Por: Ailynn Torres Santana
La crisis asociada al coronavirus genera el congelamiento de la economía monetaria y la sobreexigencia de la economía no monetaria y doméstica. El covid-19 evidencia la desigualdad en las tareas domésticas entre varones y mujeres y demuestra la falta de sistemas públicos de cuidado. En esta entrevista, Juliana Martínez Franzoni, reconocida académica e intelectual, afirma que es el momento de proponer un nuevo modelo de cuidados para lograr igualdad y justicia.
El covid-19 no es solo una crisis sanitaria, sino que afecta diversos ámbitos de la vida social. ¿Cuál es, según su opinión, el alcance de esta crisis? ¿Qué dimensiones involucra?
Si bien esta crisis empezó siendo sanitaria, rápidamente se volvió social, política y económica. No hay orden de la vida que esta crisis no haya tocado. Es, además, una crisis planetaria cuyos alcances aún no podemos comprender adecuadamente.
Aunque la respuesta inicial a la crisis se produjo a través de los sistemas sanitarios, la única manera de hacerle frente es reduciendo la demanda sobre los hospitales, cortando las cadenas de contagio para que no se desborden. Eso ha llevado al distanciamiento social y al congelamiento de la economía monetaria. Subrayo la palabra «monetaria» porque, por el contrario, la economía no monetaria, la que tiene lugar de manera no remunerada, principalmente en el ámbito doméstico, está a tope y más exigida que nunca.
El congelamiento de las economías monetarias lleva rápidamente a la suspensión de contratos laborales, la reducción de jornadas, la pérdida de la capacidad de la gente de generar ingresos. Esa es una amenaza muy seria a nuestras formas de vida. Estamos lidiando con una situación que implica el virus, pero también el hambre y la posibilidad de estallido social producto de ello. Es una bomba de tiempo que está a la vuelta de la esquina en diferentes lugares del planeta. Me parece sumamente importante tener presente que estamos frente a un triple reto: el virus, el hambre y el estallido social. Eso tiene consecuencias para regímenes democráticos frágiles, como los que tenemos en América Latina.
No todos los países están en el mismo momento en relación con ese triple reto ni tienen las mismas condiciones para afrontarlo. Ecuador es un triste ejemplo de lo que puede suceder si no se actúa rápidamente. No estamos todos en el mismo barco. Hace poco, un usuario colocó una frase interesante al respecto en las redes sociales: «no estamos en el mismo barco, estamos en el mismo mar y hay unas personas en yate, otras personas en bote, otras personas en salvavidas, otras personas nadando con todas sus fuerzas». Y alguien agregaba: «algunas personas están nadando con todas sus fuerzas empujando los botes de otros».
La crisis sanitaria se asienta, por ende, en una tremenda desigualdad previa y la potencia de una manera que todavía no podemos aquilatar. Entre esas desigualdades, la de género y la socioeconómica constituyen clivajes importantes de desigualdad. A ellas se agregan otras muchas desigualdades vinculadas a la etnia o a la migración.
Usted asegura que la economía no monetaria está más exigida que nunca. Ella se realiza, en buena medida, «puertas adentro», en los espacios domésticos, y es un ámbito poco instalado en la conversación política y económica sobre la crisis. ¿Qué está pasando en las familias y, específicamente, qué está pasando con las necesidades de cuidados que habitualmente se satisfacen allí a través del trabajo de las mujeres?
El distanciamiento físico obligatorio y la reclusión en el ámbito doméstico de la ciudadanía genera dos cambios fundamentales. Uno es el desplome de los ingresos y, más aún en los trabajos más precarios e informales. Recordemos que las mujeres se encuentran desproporcionadamente ubicadas en ese tipo de trabajos.
El otro cambio involucra dimensiones de la vida que normalmente tienen lugar fuera del ámbito doméstico, como la escuela, el centro de salud, el apoyo psicológico, la recreación, y que ahora se concentran en ese ámbito doméstico. Eso tiene una implicancia directa en la vida de las mujeres, que están aún más sobrecargadas. Esto no es algo nuevo, sino que se exacerba con el covid-19. Las mujeres hacemos malabarismos trabajando, cuidando, siendo maestras, psicólogas y doctoras. Aunque en el escenario previo las mujeres ya éramos malabaristas, en este momento esa situación se expresa de manera absoluta.
