Por: Colectivo Dime
Asistimos, una vez más, a un intento de devaluación de la enseñanza pública por parte de quienes consideran que la nueva ley de educación está entrando en una deriva poco menos que de autodestrucción. Primero fueron las competencias, luego, el DUA, el uso de las tecnologías y, ahora, el trabajo por proyectos. Nada parece convencer a un sector del profesorado, especialmente de secundaria, que vive como una amenaza constante todo aquello que cuestione sus formas de hacer en el aula. Y, desde esta perspectiva, la respuesta es siempre la hipérbole y el pánico.
Un pánico que termina afectando a las familias, que asumen como propio un discurso negacionista que parece poner a sus hijos e hijas frente a las cuerdas, ante la más absoluta ignorancia, como fruto de la bajada de nivel. Se quejan de que la escuela es un laboratorio de experimentos para pedagogos chalados que están poniendo en riesgo el derecho a la educación con cosas tan peregrinas como el trabajo por proyectos o la codocencia. Y, al mismo tiempo, hacen que dimitan juntas directivas en bloque o tumban medidas que aportan recursos a comunidades educativas. ¿Eso no es desestabilizador para el alumnado y no pone en riesgo su formación?
Pero, analicemos levemente el panorama, porque la hipérbole no es un buen aliado de la realidad, y quienes hacen un uso torticero de ella en el ámbito de la educación o no conocen en profundidad las leyes y decretos que enmarcan las prácticas educativas o desconocen la realidad a pie de calle que se vive en las aulas. El contexto educativo en nuestro territorio es lo suficientemente amplio como para ser cautelosos a la hora de realizar aseveraciones monolíticas respecto a un modelo de enseñanza. Por ejemplo, afirmar que lo que sucede en un centro es lo que está sucediendo en el «sistema educativo» es, cuanto menos, atrevido. Cada comunidad autónoma goza de las competencias para manejar con cierto margen los recursos y el currículo. En este sentido, la frase «se está bajando el nivel», utilizada incluso por quienes tienen la capacidad de introducir cuantos elementos curriculares deseen en sus decretos autonómicos es, por decirlo de alguna manera, malintencionada. Y, en último lugar, los propios centros –e incluso cada profesor– pueden ampliar los mínimos a su gusto, que para eso existe la autonomía pedagógica, recogida también en la actual ley. Tenemos un currículo flexible que permite ajustarse a las necesidades de cada territorio y que, en muchos casos, requiere más de un adelgazamiento y profundización que de una prolongación del mismo, aunque en algunos aspectos lo requiera. Por no hablar de que la realidad social va cambiando y las necesidades también. No parece muy sensato querer seguir enseñando costura a las chicas actualmente, ¿no les parece?
Las leyes no cambian la realidad educativa de un país en unos meses. Se requieren años
De la misma manera que afirmar que el aprendizaje por proyectos pone en riesgo los pilares de la educación parece una afirmación poco ajustada a la realidad. En primer lugar, porque este método no es usado en nuestras aulas de manera mayoritaria, salvo quizás en etapas muy concretas, como pueda ser el caso de la infantil. Una utilización que, afirman los indignados, no es útil porque para el aprendizaje por proyectos se requiere disponer de un conocimiento profundo de los contenidos. ¿En qué se basan para decir esto cuando esta metodología ha sido apoyada y practicada por una larga tradición de educadores y educadoras, como Justa Freire y Rosa Sensat, entre otras, que han luchado en este país por la mejora de la educación, especialmente de los más vulnerables? ¿Se acuerdan de la conmovedora historia de Antoni Benaiges, el maestro que prometió el mar? ¿Dirían que el uso de los recursos tecnológicos y el trabajo cooperativo en sus aulas no fomentaba el aprendizaje entre sus discentes? ¿Era su modelo, basado en las técnicas de Freinet, un laboratorio de pedagogos o pretendía ser un espacio experiencial para que su alumnado pudiera construir y apropiarse de su propio proceso de aprendizaje? ¿Recuerdan a Antonio Machado y su maravillosa obra? ¿Una obra que sin la Institución Libre de Enseñanza, sin la forma de entender la educación de su maestro, Giner de los Ríos hoy, probablemente no podríamos disfrutar? Un canto al «docente comprometido», a las ganas de cambiar lo que no funciona, al profe sensible al entorno y las circunstancias del alumno, comprensivo, que está convencido de que la educación es y será siempre algo colectivo (la instrucción es justo lo contrario: individualista, personalista) y que, por lo tanto, es imprescindible llevarla a cabo en el contexto de lo común. Que hay muchos de estos y no hacen apología del apocalipsis en las redes sociales. Se parecen mucho al maestro que prometió el mar. Un modelo de educación que, dicho sea de paso, el régimen franquista vio cargado de ideología y se encargó de eliminar «porque los niños y niñas de este país necesitaban otra cosa para prosperar».
