Por: Paco Tomás
Creamos comunidades de seres humanos que trabajan con la crueldad sin necesidad de bombardear Siria. ¿Qué otra cosa son los fondos buitre, las políticas de desahucios o cerrar las fronteras a un refugiado? Darle más valor a las cosas que a las personas y tratar a las personas como cosas.
Llevaba varios días pensando en ello cuando descubrí que, como suele ser habitual, alguien ya lo había pensado antes. La antropóloga argentina Rita Segato puso nombre científico a la sensación que, desde hace tiempo, me acorrala cuando conecto la televisión, abro el periódico, navego por Internet, interactúo en mis redes sociales, pero también cuando salgo a tomar un vermú o busco un encuentro sexual con el que apagar ese fuego que, como una Adela lorquiana, tengo levantado por piernas y boca.
Llevan mucho tiempo enseñándonos a ser crueles como para no comenzar a experimentar los resultados. Podemos mostrar nuestra parte más insensible sin temor al rechazo, a poner en valor el sadismo en dosis perfectamente asimilables. Nadie quiere servir o ingerir un veneno que deje un cadáver antiestético. El fracaso no retrata bien en Instagram. Hasta el mártir tiene su orgullo. A todo eso, Segato llamó pedagogía de la crueldad. Porque a ser cruel también se aprende.
No pretendo apuntar que ahora seamos más crueles que en la Edad Media, por poner un ejemplo de ineludible brutalidad. Sería un despropósito argumentar algo así. Pero sí es cierto que todo ese desarrollo humanista que ha acompañado nuestra evolución hoy está cuestionado hasta el extremo de mostrar la empatía como un rasgo de debilidad. Es como si ahora decidiésemos ser crueles porque es más rentable: moral y económicamente. Solo alguien muy codicioso no vería que el neoliberalismo económico es lo peor que le ha sucedido al ser humano como comunidad. Segato explica que en la historia de la Humanidad coexisten dos conceptos: el de las cosas, que genera individualismo; y el de los vínculos, que crea comunidades. En nuestra sociedad conviven los dos pero el de las cosas, amparado por un discurso de bonanza económica, de rentabilidad, de crisis, de déficit y de competitividad, ha contaminado al de los vínculos. Ahora creamos comunidades de seres humanos que trabajan con la crueldad sin necesidad de bombardear Siria. ¿Qué otra cosa son, si no, los fondos buitre, la especulación con el suelo y la vivienda, la política de desahucios, las empresas que se encargan de despedir trabajadores o cerrar las fronteras a un refugiado? Darle más valor a las cosas que a las personas pero tratar a las personas como si fuesen cosas.
Tenemos la obligación de empezar a cambiar las cosas por pura supervivencia. Este sistema económico se nutre de personas insensibles, incapaces de empatizar con los demás, que consideran el diálogo una pérdida de tiempo y que creen que su bienestar particular justifica el mal general. Solo así podrán tener la indecencia de pagarte mal por tu trabajo, de explotarte, de exigirte, de pedirte setecientos euros por un piso de 35 metros cuadrados con nevera en el salón, de humillarte, sin que les tiemble el pulso o se les quite el sueño.
Lo económico se filtra y la crueldad se contagia. Lo llamamos competitividad. Y así corremos para quitarle la mesa a alguien en una terraza –a mí me lo hicieron esta semana, ante mi asombro–, o canalizamos toda esa insensibilidad hacia el terreno emocional, donde las relaciones manejan nuevos códigos de crueldad a los que les ponemos nombres anglosajones para que queden más cool y así evitar implicarnos en el mal que causamos. ¿Saben qué es el ghosting? Pues es la desaparición paulatina de la pareja, en una relación de cualquier índole e intensidad, en la que la otra persona va dejando de comunicarse contigo hasta desaparecer. ¿Y el benching? Tener a alguien en el banco de suplentes. Tienes tu pareja pero te aseguras de mantener a alguien con quien coquetear de vez en cuando, enviarle algún emoji de indudable interpretación, para mantener viva una posibilidad de relación o aventura que, realmente, nunca progresa.
Estos solo son algunos de los ejercicios de crueldad que manejamos hoy en día y que se han convertido en el modus operandi de los millennials –o los que actúan como tales– en la era digital. Despersonalizar las relaciones, los afectos. Un ejercicio de egoísmo y manipulación en el que aceptar los códigos virtuales para el mundo real. Ante eso, y todo lo anterior, solo hay un tratamiento: ponerse en el lugar del otro. Es tan sencillo que ofende tenerlo que explicar. Ponernos en lugar del otro genera cuidado y, lo que es más importante, respeto. Porque de lo contrario, algunos serán muy rentables económicamente, podremos pagar el alquiler, las vacaciones en airbnb, los vuelos en ryanair, tener el mejor teléfono, pero acabaremos la primera mitad del siglo siendo la generación más miserable, como decisión aparentemente voluntaria, de la historia de la Humanidad.
Fuente: http://www.levante-emv.com/opinion/2018/05/02/pedagogia-crueldad/1711894.html