Hace tiempo que, desde una perspectiva feminista, buscamos calcular cuánto se produce de manera no monetaria (no remunerada) como proporción del PIB en los diversos países. Hoy sabemos que el trabajo doméstico y de cuidados que tiene lugar en las familias de forma no remunerada equivale a entre 15% y 25% de todo lo que se produce en una sociedad. El grueso de ese trabajo lo hacemos las mujeres. Por cada punto del PIB que invierte el Estado, las mujeres aportamos una contraparte no monetaria. Por ejemplo: si tienes una escuela pública, alguien tiene que llevar a la niña a la escuela, buscarla, traerla, hacer las tareas con ella y apoyarla. Y si llevas a un niño a la doctora, hay que administrar medicina, tomar la temperatura, etc.
No tenemos la medida de cuánto esta crisis está aumentando ese aporte no monetario fundamental, pero ese trabajo se ha disparado. Tenemos una espiral de demanda de cuidado que se satisface principalmente con el trabajo de mujeres. La economista feminista Nancy Folber decía hace unos días que si los gobiernos se preocuparan por el déficit de cuidado solo una fracción de lo que están preocupados por el déficit fiscal que genera esta crisis, estaríamos en mucha mejor forma para transformar esta situación y para honrar las demandas de cuidado con un esfuerzo más colectivo, más masculinizado y evitando que sean solo las mujeres las que satisfagan esas demandas.
Es necesario que reflexionemos sobre lo que están viviendo las mujeres que antes de la pandemia estaban exigidas y ahora lo están mucho más. Al mismo tiempo, debemos pensar qué está sucediendo con esas mujeres que estaban generando ingresos y que ahora ven desplomadas sus estrategias para ello. Y debemos pensar también qué está pasando con las que están ubicadas en los trabajos de mayor exposición, los ahora considerados servicios esenciales (comercio, supermercados, alimentos, sistema de salud) y tienen que atender muchísimas demandas de cuidado en sus hogares, a la vez que sostener los ingresos en su bolsillo.
Durante el siglo XX se produjo lo que algunos han llamado una revolución silenciosa: la incorporación de las mujeres al trabajo remunerado. A la vez, se ha dicho que ello no modificó los órdenes familiares, sino que la división sexual del trabajo dentro de los hogares continuó siendo básicamente la misma. ¿Fue así? ¿Esta crisis podría empujar algún cambio dentro de los órdenes familiares?
La brecha de participación en el trabajo doméstico y de cuidados no remunerado entre hombres y mujeres es de 18 horas semanales. Eso dicen las mediciones de los países que están relativamente mejor, porque son los reportados en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Esa brecha baja a 11 horas en los países del sur de Europa, a seis horas en los países anglosajones y a 3,5 horas en los países nórdicos.
Las mujeres hemos sido muy flexibles para adaptarnos a la jornada laboral remunerada y mantaner el trabajo no remunerado. Sin embargo, el ejercicio de la masculinidad en el ámbito doméstico ha cambiado muy poco. Eso no quiere decir que no haya hombres que lo hagan, sino que el ejercicio de las masculinidades en relación con el trabajo doméstico y de cuidados no ha cambiado lo suficiente para reflejarse en las estadísticas. Es así desde el Río Grande hasta Ushuaia, en todos los regímenes políticos, en Estados de Bienestar fuertes o débiles, y no tiene grandes variaciones en los distintos momentos del ciclo de vida.
El uso del tiempo masculino en el hogar es el recurso más democráticamente repartido en toda la región. Mientras las mujeres mostramos una profunda desigualdad entre nosotras, asociadas a los niveles de educación formal y a los niveles de ingresos (cuanto mayores son, menos horas se emplean en el trabajo doméstico y de cuidados no remunerado), entre los hombres hay una enorme homogeneidad.
