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Bases geológicas de la esclavitud y la guerra digital

Por:  Antonio Aretxabala

Solo conocemos dos tipos de minería: la basada en el diésel y la realizada por esclavos. La producción de diésel decae desde 2018, de 27,5 millones de barrilles diarios hasta los 22 de 2022 (un 20% menos) igualando la producción de 2005. Actualmente en el mundo hay unos 50 millones de esclavos modernos. Según Walk Free (OIT-ONU) son quienes realizan trabajos forzados, venden sus cuerpos o son forzosamente entregados en matrimonio. Aproximadamente una cuarta parte son niñas y niños. Un elevado porcentaje trabaja en el sector textil, son objetos sexuales o malviven entre la minería impulsada por capital chino, estadounidense y europeo que en los últimos años ha adquirido un fuerte impulso en el sector armamentístico de alta precisión. Nuestra denominada transición verde se basa fundamentalmente en la eficiencia con su supuesta herramienta digital, pero es también militar. Para extraer los minerales de moda entre los innovadores ministerios para la transformación digital se necesitan recursos geológicos muy diseminados y no hay inteligencia artificial que compita con la manera más eficiente de minería en dichas circunstancias: la mano humana, incluida la infantil.

Para procesar una tonelada de cobre en un grado de concentración en roca de entre el 1% y el 3% es necesaria una intensidad energética promedio de entre 100 y 150 GJ con minería convencional basada en el diésel, pero el grado de concentración decae y a partir del 0,5 % el consumo energético se cuadruplica encareciendo los procesos y viéndonos obligados a triturar cordilleras para arrancar a la tierra el preciado metal. Desde 1975 el volumen de roca a triturar para la extracción de una tonelada de cobre se ha multiplicado por 14. En el caso del uranio, el carbón o las tierras raras, la evolución es similar, pues hablamos de recursos no renovables.

El auge del reciclado, por tanto, se justifica una vez más desde razonamientos exclusivamente economicistas que dejarían a un lado cosas “sin importancia” como la salud, la libertad o la dignidad humana. Los efectos secundarios sobre nuestros basureros favoritos: atmósfera, hidrosfera, ecosistemas y seres vivos, incluidos nuestros cuerpos humanos, hace décadas que son un quebradero de cabeza para las opulentas sociedades que hemos construido con energía solar fosilizada en forma de hidrocarburos y materiales geológicos clave que éstos nos permitieron arrancar. Un pozo sin fondo para nuestros sistemas de salud. Pero el origen de ese creciente impacto fuera y dentro de nuestros cuerpos sigue velado a quienes deben seguir consumiendo para dinamizar la economía.

La geología del armamento de precisión y el escaparate de los genocidios

Según datos del Servicio Geológico de Estados Unidos (USGS), el 38% de las reservas de las llamadas “tierras raras” de nuestro planeta se pueden encontrar en China. Este país suministró el 80% de estos materiales geológicos a Occidente en 2019, antes de la pandemia de Covid 19 decretada por la OMS. La República Democrática del Congo el 75% del cobalto. El cerio, por ejemplo, se utiliza en las baterías y en la mayoría de los dispositivos con pantalla e imanes forjados con neodimio y samario que soportan altas tasas de humedad y temperaturas extremas necesarias en dispositivos militares modernos. Se usan en las aletas de los aviones de combate, como guía de misiles, motores de aviones, submarinos y tanques. Son imprescindibles en las comunicaciones por satélite, los nuevos radares y sónares, los sistemas con turbinas a reacción, armas de precisión avanzada combinada con láseres y satélites y todo el ecosistema de redes de comunicación e información basado en la inteligencia artificial aplicada al internet de las cosas. Este nuevo paradigma tecnológico, fundamentalmente militar, cuyos escaparates presenciamos día tras día en Ucrania, Sudán, el Congo o Palestina se basa sobre todo en la minería de tierras raras, cobre, cobalto, litio para almacenaje y distribución de energía e información, lo cual requiere una mayor integración e interconexión de dispositivos con una mayor concurrencia desde el procesamiento centralizado hasta el periférico.

Esas tres cuartas partes del cobalto de nuestros dispositivos digitales, de nuestras infraestructuras de transformación y captación de energías “limpias” y de nuestra industria armamentística de precisión –con la ayuda de fondos chinos y capital occidental–, han convertido a la República Democrática del Congo en uno de los países más pobres y esclavistas del mundo (el 74% de su población vive por debajo del umbral de pobreza). Pero ese mismo mundo permanece indiferente porque al parecer no somos capaces o no queremos ver otra salida que el sueño del crecimiento verde, público o privado y participado, es decir, sufragado por quienes aún vivimos y quienes aún no pueden tomar decisiones sobre sus vidas porque, o bien son niños pequeños o aún no han nacido pero ya están endeudados de por vida. Paradójicamente rebajar las exigencias medioambientales es la nueva excusa para promover la “economía verde”, tanto en la implantación de megaproyectos eólicos o fotovoltaicos como en la minería que apuntala su despliegue, con sus infraestructuras de transporte, energéticas, digitales y militares que acompañan una transición abocada al más rotundo de los fracasos si no se puede desplegar desde regímenes casi o abiertamente totalitarios.

