación de bienes de consumo. El socialismo se define como la redistribución igualitaria del progreso industrial, lo que Lenin resume en su famosa fórmula: “el comunismo son los soviets más la electricidad”.

El problema, dice Marcuse, es que ese imaginario presupone ya un tipo de cuerpo. Sólo el cuerpo reprimido e insatisfecho, que ha aprendido a posponer el placer y a sublimar en ideales futuros, es capaz de empujar el progreso infinito cuantitativo. Sólo ese tipo de cuerpo puede experimentar la vida como trabajo sin disfrute en función de la productividad y su promesa de porvenir.

¿Cómo se “educa” ese cuerpo? Por supuesto a partir de todo tipo de violencias exteriores: las conocemos bien gracias a los trabajos de Marx, Foucault o Silvia Federici. Pero no sólo. Lo que Freud le permite a Marcuse es pensar la “interiorización del poder” a través del hecho cultural mismo.

El acceso a la cultura y el lenguaje impone a cada ser humano el sacrificio del cuerpo pulsional en favor del principio de realidad. El delegado del principio de realidad en el interior de cada uno de nosotros se llama superyó. Ese vigilante interno, que tomamos como voz de la conciencia moral, trabaja por el mantenimiento del orden con las armas más eficaces que existen: el sentimiento de culpa y deuda, la angustia ante la más mínima transgresión, el deseo de castigo como redención.

En esa estructura (ontológica) arraigan luego los distintos poderes histórico-sociales.

En el caso del principio de realidad capitalista, el mandato que vehiculará el súperyo es la renuncia pulsional a favor de la productividad. La pulsión amorosa (Eros) quedará reducida a la sexualidad genital-reproductiva. Y la pulsión destructiva (Tánatos) se instrumentalizará socialmente contra “los enemigos del progreso” tanto externos como internos: las pasiones inútiles, las inclinaciones al vagabundeo y la pereza, todo lo que se resiste a sacrificar la felicidad del presente a la productividad.

Ahora podemos entender mejor el fracaso de las revoluciones comunistas del siglo XX: al copiar tal cual el imaginario burgués del progreso, queriendo simplemente ponerlo al servicio de otras finalidades, reprodujeron el mismo “tipo humano”, el cuerpo de la renuncia pulsional y la sublimación a futuro, un cuerpo siempre insatisfecho e infeliz.

Ese cuerpo se encarna en la subjetividad que concibe la revolución como “trabajo”, la militancia como “sacrificio”, el tiempo como “espera” y el comunismo como sociedad de la productividad total. La lucha por el socialismo -y luego el socialismo mismo- se objetivan y reifican. El potencial pulsional y creativo de las masas queda inutilizado, se echa a perder. La revolución es vencida desde dentro.

La liberación de Eros

No hemos nacido, a pesar de Robespierre, para la libertad y la felicidad. El acceso a la cultura nos predispone más bien a la alienación y la infelicidad. La revolución política no alcanza, piensa Marcuse, es precisa una revolución cultural. Un cambio radical en la estructura de las necesidades pulsionales, invariante y a la vez abierta a la modificación histórica.

Esta revolución cultural consiste en reactivar las fuerzas eróticas reprimidas. ¿Qué es Eros? El impulso a proteger, enriquecer y embellecer la vida, el instinto de cooperación, la energía capaz de componer colectivos basados en una solidaridad sentida (y no sólo obligada), la única fuerza capaz de frenar la destrucción.

La liberación de Eros es en primer lugar una protesta: contra el mundo de la productividad autopropulsada, de la agresividad permanente y la instrumentalización de todo. Sin ese filo negativo, sin esa potencia de rechazo, Eros corre el peligro de ser reducido a mera compensación tolerada.

Y es también una afirmación. La aparición de un nuevo tipo de vínculo entre los seres, las cosas y el mundo. Un vínculo sensible y afectivo capaz de cuidar cada cosa viviente como una potencia singular, como un sujeto y no como un objeto. Un nuevo tipo de sublimación de la energía libidinal, ya no represiva o compensatoria, sino creadora.

La fuerza de Eros, anticipada y reservada antes al campo de la estética, debe ahora impregnar la vida entera: organizar el trabajo, orientar la construcción de entornos habitables, determinar las relaciones con la naturaleza, empapar los espacios educativos.

Esta liberación implica otra temporalidad, ya no el tiempo de la espera infinita, sino el de los procesos que llevan la recompensa en sí mismos. El tiempo de maduración, crecimiento y despliegue de lo que ya está ahí, como semilla y potencia. El tiempo del proceso y no del progreso.

