América del Norte/México/10 de febrero de 2017/Fuente: el mundo
A sus 11 años, Alberto inhalaba disolvente y veía un chingo de cosas. Partía una botella de plástico por la mitad, vertía ahí el líquido y le añadía un toque especial: un chorro de jugo de guayaba, para endulzar la mezcla, para que no le raspara tan fuerte en el cerebro. Empapaba una bola de estopa en el líquido ya anaranjado, se la llevaba a las narices, aspiraba fuerte y se la pasaba a otro de los chavos de su pandilla. Alberto empezaba a sentirse bien y a ver cosas: los árboles caminaban, las casas tenían boca y le hablaban, seres de colores bailaban delante de él.
-Nos sentábamos acá mismo, en el camino, y nos agarraba el sueño. A veces abría los ojos y veía pasar a los chamacos con los violines, con los clarinetes.
En la Colonia Vicente Guerrero, uno de los barrios más pobres y violentos de Oaxaca (México), el niño Alberto se adormecía tirado en la tierra y a ratos escuchaba violines y clarinetes.
No eran alucinaciones. Eran los niños y las niñas que ensayaban en la escuela de música Santa Cecilia. A Alberto -que en realidad se llama de otra manera- le gustaba tumbarse con las manos cruzadas bajo la cabeza, mirando al cielo; le gustaba dormirse viendo pasar las nubes y escuchando la música. Se sentía bien.
Un día se acercó a uno de los profesores que salía de la escuela. Le preguntó si podría apuntarse.
Música con sillas y mangueras
-Al principio esto era muy pesado -dice Camerino López, profesor desde los primeros días de la escuela-. Teníamos como alumnos a chavos de la calle, pandilleros que tomaban drogas, que venían de familias con mucha violencia. Y eran muy agresivos, se nos enfrentaban. Algunos trabajaban en el basurero, rescatando materiales, y algunos chamacos olían fuerte. Olían a basura, sí.
Quince kilómetros al sur de la ciudad de Oaxaca, a los pies de un basural en el municipio de Zaachila, la Colonia Guerrero se extendió como un campamento de 14.000 habitantes: calles de tierra, casuchas de hormigón y ladrillo, patios separados por chapas oxidadas, descampados, algún maizal. Sin apenas servicios públicos, sin ley, las pandillas se repartieron el territorio, delimitaron sus fronteras con grafitis en cada esquina, se dedicaron a la venta de droga, al chantaje en las tienditas, a los asaltos, los tiroteos, los asesinatos muy frecuentes.
De la Colonia Guerrero solo salían dos tipos de noticias, como se ve en la hemeroteca del último par de años: la contaminación descontrolada del vertedero y los asesinatos. Pandilleros matan a pandillero rival a navajazos; pandilleros matan a pedradas a un albañil para robarle; pandilleros apedrean, navajean y lanzan desde un muro de seis metros a un obrero; policía mata de ocho tiros a un camionero en una tasca; cadáver de camarera de 15 años aparece en el vertedero desnuda, violada y con cuatro tiros.
-Ahora no está tan feo.
Dice Jesús Bathory Saavedra, de 14 años, camiseta negra con la cara del Che Guevara, botas militares, que aprendió a tocar la guitarra viendo vídeos en internet, que luego tocó el bajo eléctrico, la batería y el violonchelo, que ahora empieza con el contrabajo, que sueña con crear una banda heavy metal y mezclarla con flautas prehispánicas de la cultura zapoteca. Está preparando un disco con versiones, que se llamará Tecelotl (diablo, en lengua náhuatl). Y dice eso: que el barrio ya no está tan feo.
-Acá en el centro ya no. Porque están la iglesia, el municipio, la escuela de música; por acá patrulla la policía y es más tranquilo, los pandilleros no hacen nada.
Ensayos con un trozo de manguera. Los vecinos mencionan dos zonas a las que es mejor no acercarse: los bares de la carretera, donde los pandilleros beben mucho y se ponen bravos, y de la escuela de secundaria para arriba, porque allá venden la droga. Ya no está tan pesado, dicen, porque hay asaltos pero matarse ya solo se matan entre ellos.