El objetivo: favorecer la inversión y subvencionar el cambio de modelo extractivo para beneficio de los grandes fondos de inversión y una clase política cómplice que recoge algunas migajas.

Rebelión y desobediencia, obligaciones morales

En el Congo, cientos de miles de personas trabajan en esta eficiente economía eufemísticamente denominada artesanal, incluidos decenas de miles de los denominados “niños del cobalto” de tan solo cinco o seis años. Los más pequeños cavan en la superficie raspando para recoger lo que pueden y, sobre todo las niñas, tamizan y seleccionan. Cuando consiguen un saco de tierra y piedra tienen que separar las partes que contienen cobalto en charcos de agua pútrida y tóxica. Luego, a medida que crecen, si llegan a adolescentes, pasan a excavar túneles manualmente, lo que requiere más fuerza, pero sin sostenimiento, ventilación o seguridad suelen colapsar y mueren enterrados vivos. Hay decenas de miles de niños y adolescentes que trabajan así junto a sus padres; muchos ya son huérfanos. El libro Cobalto Rojo del profesor de la Academia Británica de ciencias, Siddharth Kara (Ed. Capitán Swing, 2024), relata cientos de experiencias de este tipo que sustentan nuestra transformación digital.

Barcelona es una de las pocas ciudades que ha estudiado el fenómeno de puertas adentro. Unos 3.200 chatarreros o recicladores trabajan para ganar unos 20 euros al día en la recogida de metales. La mayoría son migrantes en situación irregular, casi el 80% africanos sin DNI. La economía circular impulsada desde la UE con dictámenes como el SC/048 sigue siendo tan ignorada por las instituciones como la inestimable labor del reciclado que realizan estas personas marginadas sin vivienda ni derechos laborales. Chatarrerías e intermediarios reaprovechan los cerca de 400 kilos diarios de metales, aluminio, cobre, metales mixtos o acero por una media de 0,19 euros por kilo de hierro o 5,6 euros el de cobre limpio. Son datos del Informe Wastecare de la Universidad de Barcelona, 2024. “¿Estamos dispuestos a tener esclavos para obtener unas mejores tasas de reciclado?”, se pregunta Federico Demaria, profesor de Economía Ecológica de la Universidad de Barcelona y coautor del informe.

No son pocas las voces que intentan frenar semejante injusticia, social y ambiental, pues choca directamente contra los 17 ODS de la malograda Agenda 2030. Afortunadamente, hay un fondo de rebelión ciudadana y contestación popular creciente, también un auge entre la juventud mejor informada de una desobediencia civil que las instituciones intentan ocultar y acallar con mecanismos como la Ley Mordaza. A nivel internacional prosperan los nuevos luditas trabajando en red para detener esta psicópata marea de guerra contra la vida. Grupos comunitarios como la Coalición Alto al Espionaje del LAPD se están organizando para destruir los algoritmos de los programas policiales. La creciente campaña para prohibir el uso gubernamental de software de reconocimiento facial ha obtenido importantes victorias en California, Massachusetts o Alemania. Los trabajadores de Amazon sabotean a su compañía para que deje de vender dicho software a las autoridades. En las calles de Hong Kong, los manifestantes ponen en funcionamiento técnicas para evadir la mirada algorítmica utilizando láseres que confunden a las cámaras de reconocimiento facial o derribando las farolas “inteligentes” equipadas con dispositivos de vigilancia. Les Soulèvements de la Terre de Francia se burlan de la gendarmerie actuando como una masa crítica metamorfoseante. La indiferencia y la falta de radicalidad ante la guerra declarada contra nuestras vidas es una manera de justificar genocidios por mor de un “crecimiento económico”. Pero éste ya no es posible, ni siquiera socavando la base vital que toleramos como aceptable hasta hoy. La rebelión y la desobediencia se han vuelto obligaciones morales para toda criatura que aún se considere humana.

Antonio Aretxabala es geólogo, doctor investigador independiente en obra civil, urbanismo, nuevas tecnologías de extracción y cambio climático.

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/colectivo-burbuja/bases-geologicas-esclavitud-guerra-digital

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