Zygmunt Bauman: La Memoria Colectiva y su Manipulación

«El éxito político entraña la capacidad de revisar la memoria histórica (empezando por el cambio de los nombres de las calles y las plazas de las ciudades, o de la redacción de los libros de texto escolares o de los monumentos públicos), lo que, a su vez, favorece el éxito de la política, o, cuando menos, eso es lo que se pretende.» Zygmunt Bauman

Zygmunt Bauman explora la naturaleza plural y controvertida de la verdad, la manipulación de la memoria histórica y la influencia del poder en la construcción de la narrativa colectiva

Por: Zygmunt Bauman 

La «verdad», así, en singular, da paradójicamente fe indirecta de su pluralidad. La afirmación «Esto es verdad» tiene sentido a partir de que forma una pareja inseparable con la negación «Eso no es verdad».

Por consiguiente, supone/afirma/confirma de modo latente lo que niega de modo manifiesto. O quizá sea una declaración de guerra contra su propio origen: contra el estado de las cosas (y la necesidad) que la ha generado. Ese estado está marcado por la pluralidad de mentalidades, puntos de vista, opiniones y creencias. Que algo sea verdad o que alguien «tenga razón» es (y no puede más que ser) una apuesta por una versión dentro de la rivalidad entre pluralidades de afirmaciones inconciliables (o que se niegan a ser conciliadas). Dicha pluralidad es una consecuencia ineludible —y, como tal, más que probablemente imposible de erradicar— de la diversidad de modos humanos de ser-en-el-mundo (también imposible de erradicar, amén de irreparable, creo yo). Dicho de otro modo, la «verdad» pertenece a la gran familia de los «conceptos esencialmente controvertidos» (según la terminología de Whitehead).
Cabe añadir que dicha familia es ciertamente extensa y que no deja de expandirse. El rasgo característico de la controversia a la que todos y cada uno de sus miembros están sujetos es la compresión de lo descriptivo y lo axiológico, o mejor dicho, el sometimiento de la rei a la aestimationis en la búsqueda de la adequatio. He aquí dos ejemplos ilustrativos improvisados de esa regla general: el mismo síndrome de la conducta puede considerarse revelador de la personalidad de un innovador y un precursor, o de la de un incompetente y un alborotador; la misma clase de acciones pueden ser catalogadas de actos de terroristas o de obra de unos combatientes por la libertad. Y eso sucede muy a menudo. O consideremos, si no, la diferencia entre un acto de violencia y un acto de imposición del orden legal. ¿Sería capaz de distinguir el uno del otro un visitante del espacio exterior, equipado con todos nuestros órganos sensoriales, pero desconocedor de nuestras jerarquías de valores?
Y así nos enfrentamos a otro dilema añadido, pero más profundo, más impresionante, y, pese a ello, más alejado si cabe de una solución sobre la que reine un «acuerdo universal». Y eso, a pesar de que lleva siglos ocupando y preocupando a los filósofos. Concretamente, me refiero a que si es posible separar con cierta efectividad la verdad de la mentira en el espacio de la rei, ¿podemos —o siquiera tenemos el derecho a— hacer lo mismo en el terreno de las aestimationes? ¿No es la expresión «falso valor» un oxímoron? ¿Cómo podríamos «demostrar» o «falsar» un valor, y de qué clase de autoridad —si alguna tuviera— estaría revestido el resultado de ese procedimiento en una querella por la verdad? Repito aquí preguntas planteadas desde tiempos antiguos, pero que seguimos siendo tan incapaces de responder como Poncio Pilato, y para las que continuamos aguardando a la respuesta vinculante de Jesucristo. Sí, es cierto, son muchas las respuestas que se han propuesto y ofrecido, pero ninguna ha escapado hasta el momento al estatus de lo «esencialmente controvertido»: ni en el ámbito del discurso filosófico ni, lo que es más importante aún, en el de la práctica humana. Y en ningún sitio se hace más evidente y cruda esa realidad que en la memoria colectiva (y, por lo tanto, también en la «política de la historia» que se alimenta y se desarrolla a partir de las endémicas deficiencias y vulnerabilidades de dicha memoria).
Todas las variedades de memoria colectiva son (y no pueden más que ser) selectivas. Son, sin embargo, los políticos de la historia actuales o aspirantes quienes guían esa selección. No se trata solamente, como tú dices, de que «el éxito sea la verdad». El éxito político entraña la capacidad de revisar la memoria histórica (empezando por el cambio de los nombres de las calles y las plazas de las ciudades, o de la redacción de los libros de texto escolares o de los monumentos públicos), lo que, a su vez, favorece el éxito de la política, o, cuando menos, eso es lo que se pretende. Son los vencedores quienes escriben la historia, reza la conocida frase atribuida a Winston Churchill. Pero sería más exacto decir que la historia es «reescrita» continuamente por los sucesivos vencedores, y que el hecho de que los vencedores se mantengan en el poder es la condición necesaria —aunque no sea necesariamente suficiente— para que su relato sea inmune a nuevas reescrituras. Una inmunidad temporal (siempre temporal), claro está. «Pues, en el mundo en que vivimos, esto no es ya solo cuestión del deterioro de la memoria colectiva y de la declinación de la conciencia del pasado, sino del agresivo saqueo de lo que queda de memoria, la distorsión deliberada del registro histórico, la invención de pasados mitológicos al servicio de los poderes de la oscuridad». Es la maleabilidad y la corta esperanza de vida intrínsecas de la memoria histórica las que tientan y facultan a «los vencedores» a recurrir a agresiones carentes de escrúpulos con unas expectativas bien fundadas de triunfar en el empeño. Como comentaba al respecto Henry A. Giroux apenas unos años después de la catastrófica escalada en Iraq en un agudo, breve, pero impactante estudio reciente (una lectura obligada para cualquiera que esté de verdad interesado en el actual estado del juego de la «política de la historia»).
Giroux atribuye a la actual hegemonía de la «cultura del analfabetismo» mucha de la responsabilidad de la facilidad sin precedentes con la que las mentiras, las invenciones y la amnesia pública fomentada de forma artificial manipulan (o simplemente borran) el contenido de la conciencia histórica pública, y, como John Pilger, insiste en que lo que interviene en la muerte de la alfabetización y en el fomento de la ignorancia como virtud cívica es una «trampa de confianza» por la que «los poderosos quieren que creamos que vivimos en un presente eterno en el que la reflexión se circunscribe a Facebook y el relato histórico es dominio privativo de Hollywood». Las citas y los extractos de texto sustituyen al relato, la superficialidad sustituye a la reflexión, y surfear por los restos y los desechos flotantes de naufragios y desastres del pasado sustituye a la reflexión. Vivimos en una cultura del olvido, no de la memorización. En la actualidad, los corredores de bolsa (y, a la vez, accionistas) de la memoria histórica centran sus esfuerzos en erosionar los poderes de retención de dicha memoria y en promover la amnesia histórica.
Fuente de la información e imagen:  https://www.bloghemia.com
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