En este contexto, las escuelas –y sus principales actores: estudiantes, profesores y padres de familia- han sufrido un año diferente –por decir lo menos-, que se inició con el cierre abrupto de las clases presenciales, en marzo de 2020, que se prolonga en forma dramática durante 2021, año lleno de incertidumbres por las elecciones, las vacunaciones y la quiebra de uno de los valores esenciales de la sociedad: la confianza.
Los informes de organismos internacionales como la Unicef y la Unesco delatan efectos devastadores de la pandemia, de manera especial en los niños de los sectores más vulnerables de la sociedad: de 3 a 4 años. Se mencionan los problemas asociados a la desnutrición crónica, la falta de dotación de agua y alcantarillado –en especial, en el sector rural-, el abandono y la deserción escolares amplificados por la pandemia que provocan estrés, maltrato, violencia y nuevas formas de discriminación y exclusión derivados de la falta de conectividad.
¿Cómo pedir calidad en los aprendizajes bajo estos escenarios? La política pública y los organismos encargados de la formación –el ministerio de Educación a la cabeza, las universidades- son impotentes para atender las causas de estos problemas, pero trabajan en algunas líneas emergentes: la conectividad, a través de los InfoCentros, el desarrollo de guías curriculares para adaptar los procesos de enseñanza, la búsqueda de acuerdos con las comunidades de aprendizaje. Urge, entonces, reabrir paulatinamente las escuelas, con protocolos de bioseguridad, sobre la base de algunos presupuestos: la vacunación universal de profesores y padres de familia de la tercera edad, evitar las aglomeraciones, el uso de mascarillas y el lavado de manos.
Se ha demostrado que las escuelas no son transmisoras del virus, por lo que su reapertura es necesaria, como ha acontecido en Uruguay y Guatemala.
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