Julio Moreira
Mártires estudiantiles: todos los que perdieron su vida a manos del autoritarismo, independientemente de su ideología. Y son de todos, no de algunos.
Cuando hace un año participé, como todos los 14 de agosto, de la marcha en memoria de los mártires estudiantiles, sucedió algo que entiendo es más grave que las decenas de compañeros heridos por la policía en la esquina del Ministerio de Economía (que disparó indiscriminadamente sobre los manifestantes por más de un minuto). Y no lo digo por las suspicacias que generó el hecho de que no recibieron lesión alguna los organizadores que estaban más cerca de la policía, dándoles la espalda y gritando a quienes marchábamos pacíficamente que nos alejáramos del lugar (recuérdese que, a la hora de disparar, la policía no respetó siquiera a los periodistas).
Lo más grave ocurrió cuando la marcha finalmente llegó al destino elegido: la plaza Primero de Mayo, espacio por excelencia de los trabajadores, que lleva el nombre de los trabajadores procesados y ejecutados en Chicago por exigir una limitación a la jornada de trabajo (plaza en la que, por cierto, tanta memoria por lo que ocurrió con un grupo de anarquistas es sopesada con un monumento a Batlle y Ordóñez, bastión oriental de la institucionalidad capitalista e ícono de más de un grupo político parlamentarista de derecha e izquierda).
Por cierto: que una marcha en memoria de estudiantes ejecutados por regímenes institucionales fascistas (como lo fueron los de Pacheco y Bordaberry) se dirija a la plaza montevideana de los trabajadores en vez de empuñar la denuncia ante el Palacio Legislativo, como ha ocurrido casi siempre en estos últimos treinta años, supone, por lo menos, una descentración ideológica (una más de las tantas a las que lamentablemente nos tiene acostumbrados una sociedad que cede cada vez más a la ofensiva posmoderna de la burguesía local y transnacional).
Lo más grave, decía, sucedió al llegar a la plaza. El centenar de estudiantes que presidía la marcha, con gran euforia, comenzó a empuñar la memoria de nuestros mártires. Uno de ellos, estudiante de avanzada edad en relación a la adolescencia imperante en el resto de ese grupo, gritaba, de a uno por vez, el nombre de uno de los mártires, y el resto gritaba “presente”: “- Líber Arce. – ¡Presente! – Hugo de los Santos. – ¡Presente! – Susana Pintos. – ¡Presente! – Ramón Peré. – ¡Presente! – ¡Ahora y siempre! – ¡Ahora y siempre! ¡Ahora y siempre!” Al terminar ese último grito, una canción pelotuda de un grupo pelotudo surgió desde los aparatos colocados al pie del enrejado escenario (como en los actos que la dirigencia del PIT-CNT organiza allí los primeros de mayo; dirigencia que, casualmente, en 2013 tuvo participación en la oratoria del 14 de agosto por vez primera).
Y ahí, brutalmente, se terminó la memoria: en los mártires de la Unión de Juventudes Comunistas. Ni una palabra para Heber Nieto. Ni una mención a Julio Spósito. Ni una referencia a Santiago Rodríguez Muela. Ni una voz para Íbero Gutiérrez. Nada para Joaquín Klüver. El olvido para Walter Medina. Como si hubiera mártires “vip” y mártires “de los otros”. Como si hubiera delitos de lesa humanidad que merecen ser gritados y otros que no. Una desmemoria violenta para un pueblo que perdió a muchos de sus hijos y hoy ve como parecería ser que, para ciertos grupos, algunos de aquellos jóvenes eran más valiosos que otros.
Desmemoria estúpida, además, que olvida que la lucha de clases es bastante más compleja que pertenecer a tal o cual grupo político, y que pasa por alto que Líber y Libera eran nombres que los libertarios usaban entonces para sus hijos, y que Hugo de los Santos y Susana Pintos se habían afiliado a la UJC apenas unos días antes de encontrar trágicamente la muerte (está claro que cada estudiante sabía a que organización ingresaba y por qué, pero también es cierto que los militantes estudiantiles eran detenidos todo el tiempo y no pertenecer a una organización era un factor de debilidad, en especial después de la muerte de Líber Arce).
Entiendo que toda organización política tiene no sólo el derecho, sino la obligación de recordar a sus mártires, y que para ello debe realizar actos partidarios en los que recordar a sus antiguos compañeros. Pero las marchas del 14 de agosto no son actos de un sector. Y sin tan importante es para un grupo el ejercicio de su memoria selectiva ese día y en ese acto colectivo, que al menos tenga el decoro de colocarse al final de la marcha.
A modo de ejercicio reparatorio, recordemos a tres de los mártires olvidados en 2013: Heber Nieto, Julio Spósito y Santiago Rodríguez Muela.