Implica otro cuerpo, ya no el del militante siempre insatisfecho y en guerra contra el mundo, sin nada que perder excepto sus cadenas, sino un cuerpo que extrae su fuerza de los mil vínculos amorosos que le amarran ya al mundo: las formas de vida deseables, los territorios que habitamos, los recuerdos e historias que nos constituyen.

Implica, en definitiva, una nueva concepción de la revolución, como mutación antropológica, cambio de piel y aparición de una nueva sensibilidad. Esta nueva concepción, reclamada teóricamente por Marcuse desde los años cincuenta, se concretará prácticamente en los movimientos de los años 60: los estudiantes pacifistas contra la guerra de Vietnam, el feminismo y el primer ecologismo, las luchas anticoloniales y raciales. Los distintos actores de lo que Marcuse llamó el Gran Rechazo.

El mandato de rendimiento 

El Gran Rechazo no logra tumbar al capitalismo, pero le obliga a una reorganización general como respuesta. Es lo que se conoce como pasaje entre fordismo y posfordismo, o sociedad industrial y neoliberalismo; e implica también un cambio profundo en el nivel psíquico y subjetivo que es lo que nos interesa ahora.

El sujeto industrial se transforma en el sujeto de rendimiento de nuestros días. No definido ya por la renuncia pulsional, sino por la implicación total en la guerra económica: entrega, motivación, participación. No ya por la obediencia y el conformismo, sino por el desarraigo y la auto-superación constante. No ya por el ascetismo puritano, el ahorro o la moderación, sino por el exceso: hiperactividad, hiperexpresividad, hiperestimulación.

La acumulación como característica principal del capitalismo pasa adentro, convirtiéndose en modalidad subjetiva y modo de vida. Más allá del propio trabajo incluso, afectando a toda la existencia.

El nuevo mandato superyoico dicta: “debes aprovechar siempre, sacar el máximo partido a cada situación”. La energía amorosa de Eros queda sometida bajo todas las formas de la hipersexualización. La energía destructiva de Tánatos es instrumentalizada para la competencia general y la guerra de todos contra todos.

¿Y el malestar? ¿Cómo es el sufrimiento psíquico en esta época de rendimiento obligatorio?

Es la sensación constante de que el tiempo se acelera, de que “no llego” o “no me da la vida”. La sensación de estar siempre en falta, siempre en déficit, de no ser lo suficiente, no hacer lo suficiente, de no tener lo suficiente. La dificultad experimentada en la relación con el otro, siempre rival y nunca cómplice, un constante medirse atravesado de envidias y frustraciones, una demanda asfixiante.

Si Freud ofrecía a Marcuse un esquema para pensar la interiorización del poder, el psicoanalista Jacques Lacan añade posteriormente un elemento más, bien inquietante: el mandato superyoico se goza. Somos nosotros mismos quienes aceleramos la rueda del hámster, quienes entramos en la competencia con el otro, quienes exigimos un resultado inmediato a todos y a todo.

Hay en todo ello un goce, una cierta satisfacción en la insatisfacción, un cierto enganche afectivo, una suerte de adicción. La queja en el fondo no quiere cambiar nada, porque la víctima se complace en su posición.

Sin pensar a fondo en todas estas cuestiones, sin entrar en serio en el “nido de víboras” de la subjetividad, las apelaciones a la transformación social se quedan en un mero discurso, un cadáver en la boca, la preparación de un nuevo Termidor psíquico.

La felicidad del desertor 

¿Y entonces, hoy, la felicidad? No por supuesto la felicidad obligatoria del mandato de rendimiento (“¡sé feliz, goza!”), sino la felicidad de deshacer precisamente todos los mandatos, la felicidad que subvierte, la felicidad de Eros.

Ensayemos un poco, sin negar otras líneas de interpretación posibles, ni tenerlas todas consigo.

Hoy están los que abandonan el puesto de trabajo, los que rechazan el consumo como relación privilegiada con el mundo, los que dan la espalda a la política y los medios de comunicación, los que se van, los que se desaparecen. Gran Dimisión, decrecimiento, éxodo de las ciudades, nuevos comunalismos, mil tentativas de desconexión y ralentización de la vida, desafección libidinal.

El telón de fondo de la época, al menos en el Norte global, es este vasto movimiento de retirada de los mecanismos ansiógenos. A veces en solitario y otras en colectivo, a veces cambiando de lugar y otras sin moverse del sitio, a veces con discurso y otras sólo por instinto.

