Por: Andrés García Barrios
En esta nueva entrega de “La educación que queremos”, Andrés García Barrios examina la vida del filósofo francés Edgar Morin, quien a sus casi 102 años de vida, reconoce no haber sido un buen padre.
Edgar Morin ─el creador de ese enorme sistema conocido como pensamiento complejo─ nació muerto. Así lo dice él mismo cada vez que habla sobre el tema. También narra que unos años atrás, durante la famosa pandemia de gripe española, su madre había sobrevivido a la enfermedad, con lesiones en el corazón por las que se le había recomendado que no tuviera hijos. Así, tras un parto en el que el niño llegó asfixiado al mundo, el médico lo revivió sosteniéndolo boca abajo durante media hora y palmeándolo con fuerza en todo el cuerpo.
Morin tenía 10 años cuando su madre murió, a consecuencia de aquella afección. Edgar solo recuerda unos días misteriosos en que todos guardaban silencio y tras los cuales tuvo que deducir, sin ayuda de nadie, la muerte de su madre. Una tía le dio señales ambiguas y angustiantes: “Tu mami se fue a un paseo por el cielo, pero tal vez va a regresar”. Morin cuenta que odió a su padre y a todos los adultos por aquella forma de silenciar la tragedia.
Innumerables preguntas quedaron abiertas para el pequeño: el amor, la vida y la muerte; el vacío y la soledad; la educación y la paternidad; la culpa; la presencia de una enfermedad de origen desconocido… Compleja red de acertijos que lo lanzaron al mar de la incertidumbre que lo rodearía siempre.
Al llegar a la edad universitaria, ingresó a cuatro carreras al mismo tiempo; después, durante la Segunda Guerra Mundial, se integró a la militancia francesa anti-nazi, que no excluyó acciones armadas y la pérdida de amigos y compañeros de lucha. Su intensa actividad intelectual, social y política lo llevó a la publicación a lo largo de su vida de más de 60 libros, a recibir numerosos premios y doctorados honoris causa, a correr riesgos mortales más de una vez, y a pasar días y días en fiestas y excesos, rodeado de grandes amigos, escogidos entre lo más selecto de la ya de por si mundialmente selecta intelectualidad francesa de los años cincuenta, sesenta y setentas.
A sus casi ciento dos años de vida, alguien ha descrito la vida de Morin como “una vida plena”. Yo continuamente dudo de esa plenitud debido a un dato que el pensador francés omite casi por completo en sus numerosos textos y entrevistas autobiográficos: Morin es padre de dos hijas, de las que prácticamente nunca habla. Dedica mucho espacio a la evolución de sus ideas, la redacción de su obra, sus acciones políticas, sus esposas, sus amantes, sus amigos… pero a Véronique e Irene sólo las menciona un par de veces y en párrafos breves. En su libro Lecciones de un siglo de vida, el filósofo centenario reconoce no haber sido un buen padre.
En lo personal, me siento profundamente conmovido por el dolor desquiciante de su infancia y quedo petrificado por lo que él mismo llama su negligencia en la paternidad. Finalmente, me vuelven a ablandar y a conmover sus confesiones de nostalgia y culpa. Con todos estos sentimientos a flor de piel, me he visto impulsado a escribirle la carta que publico aquí, consciente de que él no va a leerla, pero justamente por eso más libre para expresar tanto mis reproches como mi admiración y compasión.
CARTA A EDGAR MORIN, GRAN MAESTRO PERO NO BUEN PADRE
Maestro, le escribo un poco a las prisas porque si me detengo a pensar lo que quiero decirle, probablemente acabaré arrepintiéndome. Junto a usted, sabio centenario, soy solo un joven escritor de sesenta años que no sabe aún guardar ciertos protocolos y comete atrevimientos como éste de escribirle para hacerle algunos reproches. Lo siento de verdad, pero no puedo contenerme, aun cuando tampoco he encontrado el tono exacto en que debo dirigírmele.
