¿Dónde está hoy el centro dinámico del sistema político chileno, capaz de producir decisiones, soluciones y acciones para los variados problemas que enfrenta la sociedad y encauzar así el desarrollo del país? Si existe, como quedó claro a lo largo de 2015, una crisis de conducción gubernamental, ¿de dónde provendrán las fuerzas y la dirección para superarla?
Estas preguntas se refieren a la gobernanza, su estado actual y cómo podría uno imaginar su mejoramiento a lo largo de 2016. Durante el mes de febrero, esta columna ensayará algunas respuestas para dichas preguntas.
I
Gobernanza refiere al modo contemporáneo de entender el gobierno de las naciones; es un cambio de sentido en –y un enriquecimiento del– concepto de gobierno. Significa al mismo tiempo la autoridad formal del gobierno, los cambiantes roles que asume el Estado y las redes de poder informales que contribuyen a hacer posible la gobernabilidad de sociedades complejas, como son las sociedades capitalistas democráticas. Traducido del término inglés governance, significa una manera de gobernar, esto es, de dirigir, guiar y regular –en su conducta o acción– a individuos, organizaciones, naciones y asociaciones multinacionales, tanto públicas como privadas o mixtas.
En el campo académico, la gobernanza se define simplemente como “ejercicio general de la autoridad”, trátese de instituciones públicas o privadas, de reglas formales o informales, en distintos niveles del Estado y la sociedad, en las esferas de la polis, la economía, las redes sociales o la cultura.
Según muestra el volumen editado por David Levi-Faur para la serie de los Oxford Handbooks, aquel dedicado a la governancedel año 2012, apunta a una modalidad de conducción caracterizada por: (i) creciente participación por actores no-estatales; (ii) colaboración público-privada; (iii) diversidad y competencia en los mercados; (iv) descentralización; (v) integración de dominios legales de la política pública antes separados, como regulación de muy distintos sectores mediante órganos de tipo superintendencia; (vi) multiplicación de instancias no-coercitivas (soft law o soft power); (vii) adaptación y aprendizaje constantes, y (viii) métodos de coordinación abierta y basada en una pluralidad de actores y formas de conocimiento (Orly Lobel).
Estamos pues frente a un concepto que se hace cargo de las múltiples interacciones, dimensiones y esferas de las sociedades capitalistas democráticas. No reduce el gobierno a un asunto del Estado exclusivamente, solo a los aspectos públicos de la conducción, a la política, la fiscalidad, la administración funcionaria y la racionalidad burocrática, sino que incluye bajo la noción de gobernanza una serie de otros factores. Así, al lado de la dirección y coordinación mediante comandos administrativos, aparecen el funcionamiento regulado de los mercados, la autorregulación (confianza) como base de operación de diversos sistemas, la participación de diversas partes interesadas de la sociedad civil y la gestión del conocimiento a través de redes de política pública. En esta visión ampliada de la gobernabilidad, la información y la comunicación juegan un papel fundamental asimismo. Igual como el conocimiento, las ideas e ideologías; es decir, la dirección ideal de la sociedad, el momento hegemónico o gramsciano del orden. En breve, la creación, transmisión y recepción de sentidos mediante los cuales se constituyen e interactúan los mundos de vida de las personas.
Mi pregunta, entonces, en esta columna y las próximas, es hasta dónde el sistema político chileno –el encargado de proveer la gobernanza y cautelar y mejorar su calidad– está en condiciones de llevar adelante, adecuada y efectivamente, esta que es su función principal. Cuestión esencial si se considera que, por un lado, la sociedad experimenta una crisis de conducción (y de sentidos) y, por el otro, está a punto de ingresar en la segunda mitad del periodo de la administración Bachelet, y la tensión comienza a trasladarse hacia la próxima elección presidencial.
No se trata aquí por tanto, claro está, de abordar las preguntas sobre la gobernanza de una forma puramente conceptual y abstracta, sino de hacerlo a la luz de las actuales circunstancias chilenas, del gobierno Bachelet y su baja popularidad, en la mitad de su mandato, de cara al año que comenzará al regreso de las vacaciones, con la actividad económica encogida y una opinión pública encuestada insatisfecha, insegura frente al porvenir.
