Por: Carolina Blázquez. EducActívate. 19/05/2017
Investigadora en educación y autora de Educar en el asombro y del Blog de Catherine L’Ecuyer.
Los adultos, ¿hemos perdido la capacidad de asombrarnos por lo que nos rodea?
¡Espero que no! La prueba de fuego es hacernos la siguiente pregunta: cuando me despierto por la mañana y miro a mi pareja, ¿me asombro ante él/ella? Cuando hago esa pregunta en mis conferencias, ¡todo el mundo se ríe! Supongo que nos damos cuenta que algo de asombro hemos perdido por el camino. Asombrarse es no dar las cosas o las personas por supuesto. Los niños se asombran con facilidad cuando nos preguntan “por qué las cosas existen”. En realidad, no quieren ninguna explicación, solo están asombrándose ante las cosas “porque son” y “podrían no haber sido”. Eso es maravilloso, les ayuda mucho en el aprendizaje.
La “vida moderna” nos exige una capacidad de asimilación muy rápida debido, seguramente, a la rapidez con la que cambian aspectos cotidianos de nuestra vida (la comunicación, el consumo, etc.) ¿Trasladamos este estrés adaptativo a los niños?
Vivimos en un mundo frenético e hiperexigente. Por supuesto que tendemos a transmitirlo a nuestros hijos, y casi siempre sin darnos cuenta de ello. Eso, por un lado, complica muchísimo la tarea de educar y, por otro, aleja a los niños de lo esencial. A veces, los niños se parecen a pequeños ejecutivos estresados. En mi libro Educar en el asombro, explico lo que reclama la naturaleza de los niños, doy algunas ideas de cómo se puede dar marcha atrás a esa situación y explico los beneficios de hacerlo.
Muchos padres y madres viven con angustia la educación de sus hijos y por ello también saturan sus agendas de actividades extraescolares. ¿Esto estimula el desarrollo “integral” o merma su capacidad de sorprenderse y su curiosidad espontánea?
¡Más no es mejor! Llevamos años basando el sistema educativo, especialmente la atención a los niños durante sus tres primeros años, en la premisa “más es mejor”. En mis dos libros explico que no es cierto, tanto desde el punto de vista de la neurociencia como de la educación. Como decía Chesterton: “De muy niños, no necesitamos cuentos de hadas, sino simplemente cuentos. La vida es de por sí bastante interesante. A un niño de siete años puede emocionarle que Perico, al abrir la puerta, se encuentre con un dragón; pero a un niño de tres años le emociona ya bastante que Perico abra la puerta”.
Sea como sea, los niños y niñas están hoy rodeados de estímulos constantemente. ¿Esto anula su capacidad de asombro?
Los niños se asombran de por sí ante la realidad cotidiana, no necesitan sobreestímulos externos para hacerlo. Cuando les sobreestimulamos, su asombro se adormece. El pediatra norteamericano Dimitri Christakis, el experto mundial en el efecto pantalla, dice que “una exposición prolongada a cambios rápidos de imágenes en el periodo crítico de desarrollo condiciona la mente a niveles de estímulos más altos, lo que llevaría a la inatención más adelante en la vida”. Christakis argumenta que los contenidos rápidos de la pantalla (cambios abruptos de escena, luces intermitentes, ruidos, etc.) que se ven hasta en contenidos muy infantiles, condicionan a nuestros hijos a unos ritmos extremadamente rápidos.
Consecuentemente, una vez su asombro está adormecido, la vida cotidiana les parece muy aburrida, lo que les provoca nerviosismo, hiperactividad y ansiedad. Esa es la razón por la cual muchos padres se quejan de que sus hijos “no pueden estarse quietos”. Y la paradoja es que ante esa situación de hiperactividad y de inatención, tanto la familia como el colegio se ven obligados a dar más pantallas a los niños, lo que acentúa el círculo vicioso y hace que la tarea de educar sea aparentemente más “fácil”. Pero es pan para hoy y hambre para mañana. Hay que romper el círculo vicioso disminuyendo las horas de pantalla y devolviendo el asombro a nuestros hijos.
Los niños y niñas de hoy en día apenas tienen tiempo para aburrirse. Hay quien defiende que esto entorpece la imaginación y la creatividad de los pequeños. ¿Está de acuerdo? ¿Por qué?
Hay dos tipos de aburrimiento, podríamos llamarlos el “bueno” y el “malo”. El buen aburrimiento es un motor. Tolstoi decía que aburrirse es “desear desear”, eso nos indica que donde hay aburrimiento hay brotes de deseo, hay esperanza. Por eso, el aburrimiento puede ser el preámbulo al juego y a la creatividad. Pero para que pueda darse ese paso, no hemos de ceder ante la petición de la pantalla, que fomenta la pasividad e impide el juego activo. Esa pasividad llevaría al aburrimiento “malo”. El aburrimiento “bueno” lleva al juego. Cabe recordar que los estudios confirman que el juego desestructurado en los niños mejora sus funciones ejecutivas (un conjunto de habilidades cognitivas que favorecen la fijación de las metas, la autorregulación, la planificación, el uso eficiente de la memoria de trabajo, etc.) las cuales influyen positivamente en el rendimiento escolar.