-Pero acá arriba tampoco es tan peligroso.
Dice Nicolás Bollo en el patio de su casa: más arriba de la secundaria.
-A los que vivimos en el barrio, los pandilleros nos conocen. Si viene alguien de fuera sí puede tener algún problema, lo pueden asaltar, de noche hay que andar con cuidado. Pero ahorita es más tranquilo, los chavos se enfocan en otras cosas: en la música.
En el patio ensayan su sobrino Harold Juárez, de 10 años, que es un virtuoso de la batería, y su sobrino Joaquín Juárez, de 14, que toca el trombón y fue el segundo mejor alumno del curso pasado en la escuela secundaria. En su perfil de WhatsApp, Joaquín tiene esta frase: «La música es el alimento de la vida. Quien no la sepa escuchar no sabe lo que es la felicidad».
Jesús Saavedra también busca cualquier momento y cualquier rincón para la música. Suele juntarse con su amigo Marco Antonio Coache, también de 14, también violonchelista de la escuela Santa Cecilia, para ensayar en gimnasio de kung-fu. El gimnasio -un cuartito en una casa de hormigón- lo dirige el padre de Jesús. Cuando los luchadores terminan de dar saltos y patadas, Jesús y Marco entran con dos sillas y empiezan a ensayar escalas y arpegios con los violonchelos.
Justo en la esquina de este gimnasio solía tumbarse Alberto cuando inhalaba disolvente.
-La vibración de la cuerda cuando pasas el arco…
Dice Marco Antonio, chico tímido, chico nervioso, chico de 14 que a los 12 se aburría en la calle y quemaba las horas con su pandilla, que ahora sale de la escuela de música y se va con Jesús a seguir ensayando.
–…esa vibración de la cuerda es muy especial, la sientes en todo el cuerpo. Pero tiene que ser perfecta y yo siempre noto algún fallo. Siempre noto cosas que mejorar. Me gustaría ser violonchelista en una orquesta, tocar en sitios grandes con mucha gente.
Dice el chico tímido, el chico nervioso.
De algunos patios cercanos sale humo: hay señoras palmeando la masa de maíz y haciendo tortillas sobre un fuego de leña. De las cocinas donde se comen esas tortillas con queso y frijoles, salen historias en susurros: historias de emigración a Estados Unidos, de travesías por el desierto, de sed y de terror, de secuestros, de emigrantes amontonados en cuevas a la espera del rescate o de un tiro en la cabeza, o de un rescate y aun así el tiro en la cabeza; historias de padres borrachos que golpeaban a las hijas y por suerte ya se marcharon de casa, quién sabe adónde, ojalá no saberlo nunca; del padre que le quitaba el trombón a su hija porque eso no era un instrumento para mujeres; del chamaco que nunca se levantaba de la cama antes de las 11 porque total para qué, que ahora estudia solfeo y que tiene en su estantería varias novelas de la colección Barco de Vapor y un par de libros de ayuda de Alcohólicos Anónimos. O la historia del chico de 15 años que recita los nombres de las pandillas, en orden de más a menos violenta, y que suele ensayar con su violín en el patio trasero de la casa.
-Ensayo cuando no está mi papá, porque se burla de mí.
Hasta hace poco, la iglesia de Santa Cecilia era el único punto de la colonia en el que algunos jóvenes podían juntarse para crear algo. El padre José Rentería animó a algunos grafiteros a que decoraran el templo -una nave de hormigón y ladrillo de techos muy altos, en la que los chavos pintaron murales, incluso detrás del altar: unas escaleras azules que suben al cielo-. Entre los jóvenes que tocaban la guitarra en misa y alguno más, formaron el primer grupo de música a principios de 2011. Alquilaron una habitación, buscaron un profesor y empezaron las clases de solfeo.
Veinte alumnos: ni un solo instrumento.
-Los de percusión golpeaban sillas y los de viento soplaban pedazos de mangueras -dice el maestro López.
