Por: Pedro López López
Reseña de La «polis» secuestrada: propuestas para una ciudad educadora, de Enrique J. Díez Gutiérrez y Juan R. Rodríguez Fernández. Editorial Trea, 2018
Hace unos meses tuvimos ocasión de comentar el anterior libro de Enrique J. Díez, Neolliberalismo educativo: educando al nuevo sujeto neoliberal;un trabajo que sigue una línea de pensamiento de casi tres décadas y cuya muestra más destacada quizás sea la obra publicada en 2007 bajo el titulo La globalización neoliberal y sus repercusiones en la educación. El nuevo libro está realizado en colaboración con Juan R. Rodríguez Fernández, compañero de Enrique en la Universidad de León. Estructurado en dos partes y nueve capítulos, en la primera parte se aborda el análisis del discurso neoliberal y sus nefastas consecuencias, en la segunda se hacen propuestas para una polis basada en la convivencia y la solidaridad.
Evidentemente, el título ya nos está indicando la perspectiva que adopta la obra, así como también lo hace la trayectoria de los dos profesores que la firman, refrendada por una copiosa obra crítica firmada por ambos, con mayor peso en el caso de Enrique Díez simplemente por razón de edad. En la introducción ya se nos adelanta el posicionamiento: si la polis está secuestrada, ¿quién la somete a este secuestro? Por otro lado, tras el diagnóstico vienen las propuestas para una ciudad educadora, un concepto que viene circulando las últimas décadas y que cristalizó en la Carta de Ciudades Educadoras (Barcelona, 1990, actualizada en Bolonia, 1994, y Génova, 2004). En este documento, y en aras a consolidar una “ciudadanía democrática plena”, se nos dice que las ciudades deben ser “promotoras de una convivencia pacífica mediante la formación en valores éticos ycívicos”, así como estimuladoras de “mecanismos representativos y participativos de calidad”. En el punto 9 de la Carta se apuntala que “la ciudad educadora fomentará la participación ciudadana desde una perspectiva crítica y corresponsable”, para lo que promoverá “orientaciones y actividades de formación en valores éticos y cívicos”. Parece claro que el sistema educativo, especialmente en los últimos años y desde el colegio a la universidad, no está volcado a promover la participación ciudadana. Uno, desde su puesto docente en la universidad, ve lo que cuesta defender formación en derechos humanos o en ciudadanía, a pesar de las buenas palabras que encontramos en preámbulos de leyes o en estatutos universitarios. Sirva como ejemplo estas palabras del RD 1393/2007, que ordena las enseñanzas universitarias: “se debe tener en cuenta que la formación en cualquier actividad profesional debe contribuir al conocimiento y desarrollo de los Derechos Humanos, los principios democráticos, los principios de igualdad entre mujeres y hombres, de solidaridad, de protección medioambiental, de accesibilidad universal y diseño para todos, y de fomento de la cultura de la paz”. Pues bien, no es nada fácil conseguir una asignatura sobre estas materias en la mayoría de las universidades, un reflejo de cómo están las cosas con la deriva de los últimos años, Plan Bolonia de por medio; en la actualidad la universidad se ha convertido en una expenduría de títulos universitarios para lanzarse a competir en la jungla del mercado, un mercado diseñado al gusto de los grandes poderes económicos, empresariales o bancarios. De manera que el “conocimiento inútil”, en irónicas palabras de Nuccio Ordine, está sobrando para las dentelladas que requiere competir en esta jungla. No hay más que ver el acoso en los últimos tiempos que sufren la filosofía y las humanidades. Lo que comprobamos año tras año es que no es lo mismo formar ciudadanos que formar “capital humano” para el sistema productivo; por eso Juan Ramón Rodríguez, en otro texto de su autoría (Rodríguez Fernández, 2013) crítica las “pedagogías de la empleabilidad”.
Los autores se sitúan en lo que se conoce como enfoques críticos en educación, “entendiendo por tales: un cuestionamiento del orden social en el que se problematiza la realidad y no se da como algo dado y natural, una toma consciente de posición ética a favor de los grupos marginados y una educación que enfatiza el carácter dialógico de la misma, huyendo de las perspectivas que consideran el proceso de enseñanza-aprendizaje como una dación paternalista del profesorado al alumnado. Se trata de una acción educativa contrahegemónica con respecto a los planteamientos neoliberales en educación, la cual se dirige al desarrollo de una ciudadanía crítica y a la lucha por una sociedad más justa e igualitaria” (Rodríguez Fernández, 2013). Y desde esta perspectiva hacen en el libro un recorrido inicial por la “cultura” neoliberal, por los valores, por la colonización ideológica que nos impregna del “sentido común” neoliberal (es interesante al respecto el pensamiento de que la democracia ha dejado de ser un concepto político para pasar a ser un concepto económico, y el libre mercado “no es ya un concepto económico, sino un principio moral”, bajo la égida neoliberal), lleva a identificar algunas reglas del juego de la vida en esta órbita ideológica, la principal, el mandamiento de la “libre elección”. El neoliberalismo lleva como bandera este mandamiento, como nos inculcan por tierra, mar y aire: uno “elige” si es rico o pobre, uno “elige” viajar o “elige” quedarse en casa en vacaciones (si no tiene dinero para desplazarse, ese no es un factor a considerar). Sin embargo, uno, o muchos, pueden elegir mal, ¿y quién decide que ha habido una mala elección? Pues, por ejemplo, los chilenos eligieron mal cuando en las elecciones de 1970 salió vencedor Salvador Allende. Estados Unidos decidió que esa elección no podía tolerarse, así que desde el minuto uno estuvieron urdiendo el golpe de estado que no triunfaría hasta 1973. Más recientemente, los griegos eligieron a Syriza en 2015 y además tuvieron la osadía de convocar un referéndum para aceptar o rechazar las medidas económicas que impone la UE; como también eligieron mal, tanto al votar en las elecciones como en el referéndum, recibieron un correctivo económico estos años que los ha hundido en la miseria. Elegir a la izquierda o elegir ser de izquierdas no parece que esté en el espléndido menú que nos brinda el neoliberalismo. En fin, cosas de la “libertad de elección” que tan histéricamente defendía el teólogo económico Milton Friedman, cabeza de los Chicago Boys.