En mayor o menor medida, a los padres se nos escapa de las manos la sobreexposición de los pequeños al bombardeo de estímulos a los que nos somete la sociedad. ¿Qué podemos hacer al respecto?
Hacer lo que podamos, ¡que es mucho! Y convencernos a nosotros mismos que somos los primeros educadores de nuestros hijos, y por lo tanto nunca debemos abdicar de la educación de nuestros hijos a favor de terceros, o pensar “es una batalla perdida”. Esa frase es el preámbulo de todos los desastres educativos.
¿Cómo valora la integración de las nuevas tecnologías en el ámbito educativo?
No existe un conjunto de estudios que relacione el uso de las tecnologías en las aulas con una mejora académica. El único indicador que sale bien en los estudios es la “motivación” de los alumnos. Pero hay un “truco”. No se trata de una motivación interna para el aprendizaje. Si lo fuera, entonces veríamos mejoras en los resultados académicos, y no los vemos. Se trata de una motivación externa y artificial, un parche. Por ejemplo, los maestros se admiran cuando ven que sus alumnos están absorbidos por el ipad, callados y fascinados. El quid es ¿quién lleva las riendas en una aplicación –por muy educativa que sea– en Internet, en el uso temprano de las redes sociales? El niño está absorbido por sistemas (Internet, aplicaciones, videojuegos, etc.) que lo bombardean con novedades, con imágenes rápidas y con gratificaciones (puntos, “me gusta”, imágenes que enganchan, la sensación de haber “ganado”, etc.) que son externas a él. El que lleva las riendas es el dispositivo, no el niño.
¿Qué efectos cree que tiene sobre los más pequeños?
No sabemos cuáles van a ser los efectos a largo plazo de la digitalización de las aulas. Estamos ante un experimento a gran escala para el que el colegio ha de pedir a los padres su consentimiento explícito, por los riesgos que conlleva. Y el colegio ha de ofrecer una alternativa, como por ejemplo una línea no digital.
Muchos profesionales defienden su uso argumentando que posibilita la personalización del aprendizaje de cada alumno. ¿Qué opina al respecto?
Como decía Peter Williams, “desde el punto de vista de un programador, el usuario no es más que un periférico que teclea cuando se le envía una petición de lectura”. No es lo mismo educación individualizada (que da un iPad) que educación personalizada (que solo da un maestro). Somos personas, no iPersons. Discernir entre lo que pide el niño y lo que requiere su naturaleza es un trabajo que no puede realizar una herramienta digital, por muy buenos que sean el dispositivo y los algoritmos de sus aplicaciones, porque ese discernimiento requiere sensibilidad. Y la sensibilidad es profundamente humana, no digital.
Las TIC inciden también en la forma de comunicarse y relacionarse con los demás. En el caso de los niños y niñas, ¿cómo cree que afectan a su desarrollo emocional y social?
Nuestro sentido de identidad como persona se construye a partir de nuestra memoria biográfica, la cual se desarrolla a partir de nuestras experiencias interpersonales. Cuando un niño carece de oportunidades para tener experiencias interpersonales ricas, entonces busca llenar esos huecos en el mundo virtual y acaba por haber una identidad entre el modelo virtual al que ha sido expuesto y sus propios sentimientos, su concepto de sí mismo y su identidad personal. El niño envidiará todo lo que encuentre en esos escaparates y buscará satisfacer sus necesidades afectivas comportándose como éstos, con la esperanza de conseguir la aprobación de los demás. A eso se reduce su sentido de identidad. Ese camino alejará, cada vez más, a ese niño de la construcción de un sentido de identidad verdaderamente personal, auténtico.
¿Qué se pierden los niños y niñas que viven enganchados a las pantallas?
Se pierden el mundo real. “Realidad” virtual es un eufemismo. Deberíamos hablar de “ámbito virtual”, no de “realidad virtual”. Las herramientas digitales nos ayudan a “capturar” una parte de la realidad (por ejemplo a través de la fotografía, de la telefonía, o de las redes), pero los niños no pueden pasarse la mayor parte del día en un ámbito virtual. El ámbito virtual es parecido a una sombra. Podemos argumentar que la sombra es real (y lo es de alguna manera), pero solo es el reflejo pálido de algo mucho más real: aquello que se ve proyectado en una superficie por el efecto de la luz. Como decía la baronesa Greenfield, neurocientífica inglesa, “un niño que está todo el día delante de la pantalla no vive una vida llena, vive una vida en dos dimensiones”.
¿Algún consejo que daría a los padres?
Dejar de buscar respuestas hechas y empezar a hacerse grandes preguntas. Somos demasiado pragmáticos y utilitaristas. Decía Joubert: “Es mejor debatir una cuestión sin resolverla que resolver una cuestión sin debatirla”. ¿Quién soy? ¿Qué quisiera transmitir a mis hijos? ¿Qué es lo esencial? Hemos de podar nuestras vidas reduciendo el consumismo y el ocio que no nos aporte nada como personas. Decía Leonardo da Vinci que “la simplicidad es la última sofisticación”.
Fuente: http://www.educactivate.com/catherine-lecuyer-hay-que-devolver-el-asombro-a-los-mas-pequenos/
Fotografía: EducActívate