El coronavirus y la sociedad de la mentira global

Por: Pedro Luis Angosto.

 

Durante el año pasado se registraron en España 277.000 casos de cáncer. La mitad de los enfermos morirán en un plazo inferior a cinco años, sufriendo durante el resto de su vida un calvario indecible de idas y venidas al hospital, de quimio y radioterapia, de dolor y sufrimiento y de miedo indescriptible. En una sociedad avanzada y civilizada, las investigaciones para curar o paliar el cáncer, las enfermedades cardíacas y las degenerativas deberían ocupar un lugar preeminente, dedicándoles todos los medios económicos posibles. Del mismo modo, en un mundo civilizado y justo, la Organización Mundial de la Salud, en vez de callar, debería denunciar los precios altísimos de los tratamientos para esas enfermedades que están arruinando a los sistemas estatales de salud, declarar la libertad de todos los países copiar cualquier medicamento que sirva para mejorar la vida de los enfermos y condenar el reparto mafioso y monopolístico de los nuevos tratamientos por parte de los grandes laboratorios. No lo hace, mira para otro lado, y la curación de esas enfermedades que tanto dolor causan a tantísima gente se pospone hasta que la mafia quiera.

El año pasado murieron en España por accidente laboral casi setecientas personas, resultando heridos de gravedad o enfermos debido al trabajo varios miles de personas. Las causas están claras, precariedad laboral, jornadas interminables, destajo, escasas medidas de seguridad y explotación. Ningún organismo estatal ni mundial alerta sobre el deterioro de las condiciones de trabajo ni esas víctimas, que podrían haberse evitado con muy poca inversión, abren los telediarios ni ocupan más de su tiempo.

No creo que nada de lo que pasa en el mundo sea por casualidad, ni que los informativos ignoren inocentemente el número de muertos por guerras absurdas que cada año asolan al mundo de los pobres

En 2019, seis mil españoles murieron de gripe, una enfermedad tan común como el sarampión que  mata todos los años a miles de personas en África sin que la OMS exija a los Estados miembros que aporten las vacunas necesarias -que valen cuatro perras- para evitar ese genocidio silencioso. Al fin y al cabo, la mayoría son negros.

En 2018, más de cuarenta mil personas murieron en España por la contaminación ambiental, siendo directamente atribuibles a esa misma causa el fallecimiento de ochocientas mil personas en la Unión Europea y casi nueve millones en el mundo, aparte de los millones y millones que padecen enfermedades crónicas que disminuyen drásticamente su calidad de vida.

En 2017 más de seis millones de niños murieron de puta hambre en el mundo mientras en los países occidentales se tiran a la basura toneladas y toneladas de alimentos. Ese mismo año, más de dos mil millones de personas trabajaron jornadas superiores a 15 horas por menos de 10 euros al día. Ningún informativo, ningún periódico, ninguna radio lleva días y días insistiendo machaconamente en esa tragedia que martiriza a diario a media humanidad y amenaza con llevarnos a todos a condiciones de vida insufribles.

La suspensión del Congreso Internacional de Móviles de Barcelona -Congreso que probablemente no se vuelva a celebrar tal como lo hemos conocido en años sucesivos- no se debió al coronavirus, sino a la exhibición que las grandes tecnológicas chinas iban a hacer sobre sus avances en el 5G

Hace unas semanas surgió en una región de China un virus que causa neumonía y tiene una indicencia mortal menor al uno por ciento. Los medios de comunicación de todo el mundo, acompañados con las redes sociales de la mentira global, decidieron que ese era el problema más terrible que había azotado al mundo desde los tiempos de la peste bubónica del siglo XIV que diezmó la población de Europa en casi un tercio. No hay telediario, portada de periódico por serio que sea o red social en la que el coronavirus no ocupe un lugar preferente y reiterativo hasta la saciedad, como si no tuviésemos bastante con las enfermedades ya conocidas que matan de verdad a muchísima gente después de largos periodos de sufrimiento y tortura vital. No sé como surgió ese nuevo virus, tampoco si es nuevo, carezco de conocimientos científicos para ello, lo único que sé es lo que cuentan los especialistas, y es que apenas mata ni deja secuelas importantes. Pese a ello, a que lo saben, los informativos siguen creando alarma a nivel mundial. ¿Por qué?

