La nueva ciencia social debería abandonar la camisa de fuerza de la sociedad, dejar de limitarse a cosas humanas, a relaciones y a conflictos sociales, y convertirse en una más de las ciencias de la vida.
Por Maristella Svampa
“Cuestiones de Sociología” convocó a cuatro destacados intelectuales y académicos latinoamericanos para que respondieran preguntas acerca de los alcances de la dependencia intelectual y los dilemas que atraviesa la teoría social latinoamericana. Ellos son Silvia Rivera Cusicanqui, de Bolivia; Jose Mauricio Domingues, de Brasil; Arturo Escobar, de Colombia y Enrique Leff de México. Publicamos acá las de Silvia.
Maristella: Muchos autores han insistido en que uno de los rasgos fundamentales de la teoría social latinoamericana es la dependencia intelectual o epistémica, respecto de los conceptos y marcos teóricos elaborados en los países centrales. Algunos han dado estatus teórico a dicha dependencia a través del concepto “colonialidad del saber” (Quijano, Lander). ¿Cuál es su mirada sobre esta problemática? ¿Qué significa entonces pensar las ciencias sociales desde América Latina en el siglo XXI, en el marco de la modernidad avanzada y en el actual sistema de dominación? ¿Existe una perspectiva latinoamericana para pensar las problemáticas actuales desde el marco de la teoría social?
Silvia: Esa formulación no es nada nueva, y si por “status teórico” te refieres a la instalación de esta idea en los centros académicos hegemónicos, te podría decir que se trata de una academia muy desmemoriada. En varios territorios de América Latina, y también en los Andes bolivianos, la crítica a la colonización mental de las élites tiene una larga trayectoria. En el caso nuestro, con Rossana Barragán intentamos una síntesis de dicha genealogía en el libro que publicamos en La Paz sobre los estudios de la subalternidad en la India. En la presentación del texto entretejimos nuestra lectura del grupo Subaltern Studies con una reflexión sobre los aportes de la historiografía social argentina, la etnohistoria y la antropología peruanas, y el vital aporte mexicano y africano (1997) en la producción social e historiográfica boliviana de los ‘80 y ‘90.
Recientemente, he remontado esta genealogía propia hasta inicios del período colonial en la obra del escritor chinchaysuyu Waman Puma (Rivera, 2015). Creo que su obra, a través del montaje texto-imagen, es un ensayo visual teórico. En otras palabras, Waman Puma compone una sintaxis para exponer su teoría de la dominación colonial, a la vez como descripción etnográficamente densa y como irrefutable crítica teórica a la ilegitimidad de ese sistema y sus falacias.
Me gustaría exponer brevemente un ejemplo que pertenece al horizonte liberal del colonialismo (1870- 1920). Un libro de Franz Tamayo (1879-1956) aborda autocríticamente el mestizaje boliviano como síndrome psicológico de encrucijada, que él llama bovarysmo, aludiendo a la novela de Flaubert, Madame Bovary. Esta noción me servirá como metáfora para comprender el bloqueo que nos impide ser memoriosos con nuestra propia herencia intelectual1, pues resulta paradójico y lamentable que tengamos que legitimar nuestras propias ideas recurriendo a autores que han puesto de moda los asuntos del colonialismo, desconociendo o ninguneando los trabajos teóricos anteriores, que si bien no usaron las mismas palabras, interpretaron e interpelaron la experiencia del colonialismo intelectual con profundidad y acierto. En La Creación de la Pedagogía Nacional, el autor llamaba bovarystas a los intelectuales de escritorio que traían programas educativos franceses para instalar para instalar en el país una pedagogía elitista e imitativa, moderna sólo en apariencia. Desde su sitial de poeta prestigioso (aunque oscuro y mal comprendido), su rigor argumentativo y su gesto polémico provocaron una interpelación radical a las prácticas y los estilos de ser de esa intelligentsia criolla que lo rodeaba, admiraba, despreciaba.
A contrapelo de lo que sucede hoy, cuando todo se escribe-habla y los círculos hegemónicos de habladores letrados crean satrapías políticas (el parlamento, la judicatura) o espectáculos mediáticos para engatusarnos, en la época de Franz Tamayo lo central era una cultura oral-gestual que se traducía en códigos corporales tácitos pero inteligibles a escala social: códigos de comunicación que también estructuraban jerarquías y desprecios solapados. Tamayo no discute lo que sus contemporáneos escribían: lo consideraba un vulgar aglomerado de citas de autores europeos, ni siquiera bien hiladas. Pero no era que él rechazaba la herencia de Europa – su poesía de formato griego lo atestigua – sino que reclamaba un gesto más autónomo e inteligente hacia ella, tal como lo haría Veena Das un siglo más tarde. Tamayo se inspiró también en Nietzsche y en el vitalismo alemán de su tiempo, además de una vasta biblioteca filosófica y literaria francesa, lo que no empaña para nada su acercamiento a las realidades multiétnicas (como diríamos hoy) de su entorno. Era su gesto corporal y su mirada, además de su reflexivo conocimiento del aymara, lo que lo hacía diferente a sus contemporáneos.
