Por: José Joaquín Brunner
Ha vuelto a despuntar el tópico “lucro en educación superior” a través de la agenda medial. Y como ya es costumbre, al toque de la campana sigue el reflejo condicionado que estudió el ruso Iván Petróvich Pávlov en la segunda mitad del siglo XIX. Ante el estímulo de los medios la reacción es inmediata y fulminante: fin al lucro, lucro maldito, inmoralidad del lucro, lucro es estafa, negociantes de la educación, educación pirata, lucro deshonesto, lucro vil; en fin, el turpe lucrum del cual hablaban los teólogos medievales.
Esta respuesta pavloviana ante la mera mención del lucro tiene dos consecuencias relacionadas entre sí.
Por una parte, activa una cadena simbólica que moviliza significados latentes, tales como: Universidad del Mar, educación de mercado, neoliberalismo, verdadero robo, privados inescrupulosos, universidades truchas, CAE, endeudamiento asfixiante, idolatría del dinero, contaminación ambiental de la educación, comercialización del conocimiento, gobiernos de la Concertación, polución ética, egoísmo individualista, mercantilización, instituciones empresa, muerte del alma mater.
Por otra parte, esa reacción pavloviana paraliza cualquiera deliberación pública seria y reflexiva sobe el tópico e inhibe la deconstrucción de esa cadena simbólica. No se alcanza a articular la conversación cuando ya la salivación del discurso estigmatizador inunda el espacio del pensamiento crítico. Tal es el ruido mediático que provoca la mera mención del vocablo-campana, cuyo eco luego se difunde por las redes sociales adquiriendo allí resonancias virulentas, que se torna imposible argumentar, intercambiar puntos de vista, ponderar y evaluar, invocar experiencias, citar evidencias, exigir lógica y aprender mutuamente entre los participantes en un diálogo.
Efectivamente, en un clima pavloviano de reflejos condicionados se imponen las opiniones ruidosas, machacones, repetitivas, automáticas, no pensantes. Es el reino de las reacciones automáticas y poco elaboradas, de código lingüístico restringido y autoritario, de cadenas simbólicas que operan sobre el esquema estímulo-respuesta donde no caben la refutación, la diversidad de explicaciones, la polémica.
Vence la retórica apabullante que no busca persuadir, sino, meramente, salivar.
Por lo mismo, el pavlovismo es poco propicio para el aprendizaje reflexivo y crítico. Es un conductismo primitivo: estímulo, respuesta; condicionamiento, conducta; reforzamiento, adquisición.
El lucro, al quedar atrapado en esa lógica esquemática, lineal y simplista, solo admite un discurso con las mismas características banales. Esto es, un discurso que declara la absoluta incompatibilidad entre lucro, conocimiento y educación. Cualquier contacto de la academia con el mercado mediado por dinero es considerado horrible y condenado a las hogueras del infierno.
II
Sin embargo, esta visión de las cosas es perfectamente anacrónica. Arranca de la condena impuesta a los sofistas por la posición platónica en la cultura filosófica griega que luego se proyecta hacia la Edad Media, momento en que queda reflejada en la máxima: “Scientia donum dei est, unde vendi non potest”; el conocimiento es un don de Dios, por eso no se puede vender. Esta máxima platónico-monástica pasa a ser doctrina oficial de la Iglesia durante los Concilios lateranenses tercero y cuarto de los años 1179 y 1215, respectivamente.
De esos tiempos se conservan, según señala un historiador, los ásperos testimonios y las críticas de San Bernardo: la condena contra “los que quieren aprender para vender su scientia: para tener dinero, para tener poder”. De San Bernardo se hace eco un modesto pero atento maestro parisino, Maurizio de San Vittore: los jóvenes, a los que observa y condena, dice él, “solicitan aprender no para adquirir sabiduría y ciencia, sino para prostituirse vendiendo su arte, para tener alabanzas humanas o para ganar dinero. Y por esto, indignos de la sabiduría adquirida, en realidad no venden nunca la verdad”.
El rechazo contemporáneo del lucro en sentido amplio -que se extiende a la comercialización del conocimiento, la mercantilización de la educación y la empresarialización de las universidades, a los aranceles y el crédito estudiantil- comparte con las antiguas condenas un mismo espíritu de pureza aristocrática y de separación del alma que vive de ideas por contraste con el cuerpo impuro que vive del mercado.