No se trata exactamente de luchas o movimientos sociales, sino de una especie de desplazamiento de placas tectónicas, en el que nuevas luchas y movimientos podrían surgir. Pienso por ejemplo en la actual des-identificación general con respecto al trabajo,  considerado durante décadas como la fuente principal de la autorealización y la felicidad. No se puede pasar sin más del trabajo, porque es dinero y renta, pero se toma distancia.

Franco Berardi (Bifo) propone la imagen de la deserción para pensar este movimiento de retirada. La deserción va mas allá de la simple desconexión momentánea: una baja por enfermedad, una escapada, un verano. Porque implica precisamente un gesto de dimisión: de sustracción y desasimiento del nudo que nos tenía asidos, de elaboración de la trampa en la que estamos cogidos, de apertura a nuevos ritmos y respiraciones.

La deserción implica una ruptura subjetiva. Un corte con el goce del rendimiento. Una pérdida de ciertas seguridades a las que nos aferrábamos y el atravesamiento de esa angustia.

Atrevernos a perder. Esa es la prohibición por excelencia bajo el imperativo de rendimiento: perder el tiempo y no hacerlo rendir, perder el rostro en la disputa por la visibilidad, perder posiciones en la guerra económica. El famoso síndrome FOMO (fear of missing out), el miedo constante a estar perdiéndose algo, expresa esta terrible ansiedad.

El perdedor (el loser) es la figura más devaluada en el neoliberalismo, el espantanjo con el que se nos asusta y normaliza. Pero sólo atreviéndonos a perder podemos debilitar ese mandato superyoico que nos mortifica. Perder, como dice Jorge Alemán, sin identificarnos con lo perdido, sin  melancolía.

Se pierde, también, por amor. Como ha ocurrido en la historia excepcional del “Loco” Pérez, el jugador que renunció a un contrato de dos millones de euros y bajó a Tercera División por su amor de infancia a La Coruña. Perder como una forma de dar y de darse sin cálculo, en fidelidad con lo que sostiene verdaderamente la vida.

Perder, no para después mejor ganar, como dice tanto los deportistas de élite y los empresarios flipados, sino para aprender a vivir a pérdida, en el sentido de que el deseo -a diferencia del goce- no acumula, se desvía todo el tiempo, tiene mareas altas y bajas, se disipa, construye laberintos sin salida.

La felicidad del desertor pasaría por este abandono de la obligación-goce de rendir, de acumular, de controlar. ¿Puede esta deserción tornarse movimiento colectivo, estratégico, organizado? Un movimiento de ingenieros, técnicos e investigadores franceses, unidos en su rechazo a “robotizar, mecanizar, optimizar, acelerar y deshumanizar el mundo”, se han bautizado recientemente con el nombre de “los desertores felices” y llaman a pasar a una gran dimisión constructiva, creativa, ofensiva.

Marcuse habla en algún lugar de la “felicidad sin mérito”. No la que se alcanza con esfuerzo, la que se adquiere o se conquista, la que es un premio o se decreta, sino la que puede irrumpir, sin garantías y de improviso, si nos atrevemos a perder.

Referencias: 

Filosofía radical: conversaciones con Herbert Marcuse, Jürgen Habermas y otros, Gedisa (2018)

“La idea del progreso a la luz del psicoanálisis”, Herbert Marcuse (1969).

Fuente de la información e imagen:  https://lobosuelto.com

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Entrevista a Mariana Garcés: «Filosofar siempre ha sido un acto subversivo»

28 de Enero 2018/Fuente: semana/Autor: BBC Mundo

Filosofía es una palabra de origen griego que, literalmente, significa «amor por la sabiduría».

Desde hace al menos 2.600 años, los seres humanos se interrogan sobre sí mismos y sobre el universo, reflexionan sobre las cuestiones existenciales, sobre los problemas que nos atañen.

Sin embargo en los últimos tiempos la filosofía está de capa caída, arrinconada cada vez más en los planes de estudios, tachada injustamente de inservible e improductiva.

Marina Garcés (Barcelona, 1973) es filósofa y, entre otras cosas, defiende que pensar siempre ha sido un acto subversivo, que la filosofía cambia el mundo y que no sólo no es inútil sino algo vital y necesario.

Esas son algunas de las cosas que les dice a sus alumnos en la Universidad de Zaragoza, donde imparte clases de Filosofía.

Garcés habló con BBC Mundo en el marco del Hay Festival Cartagena, que se celebra en Colombia esta semana.