Pero este artefacto ideológico de la libertad de elección es necesario para vendernos que los fracasos son siempre individuales, ya que desde esta perspectiva se hace al individuo plenamente responsable de sus elecciones. De esta manera, los poderes públicos solo tienen que proporcionar información a los individuos para que estos “elijan”. En este escenario las políticas sociales sobran. Uno debe elegir el mejor seguro privado de salud, el mejor plan de pensiones, el mejor colegio para sus hijos… de toda la gama de opciones privadas.
En este recorrido por la ideología neoliberal, nuestros autores acuden a “clásicos” como Bauman, Harvey, Zinn o Chomsky, incorporando a un nuevo pensador de moda en los últimos años, Byung-Chul Han, que nos ha introducido en el concepto de “autoexplotación”: el individuo era explotado desde fuera hasta hace poco, ahora se autoexplota para competir, de manera que el explotado se convierte en autoexplotado. “El capitalismo –nos dicen explicando el pensamiento de Han- ya no necesita ejercer el poder mediante la coacción sobre los cuerpos, los pensamientos y los comportamientos, sino que accede al deseo individual”. No nos obligan a competir, lo hacemos de buena gana, hasta que eso se convierte en una carrera infernal que lleva al estrés, al cansancio (“la sociedad del cansancio”, en términos de Han) y la depresión.
Según los autores, “el capitalismo, en su forma actual neoliberal, trata de producir y gestionar un determinado tipo de paisaje urbano y geográfico favorable para sus propios intereses, para sus propios objetivos y para la garantía de su reproducción y legitimación social como discurso hegemónico”. Confieso que no me gusta este tipo de matizaciones (“en su forma actual neoliberal”), que no se hacían cuando desde la derecha se impuso la expresión “socialismo real” para denigrarlo, dando a entender que socialismo y estalinismo eran lo mismo. ¿Por qué no hablamos de “capitalismo real” y suavizamos la expresión con “capitalismo neoliberal”?; y confieso que yo también lo he hecho, pero en los últimos tiempos me voy dando cuenta de esta trampa consistente en tratar el capitalismo “neoliberal” como si fuera una desviación del “verdadero” capitalismo. Ello da lugar a pensar que sería posible otro capitalismo (pero no sería posible otro socialismo, como se nos inducía a pensar con la expresión “socialismo real”). Pero el capitalismo ha ido avanzando con una explotación creciente y expansiva, desde los cercamientos de tierras comunales en la Inglaterra de los siglos XVIII y XIX (en favor de los terratenientes) hasta la actualidad, necesitando nuevas fuentes de explotación (agua, tierras comunes, creciente privatización de espacios públicos, privatización del conocimiento…). Considerando esto, ¿el capitalismo neoliberal es una desviación del capitalismo o es su evolución “natural”, en el sentido de seguir su propia dinámica de creciente explotación de recursos tradicionales y nuevos recursos?
Este paréntesis que me permito como leve crítica no empaña la calidad del texto comentado. El análisis de las consecuencias del discurso neoliberal en los ámbitos social, medioambiental, educativo y arquitectónico (en este último apartado, con reflexiones de interés sobre la morfología de ciudad que se impone, el proceso de creciente especulación con un recurso indispensable para la vida digna como es la vivienda, y el proceso de turistización de la ciudad) es acertado, como lo son las propuestas educativas de la segunda parte, entrando en detalle en medidas fiscales y de otro tipo para la redistribución de la riqueza, en cómo aumentar la participación política en democracia, deteniéndose en aspectos como la desobediencia civil, la ciudadanía universal, la mirada antipatriarcal y otros; medidas propiamente educativas, considerando la educación como un derecho y no una mercancía, incluyendo propuestas curriculares; y, por último, medidas para la reapropiación de los espacios para disfrute y participación de la ciudadanía, incluyendo cuestiones relacionadas con la propuesta de decrecimiento, la soberanía alimentaria, el consumo responsables, las redes de economía social y otras.
Un libro que hay que leer, seamos docentes, padres y madres, activistas sociales o simplemente ciudadanos, que nos ayuda a pensar cómo la educación puede contribuir a la construcción de un modelo social alternativo al que sufrimos, un modelo basado en la justicia y la solidaridad, en vez de en la resignación (“no hay alternativa”), la competencia feroz que propone el valor del “emprendimiento” y la atomización de una sociedad ahogada en un individualismo insolidario.
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