El 24 de julio de 1971, un grupo de estudiantes de entre 12 y 14 años que estudiaban en los talleres preparatorios del Instituto de Enseñanza de la Construcción (IEC), realizaban un peaje en apoyo al sindicato de trabajadores de CICSSA (Compañía Industrial Comercial del Sur Sociedad Anónima), que estaba en conflicto. Al ser reprimidos por la policía con disparos, buscaron refugio en el IEC. En la azotea del edificio, un grupo de veinte estudiantes trabajaba en la remoción de la membrana asfáltica, paso previo a levantar los cimientos de las nuevas aulas que iban a ser construidas para atender a una cantidad cada vez más grande de jóvenes que llegaba al IEC. El gremio de estudiantes había conquistado la construcción de los nuevos salones a través de diferentes medidas de lucha.
Uno de los jóvenes que estaba en la azotea del IEC, ayudando en forma solidaria, era Heber Nieto. Tenía casi 17 años y estudiaba en el Instituto de Enseñanza de Electrotecnia y Mecánica (IEME). Allí sus compañeros le habían dado el apodo de “monje”, ya que siempre vestía un delantal de soldar negro o una larga gabardina azul. Pertenecía a la Federación Anarquista Uruguaya y a la Resistencia Obrero Estudiantil. Había integrado la Unión de Juventudes Comunistas, de la que se había alejado por discrepar con la posición adoptada durante la huelga de los frigoríficos. Luego se había vinculado al Movimiento de Liberación Nacional, pero lo dejó cuando éste dio su apoyo al Frente Amplio para las elecciones de 1971.
Al observar lo que ocurría, quienes estaban en la azotea arrojaron escombros a la policía, que se alejó hacia una esquina desde donde volvió a disparar, con el apoyo de agentes de la Seccional 5ª. El director del IEC, Ruben Fernández, dialogó con el subcomisario a cargo y negoció el retiro de los policías y la continuación de las obras que realizaban los estudiantes en la azotea.
Todo se había calmado cuando llegaron al lugar agentes de la Dirección Nacional de Información e Inteligencia, guiados por su director, el inspector Víctor Castiglioni. El IEC fue rodeado y la zona desalojada. Fue entonces que llegaron tres Maverick particulares y dos “chanchitas” policiales. De uno de los Maverick sacaron cuatro rifles Winchester con miras telescópicas, las cuales fueron repartidas entre quienes no estaban uniformados, sino vestidos de overol gris. Estos ingresaron a las obras de construcción del Banco de Previsión Social (BPS), esquinado al IEC. Trabajadores del CASMU, sobre la calle Colonia, vieron a los francotiradores.
Uno de ellos apuntó hacia la única puerta de salida de la azotea, una casilla que obligaba a subir tres escalones antes de alcanzar el ingreso al local. Reguló su mira telescópica adecuándola a los 30 metros que lo separaban de sus víctimas y esperó…
Cuando comenzaron los disparos, los estudiantes que estaban en la azotea debieron arrastrarse bajo el pretil para llegar a la salida. Heber fue de los últimos en salir, recibiendo dos impactos: uno en un brazo y otro en una axila; este último le perforó un pulmón y se alojó en el corazón. Cuando se pidió para sacarlo y que le dieran asistencia, ingresaron al local agentes de la Metropolitana y particulares con pistolas en la cintura. Varios estudiantes fueron detenidos.
El 25 de julio, unas 15 mil personas acompañaron a pie el cuerpo de Heber Nieto hasta el cementerio, cargando a mano su ataúd. Sólo las flores iban en la carroza fúnebre.
Spósito: asesinado por la policía
El 1º de setiembre de 1971, cinco semanas después de la muerte de Heber Nieto, los estudiantes de Secundaria, UTU y la Universidad realizaron una manifestación en la zona de las facultades de Medicina y Química para reclamar por las desapariciones de Abel Ayala (riverense, estudiante de Medicina, funcionario en Sanidad Policial, vivía como pensionista en un hogar para estudiantes católicos en la iglesia del Cerrito) y Héctor Castagnetto (estudiante de Agronomía, vendía discos en la feria de Tristán Narvaja, excelente dibujante, amante de la historia, cristiano).
Cientos de manifestantes se concentraron a las cinco de la tarde para rodear el Palacio. Uno de ellos era Julio Spósito, flaco, rubio, de largos bigotes y barba crecida. Estudiaba en el IAVA. Integraba el Frente Estudiantil Revolucionario, una agrupación juvenil con presencia sobre todo en el IAVA y la Facultad de Humanidades, que había sido fundada en 1967 por jóvenes del Movimiento Revolucionario Oriental, de la Federación Anarquista Uruguaya y algunos independientes. Spósito era, además, católico activo e integraba un grupo de jóvenes en la parroquia San Juan Bautista, en Pocitos.
