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Argentina: Los wichí ya tienen su vademécum

María Eugenia Suárez clasificó 115 plantas que poseen 408 usos medicinales. Las comunidades emplean diversas especies para problemas digestivos, respiratorios y dolores menstruales.

Muchas de las sustancias que se extraen de las plantas y tradicionalmente componen la farmacopea wichí también forman parte de la medicina oficial. Esta situación permite advertir, entre otras cosas, que la ciencia no es la única manera de producir conocimientos. Ni siquiera es la más antigua. En la actualidad, los wichís viven en comunidades distribuidas por Salta, Chaco, Formosa y el sudeste boliviano. Son aproximadamente 55 mil personas que habitan pueblos y aldeas, y establecen estrechas relaciones con la naturaleza. Un entorno de bosques nativos que, por el avance de la frontera agrícola y la presencia de grupos privados concentrados, se encuentra en peligro. Suárez es docente de la UBA (Facultad de Exactas y Naturales) e investigadora del Conicet en el Instituto de Micología y Botánica. Visita la región desde hace más de diez años y, entre otras cosas, confeccionó un extenso catálogo de usos y aplicaciones de plantas medicinales. Especies que son empleadas para bajar la fiebre, solucionar problemas digestivos y respiratorios, así como también para aliviar dolores menstruales. Un repertorio extenso de usos que exhibe cómo los conocimientos ancestrales se reciclan a través de las generaciones y, aunque podrían complementarse, se colocan en tensión con la ciencia moderna.

–¿Qué es la etnobiología? 

–Es una disciplina científica que estudia la relación entre un determinado grupo humano y su cultura respecto de su entorno natural. Nos preocupa conocer cómo los wichís utilizan, manejan, clasifican y se vinculan con todos los seres vivos que conforman el contexto en el cual se asientan.

–Desde este abordaje, logró diseñar un catálogo de plantas medicinales con un repertorio de usos muy extenso.

–Los fármacos que nosotros utilizamos, producidos a gran escala por las farmacéuticas, históricamente se basaron en los principios activos y las sustancias que provienen de las plantas. Para comprender el inventario en toda su complejidad, contemplar las especies y los usos que las comunidades les otorgan, es fundamental conocer el contexto cultural en el que se realiza esta investigación. También hay que considerar que es humanamente imposible hacer un relevamiento de todas las comunidades wichí; este vademécum solo registra las plantas en algunos sectores. Lo más fructífero es que en el trabajo realizado se cruzan dos sistemas de conocimientos muy distintos: el empírico, académico y occidental por un lado y el wichí por el otro.

–¿Y cómo conviven?

–Aunque muchas plantas ya fueron estudiadas y su eficacia medicinal fue comprobada; no todos los usos que desarrollan los wichís tienen valor para la ciencia académica. No todos pasarían el escáner de los exámenes fitoquímicos y farmacobotánicos. Se suele concebir a los saberes populares y a la ciencia moderna como dos universos paralelos que se repelen. Desde mi perspectiva, no son excluyentes, de hecho, deberíamos considerarlos en su conjunto para desarrollar perspectivas más complejas y que se ajusten más a la realidad de los pueblos. Incluso, pienso que eso daría lugar a la creación de una medicina más holística que no se concentre solo en el cuerpo y en los aspectos biológicos, porque las personas no somos solo eso.

–Los conocimientos medicinales de los wichí provienen de saberes ancestrales, recetas que se transmitieron de generación en generación. Según su trabajo, ¿hay más o menos plantas medicinales que en el pasado?

–Lo que pude advertir, en la misma línea que otros equipos que trabajan el tema, es que originalmente las especies empleadas con fines medicinales no habrían sido demasiadas. Por el contrario, la cantidad se fue acrecentando por dos motivos: las transformaciones epidemiológicas y sanitarias de la zona, así como también por las modificaciones en las prácticas chamánicas. Hoy no hay tantos chamanes como antes porque han caído en descrédito y perdieron cierta autoridad que tenían en tiempos pretéritos. Para los wichí, cuando ocurren las “enfermedades verdaderas” –son aquellas en las que “el alma se va del cuerpo”– las plantas medicinales no alcanzan porque también se requiere de una cura espiritual. Antiguamente la escena era dominada exclusivamente por los chamanes y hoy es compartida por pastores de las iglesias cercanas, curanderos criollos pero también por médicos del sistema formal de salud.

–Un sistema formal de salud que no brinda muchas respuestas a los habitantes de la región.

–En algunos casos, incluso, las comunidades están muy aisladas y no tienen medios de transporte. La salida más rápida ante la falta de soluciones por parte del Estado es resolverlo de la manera más sencilla posible. Si alguien se lastima un pie, resulta ilógico trasladarse cuarenta kilómetros para una situación que puede mejorarse de manera sustancial con una planta.

–¿Qué plantas han demostrado ser eficaces?  