En la década de 1990 perdimos millones de empleos e ingresos masculinos. Mientras los hombres salían de la industria y la agricultura, a las mujeres, sobre todo a las jóvenes, se las contrataba en la maquinaria textil y en los servicios con trabajos precarizados. Hubo una pérdida de la vigencia social y económica del modelo patriarcal tradicional, en el que el hombre ponía el dinero en la mesa y eso significaba un nivel de protección a la familia, aunque fuera desigual. Ese cambio, lejos de implicar un involucramiento de los hombres en el ámbito doméstico, lo que hizo fue agravar los tipos de relaciones patriarcales violentas. Eso se expresa claramente en casos como el de Ciudad Juárez.
Habiendo sido así, ¿por qué tendríamos que esperar un cambio ahora? No podemos esperar que la mera pérdida de vigencia del papel proveedor de los hombres se traduzca en una ampliación de su dimensión cuidadora. Para que eso suceda se requiere una intervención deliberada del Estado y de otros actores de la sociedad, dándole forma, nombrando y creando incentivos para que eso ocurra. Al mismo tiempo, es necesario prevenir los efectos nocivos que puede generar la actual situación.
Las decisiones sobre cómo se enfrenta esta crisis no deberían dejar fuera a las mujeres. A la vez, las enormes demandas y retos que tenemos en materia de cuidado no deberían dejar fuera a los hombres. Se necesitan mensajes más claros y más fuertes que reconcilien masculinidad y cuidado. No podemos esperar que esos cambios se produzcan por generación espontánea. Estamos rodeadas de un tipo de masculinidad altamente «cuidado-dependiente». Estoy hablando de hombres de entre 15 y 60 años que en su cabeza son extremadamente autónomos, pero en su práctica no tienen la posibilidad de resolver cosas básicas para la sostenibilidad de su vida. En un momento de altísima demanda de cuidado, necesitamos tener más manos cuidando. Este es un momento en el que, en nombre de la solidaridad frente a la crisis, podríamos apelar a esa reorganización.
Parte del asunto es acercarse a los cuidados como una invitación a transformarse y a revincularse con muchos aspectos importantes de la vida. Eso podría generar, de hecho, situaciones en las que todos ganan. Lo que no me imagino es que esto ocurra solo de manera espontánea. Se requieren estrategias, políticas, alianzas (ojalá amplias) y demostrar que este tema toca muchas de las causas de la crisis y también muchas de las posibles soluciones.
¿Cómo puede operar el Estado sobre esas desigualdades existentes entre las propias mujeres? ¿Cómo pueden aportar otros actores sociales para paliar esas diferencias?
Las mujeres nunca antes habíamos sido tan desiguales entre nosotras en América Latina. Las brechas entre hombres y mujeres en términos de cuidados atraviesan todas las clases sociales. La violencia de género atraviesa todas las clases sociales. Pero los recursos con que las mujeres contamos para hacerles frente a estos escenarios son marcadamente desiguales. En una crisis como la que estamos atravesando, eso se exacerba. Por lo tanto, para poder dar pasos decididos para transformar la crisis en una oportunidad que nos permita ser mejores, necesitamos intervenciones diferenciadas para lograr incidir en los distintos escenarios.
El piso para poder tener esta conversación tiene al menos dos componentes: asegurar el ingreso básico en el bolsillo de todas las personas en este momento y garantizar el acceso universal a los servicios básicos.
Muchos de los gobiernos tienen poco espacio fiscal y poca capacidad de hacer cosas. Eso es así si damos por sentado que el 1% constituido por quienes poseen los mayores ingresos no va a contribuir. En cambio, si nos planteamos que esta situación se resuelve para toda la sociedad o no se resuelve para nadie, entonces el escenario puede ser otro. El peligro de no entenderlo así es claro. Tenemos el ejemplo de Singapur, que fue un caso exitoso. Allí se había controlado la situación de diseminación del virus, pero «olvidaron» a la población migrante. La población migrante estaba contagiada y, de repente, el país perdió control de la situación. Ese ejemplo nos alerta acerca de que en este escenario nadie puede quedar excluido porque con que una persona quede excluida todo el ciclo vuelve a empezar.