Lo diré llanamente: ¿maestro, cómo puede un filósofo de su talla no haber sido un buen padre? Aquí peco de lo que muchos van a reprocharme: emparentar a la persona con su obra. Sin embargo, soy de los que encuentra en la biografía de la gente algunas huellas para entender sus actos y palabras.
Confieso que hace unos días me puse a hacer cálculos en torno a algunos momentos de su vida y descubrí que el año en que nació su hija mayor, y el siguiente, usted los dedicó enteramente a investigar y escribir sobre la muerte. “Pasé 1949 y 1950 en la Biblioteca Nacional. ¡Qué maravillosa embriaguez pasar los días en esa biblioteca! Llevé una vida prácticamente monacal. Leía los libros que me traían, salía a fumar un cigarrillo; comía, volvía.”
En múltiples autobiografías y entrevistas, habla con esta misma pasión de innumerables lugares, personas y episodios de su vida: la resistencia francesa, el arte cinematográfico, los Rolling Stones, Greenwich Village, sueños en que se despide de su madre y de su padre fallecidos…, pero no menciona a sus hijas. Diserta sobre el bien y el mal, el diablo y Dios, el amor y la amistad; nos cuenta sobre su relación con Barthes, Durás y al menos dos centenas de amigos famosos con quienes cantaba, bailaba, se emborrachaba y a veces consumía mariguana y cocaína, aunque sólo como pequeños coadyuvantes de la fiesta. Nos confiesa todo, pero en ninguno de esos recuerdos están Véronique e Irene.
Habla de América Latina, de Asia y de África, de la creciente acogida que le han dado al pensamiento de usted en todo el mundo, y de una universidad en Hermosillo, México, que lleva su nombre. También habla de la era planetaria y de que probablemente vamos hacia el abismo; de que, como decía el autor de El Principito, “En cada niño hay un pequeño Mozart asesinado”. Habla de la muerte del universo e incluso de su propia muerte, pero ni siquiera ahí, junto a la tumba que le aguarda, están sus hijas.
Dice fraternidad, educación del futuro, denuncia que “no habrá progreso humano si no hay progreso de la comprensión”; cuenta que usted mismo ha llegado a sentir “místicamente el momento en que el saber desemboca en el misterio”, y repite comunión, vivir poéticamente, amor, amor, amor… pero en ninguno de esos párrafos están Irene y Véronique.
No estoy diciendo que usted no las amara, sino que no están en su recuento ni en la expresión de sus recuerdos. ¿Dónde están, maestro? No puedo concebir un padre para quien sus hijos no sean lo primero que viene a la mente, sobre todo cuando se expresa sobre el mundo y la humanidad como usted lo hace. Sus hijas no aparecen ni siquiera cuando habla de sus genes y de la odisea de siglos que éstos emprendieron para finalmente coincidir en usted. Y cuando le preguntan ¿en definitiva, quién es Edgar Morin?, responde: “Ante todo, soy hijo. Hijo huérfano de mi madre que murió durante mi infancia, hijo hasta los sesenta y tres años de un padre que murió en 1984, hijo de mis actos que me hicieron Morin, hijo de la Tierra…” ¿Lo ve, maestro? Parecería que nunca es padre. ¿Se da cuenta de que menciona a quienes le antecedieron pero no a esas dos mujeres que usted trajo al mundo? ¿Sabe, maestro, que al no incluirlas, usted mismo se borra de la secuencia de los siglos en la que con tanta euforia dice participar?
Quiero contarle que un día me sorprendió un famoso dramaturgo cuando afirmó que ─sean cuales sean las delicias de escribir teatro o de dirigirlo─ el mayor placer de la vida teatral es actuar, subirse al escenario e interpretar un papel frente al público. Creo que lo mismo ocurre cuando se es padre: si uno tiene hijos, se pueden hacer muchas cosas, pero no hay nada como enfrentar cara a cara ese “amor insoportable” (como dijo no recuerdo quién) y hacerse merecedor de la responsabilidad única de criar a otro ser humano.
