El reto de enseñar desde lo que debiera ser cotidiano.

En mis estudios universitarios, desde el primer año, entré en contacto con aspectos básicos de la economía política, algo que no tuvo continuidad posterior de manera formal. El llamado de nuestros docentes era, a principios de los convulsionados años noventa del siglo XX, a que entendiéramos el papel que la política como hecho cotidiano y social, tenía sobre el resto de acciones humanas en sociedad. Estudiaba entonces Ciencias Políticas, y parece obvio que la perspectiva de nuestros profesores era hacia la primacía de la política sobre el hecho social. Sin embargo, en esa experiencia universitaria se destacaron tres elementos que sólo puede ver después, cuando yo misma por el devenir del tiempo, me convertí en acompañante de procesos de aprendizaje de otros y otras.

Comenzaré por lo básico. Prácticamente todos los docentes con los que interactué a lo largo de la carrera y que pertenecían a la Escuela de Ciencias Políticas de la Universidad de Los Andes, eran hombres. Prácticamente todos porque me acompañaron en total cuatro docentes mujeres a lo largo de toda la carrera. A la profesora Raquel Morador la recuerdo con especial cariño y, mientras escribo estas líneas se revela ante mi que parte del modo en que hablo con los participantes de talleres y cursos viene de allí. Las otras tres docentes no eran investigadoras del área de ciencias políticas, sino venidas de las humanidades y la economía. De modo que una de las primeras cosas que, en retrospectiva, me llamó la atención es el bajísimo porcentaje de docentes mujeres en la carrera.

Un segundo elemento que me llamó la atención fue la disputa casi de antología entre quién explicaba mejor el hecho político, si el pensamiento político o la sociología política. Cursé cuatro sociologías políticas y una introducción, y cuatro pensamientos políticos y una introducción y, créanme, quedé con la sensación de que el enfoque asumido por los docentes del área no era el más pertinente. Ni en los contenidos de sociología ni en los de pensamiento político pude encontrar respuestas a preguntas muy básicas que me asaltaban en ese momento de mi formación universitaria donde las relaciones entre Estado y sociedad en mi país estaban siendo mediadas de un modo no recordado, por el conflicto, la reacción y la violencia. El área de la administración pública y las relaciones entre actores políticos era, a su vez, atendida desde su perspectiva legal(ista) y, entonces, nuestra visión de la sociedad, como politólogos y politólogas en formación, terminaba totalmente fragmentada por una sociología que no atinaba a explicar juegos de actores, un pensamiento político secuestrado por el recuento histórico cronológico de hechos y aportes filosóficos no hilvanados, y una administración pública que se acuartelaba detrás de leyes y decretos sin poder dar cuenta de la emergencia de movimientos sociales en las estructuras burocráticas. Había una arista adicional: la de los partidos políticos funcionando en términos curriculares como un corpus doctrinario capaz de, parecía ser, dar cuenta de ese tejido de conocimientos a medio acabar y apenas construido.

Pero, quizás, lo que con el correr de los años finalmente me resultó más extraordinario, es ver que prácticamente ningún contenido de los impartidos en Ciencias Políticas, tributaron a comprendernos como un petro-Estado y entender nuestro papel simbólico y efectivo en la construcción de una política regional. Una ciencia política que, como disciplina, no se cuestionaba desde sus insuficiencias, y venía eregida desde la arrogancia de asumir que ya estaba dicho todo y apenas había que repasarlo como si leyéramos un libro del Almanaque Mundial, estaba formando a profesionales con minusvalías notables para dar cuenta de la realidad más básica de nuestra sociedad: la cultura del petróleo.

De esto último me di cuenta cuando, varios lustros después de egresar, comencé a trabajar con estudiantes de Hotelería y Servicios de la Hospitalidad, una asignatura que en su malla curricular se llama Desarrollo Socioeconómico y adopté como estrategia, comenzar a mirar fuera de la caja (el turismo) para ayudarnos a comprender estructuras y prácticas sociales y económicas de vieja data que condicionan de modo rotundo la manera en que nos aproximamos como sociedad al hecho económico … y el turístico.

Nuestro pueblo agricultor no se permite, de ninguna manera, desconocer lo básico del funcionamiento y evolución de las semillas que utiliza, cuál es el ciclo de cada cultivo, la tierra más apropiada para cultivarla y el rendimiento por planta. Sin embargo, el pueblo petrolero que somos todas y todos, desconocemos de modo evidente, el básico funcionamiento del proceso de extracción petrolera, o las raíces más profundas de algunos comportamientos (distorsionados) que evidenciamos en nuestro país en los últimos años de modo exacerbado. La comprensión de lo que somos como país petro-Estado, estoy segura de que debiera ser columna vertebral de nuestros contenidos curriculares aún los más básicos.

El hecho de nosotros como país petrolero y sus implicaciones para nuestras relaciones económicas, humanas y sociales es, desde mi perspectiva, el hecho cotidiano más sistemáticamente ocultado para nosotros y nosotras. Conocer nuestra realidad como país es comprender ese contexto. Comprenderlo es, además, un camino hacia la verdadera apropiación y significación del conocimiento y reconstrucción de lo que somos como sociedad.

Ese camino hay que andarlo antes que después y una forma de hacerlo es reivindicar que, quizás, como sociedad venezolana, es ese contexto cotidinao es el que resulta más determinante en nuestro futuro inmediato.

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Mariángela Petrizzo Páez

Politóloga. MsC en Administración de Empresas mención Gerencia. Usuaria y Activista de Software Libre y Conocimiento Libre desde el 2003. Docente del Colegio Universitario Hotel Escuela de Los Andes Venezolanos (CUHELAV). Coordinadora del Centro Nacional de Investigaciones Turísticas (CENINTUR). Coordinadora Regional del CIM en Mérida. Investigadora.