No creo que nada de lo que pasa en el mundo sea por casualidad, ni que los informativos ignoren inocentemente el número de muertos por guerras absurdas que cada año asolan al mundo de los pobres. Vivimos un tiempo de relevos, la potencia hegemónica –Estados Unidos– tiene por primera vez desde el final de la Guerra Fría un serio competidor que se llama China. Ese competidor fue alimentado desde los años ochenta por las potencias occidentales debido a su enorme población, a su pobreza y a los salarios bajísimos de sus trabajadores. Han pasado cuarenta años y lo que entonces pareció una decisión magnífica para acabar con los Estados del Bienestar, abaratar costes e incrementar riquezas de modo exponencial, ha tomado otro cariz y ahora esa potencia pobre produce casi el 18% de todo lo que se fabrica en el mundo y está en disposición de dar el gran salto que la coloque en como primera potencia mundial, algo que será inevitable haga lo que haga Trump y sus amigos porque tienen el capital, la tecnología y la mano de obra necesaria. La suspensión del Congreso Internacional de Móviles de Barcelona -Congreso que probablemente no se vuelva a celebrar tal como lo hemos conocido en años sucesivos- no se debió al coronavirus, sino a la exhibición que las grandes tecnológicas chinas iban a hacer sobre sus avances en el 5G. Se trataba de impedir de cualquier manera que los chinos pudiesen demostrar que hay campos en los que ya están por delante de Estados Unidos y, por supuesto, de Europa. No hay otra explicación ni otra razón. Con la cancelación del congreso de Barcelona y la información apocalíptica sobre las consecuencias de la expansión del coronavirus se daba un paso más en la nueva guerra fría que se ha inventado Donald Trump, dejando claro a China que todo vale en la guerra y que su ascenso al primer puesto les va -nos va- a costar sangre, sudor y lágrimas.

El coronavirus es una enfermedad que no arroja datos alarmantes, primero porque no se expande al ritmo de las grandes epidemias que ha sufrido el mundo, segundo porque tampoco los porcentajes de mortandad son equiparables a los de otras plagas como la “gripe española”. Sin embargo, y dentro de un lenguaje medieval, se está intentando crear pánico a escala global y por eso cada día nos cuentan el nuevo caso que se ha descubierto en Italia, Croacia, Malasia o Torrelodones, uno por uno, haya dado muestras de quebranto o no. Se trata de alimentar el bicho del miedo a escala global con fines estrictamente políticos y económicos, y nunca antes como hoy, en la sociedad de la desinformación, han existido tantos medios para imponer las mentiras como verdades absolutas al servicio de intereses bastardos. El coronavirus no es el fin del mundo ni nada que se le parezca, es una enfermedad normal, como tantas y con poca mortandad, pero la manipulación mediática interesada puede llevarnos a una crisis de consecuencias devastadoras.

Fuente del artículo: https://rebelion.org/el-coronavirus-y-la-sociedad-de-la-mentira-global/

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Educación, empatía y fraternidad

Por: Pedro Luis Angosto. 

En una situación tan excepcional como la que vivimos la educación es tan necesaria como el aire que respiramos -tal como decía Goytisolo– trece veces por minuto. Educación a la hora de dirigirnos a los demás, a quienes tenemos más próximos en el hogar, a quienes nos sirven exponiendo su salud en hospitales, tiendas de alimentación, transportes y servicios esenciales o cuidando para que se cumplan las leyes; pero si cabe, es todavía más necesaria la educación democrática, esa que impide crear bulos, infundios, mentiras, esa que nos obliga a respetar y obedecer todas y cada una de las indicaciones que nos den las autoridades sanitarias sin erigirnos en sabelotodo y en hipercríticos cuando hemos estado callados viendo como privatizaban nuestros hospitales públicos, como despedían a miles de sanitarios, como mantenían cerradas decenas de plantas hospitalarias para favorecer la aparición de más clínicas privadas, verdaderas sanguijuelas de lo público que se han estado tragando buena parte del presupuesto de salud de comunidades como Madrid, Cataluña o Murcia. Sorprende, por cierto, la unidad de acción existente entre los líderes de esos tres territorios, más interesados en echar la culpa a otros de su propia necedad, de su maldad, que de cumplir con sus obligaciones: Privatizar es precarizar y diezmar, es enajenar lo que es de todos, lo que está al servicio de todos independientemente de su condición social para favorecer a quienes sólo quieren ganar dinero de forma exponencial. Esa ha sido la política sanitaria de las derechas españolas, tanto periféricas como centralistas, acabar con el Sistema Público de Salud, cosa que ahora sufrimos todos, pero sobre todos quienes padecen la enfermedad, quienes han perdido a seres queridos y quienes se están portando como verdaderos héroes en los adentros de nuestros hospitales, los de todos. Y no es que esto suceda porque sí, no, eso deriva de la falta de educación democrática, pues quien muestra desprecio por lo público, por lo que nos ayuda y nos protege a todos ocupando cargos públicos, quien es capaz de entregar al negocio parcelas enteras del Sistema Público de Salud sólo pretende beneficiar a unos pocos a cambio de la salud y el bienestar de la inmensa mayoría. Su modelo no es otro que el de Estados Unidos donde el tratamiento por el coronavirus cuesta 35.000 euros a pagar por el enfermo si es que puede. Y allí, el país más rico del planeta, la mayoría no puede, ni aquí tampoco. Aunque aquí, esa es la grandísima diferencia, tenemos Hospitales Públicos.