Pregunto al vuelo, ¿llegada la paternidad, tuvo usted que escoger seguir criándose primero a usted mismo, como aprendió en la infancia? Repito sus palabras, expresadas ya en la vejez: “Padre de dos hijas, no intenté educarlas, pues pensé que no había nada mejor que educarse a uno mismo, como fue mi caso”. Gran viajero de la complejidad, aventurero de la certeza y la incertidumbre, usted cita con frecuencia a Antonio Machado: “Se hace camino al andar”. Y es cierto. Sin embargo, todos sabemos que para eso primero hay que saber andar; y es obvio que nadie nos puede enseñar a hacerlo mejor que nuestros padres, sobre todo en ese mundo que usted describe, donde habitamos islas de certezas rodeadas de océanos de incertidumbre.
Pero no sólo ellos aprenden de nosotros; los hijos también son fuentes de conocimiento. Clase magistral, curso intensivo, podríamos decir. Quien es padre encuentra en serlo la mejor oportunidad de su vida para conocer el mundo. La paternidad nos confronta en nuestra esencia: si buscamos el poder, los hijos se convierten en nuestros detractores invencibles. Si buscamos el amor, son nuestros guías. Ante la paternidad no hay actitud neutra: a ella no se le acepta, se le persigue; no se le abandona, se huye de ella.
No obstante todo lo anterior, quiero decirle, maestro, que como padre no lo ha hecho del todo mal. Huyendo de su paternidad biológica (pero también de la soledad, que es el extremo opuesto), usted eligió algo que estuviera más a su alcance: adoptarnos a todos los demás seres humanos como sus hijos. Y se lo agradecemos: ¡le agradecemos el habernos educado en tantos aspectos! Al ser usted profundamente libre e independiente, al alejarse de los encasillamientos y negarse a cualquier maniqueísmo, nos mostró cómo puede converger una incesante búsqueda de amor con una mente clarificada. Y al descubrir y describir el mundo como una infinita cantidad de hechos y variables, nos permitió entender al conocimiento como una conjunción de saberes y nos ayudó a admitir el inevitable misterio.
Sin embargo, con todo y esa sabiduría que usted halló y compartió, creo que existe, para quienes abrazan de veras su paternidad, una oportunidad mucho más directa, mucho más perfecta y útil. Nuestra filosofía otros la pensaran, se lo aseguro. Tan bien o mejor que nosotros. Pero a nuestros hijos nadie les dará el amor y la educación que podemos darles. Y nadie nos enseñará como ellos lo que es importante.
Maestro, si me he atrevido a hablarle así es porque usted mismo nos ha dicho que “es necesario, educar y reeducar a los educadores” y estar atentos al error más grave de todos: el error de subestimar el error. En años recientes, ya rebasada la edad de cien, usted le ha hecho frente a ese error y ha conseguido reconocerlo: “Estos últimos años ─dice─ me habría gustado recuperar una vida de familia con mis hijas. Soy como el personaje de Mula, encarnado por Clint Eastwood, que se ha pasado la vida dedicado a la jardinería y a participar en concursos florales, y que ahora solo aspira a recuperar su cálida comunidad. Las aventuras de mi vida, mis pasiones amorosas e intelectuales, unidas a mis negligencias, me han privado de esa maravilla que es una familia unida”.
Es valiente al decirlo. Supongo que tal confesión conmoverá a sus hijas y que éstas encontrarán en ello una oportunidad más para el perdón. A mí lo que sus palabras me recuerdan es aquella vieja historia del hombre que emprendió una larga y fatigosa travesía en busca de un tesoro, que al final ─fracasado y de vuelta en su hogar─ halló enterrado en su propio patio.
Muchas gracias, maestro. Seguimos celebrando su larga vida.
Siento mi sueño de una fraternidad humana, de una comunidad humana, de la dimensión poética de los seres y de las cosas.
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El amor es el colmo de la unión de la locura y de la sabiduría, su conjunción suprema: en él ambas se revelan como inseparables y se generan una a otra.
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Cada uno de nosotros es un microcosmos que lleva ─dentro de la unidad irreductible de su yo─ los múltiples todos de los que forma parte en el seno del gran todo.
Edgar Morin
Fuente de la información e imagen: https://observatorio.tec