–La tusca es un árbol muy conocido en todo el Chaco y contiene muchísimas propiedades. Es empleada como antiséptico y favorece los tratamientos de problemas en la piel: lastimaduras, sarpullidos, sarna. Por otro lado, el té de Chañar contiene facultades expectorantes que alivian la tos y la congestión nasal. Yo misma las probé y funcionan perfectamente, solo que hay que tener el conocimiento preciso respecto de qué hoja y qué corteza es necesario recolectar.

–¿Cómo es la experiencia de convivir con los wichí?

–Desde 2004 visito comunidades del chaco salteño. Viajo entre dos y tres veces al año y convivo con ellos en los pueblos pero también en las aldeas. Como la actividad es interdisciplinaria, se emplean métodos de la biología y de la antropología. Realizo un trabajo de campo que posee un fuerte componente etnográfico, es decir, involucra observación participante y también entrevistas abiertas con los habitantes del lugar. Durante meses los acompaño en todas las actividades cotidianas que realizan. Pienso que solo de esta manera se puede comprender cabalmente cuál es el rol de las plantas en su contexto cultural.

–¿Desde un comienzo se sintieron cómodos con su presencia?

–Al principio les resultaba extraño pero luego nos acostumbramos y entramos en confianza. Lo primero que hago es explicar los objetivos de mi trabajo y para qué pretendo utilizar la información. En la actualidad, la comunidad es mi segunda casa, me siento muy cómoda, pero las experiencias varían de acuerdo a los momentos. En algunos lapsos me toca dormir en una habitación que gentilmente me prestan y en otros debo acampar, y ello representa una aventura agradable. Cuando comencé iba sola, después fui con mi pareja y ahora también voy con mis hijos. Los wichís tienen caciques (jefes tradicionales), figuras ejecutivas (“presidentes”, en general jóvenes que tiene vínculos con la sociedad criolla) y un consejo de ancianos, pero todas las decisiones se toman de manera consensuada. En general, los porteños tienen una imagen muy pobre del Chaco argentino, pero más allá de las deficiencias y de todos los problemas estructurales que las familias afrontan, se vive distinto. Los niños wichí sonríen todo el tiempo, son felices. La principal amenaza la constituye el deterioro de los bosques y los grupos privados.

–¿Avance de la frontera agrícola?

–La pérdida de territorios por parte de las comunidades indígenas pone en peligro sus plantas medicinales, pero también su cultura y el desarrollo de sus propias vidas. Desafortunadamente, se privilegia un modelo agroindustrial que produce desmontes, altera los ecosistemas y contamina el paisaje de agrotóxicos.

poesteban@gmail.com

Fuente: https://www.pagina12.com.ar/186352-los-wichi-ya-tienen-su-vademecum

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Daniel Mato “La extensión universitaria enriquece la ciencia”

Daniel Mato se especializa en analizar los vínculos entre las universidades y la sociedad
“La extensión universitaria enriquece la ciencia”
Examinó más de 200 experiencias de vinculación entre equipos de 39 universidades argentinas y sus comunidades. ¿Por qué la extensión tiene menor jerarquía? ¿Por qué no es reconocida como la docencia y la investigación?
Daniel Mato es Doctor en Ciencias Sociales (Universidad Central de Venezuela) e Investigador Principal del Conicet en el Centro Interdisciplinario de Estudios Avanzados de la Universidad Nacional Tres de Febrero. Desde hace casi 30 años, se concentra en analizar los vínculos entre las instituciones universitarias y los grupos sociales. Sostiene la defensa de una perspectiva integral capaz de reunir y aprovechar las potencialidades de las actividades de docencia, investigación y extensión –ésta última tradicionalmente devaluada respecto de las otras–. La tarea representa un verdadero desafío porque implica redefinir nada menos que los modelos de evaluación, así como también rever los procesos de legitimación social que hace que, en definitiva, algunos conocimientos sean legítimos y otros descartables.

–¿Por qué, todavía, se piensan las relaciones entre universidad y sociedad en términos de extensión?

–Las personas que nos dedicamos a analizar el concepto, habitualmente, nos dividimos en dos grupos: los que emplean la palabra “extensión” porque así está expresado en la Ley de Universidades y en los estatutos, y los que preferimos el empleo de otras nociones como “vinculación social”. El problema con el término extensión es que prescribe una situación en que la institución universitaria extiende su brazo protector y brinda sus conocimientos hacia la masa social, pero nunca se produce en el sentido inverso. Sin embargo, como en otras esferas, se crearon grises que se ajustan más a la actualidad como “extensión de nuevo tipo”, “extensión de doble vía”, o bien, “compromiso universitario”. De cualquier modo, el asunto no es de terminología sino de jerarquía.

–¿Son más, o menos reconocidas que las prácticas de investigación y docencia? 

