Por: Educación 3.0
La educadora Trinidad Lara reflexiona acerca de cómo debería ser el rol de los docentes para conseguir un sistema educativo en el que ‘menos es más’ y en el que apostar por la bondad y la comunicación, dejando a un lado la rapidez que caracteriza el sistema educativo.
Cómo alumbrar generaciones sin que antes hayamos hecho brillar nuestra propia luz es una idea que martillea mi cabeza. Urgen docentes encaminados a tender una mano a sus estudiantes hacia su descubrimiento que nada tiene que ver con alcanzar profesiones prestigiosas ni adineradas, sino con dedicar sus vidas al constante conocimiento personal. Maestros que acompañen a los estudiantes a descubrir sus talentos desde la integridad, y no desde los valores plastificados a los que se honra. Se requiere un profesorado comprometido, consciente, paciente, comprensivo y afectuoso.
Formar a este tipo de docentes es el núcleo primordial de nuestro corazón educativo. ¿Acaso podemos enseñar lo que no somos? Hasta que esto no suceda, nuestra profesión, en vez de desprender honorabilidad y respeto profundo, no gozará de la relevancia social que verdaderamente tiene. Siento reiteradamente que en esta profesión de extraordinaria belleza y trascendencia el rol del educador está desvirtuado e infravalorado por factores sociales, políticos y económicos que asfixian la luminosidad que debería desprender.
Los docentes del ‘a ver qué pasa si’
Hasta que el papel del educador no consista en arrancar las vendas del miedo y luchar contra la ceguera interna para lograr la verdadera comprensión de uno mismo, seguiremos sembrando derrumbe y sinsentido dentro y fuera de las aulas. Porque cualquier profesional antes habrá sido educando. El verdadero reto es formar educadores que hagan brotar en los estudiantes unas alas de libertad que les permitan sobrevolar el mundo con perspectiva. Realmente, los profesores enseñamos aquello que nosotros mismos hacemos para autoeducarnos. El pretexto de que dicho cambio es inviable reside en el acorazamiento sociopolítico. Excusarse resulta del todo inútil. Cada uno puede emprender acciones significativas en su labor diaria en pro de una educación emocional y filosófica. Convirtámonos en docentes del ‘a ver qué pasa si’.
Educar en la interioridad y la bondad
El núcleo de debate en educación minimalista emerge de la naturaleza humana, que es lo común a todos. Generación tras generación, a pesar de los vertiginosos cambios sociales, si educáramos en la interioridad los jóvenes no serían autómatas adaptándose a las banalidades fugaces del momento histórico, sino que serían los verdaderos artífices de su propia realidad. Por lo que la piedra filosofal de las administraciones pasa necesariamente por poner de manifiesto todo lo que nos hace humanos, garantizando el derecho a la educación minimalista y los medios necesarios, otorgando libertad de enfoques o modos de llevarse a cabo.
Estos cimientos humanistas representan el eje educativo en torno al cual tejer el sentido de la vida. Y el sentido de la vida no es otro que el amor. Olvidando que el amor pasa por la bondad, hemos incorporado como normalidad la insensibilidad al dolor ajeno en muchos ámbitos. Es improbable ser mal profesor siendo buena persona. La amabilidad nos engrandece como sociedad. Todos albergamos el deseo de ser reconocidos y amados. Es un acto de generosidad para con los demás. Les miramos con mayúsculas. La amabilidad es un impulso que requiere de coraje para poder tejer sociedades pacíficas. Siendo tan esencialmente humano, hemos desnaturalizado los lazos compasivos que nos hacen erigirnos y hacer frente a todas las circunstancias que la vida trae consigo tarde o temprano.