Queremos explorar –sobre ese trasfondo– dónde se hallan situadas y cuáles son y cómo funcionan las más importantes palancas de la gobernanza. Qué actores e instituciones son claves para el dinamismo y adaptabilidad del sistema político. Qué podemos esperar de la administración Bachelet y la Nueva Mayoría durante la segunda mitad del actual periodo presidencial. Cómo se desenvolverán las demás fuerzas políticas. Cuáles dinámicas moverán la macro y la microhistoria en que nos toca participar.
Es ésta una exploración que se construye sobre la base del diagnóstico de crisis de conducción desarrollado el año pasado en este mismo espacio. A lo largo de las semanas y meses venideros, las cuestiones de fondo irán concretándose y siendo abordadas desde distintos ángulos según las cambiantes circunstancias del entorno político-cultural chileno.
¿Hacia dónde nos conduce la crisis de conducción? ¿Cómo busca el gobierno administrarla o superarla? ¿Qué actores ganan y pierden poder? ¿Cuáles son las interpretaciones dominantes que contribuirán a orientar a los actores en la nueva etapa? ¿Qué ideologías van configurándose y cómo evolucionan al compás de la situación política, económica y cultural de la nación? ¿Cómo actúan e interactúan las élites y los partidos y se relacionan con la sociedad? ¿Qué liderazgos emergen en perspectiva de la elección presidencial de 2018? ¿Cuál será el impacto del constreñimiento de la economía? ¿En qué direcciones irán moviéndose la NM y la alianza de la derecha? ¿Cuáles serán las secuelas de los escándalos? ¿Qué significado podría tener el próximo cambio de gabinete? ¿Cuál será el discurso con que la administración Bachelet intentará crear una narrativa que dé cuenta de su gobierno y comience a proyectarlo hacia la memoria histórica? Y, en medio de todas estas circunstancias, ¿cuál será el comportamiento de Fortuna, con su volátil voluntad que suele cambiar el destino de los humanos y las comunidades?
II
Partiremos por lo más general. ¿Cómo puede describirse el cuadro actual de la gobernanza del país?
Hay una crisis de conducción de la gobernanza. Un ciclo de escándalos envuelve a las principales élites debilitando su autoridad y legitimidad. Existe consenso respecto de una pobre gestión política del gobierno y sus reformas. Como coalición gobernante y a pesar de no tener una real oposición al frente, la NM revela ostensibles contradicciones, tensiones y fallas. Producto de todo esto, se ha creado un clima de desconcierto e incertidumbre. Hay una baja adhesión de la gente a las instituciones. Y una escasa confianza en los grupos de conducción. Circulan unos malestares difusos frente a la administración Bachelet pero, además, con la democracia, el capitalismo y la modernidad. Más encima, el país se encuentra en un ciclo bajo de su crecimiento, aunque no recesivo al momento. Se constata una menguada energía productiva. Existe una percepción de relativo estancamiento, en medio de una etapa de escaso dinamismo de la mayoría de las economías emergentes, particularmente en América Latina. Vuelve a cundir el temor por la falta de diversificación de nuestra economía y sus reducidos ingredientes tecnológicos, lo cual hace en extremo dependiente del ciclo de los commodities.
En suma, el futuro se ve confuso e incierto, el gobierno débil, las élites empequeñecidas, la opinión pública encuestada desconfiada y algo deprimida y el país carece de una perspectiva clara de cómo salir de la crisis de conducción y restituir una gobernanza a la altura de los desafíos que enfrenta.
¿Qué mueve a nuestro sistema político y de dónde podrían venir las energías de superación de la crisis y la configuración de una nueva gobernanza? ¿Cuáles son los centros dinámicos de donde emanan las tuerzas para una recuperación y renovación?
Seguiremos un sencillo esquema conceptual para identificar y visitar –casi telegráficamente, por el carácter exploratorio y topográfico de este ejercicio– los lugares socio-institucionales desde los cuales, según la experiencia histórica y a la luz de la sociología política, podrían surgir esas energías para fijar una dirección y un rumbo de la sociedad. Sostendremos aquí que esos lugares –centros dinámicos los llamamos– son respectivamente: las élites, el Estado en sus principales poderes representativos (ejecutivo y legislativo), los partidos políticos, la esfera ideacional generadora de ideologías y programas, la sociedad civil y sus propias expresiones dinámicas desde la calle a los mercados, y la opinión pública encuestada con sus oscilaciones que proporciona el trasfondo permanente de la gobernanza democrática. En sucesivas entregas semanales exploraremos estos distintos lugares institucionales y sus interconexiones, como fuerzas dinámicas (¡o no!) para recomponer la gobernanza del país.