En diciembre de 2011 aterrizó Isabelle de Boves, piloto de Air France. Vino a visitar a su tía Nicole, monja en la Colonia Guerrero, conoció al padre Rentería y se interesó por aquel grupo de jóvenes que estudiaba música.
En la Colonia Guerrero hay músicos sin instrumentos; en París hay instrumentos sin músicos, pensó.
De Boves convenció a músicos parisinos para que donaran sus viejos violines, clarinetes y saxofones; convenció a los lutieres de la rue Rome para que los repararan; convenció a sus colegas pilotos y azafatas para que cargaran instrumentos en cada vuelo a México. En cinco años ya han llegado 300: violines, violonchelos, saxos, clarinetes, trompetas, oboes… La Fundación Air France financió buena parte de la compra de un terreno y de los materiales para construir los edificios de la escuela. Las familias del barrio organizaron tómbolas, vendieron comida en la calle, pagaron cuotas, aportaron miles de horas de trabajo voluntario para levantar los tres pequeños edificios donde ahora están las aulas, el taller y la oficina. Alisaron el patio de tierra, extendieron un suelo de hormigón bajo techo para que ensayara la banda y plantaron jacarandas en todo el perímetro. En enero de 2015 inauguraron la escuela.
Las instituciones públicas de Oaxaca nunca respondieron a las peticiones de ayuda, dice López.
Todos los años llegan varios músicos y lutieres europeos, con el propósito de hacer cantera. En noviembre, el chelista vasco Iñaki Etxepare daba clases de cuerda y formaba a futuros reparadores de instrumentos: entre sus alumnos ya asoman los primeros músicos, profesores, lauderos. El taller de reparación y los conciertos de la banda dan ingresos. Quieren que la escuela pronto sea autónoma.
Por el momento, del barrio del vertedero, las pandillas, las drogas y los asesinatos, ha surgido una orquesta sinfónica.
Una banda en la catedral. A las siete de la tarde, el barrio desaparece en la oscuridad. Se encienden pocas farolas: caminamos de una mancha de luz amarilla hasta la próxima, pisando a ciegas la gravilla crujiente de las calles. Pasan chavales en moto, nos miran de arriba abajo. Pasa un mototaxi, pasan dos borrachos que saludan ceremoniosos, luego ya nadie, el silencio negro, los crujidos al pisar. De pronto el aire vibra con un crescendo de viento y metal: son trompetas y clarines, es Amanecer, la fanfarria inicial del Así habló Zaratustra, de Strauss. Estalla la orquesta completa -trombones, violines, violonchelos, clarinetes, los latidos animales del bombo-, y en el centro de la Colonia Guerrero, bajo el cielo tan estrellado de un barrio sin farolas, la escuela Santa Cecilia resuena como una nave a punto de despegar.
Cuando termina el ensayo, Camerino López se sienta agotado en una silla de la oficina, con el tupé revuelto y con la camisa blanca abierta dos botones. Este hombre de 33 años es un reconcentrado de energía: se mueve con la mandíbula prieta, con gestos rotundos y precisos -gestos de director de orquesta-, pero afloja una sonrisa y dice que no, que no está cansado, que para él este trabajo es un placer. Es el director artístico de la escuela, la abre por la mañana, la cierra por la noche, da clases, dirige la banda, atiende las preguntas de todos, conoce las historias familiares de cada uno.
-Algunos colegas músicos me decían que estaba loco, que cómo iba a instalarme acá, que esta colonia era muy peligrosa.
López es zapoteco. Nació en la Sierra de Juárez y a los 10 años empezó una trayectoria de clarinetista imparable: tocaba en la banda de su pueblo, luego estudió en el conservatorio regional, en la escuela de Bellas Artes en Oaxaca, en el Conservatorio Nacional de México. Pero resulta que no era imparable: se le acabó la beca y no tuvo dinero para seguir estudiando. Un día le ofrecieron el puesto de profesor en esta escuela de la Colonia Guerrero.