Esa falta de educación democrática se demuestra también de forma bestial en las acusaciones vertidas hacia el gobierno por autorizar las manifestaciones del 8 de Marzo, cuando ese mismo día se jugaron cientos de partidos de fútbol, se celebraron mítines masivos, todas las calles estaban llenas de gente y miles de personas, entre otras cosas, fueron a misa en miles de pueblos de España: Ese día, con un número de contagiados todavía bajo y con muchas recomendaciones de las autoridades sanitarias sobre lo que podíamos y no podíamos hacer, no existía el Estado de Alarma como tampoco existía en China en las mismas fechas, como tampoco en ese país de economía centralizada y con una capacidad de producción enorme de cualquier cosa, tampoco hubo mascarillas, ni respiradores ni trajes aislantes durante el primer mes. Simplemente porque no tenemos ni varitas mágicas ni lámparas de Aladino. La misma carencia de educación democrática está detrás de quienes, irresponsablemente, piden la paralización de toda actividad económica sin ser conscientes del caos de producción, distribución, abastos y orden público que esa decisión podría acarrear. Por el contrario, es la educación democrática la que está llevando a la inmensa mayoría de ciudadanos a quedarse en sus casas y no seguir el ejemplo de los energúmenos que van a segundas residencias o aprovechan cualquier argucia para romper el confinamiento.

Nos han enseñado mal, hemos carecido de educación, empatía y fraternidad al contemplar como miles de inocentes morían en el Mediterráneo o en África por querer escapar de la miseria y de la guerra, por pretender que sus hijos tengan una vida mejor, por huir del infierno que Occidente les fabricó

Si hay algo necesario en este momento y debería seguir para el día después como norma vital de comportamiento, es la empatía, palabra tan de moda como hermosa por lo que significa. La empatía es la capacidad que tenemos los seres humanos para ponernos en la piel del otro, en la piel de nuestros viejos que son quienes más están sufriendo la pandemia y a quienes algunos quieren apartar de las UCIs siguiendo criterios despreciables como su utilidad material para la sociedad o su esperanza de vida. La vida de un viejo vale tanto como cualquier otra y si hay algo que tenemos que aprender de esta tragedia es a respetarlos, quererlos y protegerlos evitando que en lo sucesivo la vida de muchos de ellos dependa de negociantes dueños de residencias concertadas que no cumplen con las mínimas normas higiénico-sanitarias tal como demuestra la actual situación. Empatía necesaria, como el pan de cada día -otra vez José Agustín- para comprender lo que está pasando en el interior de cada uno de los sanitarios que batallan contra la enfermedad sin tener otra cosa en el horizonte que acabar con ella; con quienes nos despachan en las tiendas, con quienes cultivan la tierra, con quienes reparten alimentos y medicinas, con quienes limpian las calles, con quienes no  pueden tener el privilegio de estar confinados porque les ha tocado estar en primera línea de batalla.

Y fraternidad, otra palabra hermosa que nos habla de la capacidad que tenemos para no ver al otro como un enemigo sino como un hermano, y de ese modo no vernos como el centro del universo sino como una parte más y ayudar con todas nuestras energías a quienes más lo necesitan, a quienes más están sufriendo, a quienes más dolor soportan. Ser conscientes de que nuestra vida vale lo mismo que la de nuestro vecino, ni un céntimo más ni uno menos; no querer llegar el primero en la carrera de la vida sino ayudar a quienes van rezagados para que también puedan llegar, al mismo tiempo, al mismo lugar y al llegar fundirnos con él, con ellos, en un inmenso abrazo. Saber que no es mejor quien más cosas tiene, sino quien es más generoso, más solidario, más benéfico como decía nuestra primera Constitución de 1812. 

Nos han enseñado mal, hemos carecido de educación, empatía y fraternidad al contemplar cómo miles de inocentes morían en el Mediterráneo o en África por querer escapar de la miseria y de la guerra, por pretender que sus hijos tengan una vida mejor, por huir del infierno que Occidente les fabricó. Nos hemos tapado los ojos, los oídos y la nariz para no sentir el dolor ajeno, para no denunciar la explotación, las privatizaciones criminales, el fraude fiscal que tantos recursos se ha llevado. Es hora de aprender la lección, de saber que pese a la minoría incívica dedicada a esparcir mierda mediante mentiras irresponsables, saldremos de esta y sabremos construir un mundo mejor para todos, sin exclusión. Para ello, cuando todo esto pase, tendremos que estar dispuestos a librar la gran batalla contra quienes vendrán de nuevo con recortes y con más austericidio, porque vendrán, dispuestos a todo, con toda su artillería.

Fuente del artículo: https://www.nuevatribuna.es/opinion/pedro-luis-angosto/educacion-empatia-fraternidad/20200323142738172500.html?fbclid=IwAR3GebM-_OwHgCIty3VOQJgelYJjSjkK99MUL-9mD5Di_IUkqeK_hF-zuus

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