Lo que rechaza Tamayo no son las ideas y principios básicos de la episteme europea sino el modo en que se los adopta en países como el nuestro: de boca para afuera, de modo sumiso y reverencial. Su análisis, por el contrario, se sustenta en escudriñar el alma del mestizo realmente existente en su espacio / tiempo, como un ser esquizofrénico, dividido y bipolar, incapaz de crear una nación propia o habitar un territorio propio. Este diagnóstico es vital en Tamayo y sienta las bases para hacer del double bind mestizo una potencia creativa, en lugar de profundizar el binarismo y con ello la disyunción colonial que nos impide ser nosotros mismos.
La genealogía que intento trazar del colonialismo en la cultura letrada boliviana está, por ello mismo, conectada con las urgencias del presente. Qué pertinente resulta Tamayo, leído desde el aquí-ahora. Define el bovarysmo como un estado de “insatisfacción novelesca” que se mueve en “un contexto de represión y convencionalismo social”. ¿No es eso lo que está sucediendo con los escándalos protagonizados recientemente por Evo Morales, que la prensa internacional se encarga de condimentar a su manera? ¿No se descarga la sociedad boliviana de sus propias culpas y dolores familiares, privados, e incluso inconscientes, al hacer de la vida de Evo Morales un motivo de diatriba moral y sexual? Lo hace, pero no se da cuenta de que el primero en ser juzgado y apuntado con el dedo debería ser el indio que llevamos adentro.
Fausto Reinaga, en los años 1960-1990, se explayó en la crítica a la “intelligentsia del cholaje boliviano”, una aguda radiografía del colonialismo intelectual en Bolivia, y ello le valió ser estigmatizado como un personaje intratable y ultrarradical. No es un dato menor que fuera Reinaga – y no Sartre o Balandier – quien introdujo en el debate político boliviano de los ‘70 la obra de Frantz Fanon y otros autores de la descolonización africana. Con honrosas excepciones2, los ahora de moda “decoloniales” o “postcoloniales” no atinan a escudriñar con tanta profundidad el ethos del intelectual colonizado como lo hizo Reinaga, y eso se revela en las rutas propias que hemos venido recorriendo a la hora de comprender los procesos de liberación india y las luchas descolonizadoras en nuestro continente.
Maristella: ¿Qué significa entonces pensar las ciencias sociales desde América Latina en el siglo XXI, en el marco de la modernidad avanzada y en el actual sistema de dominación?
Silvia: Yo creo que hay que hacer otra ciencia social, que no divorcie el cerebro del cuerpo, la ética de la política, el hacer del pensar. La ciencia social realmente existente no difiere mucho de la que criticaba Tamayo. Y las obras de Reinaga abundan en conceptos / metáfora en cuyo bricolaje yo entreveo otro tipo de teoría sobre el colonialismo intelectual en América Latina, y sobre el colonialismo en general. Por otra parte, la modernidad que experimentó Tamayo no difiere mucho de la de hoy: sigue siendo una estructura de saqueo y colonización mental. Con un agravante: en las primeras décadas del siglo XX había en La Paz mucha más gente urbana, mestiza y de élite, que hablaba perfectamente el aymara3, mientras que hoy la dimensión simbólica de lo indio se ha vuelto pigmentocrática y basada en simulacros, lo que nos muestra que estamos perdiendo la batalla lingüística. En cuanto a la colonización mental, la ciencia social – junto a varias otras – debería enfocarse en crear las herramientas conceptuales, técnicas y materiales que permitan resistir el saqueo, tanto de recursos materiales como de personas (manos, cerebros) o, por lo menos, ayudarnos a sobrevivir a él.