-El trabajo era pesado, los alumnos eran difíciles, se cobraba muy poco. Yo ganaba tres veces más como profesor privado en Oaxaca. Pero esta escuela tiene una identidad increíble, te da algo que no te da ninguna otra.
López admira el esfuerzo que sus alumnos dedican a los ensayos, la sensibilidad que desarrollan, los huecos que buscan para estudiar en entornos tan difíciles. Estos chavales reconquistaron las palabras: antes, cualquiera de ellos era sospechoso de pertenecer a una banda (callejera), ahora presumen de participar en una banda (musical). Y conquistaron espacios impensables: la banda ganó premios en festivales y recibió invitaciones para tocar en la catedral de Oaxaca, en el teatro Macedonio Alcalá o en el Hospital de la Niñez.
-Hay un chavo que era tremendo cuando llegó, muy violento. Pero vio que lo tratábamos con respeto, tomó confianza, empezó a tocar y ahora es uno de los mejores. No sé si lo conoces: tiene 13 años, toca la tuba.
«Cuando me dieron la tuba, empecé en serio». El de la tuba es Alberto. El que inhalaba disolvente y se dormía en la calle, escuchando violines y clarinetes. Ahora tiene 13 años. Es un chico de ojos negros profundos y sonrisa nerviosa, que se peina con una cresta revuelta. Viste una camiseta del Barcelona, pero es del Real Madrid.
-Es que la del Real Madrid es muy blanca, con la tierra se ensucia mucho.
Así que lleva la del Barcelona para mancharla sin preocupaciones.
Se mueve mucho cuando habla, se pasa las manos por los muslos, mira al cielo, mira al suelo. Vive con su mamá y sus hermanos -ninguno va a la escuela: se pasan el día en la calle con otros chavos-. No se acuerda de su papá, porque se marchó a Estados Unidos cuando él era muy chiquito. ¿A qué parte de Estados Unidos? No lo sabe. A veces platican por teléfono, pero no sabe dónde está.
A los 11 años Alberto dejó la escuela. Para conseguir un poco de plata, trabajó unas semanas en un aserradero.
-Lijábamos, atornillábamos, hacíamos un chingo de cosas. Era muy pesado y nos pagaban poco.
El sueldo se lo gastaba con sus amigos en las ferreterías, donde compraban «el tíner»: el thinner, un líquido para disolver pintura de esmalte. Contiene tolueno, alcohol metílico, xileno, cetonas, ésteres, hidrocarburos varios. Al inhalarlo, el cerebro se inunda de neurotransmisores que encienden el placer. El efecto dura unos minutos, luego el consumidor necesita otra oleada. Y las sustancias tóxicas van dañando el cerebro. Producen alucinaciones, apatía, falta de concentración, pérdidas de memoria, destrucciones neuronales irreversibles.
Alberto se reunía con otros chamacos de 11 o 12 años para inhalar disolvente y para imitar a los adolescentes de 14 o 16.
-Levantamos un crew.
Es decir: una pandilla de grafiteros, con algunos ritos copiados de las bandas mayores. Para ingresar, los aspirantes debían robar unas latas de pintura o soportar un chequeo: una paliza. Pasaban los días en un descampado, pintaban muros, fumaban, bebían, robaban en las tienditas del barrio, se peleaban con otras pandillas.
–La pandilla es como una familia. Tú los cuidas y ellos te cuidan. Si te ataca algún cholo de otra pandilla, ellos te defienden. Si te sales, te quedas solo.
Hasta que un día Alberto se salió. Preguntó a un profesor cómo podía inscribirse en la escuela de música. Y no se quedó solo.
Ahora Alberto es uno de los cinco alumnos que reciben una beca completa de la escuela -otros 14 reciben una beca parcial, el resto de los 100 alumnos paga 60 pesos semanales, unos tres euros.
-Me cansé de la pandilla, me cansé de estar en la calle sin hacer nada. Quería hacer algo. Vine a la escuela y me gustó. Los maestros son buena onda, me hacen reír, me siento bien acá.
