Por: Victor Montoya
En la Primera Feria del Libro Infantil y Juvenil realizado en La Paz, en febrero de 2012, una atenta maestra del ciclo primario, que asistió a mi conferencia sobre La violencia en la literatura infantil, me preguntó en tono amable: Qué tipo de literatura se debe aplicar en las escuelas para estimular el habito a la lectura de los niños. Le miré a los ojos y contesté: Todo lo que está al margen de los libros de texto.
En efecto, los libros de texto, que se aplican dentro del sistema educativo, no cuentan historias que les interese a los niños, pues son libros que, en primer lugar, tienen una función didáctica y de enseñanza de conocimientos, que los profesores consideran importantes para el futuro desarrollo intelectual y profesional de los niños.
Sin embargo, los libros que prefieren los pequeños lectores son aquellos que les cuentan historias que tienen la magia de transportarlos a otras dimensiones en las alas de la imaginación, que es una de las facultades que caracteriza a los seres humanos; más todavía, los niños, independientemente de su condición social y racial, tienen derecho a ser tratados con respeto y cariño, pero también tienen derecho a tener acceso a las joyas de la literatura infantil que, además de avivar su fantasía y creatividad, les permite desarrollar su capacidad verbal y resolver sus ataduras emocionales.
Un buen libro de literatura infantil no sólo nutre los conocimientos del niño, sino que también educa su sentido estético, aunque algunos escépticos pongan en duda este precepto avalado desde hace tiempo por escritores, ilustradores, psicólogos y pedagogos.
Los libros infantiles, sin necesidad de caer en el didactismo, cumplen la función de formar a personas que, en su vida futura, tengan instrumentos lógicos, críticos y lingüísticos, que les permita desarrollarse sin muchas dificultades en una sociedad cada vez más competitiva y tecnocrática.
La literatura infantil, como ya lo remarcamos en otras ocasiones, contribuye al enriquecimiento del patrimonio lingüístico del niño, a parte de que estimula su fantasía y capacidad creativa, que es una de las facultades mentales que diferencia a los humanos de los animales primarios. En palabras del lingüista Dámaso Alonso: La literatura infantil contribuye a que el niño penetre en el conocimiento de la lengua, a través del espíritu lúdico de las palabras, las onomatopeyas, el ritmo, la cacofonía, la prosa rítmica y la eufonía (palabras que suenan bien).
Los libros que están escritos a partir de las necesidades emocionales e intelectuales de los niños, serán siempre los que más incidan en su desarrollo integral, en virtud de que los libros infantiles, elaborados con un criterio más lúdico que didáctico, tienen la fuerza de atrapar su atención, estimular su hábito a la lectura, reafirmar su autoestima y moldear su conducta personal.
Ya se sabe que a los niños, por lo general, no les gusta los cuentos y poemas que aparecen en los libros de texto a manera de lecturas extras. Los niños prefieren una literatura que esté exenta de senso-moral (refranes, moralejas y sentencias), libros que les permita zambullirse en su propio mundo cognoscitivo, es decir, libros que expresen sus sentimientos y pensamientos de manera auténtica y recreativa.
Por fortuna, los escritores para jóvenes y niños, en un intento por apartarlos de los libros didácticos y acercarlos al puro placer estético de la recreación literaria, redoblan sus esfuerzos por crear obras que no defrauden a sus lectores, sabiendo que esta literatura no sólo promueve la imaginación y la creatividad, sino que forja el hábito a lectura de quienes serán los futuros grandes lectores de la gran literatura universal.
Los maestros saben, por experiencia propia, que los niños tienen preferencias por los libros que cuentan historias verdaderas, pero que incluyen elementos ficticios, a menudo sobrenaturales; historias contextualizadas en un tiempo y lugar que resultan familiares a los miembros de una comunidad, y que aportan a la narración cierta verosimilitud.
Las leyendas y los cuentos populares que se desarrollan habitualmente en un lugar y tiempo reales, y que los lectores pueden reconocer sin mayores dificultades mientras se internan en las páginas del libro, son siempre los que mejor representan su mundo cognoscitivo, aunque en la trama intervengan personajes y elementos ficticios, a modo de darle un toque de magia a la historia narrada.
En este caso, los libros que contienen narraciones de la tradición oral, transmitidos de generación en generación, son excelentes recursos cuando se los sabe usar de manera adecuada en la escuela y conforme a las necesidades de los niños. No se debe olvidar que, por ejemplo, los cuentos populares, aparte de transmitir una sabiduría acumulada durante siglos, encierran en sus historias, hechas de realidad y fantasía, una serie de recursos terapéuticos que ayudan a los niños a resolver, mediante una catarsis, sus frustraciones, traumas o deseos no cumplidos.