–Se produce una paradoja: pese a que las oficinas de extensión, en general, están muy desatendidas –especialmente desde el financiamiento–, las personas que desarrollan estas actividades muestran un compromiso increíble con las comunidades en las que se involucran. No es un trabajo reconocido por las universidades ni tampoco por otros organismos como el Conicet, de modo que los docentes-investigadores privilegian la realización de otras tareas. Es algo así como “la cenicienta de las funciones universitarias”, un conjunto de obligaciones que las instituciones desarrollan solo si pueden y cuando las otras ya fueron cubiertas. No obstante, se produjeron cambios saludables en el último tiempo: el Consejo Interuniversitario Nacional (CIN) incluyó el tema de las secretarías de extensión como uno de los puntos fundamentales a revalorar.

–¿Por qué el Conicet no reconoce las actividades de extensión que desarrollan sus investigadores?

–En realidad, las agencias de investigación en toda Latinoamérica ignoran la centralidad de aquellas actividades que los investigadores practican en estrecho vínculo con las comunidades. La extensión no tiene el reconocimiento que posee la investigación, pese a que los modos de evaluación de esta última deberían ser interrogados y cuestionados.

–¿En qué sentido?

–Medir el impacto de algunas investigaciones a partir de la publicación de papers no es adecuado. Si la productividad de un trabajo solo puede calcularse a partir de la cantidad de veces que es citado en otras revistas académicas estamos complicados. También deberían contemplarse, por ejemplo, en función de su capacidad para resolver problemas concretos de las poblaciones. Ni siquiera las patentes son muestra de ello, porque no todo lo que se patenta se utiliza ni tampoco asegura un empleo con fines benéficos. Sin ir más lejos, las armas también se patentan. En definitiva, la publicación en revistas puede funcionar como un indicador válido, pero uno más entre tantos. Hace dos años el Conicet habilitó un lugar para anotar las actividades de extensión que los científicos realizan pero no otorgan puntaje. Los sistemas de evaluación de las universidades, asimismo, espejan lo que ocurre en este organismo y reproducen los mismos problemas.

–¿De qué manera habría que medir el impacto de la extensión?

–No pueden ser examinadas con las mismas herramientas con las que se mide la calidad de las investigaciones. Los mecanismos de control requieren de evaluaciones contextuales, a partir del monitoreo de resultados parciales y finales. El mejor instrumento es consultar la opinión de los miembros de los grupos sociales en los que se intervino. La universidad debe habilitar esas voces y otorgarles la importancia que se merecen, a partir de la creación (algunas ya los tienen) de consejos sociales, encargados de auditar los resultados de los proyectos en el área. Por supuesto que es mucho más trabajoso medir el impacto en los grupos sociales que contar citas en artículos, pero es un desafío que debe tomarse porque la única vía de obtener más presupuesto para desarrollar las tareas de extensión es a partir de su legitimación social.

–¿Se cree que las actividades con las comunidades no son complementarias con la investigación?

–Por el contrario, las prácticas de extensión enriquecen los trabajos de investigación y docencia que realizan los científicos. Debemos cambiar la perspectiva y comprender el conjunto a partir de un enfoque integral. Mi propio trabajo se ha beneficiado ampliamente de mis tareas en colaboración con universidades indígenas interculturales, creadas por organizaciones sociales y también por los Estados para estas poblaciones. La Universidad Maya-Chachiqué, Maya-Ixil (ambas de Guatemala) y la Universidad Autónoma Indígena Intercultural (Colombia) corresponden al primer grupo; mientras que en el segundo se podría incluir a las 12 universidades mexicanas que, a partir de 2007, surgieron gracias al trabajo de la Secretaría de Educación Pública de aquel país y también a las gestionadas en Bolivia bajo la denominación “Universidades Interculturales Indígenas Productivas de Bolivia”.

–¿Y qué ocurre con los modelos de aprendizaje?

–En las de modelo estatal existe una adaptación del régimen universitario convencional (es decir, el de las universidades nacionales) y se realizan esfuerzos legítimos de colocar a las instituciones en diálogo con las demandas y las necesidades de las comunidades. En el caso de las creadas desde las organizaciones indígenas, directamente, se parte de sus modos de aprendizaje para construir los programas pedagógicos. Los saberes y conocimientos surgen de la experiencia y en contexto: la sensibilidad que se debe adquirir al momento de pescar o la precisión para preparar los analgésicos artesanales requieren de muchísima práctica y destreza.

–A menudo, se critica el aprendizaje por experiencia como si fuera un modo devaluado de producir y adquirir conocimientos.

–Es por mera ignorancia, ya que algo muy similar ocurre en las Escuelas de Negocios de la Universidad de Harvard que todos veneran: allí también los estudiantes aprenden con la solución de casos que se elaboran a partir de experiencias concretas; no solo de las exitosas sino también de los fracasos. Lo mismo sucede en las escuelas de medicina: más allá de las clases teóricas, los médicos no se forman de manera completa sin los ejercicios prácticos. Constituye, todavía, un grave error de la academia subestimar a las clases populares.

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