Por: Pedro Luis Angosto.
En una situación tan excepcional como la que vivimos la educación es tan necesaria como el aire que respiramos -tal como decía Goytisolo– trece veces por minuto. Educación a la hora de dirigirnos a los demás, a quienes tenemos más próximos en el hogar, a quienes nos sirven exponiendo su salud en hospitales, tiendas de alimentación, transportes y servicios esenciales o cuidando para que se cumplan las leyes; pero si cabe, es todavía más necesaria la educación democrática, esa que impide crear bulos, infundios, mentiras, esa que nos obliga a respetar y obedecer todas y cada una de las indicaciones que nos den las autoridades sanitarias sin erigirnos en sabelotodo y en hipercríticos cuando hemos estado callados viendo como privatizaban nuestros hospitales públicos, como despedían a miles de sanitarios, como mantenían cerradas decenas de plantas hospitalarias para favorecer la aparición de más clínicas privadas, verdaderas sanguijuelas de lo público que se han estado tragando buena parte del presupuesto de salud de comunidades como Madrid, Cataluña o Murcia. Sorprende, por cierto, la unidad de acción existente entre los líderes de esos tres territorios, más interesados en echar la culpa a otros de su propia necedad, de su maldad, que de cumplir con sus obligaciones: Privatizar es precarizar y diezmar, es enajenar lo que es de todos, lo que está al servicio de todos independientemente de su condición social para favorecer a quienes sólo quieren ganar dinero de forma exponencial. Esa ha sido la política sanitaria de las derechas españolas, tanto periféricas como centralistas, acabar con el Sistema Público de Salud, cosa que ahora sufrimos todos, pero sobre todos quienes padecen la enfermedad, quienes han perdido a seres queridos y quienes se están portando como verdaderos héroes en los adentros de nuestros hospitales, los de todos. Y no es que esto suceda porque sí, no, eso deriva de la falta de educación democrática, pues quien muestra desprecio por lo público, por lo que nos ayuda y nos protege a todos ocupando cargos públicos, quien es capaz de entregar al negocio parcelas enteras del Sistema Público de Salud sólo pretende beneficiar a unos pocos a cambio de la salud y el bienestar de la inmensa mayoría. Su modelo no es otro que el de Estados Unidos donde el tratamiento por el coronavirus cuesta 35.000 euros a pagar por el enfermo si es que puede. Y allí, el país más rico del planeta, la mayoría no puede, ni aquí tampoco. Aunque aquí, esa es la grandísima diferencia, tenemos Hospitales Públicos.
Esa falta de educación democrática se demuestra también de forma bestial en las acusaciones vertidas hacia el gobierno por autorizar las manifestaciones del 8 de Marzo, cuando ese mismo día se jugaron cientos de partidos de fútbol, se celebraron mítines masivos, todas las calles estaban llenas de gente y miles de personas, entre otras cosas, fueron a misa en miles de pueblos de España: Ese día, con un número de contagiados todavía bajo y con muchas recomendaciones de las autoridades sanitarias sobre lo que podíamos y no podíamos hacer, no existía el Estado de Alarma como tampoco existía en China en las mismas fechas, como tampoco en ese país de economía centralizada y con una capacidad de producción enorme de cualquier cosa, tampoco hubo mascarillas, ni respiradores ni trajes aislantes durante el primer mes. Simplemente porque no tenemos ni varitas mágicas ni lámparas de Aladino. La misma carencia de educación democrática está detrás de quienes, irresponsablemente, piden la paralización de toda actividad económica sin ser conscientes del caos de producción, distribución, abastos y orden público que esa decisión podría acarrear. Por el contrario, es la educación democrática la que está llevando a la inmensa mayoría de ciudadanos a quedarse en sus casas y no seguir el ejemplo de los energúmenos que van a segundas residencias o aprovechan cualquier argucia para romper el confinamiento.
Nos han enseñado mal, hemos carecido de educación, empatía y fraternidad al contemplar como miles de inocentes morían en el Mediterráneo o en África por querer escapar de la miseria y de la guerra, por pretender que sus hijos tengan una vida mejor, por huir del infierno que Occidente les fabricó
Si hay algo necesario en este momento y debería seguir para el día después como norma vital de comportamiento, es la empatía, palabra tan de moda como hermosa por lo que significa. La empatía es la capacidad que tenemos los seres humanos para ponernos en la piel del otro, en la piel de nuestros viejos que son quienes más están sufriendo la pandemia y a quienes algunos quieren apartar de las UCIs siguiendo criterios despreciables como su utilidad material para la sociedad o su esperanza de vida. La vida de un viejo vale tanto como cualquier otra y si hay algo que tenemos que aprender de esta tragedia es a respetarlos, quererlos y protegerlos evitando que en lo sucesivo la vida de muchos de ellos dependa de negociantes dueños de residencias concertadas que no cumplen con las mínimas normas higiénico-sanitarias tal como demuestra la actual situación. Empatía necesaria, como el pan de cada día -otra vez José Agustín- para comprender lo que está pasando en el interior de cada uno de los sanitarios que batallan contra la enfermedad sin tener otra cosa en el horizonte que acabar con ella; con quienes nos despachan en las tiendas, con quienes cultivan la tierra, con quienes reparten alimentos y medicinas, con quienes limpian las calles, con quienes no pueden tener el privilegio de estar confinados porque les ha tocado estar en primera línea de batalla.
Y fraternidad, otra palabra hermosa que nos habla de la capacidad que tenemos para no ver al otro como un enemigo sino como un hermano, y de ese modo no vernos como el centro del universo sino como una parte más y ayudar con todas nuestras energías a quienes más lo necesitan, a quienes más están sufriendo, a quienes más dolor soportan. Ser conscientes de que nuestra vida vale lo mismo que la de nuestro vecino, ni un céntimo más ni uno menos; no querer llegar el primero en la carrera de la vida sino ayudar a quienes van rezagados para que también puedan llegar, al mismo tiempo, al mismo lugar y al llegar fundirnos con él, con ellos, en un inmenso abrazo. Saber que no es mejor quien más cosas tiene, sino quien es más generoso, más solidario, más benéfico como decía nuestra primera Constitución de 1812.
Nos han enseñado mal, hemos carecido de educación, empatía y fraternidad al contemplar cómo miles de inocentes morían en el Mediterráneo o en África por querer escapar de la miseria y de la guerra, por pretender que sus hijos tengan una vida mejor, por huir del infierno que Occidente les fabricó. Nos hemos tapado los ojos, los oídos y la nariz para no sentir el dolor ajeno, para no denunciar la explotación, las privatizaciones criminales, el fraude fiscal que tantos recursos se ha llevado. Es hora de aprender la lección, de saber que pese a la minoría incívica dedicada a esparcir mierda mediante mentiras irresponsables, saldremos de esta y sabremos construir un mundo mejor para todos, sin exclusión. Para ello, cuando todo esto pase, tendremos que estar dispuestos a librar la gran batalla contra quienes vendrán de nuevo con recortes y con más austericidio, porque vendrán, dispuestos a todo, con toda su artillería.
Fuente del artículo: https://www.nuevatribuna.es/opinion/pedro-luis-angosto/educacion-empatia-fraternidad/20200323142738172500.html?fbclid=IwAR3GebM-_OwHgCIty3VOQJgelYJjSjkK99MUL-9mD5Di_IUkqeK_hF-zuus