¿Es la filosofía necesaria? ¿Ahora más que nunca?

La filosofía siempre ha sido igualmente necesaria, pero cada contexto histórico y social percibe esta necesidad de formas distintas.

Estamos en un momento de crisis, no sólo económica sino política y civilizatoria, y frente a los abismos que se abren, reaparecen las preguntas radicales.

¿Por qué la filosofía cada vez se ve más relegada en la inmensa mayoría de los planes de estudio?

El poder se protege de la radicalidad del pensamiento como una potencia compartida. Lo convierte en una exquisitez para unas élites pensantes bien integradas en el sistema académico competitivo y expulsa a los demás.

Para el resto, ofrece una educación cada vez más basada en entrenar la adaptabilidad.

¿Filosofar, pensar, es hoy en día un acto subversivo? ¿Puede ese ser el motivo por el que esa disciplina se vea cada vez más arrinconada, más relegada?

Siempre lo ha sido. En occidente partimos de la figura de Sócrates, que murió condenado por las leyes de la ciudad. Y en oriente hay otras figuras, como la de los sabios taoístas, que siempre estuvieron en conflicto con las figuras del poder.

Pensar por uno mismo es poder preguntar acerca de lo que la realidad establecida da por obvio. Tan sencillo y tan peligroso como esto.

«Pensar por uno mismo es poder preguntar acerca de lo que la realidad establecida da por obvio. Tan sencillo y tan peligroso como esto»

La filosofía es concebida por muchos como algo inútil, como un puro ejercicio mental sin capacidad de tener efectos en la realidad o en la propia existencia. ¿Es así?

El utilitarismo ha colonizado la idea de lo útil. La filosofía no sólo es útil sino que es vital y necesaria, si entendemos que la vida en común tiene como condición poder ser transformada colectivamente.

Obviamente, no me estoy refiriendo a determinadas maneras de enseñar filosofía, convertida en una colección de obras y autores muertos. Me refiero a la capacidad de problematizar, argumentar y conceptualizar de forma autónoma.

La filosofía se hace preguntas, pero con frecuencia no ofrece respuestas…

Hacer buenas preguntas es más importante que tener respuestas para todo. Actualmente, la esfera pública está dominada por la opinión rápida (tertulias, columnistas, redes sociales, etc.) y por el solucionismo, esa ideología según la cual sólo se valoran las soluciones rápidas a problemas muy concretos.

Si se pierde la capacidad de elaborar los problemas verdaderos, caemos en manos de los falsos problemas y de los vendedores de recetas.

¿La filosofía puede ser una forma de vida, como usted sostiene?

La filosofía es una forma de vida. No lo tiene que ser para todo el mundo, pero la filosofía sólo está activa bajo la condición de asumir que el pensamiento transforma la vida.

Por eso no hay filosofía sin enseñanza, que no quiere decir dar clases en una escuela o en una universidad, sino la posibilidad de transmitir a otros posibilidades de vida y maneras de estar en el mundo.

«Si se pierde la capacidad de elaborar los problemas verdaderos, caemos en manos de los falsos problemas y de los vendedores de recetas»

¿Puede la filosofía cambiar el mundo? ¿Cómo?

La filosofía cambia el mundo, otra cosa es que esté en sus manos hacer sociedades más justas. La batalla es dura y las fuerzas desproporcionadas.

La filosofía no es la solución, pero creo que sí es parte de la condición para encontrar soluciones políticas, culturales, económicas, ambientales, etc.Foto: Getty Images

Usted afirma que la filosofía nace en la calle. ¿Significa eso que todos somos —o podemos ser— filósofos?

Todos podemos tener relación con la filosofía, lo que no significa que todos deseemos ser filósofos. Igual que todos podemos tener relación con la música y eso no quiere decir que todos nos dediquemos profesionalmente o de manera muy central a ella.

Cuando digo que la filosofía nace en la calle, lo que quiero decir es que las academias y las instituciones del saber, que son imprescindibles, lo son en la medida que recogen el impulso de lo que en la vida que compartimos necesitamos pensar y conocer. No es al revés.

«Hacer buenas preguntas es más importante que tener respuestas para todo»
Marina Garcés, filósofa

¿Cómo definiría, en términos filosóficos, al individuo moderno, al ser humano del siglo XXI? ¿Cuáles son sus principales virtudes, sus grandes defectos, sus mayores miedos?