Ante todo, necesitamos referirnos a las élites centrales –política y económica, en primer lugar– y, en un segundo plano, a la élite estamental (o de los apellidos) y a las élites culturales: mediática, religiosa (el alto clero), intelectual (intelectuales públicos), académica (technopols), científica, artística, etc.
En efecto, las élites son una pieza fundamental de la gobernanza. No solo componen las redes que dan sustento informal al poder formal de la democracia y un sentido de orientación político-cultural a la sociedad, sino que, además, la élite política compite por las posiciones electivas claves dentro del régimen democrático. Puede no gustar que se hable de élites en sociedades de masas que aspiran a la máxima igualdad, tal como en sociedades aristocráticas chocaban las referencias a unas élites burguesas y comerciales.
Mas el hecho es que la democracia genera necesariamente sus propias élites, así como el capitalismo las suyas en el plano de la propiedad, el mercado y la riqueza. Y en cada una de las demás esferas de valor que conviven dentro de las sociedades modernas –desde las ciencias hasta el arte, los medios de comunicación hasta las iglesias, los deportes hasta el show business– surgen las propias élites de acuerdo a los correspondientes principios de estratificación que organizan a cada uno de sus campos. En una medida importante, aunque variable en cada sociedad, la gobernanza está conformada en parte por la interacción de esas élites, sus interacciones y alineamientos, sus disputas y conjugaciones, sus creencias, circulación y movilidad. Algunos clásicos de la sociología –como Mosca, Pareto y Weber– descubrieron tempranamente la importancia de las élites, sin dejar de reconocer la existencia de otros principios de estratificación, como clases sociales, grupos de status, castas y las variadas formas de jerarquización de las sociedades contemporáneas.
En el caso de Chile es fácil constatar que la esfera de las élites, cuyo entramado se entreteje parcialmente con el del Estado, alimenta y reproduce la gobernanza; facilita (o puede entorpecer y obstaculizar) la conducción y gobernabilidad de la sociedad, y articula las estructuras de autoridad de la democracia. A veces, algunas de estas élites son designadas como ‘poderes fácticos’; en otras oportunidades operan casi invisiblemente y sin ser reconocidas. No siempre gozan de prestigio, pero sí ejercen, invariablemente, cuotas de poder.
Son por lo mismo un ingrediente de las redes de gobernanza de una sociedad, sea a través de organizaciones formales o de clubes informales, en oficinas o salones, mediante la academia o la bolsa de comercio, en términos persuasivos o coercitivos, recurriendo al mercado o al Estado, a la confianza o la solidaridad. En sociedades abiertas, como la nuestra, las élites se hallan sujetas crecientemente al escrutinio de los media, al favor o disfavor de la opinión pública encuestada, a las demandas del igualitarismo por una mayor (o total) transparencia y por lo mismo dependen, cada vez más, de la legitimidad, credibilidad y confianza que les otorgan (o retiran) las no-élites de la sociedad.
Hoy, esta esfera –en sus dos centros vitales, político y económico— atraviesa una severa crisis de la cual no ha logrado salir desde hace más de un año. Su núcleo político-económico más visible –grandes empresarios, banqueros, gerentes, senadores, diputados, funcionarios de confianza política o dirigentes partidistas– se ha visto envuelto en un ciclo de escándalos nacido en la zona de encuentro entre mercado y política. Ha sido un movimiento telúrico de intensidad cuyos daños están a la vista.
Los escándalos han tenido cada uno sus propias lógicas. En el caso de los mercados, provocados por arreglos monopólicos y de colusión de grandes empresas que de paso han involucrado a personas o familias de la élite tradicional (apellidos), y por el pago para obtener influencia política. En el caso de la política, provocados por tráfico de influencias y la enajenación del rol representativo, con daño colateral en las instituciones donde participan o se hallan vinculados (parlamento, gobierno, partidos).