En los alrededores del Palacio Legislativo había “guanacos”, “chanchitas” y “roperos” con decenas de agentes policiales. De pronto se sintieron disparos y una nube de gases lacrimógenos inundó la concentración. Spósito y sus compañeros corrieron hacia la Facultad de Medicina. Se hizo de noche y seguían escondidos detrás de una palmera en la vereda de la facultad, cuando una granada de gas estalló a sus pies. Corrieron hacia el interior del local en medio del humo, los gritos y las sirenas. Al entrar Spósito dice “me parece que estoy herido”, y cayó al piso.
Un compañero trajo alcohol para reanimarlo. Otro gritaba “¡un médico, que venga un médico!”. “Vamos a acostarlo en esa mesa” sugirió una compañera mientras se sacaba el Montgomery para abrigarlo. Otra compañera cruzó la avenida en medio de la balacera para pedir ayuda en la Facultad de Medicina. El propio decano, Pablo Carlevaro, indicó a otros estudiantes que lo llevaran a su camioneta que él lo trasladaba al Hospital de Clínicas. Colocaron a Spósito sobre un pizarrón que ofició de camilla y lo sacaron por una puerta trasera. Dentro de la camioneta dos o tres estudiantes trataban de reanimarlo. En pocos minutos llegaron, pero Spósito ya había muerto debido a una herida de bala calibre 38 que recibió por la espalda. Tenía 19 años.
Fue velado en su parroquia de San Juan Bautista y en el IAVA. Una multitud lo acompañó a pie hasta el cementerio del Buceo exigiendo justicia.
El Charla: asesinado por la JUP
El 11 de agosto de 1972 se realizaba una pequeña reunión de profesores, padres y alumnos del Liceo 8 dentro del local de estudios (unas veinte personas). Días antes se había realizado una gran reunión de los tres órdenes en el Club Platense, ocasión en la que se había definido actuar conjuntamente para exigir al gobierno dignas condiciones de estudio y trabajo. Molesta con la concurrencia y las definiciones de lucha, la organización fascista Juventud Uruguaya de Pie (JUP) decidió intimidar a la comunidad del Liceo 8 a través de una agresión armada.
La JUP, fundada en octubre de 1970 en la ciudad de Salto, llevaba ese nombre en oposición a las “sentadas estudiantiles” con las que se protestaba en la época. En Montevideo la JUP se habían instalado en una sede sobre 18 de julio, en el local de la Liga Federal de Acción Ruralista. Tenían una audición en Radio Rural. Se definían como anticomunistas. Existen denuncias de que realizaban prácticas militares en estancias del interior y que varios de sus dirigentes eran protegidos por la policía. Recibieron beneficios de Juan María Bordaberry y dinero del Banco de Crédito. En Secundaria, su principal centro de actividad fue el Liceo Bauzá.
Desde la mañana del 11 de agosto circulaban rumores de que la JUP iba a atacar al Liceo 8. Después de discutir qué respuesta sería la más conveniente en caso de que la agresión se concretara, los profesores, padres y alumnos reunidos acordaron resistir pacíficamente, individualizar a los agresores y luego hacer la denuncia correspondiente. Uno de los que allí estaba era Santiago Rodríguez Muela, estudiante del turno nocturno que de día trabajaba en ANCAP, donde militaba sindicalmente. Era delgado y alto. Le decían el “Charla” porque conversaba mucho. Hacía un año que estaba casado con Susana Escudero. Era maoísta e integraba el Partido Comunista Revolucionario.
Santiago fue el primero en ver ingresar a la JUP al liceo. “¡Se vinieron, se vinieron los fachos!”, avisó. Eran unas quince personas, muchas de ellas armadas. Otras 25 personas esperaban afuera. Entraron al salón donde se realizaba la reunión e hicieron parar a todos contra la pared con las manos en alto. Cuando quien estaba al frente del operativo vio a Santiago darse vuelta para agarrar una silla con la que defenderse, le pegó un tiro por la espalda.
A pesar de las órdenes de mantenerse quietos, uno de los padres, Júpiter Irigoyen, tomó a Santiago y salió en busca de asistencia médica. Al pasar frente del Club de la Fuerza Aérea, salió un teniente de la sede de las Fuerzas Conjuntas y los acompañó al Sanatorio Achard. Al llegar y poner a Santiago en una camilla, ya había muerto. Tenía 22 años.
¡Salú mártires estudiantiles!
Los compañeros asesinados por el fascismo viven en nuestra lucha. Por TODOS ellos, y por tantos otros, encarcelados y torturados durante años, es que hoy como ayer seguimos gritando bien fuerte: ¡Justicia y nunca más terrorismo de estado! ¡Porque seguimos peleando por un mundo nuevo! ¡Abajo la resignación! ¡Abajo el individualismo! ¡Arriba los que luchan!
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