Reseñas/05 Diciembre 2019/El país
Un libro recopila episodios de la historia de la arqueología como las teorías racistas que durante años distorsionaron el estudio de las civilizaciones africanas
En 1949, el periodista alemán C. W. Ceram, seudónimo de Kurt Wilhelm Marek, publicó el más conocido de los libros de divulgación arqueológica que jamás se ha escrito, Dioses, tumbas y sabios. La obra, en estos 70 años, ha vendido millones de ejemplares (se sigue reeditando) y ha sido traducida a 28 idiomas. Ahora, el antropólogo inglés Brian Fagan ha publicado Breve historia de la arqueología (Biblioteca Nueva), un trasunto actualizado de la obra de Ceram y que hila, página tras página, los más espectaculares hitos de la arqueología y la paleontología universales.
Con estilo ameno y didáctico —Fagan no da nada por supuesto—, reconstruye la historia desde la tarde del 25 de noviembre de 1922 en la que Howard Carter halló la tumba del faraón Tutankamón, en Egipto, hasta la jornada de caza de 1868 en la que Modesto Cubillas, un peón del marqués de Santuola, encontró la entrada a la cueva de Altamira (Cantabria).
El libro, siempre salpicado de anécdotas, recorre todos los continentes y hace hincapié en algunas de las culturas más desconocidas para el gran público. En Zimbaue, en mitad de las sabanas y próxima a humildes chozas construidas con varillas y arcilla, se levanta una colina de grandes piedras rodeada de una imponente muralla pétrea y coronada por una acrópolis de forma cónica y erigida sin cemento. Al excavar la edificación a finales del siglo XIX —era un palacio—, aparecieron cuentas de vidrio de la India, porcelana china, oro, objetos de cobre, marfil de elefante… Una tecnología y arte que no cuadraba con la que disponían los empobrecidos habitantes de la zona. Fue construida, según los análisis de radiocarbono, entre el 950 y el 1450 de nuestra era.
El complejo monumental contravenía las teorías racistas y de superioridad blanca que imperaban en el sur de África en aquellos años. Así que los colonos blancos decidieron que la gran ciudad no había sido levantada por los atrasados bantúes, sino por los muy desarrollados europeos que la abandonaron por causas desconocidas. “Entonces podía argumentarse que sus sucesores —los blancos que estaban desplazando a los lugareños y quedándose con sus tierras— solo recuperaban la tierra que habían tomado los africanos cuando derrocaron a este reino [blanco] que alguna vez fue grandioso”, escribe Fagan. Las excavaciones que los colonos de origen europeo encargaron a un periodista sin experiencia arqueológica llamado Richard Hall confirmaron sus aseveraciones racistas: más abalorios de oro, lingotes de cobre, gongs de acero, fina porcelana… Inconcebible para un africano.
Pero en 1928, la afamada arqueóloga inglesa Gertrude Caton-Thompson llegó a Zimbabue. Excavó de manera profesional la ciudad y demostró que el complejo palaciego partió de “una pequeña aldea de agricultores africanos antes de expandirse de manera sorprendente, construir edificaciones en piedra y recintos amurallados”. “Este sitio arqueológico había sido inspiración y construcción totalmente africana”, concluyó.
Los colonos blancos se enfurecieron e impidieron nuevas investigaciones en las tierras que habían arrebatado a los bantúes. Así nadie volvió a excavar hasta 1950, cuando una datación de radiocarbono confirmó los estudios de Caton-Thompson, que explicaban que “las interpretaciones racistas del pasado no se sostenían frente a los datos argumentados provenientes de una buena excavación”.
El libro cuenta también la historia del brutal y violento emperador chino Qin Shihuangdi, que ingería grandes cantidades de mercurio porque creía que este le haría inmortal. Pero fue justo al contrario: lo mató en el 210 a. C. De hecho, por si el metal líquido no le confería la vida eterna, se fue construyendo a lo largo de su reinado, a unos 40 kilómetros de la ciudad de Xian, un indescriptible túmulo sepulcral. Alrededor de 700.000 hombres trabajaron día y noche para cumplir los deseos de su amo. Un ejército de artesanos creó así un reino subterráneo rodeado de una muralla de cinco kilómetros, con réplicas de palacios y edificios, cuyos techos estaban cubiertos de perlas para imitar las estrellas. Ríos y lagos de mercurio regarían aquel inframundo para siempre. Acabado el trabajo, sus constructores fueron asesinados, todo tapado por un túmulo de 43 metros de alto y recubierto de árboles para borrar su rastro.
Para imaginarse la magnitud de la obra, hay que recordar que en 1974 un grupo de excavadores abrió un pozo a unos 2,5 kilómetros del escondido túmulo. Encontraron un soldado de terracota de tamaño natural. «Luego hallaron otro, y otro, y otro,,,», dice Fagan. Solo en ese punto se encontraron 11 corredores paralelos de más de 200 metros de longitud repletos de soldados que formaban 40 columnas de cuatro filas cada una. Cada militar vestía una cota de malla de cables de cobre. Todos los personajes tenían un rostro distinto, «sin expresión, sin emoción aparente». Iban recubiertos de uniformes brillantes, ahora de color marrón claro por el paso de los siglos. Luego, aparecieron seis carros con caballos, rodeados de cuadrillas de infantería. Solo los oficiales que conducían las monturas «mostraban una ligera sonrisa».
En 2012, se halló el primer complejo palaciego completo de Xian, con un patio central y un edificio adyacente. «Habrá arqueólogos trabajando en los memoriales de Qin durante muchas generaciones», máxime cuando se ha localizado también el gran palacio imperial, donde puede estar la tumba del sátrapa. Pero el Gobierno chino ha parado los trabajos. Temen que la tecnología disponible no se halle a la altura de la importancia del yacimiento. Y luego está el mercurio, el que mató al emperador, y cuyos «ríos y lagos subterráneos» también podrían acabar con la vida de los arqueólogos.
Fuente e imagen: https://elpais.com/cultura/2019/11/29/babelia/1575038864_845536.html