Ya Max Weber había observado que uno de los límites que encuentra el mercado es precisamente aquel impuesto por el tabú cultural de negociar con los bienes sagrados. El lucro constituye precisamente una forma de polución de aquellos bienes (los conocimientos), que son un don de Dios y como tales no deben ser transados en la plaza del mercado.
El anacronismo de esta visión es total, lo cual no significa que carezca de eficacia en el terreno simbólico de las ideologías.
III
En efecto, vivimos tiempos de capitalismo académico, donde el conocimiento es una de las mercancías más preciadas y el motor schumpeteriano de las economías basadas en la innovación. La universidad hace rato que dejó de ser una torre de marfil, como postulaban los neohumanistas alemanes de la época de Humboldt -pastores protestantes varios de ellos- representantes de una aristocracia del espíritu y de un Kulturstaat, un Estado de cultura.
Hoy las universidades son llamadas a trabajar eficientemente por una economía competitiva; deben involucrarse con el sector productivo y su capital humano es medido cada día según indicadores de desempeño y resultados. Forman una triple hélice con el gobierno y las empresas para generar productos y servicios de información y conocimiento que deben ser valorizados por el mercado. Son premiadas e inducidas a obtener ingresos propios, para lo cual el Estado crea mecanismos e incentivos que les permitan desarrollar negocios lucrativos. Incluso, se sostiene que ninguna universidad puede dejar de producir un excedente y que tal sería un indicador esencial de su solidez y capacidad de generar valor para la sociedad.
Dicho en otras palabras, las universidades en estos tiempos posmodernos son cada vez más parte y pieza de una cadena de valor, del entramado productivo de la sociedad. Son unidades performativas cuya centralidad para la economía y el bienestar de las naciones las transforma en algo completamente distinto de las bucólicas comunidades platónico-monásticas de adoradores de la “scientia donum dei est“.
Por todo esto, la reacción pavloviana frente al lucro es algo tan completamente inútil como ingenuo. Pues una vez más, como dice aquella famosa frase, el problema está en la economía (it’s the economy, stupid!), y no en la naturaleza jurídica del proveedor. En el capitalismo académico y no en la academia capitalista. En el mercado global y no en alguna peculiar maldad local.
El espíritu comercial smithsiano (de Adam) que se ha difundido entre los pueblos del mundo -desde China hasta Canadá, desde el norte hasta el sur- no se manifiesta esencialmente en lucro, sino en la orientación de la vida hacia al mercado, en la competencia, en la ética (sí, protestante) del trabajo, en la medición de los desempeños, la performatividad y el deseo faustiano de controlar el mundo para transformarlo, en la civilización del esfuerzo y la cultura de la innovación permanente de base científico-tecnológica. Como dicen las voces celestiales de Goethe al final del drama del Fausto: a aquel que se empeña y trabaja incansablemente lo absolveremos.
Entre las fuerzas del intercambio, la laboriosidad, el productivismo, las mediciones taylorianas, los incentivos y sus expresiones schumpeterianas en los mercados -la incesante destrucción creativa- y las fuerzas del espíritu, la contemplación, el platonismo de las ideas, la pureza de los bienes sagrados y el aislamiento del ruido de los mercados para volcarse a la esfera de lo ideal, hay una lucha sorda desde el comienzo de los tiempos.
Al principio, entonces, ¿fue la acción o la palabra? ¿La división smithsiana del trabajo o la contemplación platónica de los dioses? ¿El cultivo de las ideas o de los metales?
Lo que a todas luces resulta anacrónico es plantarse hoy frente al lucro a la manera como ayer lo hicieron nuestros antepasados cuyas almas circulan entre las ruinas de Grecia o confundidas con los cardenales reunidos en los concilios de Letrán. Más aún: resulta de una inexcusable ingenuidad.
Lo que cabe hacer, en cambio, es dejar atrás a Pavlov cuya campana todavía hace reaccionar salivando a platónicos y monásticos y tomar en serio al capitalismo académico y su ambigua pasión fáustica: la de conocerlo todo hasta dominarlo, transformando el mundo bajo la fuerza propulsora del conocimiento entendido como poder y como motor de riquezas.
El lema de nuestros tiempos posmodernos no es ya aquel de “scientia donum dei est”, sino aquel otro que dice “ad lucrum per scientia”.
Fuente: http://ellibero.cl/opinion/pavlov-lucrum-y-los-tiempos-posmodernos/