Para ser bondadoso, una vez más, hemos de conocernos. Juzgar resulta un acto violento cuando es el resultado de proyecciones cobardes de nuestros egos no aceptados. Nuestro desconocimiento nos precipita a comunicarnos de manera violenta o pasiva. Ser amable es ser valiente. Despojarse del traje de víctimas y enfundarnos en la elegancia de la toma de uno mismo, nos acerca a la amabilidad. Los amables se responsabilizan de su actitud y saben que, pese a las circunstancias externas, la última decisión en el bienestar propio les pertenece. Si fuésemos capaces de comprender esto en toda su extensión para poder transmitirlo en entornos educativos, nos acompañaríamos desde la empatía y el cariño. Educar en la asertividad es, por lo tanto, educar en el amor.
La comunicación: elemento clave para una buena educación
Los educadores tenemos la responsabilidad y el privilegio de dejar una impronta con quienes nos comunicamos digna de ser recordada. Esa influencia nace de lo que somos, no solo de lo que sabemos. Por mucho que sepamos, si se genera una fractura en la conexión emocional habremos perdido la batalla. El lenguaje y el modo en el que lo empleamos representan el nexo con los demás. El discurso educativo precisa de gusto y mimo. La sutileza con la que envolvemos nuestras palabras otorga veracidad al discurso. Reforzaremos de autenticidad el acto comunicativo cuando lo arropemos con una fluidez dialéctica que no nazca de la prisa. Una elocuencia nacida de una sólida asociación de ideas, y no del conocimiento ajetreado y superficial.
Para consolidar esta relación de admiración contamos con el don de la palabra, que representa para los educadores la llave de la actitud dialógica y del encuentro pleno. No hay educación sin comunicación, ni comunicación sin emoción pues son los impulsos corporales los que nos llevan a la acción. La palabra, y en especial cómo la empleamos, constituye el átomo de todo proceso comunicativo. Son la razón y la emoción lo que nos constituye como humanos. Apegarnos a razonamientos apartando las emociones deja del todo mutilado nuestro sistema educativo. Si educar es comunicar, no debemos monopolizar las aulas con soliloquios dogmáticos. Hablamos mucho y escuchamos poco. Existe pues un desequilibrio en la bidireccionalidad del abordaje comunicativo. Escuchar representa un acto de amor. No es hacer, no es decir, es estar para que el otro pueda ser.
La humanidad se encuentra vapuleada por la volatilidad e instantaneidad. El síndrome del ahorro de tiempo nos aboca a velocidades que atragantan el vivir. Esta tendencia confronta con la esencia educativa que, a mi entender, radica en contribuir al desarrollo de identidades consistentes que respiren la cadencia natural de cualquier proceso profundo. En consecuencia, uno de los retos de la educación en el siglo XXI pasa por conjugar los procesos sólidos y lentos de aprendizaje con la intrepidez cambiante de múltiples factores socioculturales. La amenaza radica en que el conocimiento, instantáneo y superficial, es trasladado al aula. Se precisa, más que nunca, una pedagogía resistente a la mutabilidad de los avatares sociales.
La lentitud, el silencio y la soledad como bálsamos para desintoxicarnos de la avalancha de estímulos, resultan cruciales. Proporcionan el escenario indispensable para que el pensamiento crítico haga su aparición como herramienta básica de autocuidado en medio de una sociedad exhausta.
Necesitamos un profesorado que, junto con las familias, apunten al ‘menos pero mejor’. Avanzar hacia un minimalismo educativo que brinde espacios diáfanos en las mentes y los corazones en los que sembrar sentido común y deseo de aprender. ‘Menos es más’, también en educación. Menos y más despacio, como dogma central de una educación más coherente con las necesidades de un ser humano sano. En el éxtasis de la rapidez, cualquier demora que implique pensar, debatir o crear incomoda a la comunidad educativa, espolvoreando una sensación de pérdida del tiempo. No estamos contrarrestando el desenfreno externo, ni en las aulas, ni en los hogares. Simplemente zozobramos en un vendaval que nos impide proyectar una perspectiva nueva, pausada y propia. Solo educadores que avancen con una cadencia que nos permita sentir las pisadas del camino, posibilitarán que su labor deje huella.
Fuente e Imagen: https://www.educaciontrespuntocero.com/opinion/educacion-minimalista/