Otra de las afirmaciones en las que sustentan la decadencia de nuestro sistema educativo son los resultados PISA, una prueba que, curiosamente, está formulada desde una perspectiva competencial. Pero más allá de realizar un análisis sobre la necesidad de seguir avanzando en este sentido, la respuesta es que la Lomloe ha fracasado, cuando ni siquiera se había puesto en marcha aún en todos los cursos de primaria cuando se realizó la evaluación. Las leyes no cambian la realidad educativa de un país en unos meses. Se requieren años. Lo que sí nos dice PISA es precisamente que, en España, se trabaja poco de manera competencial y que el constructivismo brilla por su ausencia. Ni siquiera la evaluación ha dado los pasos para considerarse verdaderamente formativa, como plantea la actual ley. La norma parece ser más bien al sentido contrario: explicación, ejercicios (en clase o en casa) y examen.
Hemos llegado a leer que tienen hasta dos cursos de desfase respecto a épocas anteriores, una barbaridad que no se sostiene, entre otras cosas, porque las generaciones de estudiantes son incomparables. ¿De verdad alguien puede afirmar que los alumnos de los 80 tenían mejor competencia lingüística o digital que los actuales, por poner un ejemplo? Es ridículo.
El 80 % del profesorado ha recibido alguna agresión verbal o física por parte del alumnado o familias, decían recientemente ciertos sindicatos. ¿Qué tipo de agresión? ¿En qué contexto? ¿Hace cuánto tiempo? ¿Por qué los mismos que afirman que «educar» se hace en casa, contraviniendo con ello todos los requerimientos legales que se derivan de nuestra práctica profesional, sostienen que no tenemos herramientas para encauzar la violencia cuando tenemos valiosos planes de convivencia y, al mismo tiempo, reniegan de los equipos de orientación y prácticas como la cotutoría? ¿Qué interés hay en pintar una escuela donde, vista desde afuera, es poco menos que un caos violento e incontrolable?
Pintar una escuela pública donde sus alumnos fracasan a diario, donde el profesorado se encuentra acorralado entre la inspección y un alumnado agresivo solo provoca el pánico entre las familias y hace que, preocupadas por el bienestar de sus hijos e hijas, busquen otra alternativa en la privada. Las que puedan permitírselo, por supuesto, rompiendo con ello toda esperanza de una escuela en la que la diversidad se contemple como una oportunidad y no como un problema.
Necesitamos aumentar el gasto en educación, garantizar la estabilidad de las plantillas, disminuir la interinidad, mejorar las ratios, elevar la autonomía de los centros y la participación efectiva
Estamos convencidos de que la escuela es otra cosa. Mejorable, por supuesto, pero un reflejo de lo que vivimos en el día a día en nuestra sociedad. Y los retos a los que se enfrenta la comunidad educativa distan mucho de ser lo que se quieren dibujar con estas respuestas contundentes que buscan alarmar y que siempre ponen el foco en todo aquello que rompa mínimamente con el modelo educativo tradicional, aunque las propuestas siquiera sean tímidos esbozos. Estos retos pasan precisamente por hacerla más inclusiva, más cómoda para miles de niños y niñas que han sufrido durante años un modelo que les dejaba fuera. Y para ello, necesitamos aumentar el gasto en educación, garantizar la estabilidad de las plantillas, disminuir la interinidad, mejorar las ratios profesor-alumno, elevar la autonomía de los centros y la participación efectiva de toda la comunidad educativa, estrechar lazos de convivencia entre sus miembros, aumentar los espacios de coordinación entre el profesorado, incentivar la formación continua, garantizar el acceso a todo el alumnado eliminando las barreras a las que se enfrentan diariamente…
Estos y otros muchos son los verdaderos retos. Quizás sea necesario politizarlos, o lo que es lo mismo, canalizarlos políticamente para que realmente tengan un efecto real y positivo en la comunidad educativa y así evitemos que otros traten de aprovecharse del malestar que provocan con ideas reaccionarias y que poco tienen que ver con la mejora de la calidad de la educación.
Por último, a cualquier ciudadano que un día eligió la escuela pública para trabajar y/o para educar a su descendencia, que ha presenciado y compartido la lucha de muchas familias por hacer de esta un lugar abierto a todo el mundo, es inevitable que le duela profundamente ver estas afirmaciones infundadas o exageradas, avaladas por un sector conservador que solo busca el expolio de lo público en favor de lo privado. El vaciado de lo público para desviar recursos en sus espacios homogéneos, alejados del mundanal ruido, de las interrupciones constantes de la vida y de quienes habitan en ella y aprenden día a día a cohabitar estos espacios complejos, pero ricos en diversidad, convencidos de que son la esperanza de un futuro más humano y menos patológicamente competitivo.
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