Por Gonzalo Ramírez
Hace tres semanas, escribimos la primera nota sobre la educación en nuestro país, señalando que, si bien Uruguay tiene los mejores índices de equidad de América Latina en cuanto a la distribución de riqueza, en cambio, tiene uno de los mayores niveles de desigualdad educativa del mundo.
A su vez, citando al Soc. Fernando Filgueira, indicamos que solo el 31,7% de los jóvenes uruguayos de 20 a 24 años tenían terminado el bachillerato entre los años 2006 y 2007, pero lo más grave, es que apenas el 6 % de los que culminaron el bachillerato pertenecían a sectores pobres de las sociedad, por lo que, esa inequidad educativa seguramente se perpetúe en una inequidad socioeconómica, impidiendo que determinadas personas puedan salir de la pobreza.
En los últimos meses, se ha venido discutiendo intensamente sobre los contenidos y la metodología de la educación, así como los resultados obtenidos en nuestro sistema educativo. Sin perjuicio de la relevancia que tiene el debate sobre la calidad de la educación, hay una cuestión que es aún más importante y refiere a si efectivamente en el Uruguay se garantiza el acceso a la educación pública a todos los habitantes.
La Constitución establece en el artículo 70 la obligatoriedad de la enseñanza y en el artículo 71 el principio de gratuidad de la enseñanza oficial primaria, media, superior, industrial y artística. Por su parte, la Ley General de Educación (Nro. 18.437) agrega que es obligatoria la educación para los niños desde los 4 años de edad, la educación primaria y la educación media básica y superior (art. 7) y establece que los padres tienen la obligación de inscribir a sus hijos en un centro de enseñanza y observar su asistencia y aprendizaje. La referida Ley también establece que el Estado asegurará los derechos de aquellos colectivos minoritarios o en especial situación de vulnerabilidad, con el fin de asegurar la igualdad de oportunidades en el pleno ejercicio del derecho a la educación y brindará los apoyos específicos necesarios para incluir a aquellas personas discriminadas cultural, económica o socialmente, a los efectos de que alcancen una real igualdad de oportunidades para el acceso, la permanencia y el logro de los aprendizajes (arts. 8 y 18).
Está demostrado que no alcanza con consagrar la obligatoriedad y la gratuidad de la enseñanza en la Constitución y en la Ley, para que exista una tutela efectiva de los referidos derechos constitucionales. Al respecto, hace más de 70 años Justino Jiménez de Aréchaga comentando éstas normas constitucionales enseñaba: «Este problema no se resuelve con disposiciones constitucionales o prescripciones legales relativas a la enseñanza. No se resolverá jamás sin una reforma social y una reforma económica, y, en relación a la campaña, sin una reforma agraria. En campaña, los padres no mandan a sus hijos a la escuela porque quieran que sus hijos sean analfabetos, sino porque los hijos en edad escolar pueden hacer el trabajo de un peón, sin cobrar lo que cobra un peón. Los trabajadores del campo tienen que ahorrar jornales, porque, cuando no son propietarios, no perciben mucho más del 30% del producto de su actividad, ya que el resto se lo lleva el arrendamiento o la medianería. Y los propietarios son pocos«.
Hoy el problema es casi idéntico, ya que la mayoría de los niños y jóvenes que quedan marginados del sistema educativo, lo son como consecuencia de su situación familiar. En algunos casos, por desinterés de sus padres y en otros, porque los padres no tienen las herramientas para asegurarse que sus hijos concurran diariamente a estudiar.
En tal sentido, en la nota anterior, cerrábamos diciendo que en ningún caso la educación de un menor de 18 años, puede estar condicionada a la situación económica y sociocultural de su familia, en tanto la familia es lo mejor que le puede pasar a un menor, pero también puede ser lo peor. Por esa razón, el Estado debe suplir a la familia en protección del interés de los menores, cuando ésta no cumple con la obligación primordial de asegurarse que sus hijos gocen del derecho de una educación gratuita. No alcanza con pagar una asignación familiar vinculada al cumplimiento de determinados objetivos, porque aun así, hay familias que no se ocupan de la educación de sus hijos o simplemente, no logran incidir sobre la conducta de los menores para que no deserten. Las causas son múltiples, pero nunca pueden ser imputables al menor y por eso, en defecto de la familia el obligado es el Estado.
Del mismo modo que una persona carente de recursos puede presentarse ante un Juzgado a pedir que se condene al Estado a brindar un medicamento de alto costo (recientemente ratificado por la SCJ que declaró inconstitucional una Ley que limitaba el acceso gratuito en violación del art. 44 de la Constitución), cualquier vecino o familiar de un menor que no está recibiendo la educación gratuita y obligatoria, puede denunciar este hecho ante el Estado. Incluso, si el Estado no responde, puede presentarse ante la Justicia, para que se condene al Estado a tutelar el derecho de acceso efectivo a la educación, pues así surge de los artículos 7 inc. 3), 15 inc. i) y 21 del CNA y los artículos 8, 12 y 18 de la citada Ley 18.437.
Fuente: http://www.elpais.com.uy/economia-y-mercado/educacion-libertad-igualdad-derecho.html
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