Los cuidados son parte de una conversación más amplia sobre el papel del Estado. Antes o después tenemos que pasar por el tema del financiamiento y tenemos que elegir si se va a priorizar la austeridad o la solidaridad. Si priorizamos la solidaridad, el 1% que no ha estado contribuyendo tendrá que contribuir.
Usted ha mencionado que reubicar a los cuidados como eje del análisis político tiene que ser un acto de voluntad minuciosamente planificado desde los gobiernos y los distintos actores políticos. ¿Qué tipo de políticas específicas serían imaginables para gestionar este déficit de cuidado en la crisis y tras ella?
Una autora estadounidense, la sindicalista Jane F. McAlevey, ha escrito recientemente un libro, No Shortcuts: Organizing for Power in the New Gilded Age [Sin atajos: organización para el poder en una nueva era dorada], que recoge su experiencia de trabajo organizativo. Ella insiste en la necesidad de tener estrategias simultáneas de organización, movilización e incidencia, y en la necesidad de saber cuándo hay que poner más energía en la organización propia, en el nosotros, en el nosotras, cuándo en la movilización y cuándo en la incidencia.
Partiendo de eso, creo que algunas de las cosas que hay que hacer tienen como interlocutor al Estado y otras tienen que ver más con la movilización, las organizaciones, los múltiples nosotros y nosotras que hay en la región. En todos esos niveles puede haber un lugar para esta agenda y para llevarla adelante de una manera positiva, democrática, inspiradora. Una manera, en definitiva, que nos conecte con asuntos muy profundos que tienen que ver con el sentido de estar vivos, de habitar este planeta.
En esa línea necesitamos consolidar esta idea de que debemos cuidar a quienes nos cuidan y que cuidar es un asunto de la sociedad y no solo de las familias ni de las mujeres. Pero no podemos cuidar a quienes nos cuidan sin tener una agenda que permita crear condiciones de infraestructura básica para la vida. ¿Cómo están haciendo hoy millones de personas en nuestra región, sin agua potable o viviendo en condiciones de hacinamiento? Es un reto incorporar los cuidados como parte de los pisos de protección social y no como si fueran dos cosas distintas.
Deberíamos pensar que más que una excepción, la crisis va a ser por mucho tiempo una regla, una normalidad, una nueva normalidad. Un ejemplo concreto: el rezago escolar que ya hoy tienen niños y niñas que van a los sistemas públicos de la región va a tardar años en recuperarse; la desnutrición infantil que se ha generado en las últimas semanas no la hemos medido todavía, pero se piensa que va a tener consecuencias muy importantes, al igual que la mortalidad materna de mujeres que no están pudiendo llegar a un servicio de salud para parir con seguridad. Necesitamos crear amortiguadores de esta amplificación de la desigualdad. Los cuidados son parte de eso. Necesitamos asegurar servicios básicos que incluyen agua, conexión a internet, electricidad y cuidados redistribuidos entre mujeres y hombres y entre prácticas familiares y extrafamiliares.
Los cambios que está revelando la crisis también agudizan conservadurismos. De hecho, en algunos países de la región hay quienes argumentan que, debido a la mayor precarización, es necesario reducir o postergar las pensiones de padres no convivientes. están en juego las responsabilidades parentales en el caso de algunos hombres. ¿Esa puede ser también una línea de disputa? ¿Qué riesgos tiene un repliegue de esas responsabilidades?
Ese es un gran tema. Acabo de participar de un estudio donde analizamos un tipo de organizaciones de padres que ha crecido en su poder político e incidencia en toda la región (aunque estudiamos los casos de Chile, Uruguay y Costa Rica). Estos grupos tienen una agenda fuertemente antifeminista y reactiva a los avances del Estado para proteger a las mujeres en el ámbito doméstico. Mostramos que en los países donde se ampliaron los derechos paternos, por ejemplo, en materia de tenencia de hijos e hijas, ha sido de la mano de estas organizaciones. Por el contrario, donde se ampliaron los deberes paternos, por ejemplo, en materia de pensiones alimentarias, ha sido de la mano de actores estatales que en buena medida reflejan agendas feministas o articulaciones feministas. Entonces, el actor político actualmente más visible, vocal y en ascenso, posicionando una conversación sobre paternidad, no es el que ayudaría a promover una masculinidad igualitaria y cuidadora. No quiere decir que no haya otras expresiones organizadas de hombres que sí están buscando promover una masculinidad igualitaria y cuidadora, pero sí que las que hoy tienen más poder y capacidad de incidencia no son esas.