¿Qué dinámicas emanan de estos hechos, en lo tocante al régimen de la gobernabilidad? Solo negativas, destructivas, deslegitimadoras, contaminantes del clima nacional.
Los escándalos son corrosivos para el gobierno y la conducción política. Dañan al empresariado y restan confianza a las empresas y los mercados. Debilitan la gobernanza y reducen la reputación de actores colectivos e individuales de las élites. Durante el año que comienza seguirán causando efectos deletéreos. Probablemente mantengan en jaque a la figura presidencial y a los dirigentes y parlamentarios oficialistas y de oposición envueltos en el drama y la trama pública de escándalos y formalizaciones.
La crisis afecta principalmente el ambiente comunicativo-cultural de la gobernanza democrática. Produce y mantiene una atmósfera enervada, de acusaciones y recusaciones, de revelaciones y confesiones, de inquisición ética y caza de brujas, de puritanismo anti-elitario y populismo moral. Vivimos en un ambiente que causa una perversa polución de las confianzas y los tácitos acuerdos intersubjetivos que hacen posible la amistad cívica y una cultura de deliberación racional. Al contrario, los actores de la polis viven bajo sospecha, rigurosamente escrutados por los media y emocionalmente anulados para ejercer sus responsabilidades como miembros de las élites.
Como subproducto de la anterior crisis, ha disminuido también el poder simbólico y la proyección ético-cultural de empresarios y políticos. En general, se ven afectados todos quienes aparecen identificados con el establishment del poder mientras que aumenta el peso relativo y visibilidad de otros dos grupos de élite –podemos llamarlos ‘grupos enjuiciadores’– como son: (i) aquel compuesto por las figuras de la denuncia, el periodismo investigativo, los medios electrónicos-alternativos y en general quienes se suben al púlpito para ejercer el rol de exhortación moral y (ii) el grupo de los fiscales que ejerce la función persecutoria en los casos de escándalo que tocan a esas élites.
Entre ambos grupos hay una afinidad selectiva; se potencian mutuamente y complementan al interior de las dinámicas de los escándalos. El juego de filtraciones y consiguiente presión pública sobre los acusados es una instancia donde se expresa esa mutua potenciación y complementariedad. Las ganancias son compartidas: en mayor poder y prestigio. Por eso mismo, estos grupos ascendentes han sido objeto de críticas; precisamente por tener el potencial (y a ratos la actualidad) de convertirse en nuevos segmentos de élite, con poder de atacar y restar prestigio a las élites tradicionales de la política, la economía y la cultura.
Miradas las cosas en perspectiva, las élites centrales, y otras de segundo orden como las élites de iglesia, del deporte, de los militares y tecnocrática –sobre las que volaremos más adelante– han perdido capacidad de contribuir a una reconfiguración de la gobernanza nacional. Deben, en primer lugar, renovarse y recomponerse a sí mismas. En eso están, aunque no sabemos con cuánto éxito.
La élite política ha tratado de articular un discurso autocrítico y se ha visto forzada –por la opinión pública, los media y la Comisión Engel– a endurecer las leyes y reglas que rigen sus comportamientos públicos y privados, especialmente en materias de transparencia, tráfico de influencia y financiamiento de su actividad. Por su lado, la élite empresarial ha debido reconocer sus faltas y algunos de sus miembros enfrentan juicios públicos en la prensa y los tribunales, han debido devolver impuestos eludidos o no-pagados y han sido removidos de sus cargos. A su turno, los propios gremios empresariales parecen estar preocupados de renovar su imagen y personal directivo.
2016 será un año decisivo para ambas élites. La dirección empresarial deberá hacer frente a la ralentización de la economía, la diversifican de más exportaciones y, en el frente legislativo, a una reforma que busca incrementar el poder de los trabajadores frente a los dueños del capital y la gerencia. La clase política, en tanto, se enfrenta a un año de elecciones (municipales), de definición de alianzas en ambos sectores –gobiernista y oficialista– y de recomposición de sus perspectivas ideológicas con vistas al año electoral de 2017. También para los nuevos colectivos partidarios existentes el periodo que viene será definitivo en cuanto a ser o no ser.
Publicado en El Líber, Chile