Además del saqueo, esta modernidad impostada se sustenta en la cultura de la ley. La ciencia social3hegemónica tiene que vérselas con una brecha muy honda entre la normativa y su práctica, entre la letra y la violación de la letra. Situarse a rajatabla en uno de los polos de ese binario es una actitud de suicidio colectivo, que se transfiere al conjunto del pensar público. Frente a ese estado de confusión, lo que la ciencia social debería estar haciendo es revolucionar la episteme. Crear un campo de juego entre la herencia europea y la herencia propia, en el que podamos, con autonomía, recrear un pensamiento y un gesto capaz de superar el double bind o la esquizofrenia colonial de la que hablaba Tamayo. Y hay que hacer esto por cualquier medio, no sólo en la ciencia social sino también en las matemáticas, en la agronomía, en la ingeniería y en la multiplicidad de disciplinas que son necesarias para el aquí-ahora de la humanidad y del planeta, no sólo de la ciencia.
Por sobre todo, la nueva ciencia social debería abandonar la camisa de fuerza de la sociedad, dejar de limitarse a cosas humanas, a relaciones y a conflictos sociales, y convertirse en una más de las ciencias de la vida. Por eso yo me siento muy insatisfecha con las ciencias sociales realmente existentes, las considero satrapías. Aclaro que me puedo dar el lujo de decirlo porque ya me libré de la universidad, me jubilé y con varixs compañerxs y amigxs hemos creado un espacio en el que auspiciamos una “cátedra libre” en verano y en invierno, entre muchas otras actividades4. La generación más joven de intelectuales y académicxs que trabaja en la universidad tiene que vérselas con cosas más jodidas, como las revistas indexadas –que tuve la suerte de no conocer– o el exceso de carga administrativa que se impuso en las universidades con el neoliberalismo. Pero entrar y salir de la academia no equivale a decir entrar y salir de la modernidad. Lo que entiendo como el principal desafío es ser auténticamente modernos y conectarnos a la vez con lo más antiguo, para que, a partir de esa contradicción o anacronismo, podamos armar – dentro y fuera de la universidad– una esfera pública inclusiva, democrática e intercultural (por decirlo en términos convencionales). Para mí es central reconocer que la teoría no basta, la ciencia social no basta, la universidad y la academia no bastan para comprender el mundo que nos ha tocado vivir hoy. Y creo que, en todo Abya Yala, este proceso de “entrar y salir de la academia” está permitiendo la renovación del pensamiento y su mejor articulación con las prácticas comunitarias, populares, colectivas. En la frontera entre el mundo universitario y su afuera están proliferando iniciativas como la que acabo de relatar, y lo he visto en varios países de nuestro continente.
Maristella: ¿Existe una perspectiva latinoamericana para pensar las problemáticas actuales desde el marco de la teoría social?
Silvia: No. Al menos no dentro de ese marco, tal como parece estar definido en tu primera pregunta. Una teoría / praxis social descolonizadora es un proceso en curso, pero su verbalización está por construirse; es aún balbuceante y dispersa. No está claro siquiera el formato que adoptará ese discurso, en un contexto de proliferación y democratización de las comunicaciones satelitales. Creo que lo que se hace en las redes, o en el teatro, o en el arte latinoamericano, es mucho más sensible que la academia universitaria o para-estatal, en términos conceptuales, frente a las realidades multifacéticas y abigarradas del espacio social que vivimos.
También han surgido nuevos espacios de producción de teoría / praxis social: espacios marginales y fronterizos, pero a la vez proliferantes. Iniciativas callejeras, luchas contra la impunidad, plataformas en torno a los derechos sexuales y una diversidad de iniciativas prácticas en defensa del medio ambiente constituyen escenarios ideales para la “investigación acción” o la “investigación militante”, además de resultar útiles para las propias comunidades y organismos de base. También me refiero a intelectuales –como Silvia Federici, Rita Segato, Márgara Millán, Verónica Gago, Suely Rolnik y tú misma– que dialogan a varios niveles de abstracción con lxs intelectuales de base en sus respectivos espacios o países. Todas estas redes son lo más cercano a una “ecología de saberes” que he podido observar. Pero con un aditamento: son también “ecología de sabores”, y me refiero a las redes de soberanía alimentaria, plataformas ambientales, etc., que están pensando los problemas no sólo a través de la investigación y la publicación de sus trabajos sino también de profusa participación en ferias, espacios de comida consciente, cooperativas de alimentos y muchas otras actividades.
No tengo suficiente acceso a todo lo que ocurre en las universidades y centros de investigación de varios países del continente como para sopesar los avances teóricos que estos nuevos fenómenos han suscitado, pero puedo decirte que en los últimos años he leído con mayor interés que antes los debates latinoamericanos en ciencias sociales y humanas, y celebro el que muchos de ellos se vayan por la tangente o abiertamente descarten el antropocentrismo –y su vástago, el eurocentrismo– dominantes.