Alberto dejó el disolvente. Es un chico nervioso, habla atropellado, le cuesta concentrarse, no va a la escuela secundaria desde hace ya dos años. Pero todas las tardes entra a la escuela de música y toca la tuba durante horas, con los ojos clavados en el pentagrama. Su concentración en los ensayos es llamativa.
La música mejora la neuroplasticidad, explica la psiquiatra Lourdes Rodríguez, que estudia los efectos de los disolventes en los jóvenes y que estos días visita la escuela Santa Cecilia. La música multiplica las conexiones neuronales, mejora la concentración, las habilidades lingüísticas, la creatividad, la capacidad de estudio.
-Acá en la escuela me hacen trabajar demasiado -dice Alberto, y se ríe-. Yo nunca creía que iba a llegar a la banda, porque antes era muy relajista, me daba flojera estudiar y me quedaba en la cama. Pero cuando me dieron la tuba, entonces sí. Entonces empecé en serio.
Un día, sus compañeros de la pandilla lo esperaban a la salida de un ensayo.
La flauta de París. Patricia García tembló cuando le pasaron un instrumento.
-Me dieron una flauta para que la limpiara: ¡una flauta de 15.000 euros!
García es una mujer zapoteca de 25 años, cara ovalada como una luna de bronce, pelo negro muy liso y muy largo, sonrisa tímida y voz baja: hasta que habla de la flauta.
La flauta se la dieron en París, hace dos años. Para entonces, ella tocaba el clarinete y había hecho unos cursos de reparación de instrumentos en la escuela de la Colonia Guerrero, pero no veía futuro en la música: se ganaba la vida cuidando niños en Oaxaca, vendiendo cosméticos en una tienda, y preparaba la maleta para emigrar a Estados Unidos porque le habían ofrecido un empleo de cuidadora. Tenía el pasaporte listo. A última hora cambió el destino. Mallory Ferreira, una de las profesoras francesas que había impartido talleres de reparación en la escuela Santa Cecilia, quedó admirada con su habilidad y la seleccionó para un curso en el ITEMM, el Instituto Tecnológico Ruropeo de los Oficios Musicales, en París. La piloto Isabelle de Boves acogió a García en su casa.
Ahora sonríe al recordar su llegada a París: las primeras cuatro semanas para aprender un poco de francés, las estaciones de metro que memorizó para ir y venir, el miedo a no entender nada en las primeras clases.
-Había profesoras que echaban a algunos alumnos de su taller en el segundo o el tercer día, porque no daban el nivel. Eran muy estrictas. Yo tenía miedo de que me humillaran.
El diploma universitario consta de dos cursos: Patricia lo sacó en un año.
Su talento asombró a los profesores franceses y le abrió territorios inesperados: las empresas en las que hizo prácticas le asignaron las reparaciones más delicadas -como la flauta de 15.000 euros- y le ofrecieron contratos. Le pidieron que se quedara en Francia.
–Pero eso habría sido una traición. A mí me dieron una oportunidad increíble para estudiar y yo tenía que volver acá, a la escuelita, con mis conocimientos.
García es ahora una reina sentada en el centro de sus dominios: el taller minúsculo de la escuela Santa Cecilia, con su mesa que parece un quirófano de guitarras abiertas, violines desmontados, tubas desenroscadas, pinzas, alicates, chapas, muelles y tornillos. Son los huesecitos que sólo ella sabe ensamblar en la posición exacta para que el animal suene perfecto. Ahora se agacha un poco sobre la mesa, concentra los ojos achinados y mete una cinta con luces por el tubo de un saxofón: cierra las teclas y confirma que no hay fuga de luz, que ya no habrá fuga de aire.
-A los alumnos no les cobramos la reparación. Pero si le dan un golpe al instrumento o si lo estropean por dejadez, entonces sí, les cobramos un precio simbólico para que aprendan. Ahí tengo un trombón con las varas estropeadas, el niño las forzó por jugar a lo bruto. Le cobraré 100 pesos (unos cinco euros) y le explicaré que en un taller normal le cobrarían 800.