El niño, independientemente de su edad, se hace cómplice de los personajes, las escenas y situaciones que el autor le transmite por medio de la re-creación literaria. El lenguaje plurisignificativo hace que el niño, con su particular intuición, elabore sus propias imágenes visuales de los personajes y los contextos que aparecen en los cuentos, ya sean éstos reales o ficticios. Esto no niega, de ningún modo, que el discurso literario debe ser claro, sencillo y convincente, sobre todo, si se considera que el receptor directo es el niño, quien se forma un mundo de ilusiones apenas ve un libro con un empastado llamativo y salpicado de imágenes que le despiertan la curiosidad por saber qué historias se esconden entre los renglones de los textos.
Las leyendas y los relatos de nuestra cultura, recogidos en las obras de Antonio Díaz Villamil, Antonio Paredes Candia, Jesús Lara, Rigoberto Paredes, Isabel Mesa y Liliana De la Quintana, por citar algunos, constituyen, por antonomasia, una literatura que no sólo es apta para los adultos, sino también para los niños, quienes gozan con estas historias, cuyos argumentos les abren las puertas hacia un mayor conocimiento de nuestros valores culturales y hacia un mundo lleno de sabiduría popular.
Los cuentos provenientes de la tradición oral y la memoria colectiva, no conocen autores ni épocas. Su presencia entre nosotros, luego de haber transitado de boca en boca, se debe a que forman parte del espíritu del pueblo, en cuyo seno se incubaron como valores humanos universales dignos de ser transmitidos a los miembros de una colectividad.
La mayoría de las narraciones de la tradición oral representan el alma de los pueblos que, para sobrevivir a los avatares del tiempo, necesitaron concentrar sus experiencias y vivencias en los renglones de un relato o en los versos de un poema, que nos hablan del pasado, el presente y el futuro de una comunidad que se resiste a sucumbir en los polvos del olvido.
No hay mejor manera de conocer la historia, costumbres y tradiciones de un pueblo que no sea a través de su literatura, donde se concentran sus grandezas, tragedias y esperanzas. La palabra escrita, utilizada en este sentido, cumple una función por demás fundamental, ya que sin ella sería más difícil registrar la memoria colectiva y dejar un testimonio histórico para las generaciones del futuro. En el caso de la literatura se ha usado la palabra escrita como un instrumento para transmitir ideas y sentimientos cotidianos, pero también como un instrumento para crear, incluso con afanes lúdicos y estéticos, una serie de relatos, mitos, leyendas, fábulas, poemas, canciones y cuentos.
Ahora bien, el libro de texto y el interés de los niños por la lectura no siempre han formado una buena mancuerna. El libro de texto, desde que se desarrolló la imprenta de Johann Gutenberg, ha tenido tradicionalmente la función de ser un libro estándar para transmitir conocimientos en cualquiera de las ramas del conocimiento humano, desde la enseñanza básica hasta las academias de profesionalización. En cambio la literatura infantil, desde los albores de su desarrollo, estaba destinada a cumplir otra función distinta a la de los libros de texto, debido a que no tenía otro propósito que despertar la fantasía de los lectores, transmitiéndoles historias reales y ficticias o cuentos de encantos y espantos.
El libro de texto, a diferencia de la literatura infantil, a veces es un obstáculo que se antepone en la interrelación profesor/alumno, y un medio que, en lugar de estimular la actividad creativa del alumno, bloquea los deseos de asimilar nuevos conocimientos. No en vano Beatriz Soria, en su artículo El libro de texto y la educación, nos recuerda: El libro de texto es utilizado como el libro de lectura. El niño es obligado, con la guía del maestro, a leer y releer la lección o responder un cuestionario sobre lo leído. El libro de texto en la escuela primaria lo es todo, y la clase se reduce a la lectura y comentario del libro que, por lo general, es único. Además, incoherente con las aspiraciones, intereses y mundo circundante del niño o el joven. Por otro lado, como si fuera nada, es escrito por los autores -en general- sin criterios definidos; no se valoran las leyes psicológicas del aprendizaje; no está vinculado a la comunidad y sus características lingüísticas, culturales, sociales; ni guarda secuencia en el control del vocabulario para un dominio básico del idioma materno.
La literatura infantil cumple una función mucho más creativa y lúdica, y, por eso mismo, no es casual que los niños ocupan más tiempo en la lectura de estos libros que haciendo los deberes de la escuela. Los libros destinados a los pequeños lectores son una suerte de varitas mágicas que ayudan a superar el tedio de cada día. De ahí que todo escritor e ilustrador, que pretenda llegar a los niños con sus obras de creación, está en el deber de interiorizarse, primero, en el mundo cognoscitivo de los niños y, segundo, está en la obligación de elaborar un material que concite la atención de ellos tanto con la forma como con el contenido.
Si el niño es el receptor principal de los libros infantiles, entonces se sobreentiende que debe comprender la connotación semántica de las palabras y el mensaje que se le quiere transmitir a través de los textos y las ilustraciones. De nada sirve elaborar un mamotreto a nombre de literatura infantil, con letra apretada y menuda, y dibujos de mal gusto, porque a los niños no se les puede engañar como a bobos. Cualquier libro que no sea de su agrado, volará por los aires como ocurre con algunos libros de texto que son engorrosos y pesados como las patas de un muerto.
Fuente: http://victormontoyaescritor.blogspot.com/