Por: Manuel Gil Antón
Siempre hace falta. Vale porque es un valor, un derecho: el modo más nítido en que se expresa la libertad de expresión. Vivimos tiempos en que, si se cuestionó lo que se hizo antes, entonces lo que se realiza ahora no es debatible so pena de traición. O bien que lo que se critica hoy, tiene como cimiento que antaño las cosas estaban la mar de bien.
Si prevalece este sofisma, mutamos la mirada crítica en propaganda del pasado o panegírico del presente. Ambas renuncian al escrutinio libre de lo público, y quebrantan el futuro de todos, aunque en el corto plazo alguna de estas reducciones tenga mayor eco. Llegará el momento en que será la otra la que logre mayor estridencia, pero nada más: vaivén estéril.
¿Es necesario, pongamos por caso, debatir las decisiones que toman actualmente las autoridades del CONACYT en torno a diversos temas del desarrollo científico del país? Por supuesto. ¿Cuestionarlas? Desde luego, y ofrecer argumentos a considerar. Lo que no procede – por ser falso – es sostener que antes de diciembre de 2018 todo era perfecto. Escucho a colegas distinguidos, muy disgustados, porque en nuestros días “no se toma en cuenta a la comunidad científica como antes”. ¿De qué modo se hacía la auscultación? ¿Quién hablaba en nombre de los científicos? La respuesta ha sido interesante: “nos reuníamos con el director de CONACYT y llegábamos a acuerdos”. ¿Quiénes? Nosotros. ¿Y quiénes son ustedes? Los representantes de la comunidad científica, los que sí sabemos lo que es la ciencia, no como los de ahora.
Hay en tal proceder un riesgo: si yo era parte de los interlocutores, se atendía a la comunidad; de no ser así, ya no se hace. ¿Representantes o coordinadores de grupos de interés?
Otros investigadores, con razón, señalan que existía, por ley, el Foro Consultivo, cuya mesa directiva estaba integrada por 17 directivos de varias instituciones, distintas asociaciones académicas y empresariales, más tres investigadores del SNI electos por sus pares. Ese espacio conformaba una instancia de deliberación y asesoría al CONACYT, sus similares estatales y el Congreso. ¿Podría estar mejor integrado, con más académicos electos? Sin duda. ¿Proceder de un modo más participativo? Claro que sí. Pero modificarlo sin ajustarse a la ley vigente es un error y hay que decirlo. La crítica, al hacer estos matices, no sufre mella; jugar al blanco y negro sí, pues la destroza.
Por discrepar de la reforma educativa del Pacto por México, no se sigue que se deba apoyar a toda costa lo que se proponga ahora. Considerar mal encaminada la transformación actual del proyecto educativo, no significa acuerdo pleno con la que se impulsó antes, ni se niega la necesidad de un cambio con respecto a la inercia previa: la distancia constante del poder para contar con perspectiva es necesaria. Hace posible la mirada que en realidad cuestiona.
Estas simplificaciones son inútiles pues el debate público no avanza. Y sin esa discusión no hay camino en la senda democrática. Es victoria pírrica reducir al absurdo a quien piensa diferente, o imputarle intereses inconfesables, contrarios a la patria, a quien difiere de lo que consideramos adecuado. Tampoco hay posición neutral ni desinteresada. Los proyectos para el país difieren.
Por eso, tampoco es necesario, ni conviene, llegar a acuerdos. Lo que sí sería importante es recuperar dos elementos cruciales del quehacer crítico pocas veces recordados en medio de la pasión que ciega y grita: escuchar y pensar con calma. Creo que es preciso.
Fuente: http://www.educacionfutura.org/el-valor-de-la-critica/