Por: Jose Maria Romera.
De todas las críticas que están condenados a recibir los casi siempre incomprendidos docentes, ninguna tan insistente -y tan difícil de desmontar, por otra parte- que sus prolongadas vacaciones. El recuento de los meses de verano en los que el profesor queda dispensado de dar clase es esgrimido como argumento definitivo para situarlo en la categoría de los privilegiados laborales. No es solo una opinión extendida entre la gente. Se conoce que también la sostienen los políticos. Ahí están los revuelos organizados en Francia por el cálculo de Nicolas Sarkozy, quien cifró en seis meses el tiempo de ocio anual de los profesores, o, sin ir más lejos, las veinte horas semanales que según Esperanza Aguirre dedicaban a sus labores los trabajadores de la enseñanza. Si la caricatura presentaba en otro tiempo al maestro de escuela como un pobre hambriento, ahora lo hace con los rasgos del gandul.
Todo parte de una deliberada confusión entre las vacaciones de los estudiantes y las de los profesores. Aquellos concluyen su labor en la escuela con la recogida de notas y no vuelven a emprenderla hasta el comienzo de las clases del curso siguiente. La mayoría de sus profesores, sin embargo, no practican esta desconexión que sustenta la idea popular de las vacaciones transcurridas sin dar ni golpe. Este próximo curso, en varias comunidades españolas las clases empezarán la primera semana de septiembre. Para entonces los profesores habrán tenido que programar sus asignaturas al detalle, desde la distribución de las materias por sesiones y periodos de evaluación hasta los ejercicios, lecturas y actividades varias.
Todo eso no se habrá hecho por arte de magia. Quienes entienden que dos meses de alejamiento de las aulas constituyen una forma de corrupción descarada y una ofensa a otros trabajadores menos afortunados difícilmente serán capaces de apreciar que un profesor consagre esas semanas o parte de ellas a leer, a investigar y a ponerse al día en los avances en su campo de conocimiento. ¿Luchar contra la incomprensión? Para qué. Que el ciudadano menos formado no entienda la razón de tan prolongadas vacaciones es menos preocupante que su resistencia a admitir el valor de la cultura, la importancia de la escuela, el papel fundamental de la figura docente o la necesidad de fomentar los valores intelectuales. En su muy recomendable libro ‘Qué pasó con la enseñanza. Elogio del profesor’ (Pasos perdidos, 2015), la profesora Luisa Juanatey se preguntaba: «Leer no es trabajar, de acuerdo. ¿Pero tampoco para el profesor de literatura? ¿Que un profesor de física pase tiempo mirando a las estrellas, uno de arte examinando la Alhambra o uno de ciencias naturales conociendo a fondo las setas -y que todos ellos disfruten mientras lo hacen- es necesario y benéfico para que ejerzan bien su oficio, o es una censurable pérdida de tiempo?».
Pero no solo ocurre fuera del gremio. También entre los propios profesores -especialmente en los niveles educativos medios- está cada vez más extendida esa idea del mérito docente que se asocia solo con el trabajo fatigoso, la mortificación, la pelea a brazo partido contra adolescentes difíciles. Quien entra en clase contento ya es sospechoso. Y quien sale de ella con la misma alegría es que no ha cumplido bien con su labor. Hoy en día, para ser admitido en las salas de profesores hay que mostrarse cariacontecido, cargando con el peso del sufrimiento y del castigo. Se diría que al viejo «la letra con sangre entra» le ha sustituido «la letra con sangre sale», lema del docente de la nutrida rama victimista. Entre los argumentos corporativos a favor de las largas ‘vacaciones’ -que, insistamos, no son tales- parece predominar más el derecho a una compensación de daños, casi un periodo de convalecencia, que la necesidad de un tiempo creativo y dedicado a la propia formación.
LA CITA Mark Twain «El secreto del éxito es hacer de tu vocación tus vacaciones»
Flaco favor se hace a sí mismo el profesorado que, para encarecer su oficio, carga las tintas sobre el inagotable catálogo de miserias, contratiempos, obstáculos y torturas que lo acompañan en vez de reconocer abierta y jubilosamente que enseñar es un privilegio. Y los meses de vacaciones forman parte de él, si bien no en la dimensión meramente ociosa e improductiva que se les atribuye: son un privilegio porque permiten enriquecerse y adquirir una mejor preparación, no porque liberen al trabajador de sus supuestas cargas ni le proporcionen más tiempo de descanso que al resto de trabajadores. Cuando se menciona, no sin razón, la falta de control de esa actividad formativa debido a que se ejerce fuera de los centros, sin horarios ni obligaciones tasadas, se omite que la mayoría de los centros educativos (exceptuando los universitarios, y no todos) no reúnen las condiciones idóneas para facilitar el trabajo retirado e invisible de los profesores. Por regla general, el docente tiene su biblioteca en el hogar y es en el hogar donde puede aislarse para leer o corregir exámenes sin que nadie le importune.
Pero ninguna de estas razones impedirá que las vacaciones del docente se sigan viendo como una bicoca. A fin de cuentas, toda comparación entre trabajos distintos encierra alguna trampa. ¿Acaso existe alguna actividad laboral que no sea susceptible de que el ajeno la considere ventajosa sobre la propia, sobre todo si es observada con resentimiento, envidia o ignorancia?
Fuente: http://www.diariosur.es/opinion/profesores-20170813003845-ntvo.html
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