Somos individuos precarizados. El individuo es una figura del siglo XVIII que se conceptualiza para imaginar la emancipación respecto a órdenes sociales de tipo estamental y comunitario (en torno a la familia, la religión, el vasallaje, etc.).

Su potencialidad liberadora (igualdad, libertad, autonomía…) se convierte también en una potencialidad productiva y consumidora.

Es decir, en la pieza clave del capitalismo. Actualmente, este individuo se ve expuesto a multitud de violencias, entre ellas la propia violencia monetaria que lo obliga a ser deudor o emprendedor, o las dos cosas a la vez.

¿Cuáles son en su opinión los grandes temas de los que se debería de ocupar en estos momentos la filosofía?

Los temas son muchos, porque vivimos en sociedades muy complejas. Pero si tuviera que situar unos ejes, diría que la primera gran cuestión de nuestro tiempo es el paso de la globalización económica a la planetarización de la vida y de los problemas comunes (medio ambiente, recursos, vida en el planeta, etc.).

En segundo lugar, la feminización de las relaciones (más allá del feminismo de la reivindicación de la igualdad, estamos hoy en un conflicto abierto entre visiones del mundo).

Y un tercer gran asunto es la relación de los saberes con la emancipación (sabemos muchas cosas pero podemos hacer muy poco con ellas, hay que repensar este vínculo transformador entre el conocimiento y sus consecuencias liberadoras).

¿Las redes sociales son un medio de distracción o de intercambio intelectual? ¿Se puede hacer filosofía a través de ellas?

Las redes sociales en sí mismas no son nada. Es muy obvio decir que las tecnologías son el uso que hagamos de ellas.

Sin embargo, hay que ir con cuidado porque ninguna tecnología es neutra. En este caso, hablamos de redes construidas por grandes corporaciones y según unos determinados parámetros de espacio/tiempo.

Son rápidas, premian la visibilidad en términos cuantitativos, se basan en relaciones construidas desde la autoafirmación… Pueden servir para entrar en contacto con formas de pensar, pero no sé si como herramientas de pensamiento.

Usted, que es catalana, ¿cree que la filosofía puede ayudar por ejemplo a resolver el conflicto de soberanía entre Cataluña y España?

Lo que está ocurriendo en Cataluña pone sobre la mesa la dificultad para pensar más allá de lo que somos, o de lo que creemos que somos.

Las colectividades son conjuntos vivos de relaciones, que temporalmente se han dado la forma de estados-nación y se han conquistado y colonizado bajo esa forma.

El drama es convertir esta contingencia histórica en esencialidades eternas. No creo en ellas, ni en una esencialidad catalana ni en una española, como en ninguna otra.

La libertad de pensamiento que nos da la filosofía es la de poder preguntarnos sin miedo: cómo hemos llegado hasta aquí y cómo podríamos ser de otra manera.

En un mundo globalizado e hiperconectado, ¿cuál es su concepto de identidad?

Siguiendo con la respuesta anterior, las identidades son elementos y rasgos singulares que nos sirven para reconocer la proximidad con otras personas o colectividades. Son entidades abiertas y vivas, expuestas a su continua recomposición.

Eso no quiere decir que no existan, sino que debemos plantearnos cómo poder hacer una experiencia libre y abierta de las identidades que nos componen y nos atraviesan.

Esto implica desbordar la lógica monolítica y monogámica de la identidad, que nos condena a ser una sola cosa por encima de todas las demás

Hace unos años usted hizo un llamamiento a sus estudiantes a rebelarse, a no asistir a sus propias clases. ¿Contra qué nos deberíamos de rebelar en estos momentos? ¿ Y por qué no lo hacemos?

(Se ríe). No les invitaba a no venir a mis clases, sino a venir solo si verdaderamente lo necesitaban o deseaban. Era una carta en la que les pedía que pensaran qué hacíamos allí, por qué nos convocábamos cada semana para aprender filosofía y si eso se podía convertir en una rutina o en un trámite. Incluso peor: en una obligación.

Rebelarse no es romper con todo porque sí: es interrogarnos acerca del sentido de lo que hacemos y asumir las consecuencias de esa reflexión.

Este artículo es parte de la versión digital del Hay Festival Cartagena, un encuentro de escritores y pensadores que se realiza en esa ciudad colombiana entre el 25 y el 28 de enero.

Fuente de la entrevista: http://www.semana.com/educacion/articulo/marina-garces-habla-sobre-la-filosofia/554559

Fuente de la imagen: https://static.iris.net.co/semana/upload/images/2018/1/23/554557_1

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