Por: Luis Hernández
El sur de Perú arde. Coléricos por la usurpación de la voluntad popular y la represión gubernamental, manifestantes incendiaron bancos en Yunguyo, departamento de Puno. Lo mismo hicieron en la comisaría de policía de Triunfo, Arequipa. En el campamento de la empresa Antapaccay, en Cuzco, la población saqueó bienes de la empresa e incendió instalaciones. También la lumbre ha quemado canales de televisión y residencias de políticos en otras ciudades.
La lista de las protestas documentadas es interminable. La mayoría son pacíficas, lo que no evita que la violencia policiaca se cebe en su contra. De acuerdo con la Defensoría del Pueblo, el 22 de enero fueron bloqueados 78 puntos, en 23 provincias. (http://shorturl.at/nACDR). Entre otras acciones, se han llevado a cabo tomas de aeropuertos, piquetes carreteros, de puentes y de redes ferroviarias; intentos por ocupar el cuartel en el distrito de Llave. Según las autoridades, se han producido 14 ataques contra sedes judiciales y siete incendios de sus edificios, así como, 34 protestas contra comisarías, cuatro de las cuales fueron convertidas en hogueras. Y, por supuesto, la multitudinaria ocupación de Lima.
La ira popular se desborda en múltiples regiones. Congresistas, como la fujimorista Tania Tajamarca, son expulsados a pedradas al regresar a sus demarcaciones. Pero el enojo ciudadano no distingue partidos políticos. ¿Está contenta con los resultados, señora Susel? ¿Qué se siente irse todos los días a dormir con 52 muertos?, reclamó una mujer a la parlamentaria Susel Paredes, activista LGTB.
Las piras no han sido prendidas por pequeños grupos radicales. Son, junto con los bloqueos de las vías de comunicación, los choques con la policía y la toma de oficinas públicas, obra de la sublevación popular en curso. Se trata de una moderna Fuente Ovejuna que crece más allá de partidos, alimentada por rondas campesinas, grupos populares que tienen el territorio como identidad, pequeños comerciantes, maestros, comunidades indígenas, transportistas, gremios y grupos estudiantiles. Es el retorno de Las Cuatro Regiones Juntas (el Tawantinsuyo, en quechua).
El heterogéneo y diverso movimiento popular que se desplaza por el país como el magma de un volcán no reivindica demandas particulares. Los protagonistas han hecho a un lado sus planteamientos específicos. Son, de entrada, un poder destituyente del viejo régimen político, que exige la renuncia del gobierno usurpador de facto, de su presidenta Dina Boluarte y del Congreso. Sin formularlo así, sostiene una especie de ¡que se vayan todos! Reclama nuevas elecciones y un refrendo sobre una Constituyente, además de la liberación de Pedro Castillo. El más reciente sondeo del Instituto de Estudios Peruanos indica que 69 por ciento de los consultados está de acuerdo en convocar a una Asamblea Constituyente para cambiar la Constitución.
En un país estructuralmente racista y clasista, como Perú, con la oligarquía limeña enseñoreada con las provincias, un enorme ejército de trabajadores precarios, la subrogación sistemática de obras y servicios y la persecución política endémica de los luchadores sociales, la revuelta popular en curso se alimenta también de viejos agravios, que hoy emergen a flor de piel. Alimentada por la ira y el resentimiento social, es un movimiento por la dignidad, formulado en clave política.
El Estado peruano, ha escrito Héctor Béjar, una de las grandes referencias intelectuales ético-políticas de esa nación, es un barco lleno de agujeros, que navega sin brújula y sin capitán. Los capitanes son fugaces. Llegan pensando qué se van a llevar. Es un Estado en situación de discapacidad, en el que no puede hacer nada, porque todo tiene que ser contratado con empresas privadas (https://rb.gy/bzkmer). Un Estado, que es una potencia en la producción de cobre y que, sin embargo, no ha podido evitar que 41 grandes contratos mineros estén paralizados por la resistencia de las comunidades, ni tiene la fuerza para comenzar a renegociar los pactos firmados por Fujimori que terminan este 2023.
El movimiento tiene fecha de arranque (7 de diciembre), pero no se avizora su final. Sorprende su permanencia, a pesar de la salvaje represión del gobierno de facto cívico-militar, que ha declarado la suspensión de las garantías constitucionales y asesinado a más de 60 personas; su avance por oleadas; su inteligencia para replegarse en las fiestas navideñas y rebrotar con más vigor y capacidad de convocatoria al terminar éstas; su potencia para reditar una nueva Marcha de los Cuatro Suyos, similar a la que en 2000 marcó el inicio del fin de la dictadura de Fujimori, mientras controla el sur del país; las redes de solidaridad que lo alimentan, hospedan, abastecen de agua, transportan, curan y protegen.
Con sus propias especificidades, la sublevación destituyente peruana se suma al ciclo de movilizaciones populares desde abajo que se han sacudido en los últimos años a Ecuador, Chile, Colombia y Bolivia. Como lo muestran estas experiencias sudamericanas, su desenlace es incierto. La historia no avanza en línea recta.
El gran capital minero trasnacional demanda estabilidad y garantías para sus inversiones y hará valer todos sus recursos e influencias para mantenerlos. Aunque la decisión de reprimir la insubordinación popular tiene amplio consenso en la derecha peruana, el gobierno usurpador de Boluarte es inviable a mediano plazo. Sin embargo, la magnitud de la magnitud de la violencia contra los sublevados puede ahogar a sangre y fuego, en el corto plazo, este empuje destituyente del Perú de abajo.
El pueblo peruano se ha convertido en sujeto de su propio destino. ¡Toda la solidaridad a su epopeya!
Fuente de la información: https://www.jornada.com
Fuente de la Imagen: https://www.revistadefrente.cl/