Éste no es un taller normal: es un taller donde se reparan los instrumentos prestados a los músicos más pobres de Oaxaca, en el corazón de un barrio con fama negra al que muchos prefieren no entrar. Y al que de pronto empezaron a llegar los músicos profesionales de la región, con sus instrumentos más valiosos.
Vienen porque aquí trabaja Patricia García.
En noviembre le trajeron los oboes de la orquesta sinfónica de Oaxaca, para limpiarlos y ajustarlos. En enero le acaban de traer los saxos.
-A algunos músicos les da un poco de miedo, piensan que acá les van a robar -sonríe Patricia-. Me preguntan por qué no abro un taller en el centro de Oaxaca, me dicen que así ganaría más plata. Ellos nunca habían entrado en la Colonia Guerrero, pero yo ya los fui acostumbrando, ahora vienen mucho. Hace poco vino el flautista principal de la sinfónica: antes, cuando tenía que arreglar y limpiar la flauta, se la mandaba a un reparador que vive en Guanajuato.
Guanajuato está a 800 kilómetros. Pero para muchos habitantes de Oaxaca, la Colonia Guerrero, a 15 kilómetros, es un planeta mucho más lejano.
-Ahora la flauta me la trae a mí. Tampoco será para tanto, venir a la colonia, ¿no?
El taller, además de contribuir a los ingresos de la escuela, también está dando la vuelta a la fama del barrio.
-Los músicos de las orquestas y del conservatorio de Oaxaca vienen cada vez más a nuestra escuela, a dar clases, a reparar sus instrumentos. Incluso vienen alumnos de Zaachila, de San Bartolomé, de otros pueblos con mucho mejor nivel de vida, porque esta escuela tiene ya un prestigio y sus familias quieren mandarlos acá. Yo vine a vivir acá hace tres años y esto era un barrio muy pesado, con mucha violencia. Pasábamos miedo por las noches. Cada uno se quedaba en su casa. Ahora hay jóvenes estudiando, las familias se conocen en los conciertos y en las fiestas, hay una vida en común. Se ha tejido una red social.
Y lo mejor, dice García, son los chavales que encuentran un camino en la música.
-Hay uno que andaba siempre en la calle, era un chavo con muchos problemas, ahora toca la tuba. Tiene un talento increíble. ¿Te hablaron de él?
Un músico enroscado. Hablábamos de él: de Alberto.
Del día en que sus antiguos compañeros de pandilla lo esperaron a la salida de un ensayo.
-Querían que me fuera con ellos por ahí, como antes. Todavía me llaman algunas veces. Pero yo les digo que no puedo ir, que tengo que estudiar. Me respetan. Todo bien.
¿Alguna vez intentó convencer a alguno de la pandilla para que se inscribiera en la escuela?
-No, a ellos no les interesa nada. Están todo el rato drogados, se les bota la cabeza, se pasan todo el día en una cancha. Yo ahora estoy más tranquilo. Me siento afuera de los problemas.
Alberto está fuera de los problemas y dentro de una tuba. Literal: porque su instrumento es un sousafón, una tuba que se lleva enroscada alrededor del cuerpo, como una gran serpiente blanca, apoyada en la cintura y el hombro izquierdo.
Tiene 13 años, no va a la escuela secundaria y tampoco trabaja. Le da flojera levantarse temprano, dice, porque se acuesta a las nueve pero suele estar nervioso, con insomnio, dando vueltas en la cama, whatsappeando con sus amigos hasta la una o las dos de la mañana, y se levanta a las 10 o a las 11: ni modo de ir al colegio ni de buscarse un trabajo.
Alberto respira profundo con el diafragma, acumula el aire, hace vibrar sus labios en la boquilla, suelta el aire y va apretando las llaves. La tuba emite sonidos graves que retumban en la escuela.
Éste es el ejercicio que ahora le calma, el que le concentra, el que le enciende las sensaciones más poderosas.
-Buf, la tuba. La tuba es muy padre -dice, y le sale una sonrisa de emoción pura-. Cuando toco bien una pieza, se me pone la carne de gallina.