La historia oral es la forma de hacer historia que recurre a la memoria y a la experiencia para acercarse a la vida cotidiana y a las formas de vida no registradas por las fuentes tradicionales. Los recuerdos nos enseñan cómo diversas gentes pensaron, vieron y construyeron su mundo y cómo expresaron su entendimiento de la realidad.
Los relatos orales nos introducen al conocimiento de la experiencia individual y colectiva. Esta experiencia es un dato subjetivo, es decir no muestra verdades precisas o reconstrucciones veraces. La historia oral es subjetiva porque es individualista, frágil y cambiante debido a que se apoya en la memoria, que está en constante revaloración. Un testimonio oral da cuenta de las expectativas de las personas, sus emociones, sentimientos, deseos, etcétera. La historia oral se interesa precisamente por la vida en donde se manifiesta la experiencia propiamente humana.
La vida de una persona es una puerta que se abre hacia la comprensión de la sociedad en la que vive. La historia oral admite como narradores a los individuos más diversos y antagónicos de la escala social. Sin embargo, hay que estar conscientes de que la evidencia oral revela más sobre el significado de los hechos que sobre los hechos mismos. Muestra la relación del individuo con su historia, revela lo que la gente hizo, lo que deseaba hacer, lo que creyeron estar haciendo y lo que ahora creen que hicieron. La memoria de los informantes no es infalible y ella misma es histórica, el presente matiza el pasado, la selección de los recuerdos existe y generalmente ocultamos más o menos inconscientemente lo que altera la imagen que nos hacemos de nosotros mismos y de nuestro grupo social. Por ello, no hay fuentes orales «falsas». Las afirmaciones equivocadas constituyen verdades psicológicamente ciertas.
Si la memoria es falible y no aporta información segura o «útil» para reconstruir fielmente un acontecimiento histórico, ¿cuál es la importancia de la historia oral? Su importancia radica en que los testimonios orales transmiten algo que no está en los libros: el contacto directo y personal con un individuo o un grupo humano que recuerda el pasado, su pasado, y aporta una dimensión humana a la Historia. Todos somos sujetos de la historia, nuestra vida y experiencia se entreteje con la vida y experiencia de otras personas, y así se conforma la gran red de las sociedades en el tiempo. De ahí que nuestro testimonio de lo vivido es valioso y merece ser recordado en la reconstrucción del tiempo pasado. Es fundamental reconocer el valor de la palabra como fuente de la historia
El quehacer del historiador y el testimonio oral
El testimonio oral fue usado desde épocas muy antiguas, antes incluso que el escrito, para conocer el pasado. Sobre éste se apoyó Herodoto, «Padre de la Historia», para describir las Guerras Médicas, y su sucesor Tucídides, a propósito del conflicto del Peloponeso. Los cronistas medievales usaron también el testimonio oral. Incluso en el siglo XVIII el ilustrado Voltaire se sirvió a la par de las fuentes escritas y del relato de testigos para redactar su libro El siglo de Luis XVI, tal y como Michelet escuchó a su padre para entender mejor el espíritu de la Revolución.
En cambio, los historiadores del siglo XIX tuvieron desconfianza por las fuentes orales. El afán por hacer de la Historia una disciplina científica convenció a los profesionales del campo de que el mejor camino para ello consistía en tomar su materia prima -o sea, los hechos históricos- de los documentos escritos. En ese siglo y principios del XX, el buen investigador debía imitar el método de las ciencias naturales para conocer la verdad objetiva; es decir, observar y verificar directamente los hechos y, si esto era imposible, procurar indagarlos en las fuentes más confiables. De esta forma, los estudiosos llegaron a la conclusión de que el documento escrito era la vía más confiable para permanecer inmutable con el transcurrir de los años. Estos historiadores, preocupados por la veracidad de sus testimonios, renunciaron entonces a las fuentes orales, que consideraron subjetivas, variables e inexactas. Así se descalificó la validez de los relatos contados por la gente común y los clasificaron como literatura o folklore nacional.
Fue hasta la década de los años cuarenta del siglo XX cuando grupos de historiadores en Francia, Inglaterra y Estados Unidos (la escuela francesa de los Anales, la historiografía marxista británica y la nueva historia económica estadounidense) abrieron otras perspectivas para estudiar el acontecer humano. Las viejas obsesiones positivistas de reproducir el hecho tal y como sucedió, y contar la historia a partir de la vida de los «grandes hombres» de la sociedad y de la política -que anteriormente se suponía eran los verdaderos responsables del devenir- pasaron gradualmente a segundo plano. Esta Historia ya no busca la verdad absoluta, sino que le interesa todo cuanto el hombre dice, escribe, siente e imagina. Este nuevo enfoque abre un horizonte casi infinito de testimonios y fuentes para la Historia.
Una de las peculiaridades de los métodos de investigación que se impusieron en la segunda mitad del siglo XX es que consideran actores ignorados por la historia tradicional, como las minorías étnicas y sexuales, el mundo campesino, el obrero o el de las mujeres. Ahora muchas investigaciones se dedican a averiguar la historia de la vida cotidiana, de los campesinos, la familia, la mujer, el sexo, la moda, la cocina. Estos nuevos campos de estudio provocaron la revaloración de los testimonios y documentos verbales.
No es lo mismo escuchar el relato de la miseria obrera del que la ha vivido, que leer un artículo periodístico sobre el asunto. Así se prestó mayor atención a los recuerdos, experiencias y puntos de vista de los testigos y actores del acontecer contemporáneo. Es en los testigos que no se ven a sí mismos como fuentes históricas donde la investigación histórica ha puesto cada vez más su atención. Con ello se recuperó la vieja práctica de Tucídides y Herodoto de preguntar a la gente lo que vio y conoció, pero ahora el historiador interroga al testigo con una grabadora en la mano.