Evidentemente, la crisis puede afectar a las mujeres vulnerando su bienestar económico y/o su autonomía económica. Son dos cosas relacionadas pero distintas. Una mujer puede tener más autonomía económica y menos bienestar o puede tener más bienestar y menos autonomía, o puede tener más de las dos cosas. Por ejemplo, cuando una mujer es pareja de un hombre en una relación heterosexual donde él aporta muchos ingresos y ella trabaja en su casa, puede tener un bienestar altísimo con muy baja autonomía. Si esa mujer se separa y empieza a vender productos de puerta a puerta, seguramente su bienestar económico será menor pero su autonomía económica aumentará. Necesitamos que las mujeres tengan tanto bienestar como autonomía.
Lo primero que necesitamos asegurar es que estas madres y estas mujeres tengan un ingreso. A veces desde una postura feminista reclamamos que los padres ejerzan su papel y podemos muchas veces forzar a mujeres que no querían depender de esos hombres a hacerlo. En el marco de esta crisis, necesitamos vincular la discusión de las pensiones alimentarias parentales a ese ingreso básico ciudadano que todas las personas deberían tener asegurado.
En el marco de esta crisis resulta central proteger el empleo, pero dentro de un objetivo mayor: proteger el ingreso. Todas las personas, incluyendo a esas madres, deben tener lo suficiente para la canasta alimentaria mínima. Eso no quiere decir que debemos dejar a esos padres sin ninguna responsabilidad. Hay que pensar la manera de que honren esas responsabilidades los que puedan y los que no puedan ahora y puedan después, lo hagan. Mi punto es que no podemos condicionar la subsistencia de la madre y los hijos e hijas a la pensión alimenticia del padre.
Finalmente, quisiera que habláramos de otro ámbito de los cuidados que es central: los cuidados remunerados. ¿Deben ser repensados, disputados y recolocados dentro de la trama política?
Definitivamente. Un servicio esencial como son los cuidados no debería ser explotado. En este momento tenemos una crisis del trabajo de hogares particulares en toda la región. Más de 25% de las mujeres ocupadas trabaja en casa de otras mujeres y hombres. Se trata de trabajos muy precarios. La razón por la que podemos privatizar tanta demanda de cuidados es porque se paga mal, se paga poco y hay mucha desprotección. ¿Qué debería ocurrir con esos puestos de trabajo? Es todo un interrogante, porque la mayor parte de estas mujeres trabajadoras están deseando que todo esto acabe para volver ahí debido a que no tienen opciones.
La particularidad de la agenda sobre cuidados es que, al mismo tiempo, es una agenda de protección social y una agenda de mercado laboral (tanto de oferta como de demanda). Entonces, nos permite ir desde lo que transcurre en la familia hasta los sectores de la economía que deberían priorizarse, valorarse y protegerse. Una parte importante de los sectores productivos y de las formas de trabajo ya están modificadas con la crisis y se van a modificar más. Necesitamos que la agenda sobre los cuidados se instale en esa conversación. Los cuidados son una gran oportunidad para dinamizar la economía y para apostar a una economía distinta, centrada en las personas, pero necesitamos considerarlos como un trabajo valioso, visibilizarlo, remunerarlo, protegerlo. Este es el momento. Las perspectivas no son fáciles, pero tenemos que estar a la altura del reto y dar esta pelea.
Juliana Martínez Franzoni es catedrática de la Universidad de Costa Rica. Sus campos de investigación abarcan la política social comparada, las desigualdades ecónomicas, sociales y de género en América Latina. Es editora de Social Politics, Oxford Journals.
Fuente e imagen: https://nuso.org./articulo/pensar-los-cuidados-en-medio-de-la-gran-pandemia/